Estaban teniendo sexo cuando los agentes
llegaron. Los sorprendieron uno encima del otro, completamente desnudos y en
plena penetración. Ellos no se sintieron apenados, lo que debería haber sido el
sentimiento natural. Lo que sintieron fue miedo porque esos hombres, porque no
había una sola mujer, no tenían porque estar allí. Habían entrado rompiendo la puerta y ellos,
en su éxtasis sexual, no se habían dado cuenta. O sino se habrían escondido, se
habrían lanzado por la ventana o hubiesen hecho algo.
Sin embargo, esa fue solo una de las parejas,
de los hombres homosexuales que en silencio y bajo el cobijo de la noche,
fueron llevados a diferentes cárceles alrededor del país. Había miles y todos
estaban igual de asustados. Algunos incluso habían sido golpeados y los
moretones en sus pieles lo denotaban con facilidad. Otros ya ni hablaban, pues
de verdad temían que decir cualquier cosa pudiese causar un daño peor. Ninguno
de ellos sabía qué ocurría pero ciertamente lo adivinaban.
Hacía poco, muy poco de hecho, los ciudadanos
de todo el país habían sido convocados para votar por el próximo presidente. La
campaña había sido un caos total, pues tres de los seis candidatos habían
muerto de manera misteriosa en un accidente aéreo. El avión parecía haber perdido
el control poco antes de aterrizar y fue a dar al mar, enterrándose en el suelo
marino y sometiendo a los cuerpos a la presión. Se solicitó cambiar la fecha de
las elecciones pero, como siempre, nadie hizo nada y todo siguió como acordando
antes.
No sorprendió a nadie el hecho de que el
candidato más extremista ganara las elecciones. Desde antes ya tenía una
cantidad de seguidores que lo apoyaba en cada cosa que decía y en cada evento
en el que participaba. Pero su mayor rival, una candidata moderada, había
muerto en el accidente y eso le había dado paso ilimitado al puesto político
más importante del país. La muerte de su competencia terminó sellando su
victoria. Las razones del accidente nunca fueron esclarecidas pero terminaron
siendo obvias.
Apenas semanas después de su inauguración como
presidente, el hombre firmó un decreto poco antes de la medianoche, pues debía
entrar en vigor a la siguiente madrugada. El decreto llamaba por un retorno a
los valores del pasado y empezaba por “ayudar al cambio” de miles de
homosexuales declarados a lo largo y ancho del país. Los meterían primero en
cárceles regulares y luego existirían lugares especiales para darles la
supuesta ayuda que el gobierno creía que requerían para poder ser hombres
“normales”. Todo disfrazado de buenas intenciones.
La gente, sin embargo, vio como se llevaban a
cientos, a miles de hombres en camiones por todas partes. Irrumpieron en casas
no solo para llevarse hombres adultos, sino también para llevarse mujeres
lesbianas y niños y niñas que, en alguna red social o a alguien, le habían
confesado que eran homosexuales. El trato que se les dio no fue nada diferente
al de los adultos y todos ellos también resultaron en las cárceles, siendo
procesados como criminales. No había nada en ningún lado que pudiese
calificarse de ayuda.
Aunque algunos todavía tenían ganas de pelear,
de luchar por sus derechos, pronto se dieron cuenta que no tendrían ningún tipo
de compasión de ningún lado. Solo golpes y gritos, no había nada más.
Estuvieron meses hacinados en prisiones ya llenas de delincuentes comunes,
violadores, asesinos y narcotraficantes. Algunos incluso murieron en peleas
contra ellos y supieron que debían mantenerse al margen y tratar de interactuar
lo menos posible con los demás prisioneros. Era la única manera de sobrevivir.
Fue entonces cuando tuvieron que unirse como
grupo, como jamás antes lo habían hecho, casi formando una tribu en la que unos
se protegían a los otros, porque nadie más los iba a ayudar. Si alguien se
enfermaba o era lastimado, los demás lo cuidaban. Al menos así fue en varias de
las cárceles, pues el instinto dictaba que lo primordial era sobrevivir, sin
importar como. Ya después pensarían en otras cosas. Pero si no se mantenían con
vida, si no lograban salir adelante, todo habría sido para nada.
A los meses de estar en las cárceles, los
camiones nuevamente vinieron por ellos y los fueron sacando poco a poco hasta
que no quedó ninguno. En lugares remotos, se habían construido campos enormes
con cabañas hechas de latas de zinc, en las que vivirían hasta que el gobierno
considerara que ya podían volver a la sociedad. La idea era que ayudaran a
construir los edificios definitivos, pues en los que los metían a vivir no
había agua corriente ni electricidad y el frío era un problema serio. Era otra
prueba.
Tuvieron que compartir ropa, pues no les
dieron ninguna. Muchos murieron de hipotermia durante el primer año y otros más
a causa de los trabajos que debían hacer a diario. Tenían que despertar a las
cinco de la mañana y los obligaban a dormir hacia las once de la noche. Solo
había dos comidas y nada más. Si no estaban trabajando, debían de estar
durmiendo y viceversa. No los querían ejercitándose ni comiendo demasiado. Solo
trabajar y dormir. Algunos incluso empezaron a perder el sentido de la realidad
y, en poco tiempo, perdieron todo lo que los hacía seres humanos.
A ellos, a los locos, les pegaban un tiro en
la cabeza siempre que podían. Los usaban como ejemplos para que el resto viera
que no era un juego, que la muerte sí podía llegarles en cualquier momento.
Otros castigos consistían en hacer que un hombre trabajara desnudo durante toda
una semana y así dormía también. Era una prueba de resistencia que se les hacía
a los que habían cometido algún error y rara vez lo superaban. No se hacía nada
para enseñar o ayudar de verdad, solo para traumatizar y asustar.
Solos y tristes, la mayoría de los prisioneros
ya no sentían igual que en el exterior. De hecho, a muchos les costaba recordar
las caras de sus parientes o las de sus hijos o parejas. Había muchos hombres
casados con otros o en relaciones de años, pero habían sido separados y ya no
tenían a nadie. Otros, eran muy jóvenes o simplemente estaban solos en el
mundo. A los primeros, se les trataba de cuidar pero la situación los hizo
madurar más aprisa y pronto fueron de los más resistentes, de los que sabían
como sobrevivir.
Nadie sabía como sería con las mujeres, pero
se asumía que debía ser muy parecido y eso ni hablar de otras personas que
habían sido registradas en pasados gobiernos progresistas como transexuales o
intersexuales. Nadie sabía que había pasado con ellos y la verdad era que se
prefería evitar pensar en ello porque la respuesta no podía ser nada
esperanzadora. Ya tenían suficiente con su propio calvario y no tenía sentido
torturarse con lo que les pasaba a los demás. No había lugar para ser
compasivo.
En las únicas ocasiones que podían interactuar
era por la noche. Los guardias se paseaban por fuera de las cabañas pero casi
nunca escuchaban si los prisioneros susurraban con mucho cuidado. En todo caso
no era algo que ocurriera seguido, pues solo hablaban de lo que les pasaba en
el día y eso era una tortura que no tenía sentido. Además, casi todos los días
moría alguien, por una razón o por otra, así que hablar del día a día se volvía
menos y menos importante, pues les recordaba sus pocas posibilidades.
Solo tenían ese silencio nocturno para pensar,
para rezar o para llorar. Eran las tres cosas que hacían y no había nada más.
Nadie sabía cuando terminaría semejante situación o si de verdad terminaría
algún día. Era probable que todos morirían allí, sin nunca volver a ver a
ningún otro ser humano.
Algunos ya habían empezado a pensar en ello y
por eso amanecían muertos, cortándose las venas con pequeñas cuchillas o
saliendo en la mitad de la noche para que los mataran de un tiro por rebelión.
Las puertas se iban cerrando y solo quedaban aquellas que nadie nunca había
querido cruzar y ahora corrían hacia ellas.