Volé sobre el mar por varias horas, hasta
que sentí que había llegado al lugar correcto. Dando una voltereta un poco
tonta, aterricé cerca de un acantilado hermoso. La luz de la tarde acariciaba a
esa hora toda la costa y las sinuosas grietas de toda la zona se veían todavía
mejor con esa luz color ámbar que lo bañaba todo. Los animales, más que todo
aves, parecían haberse calmado solo por la presencia de semejante fenómeno
natural tan apacible. Era un lugar perfecto para alejarse del mundo y poder pensar
un poco.
Al menos eso era lo que yo había ido a hacer
allí. Después de tanta cosa, de peleas con personas de un lado y de otro y de
batallas reales con consecuencias abrumadoras, había decidido que tenía derecho
de irme lejos para poder pensar un poco. Sabía que mi decisión no sería
bienvenida con todos pero la verdad eso era lo de menos. No podía agobiarme a
mi mismo tratando de complacer a los demás, no en ese momento. Necesitaba
pensar en mi mismo por un tiempo, saber qué era lo que necesitaba como ser
humano.
Ser humano… Que gracioso suena decir eso e
incluso pensarlo. Ser un humano… Y yo vuelo y vine aquí después de viajar una
larga distancia. Y la gente que conozco, con la que trabajo, tiene las mismas
características, aunque no todos vuelan. Por ejemplo, Loretta sabe gritar de
una manera que a nadie le gustaría escuchar jamás. Es gracioso porque suele ser
muy callada, tal vez por eso mismo. Y Antonio puede manipular la forma de su
cuerpo a voluntad. Se puede meter por donde quiera, no hay nada que lo detenga.
Y Javier… Mierda, olvidaba lo mucho que me
duele pensar en él. Solo hemos podido hablar solos un par de veces, y en ambas
ocasiones ha pasado algo que no nos ha dejado decir mucho más que algunas
frases sin sentido. Él anda para arriba y para abajo con Marta, esa chica rubia
que básicamente es la secretaria de nuestro jefe. Ella no es especial como
nosotros pero se comporta muchas veces como si viniera de otro planeta. Desde
que trabajamos todos juntos me ha caído bastante mal y ahora es cada vez peor.
No la soporto.
Su mirada es siempre condescendiente y habla
como si le estuviera explicando todo a un montón de niños de preescolar. Creo
que no soy el único que no aprecia su presencia en el equipo, pero ciertamente
sí soy el único que se ha ido a discusiones verbales con ella. Jamás he sido
muy bueno que digamos en eso de callarme y seguir adelante. No puedo. Tengo que
decir lo que pienso, así sepa que voy a herir a alguien con mis palabras. Pero
ella parece estar hecha de teflón o algo por el estilo porque parece que nada
le hiciera daño. Las cosas, sin embargo no son peores y eso es por Javier.
Al comienzo, tengo que confesar, que no lo
había detallado mucho. Pasaron seis meses hasta que nos hablamos por fin. Fue
un breve intercambio en un ascensor. Hablamos de nuestras habilidades
especiales y de nuestra vida justo antes de empezar a trabajar en el equipo. No
dijimos nada demasiado profundo ni demasiado personal. Fue un simple
intercambio de palabras entre personas que trabajan en un mismo lugar. Fue
cordial y amable, ni más ni menos. Y sin embargo, debo confesar que sentí algo
entonces.
Mientras camino por el borde del acantilado,
mirando como el mar crea cada vez más espuma sobre las rocas, recuerdo como
empecé a pensar en él cada vez más. Era como obsesión que había nacido y se
apoderaba cada vez más de mi mente e incluso de mi cuerpo. La segunda vez que
hablamos fue mucho después, cuando ya habíamos trabajado de manera activa
juntos. Debo decir que cuando mencioné antes que habíamos hablado solo dos
veces, me refería a después del incidente. El muy desafortunado incidente.
Nuestra versión oficial era que no había
pasado nada y que todo lo que la gente decían eran puros chismes que buscaban
crear algo donde no lo había. Pero nosotros tres, Javier, Marta y yo, sabíamos
muy bien que todo lo que se decía por ahí era completamente cierto. Era muy
complicado parecer indiferente ante algo que todos parecían interés en
discutir. Además cada uno lo asumía de manera diferente: unos de verdad querían
saber y preguntaban detalles y otros se hacían los indiferentes pero obviamente
querían saber más también.
Al fin y al cabo, lo único que habíamos hecho
era darnos un beso. Aunque eso sonaba demasiado romántico. No había sido tanto
un beso como una acción de extrema urgencia que habíamos tenido que tomar en el
frente de batalla. Javier había sido herido gravemente y su respiración parecía
haberse detenido. Por radio, nos dijeron que lo mejor era ayudarlo a respirar.
Eso solo podía hacer con un masaje cardiaco, imposible en nuestra situación, o
con respiración de boca a boca y masajes en el área abdominal.
El problema recaía en que Javier tenía una
habilidad bastante peculiar y es que absorbía la energía de cualquier ser
humano que lo tocara. Al parecer era algo que podía manejar pero solo cuando
estaba consciente y en buen estado de salud. Así, desmayado como estaba, no se
sabía. Fue Marta quién sugirió que yo lo hiciera. Pensaba que la habilidad de
Javier podría matarla a ella pero yo, por mis poderes, podría sobrevivir. Tengo
que admitir que ella no tuvo que insistir mucho. Lo hice sin pensar en nada,
lanzándome al vacío como lo había hecho antes en tantas ocasiones. El eterno
irresponsable.
Al comienzo, no sentí nada. Pero luego
empezó un cosquilleo en mi boca que se hizo cada vez más notable con cada
intento para que Javier pudiese respirar de nuevo. Mis labios y mi cuerpo
entero hacían lo que podían, bombeando aire dentro de Javier para que este
pudiese vivir. Pero por alguna razón, no funcionaba. Fue como al décimo intento
cuando vimos signos de vida en él: tosió y se movió un poco. Yo estaba feliz.
Detuve mis intentos y lo miré a los ojos. Fue entonces cuando sentí arder mi
alma.
Esa es la mejor manera que tengo para
describirlo. Mientras veo como el sol cae en el mar para ocultarse durante otra
noche más, recordé como ese ardor indescriptible recorría mi cuerpo y parecía
hacerme querer ver el infierno. No recuerdo gritar pero Marta dice que lo hice.
Incluso, la única vez que hablamos de ello, en presencia del jefe, dijo haber
visto como mis ojos se ponían de un color rojo brillante. Dijo estar muy
asustada y no querer hablar nunca más del tema. Y no lo hicimos, con nadie.
La gente solo sospechaba que yo había besado a
a Javier para salvarlo, eso era todo. Se burlaban a besos, haciendo chistes
idiotas acerca del momento. Ellos no estaban allí, así que no tenían idea de
cómo había sucedido todo. No sabían del afán que tuvimos de salvarle la vida a
Javier y no tenían ni idea, ni podían imaginarse, que algo dentro de mi cuerpo
se había despertado con esos “besos”. En vez de quitarme energía, parecía que
Javier me había dado algo que yo no había poseído antes. Desde entonces, tengo
miedo.
Por eso vine aquí, a un lugar que solo había
visto en documentales y películas. Es una isla sin habitantes en las costas
escocesas. Gente ha venido aquí en muchas ocasiones pero nunca se quedan mucho
tiempo. El mar y el viento no dejan que la gente se acostumbre al clima tan
severo. Hay tormentas con frecuencia, por lo que no es raro que la lluvia cubra
toda la superficie del lugar por varias horas. No es un sitio al que alguien
vendría a buscarme y precisamente por eso me vine volando hasta aquí.
La luz ya se había ido. El sol ya no estaba pero
entonces la Luna apareció tras unas espesas nubes oscuras e iluminó el extenso
mar que había abajo. Me senté al borde del acantilado, sin miedo de caerme.
Había perdido el temor a muchas cosas con el paso del tiempo, una de ellas las
alturas.
Entonces sentí de nuevo ese ardor en el pecho.
Por un momento pensé que me iba a partir el cuerpo en dos. Pero entonces lo
logré dominar, o eso creo. Fue entonces cuando entendí que no debía quedarme
allí mucho tiempo. Tenía que volver. Tenía que hablar con Javier de todo esto y
de más aún. Era necesario.