Lo mejor del fin de semana era poder
amanecer abrazado a él, teniéndolo entre los brazos como si hubiera la
necesidad de sostenerlo así para que durmiera bien. Todas las mañanas, lo
primero que hacía era sentir su cuerpo y eso me daba algo de alegría, me hacía
sonreír y me hacía sentir más vivo que nada más que pudiese pasar. Él,
normalmente, se daba la vuelta y así nos dábamos un beso y nos abrazábamos para
dormir un rato más. Ese rato podía durar entre unos diez minutos y varias horas
más, dependiendo de lo cansados que estuviésemos ese día. Al despertar de
nuevo, siempre nos besábamos y luego hacíamos el amor con toda la pasión del
caso. Era perfecto y se sentía mejor que nada que hubiese en el mundo. Ambos
terminábamos felices, con sendas sonrisas en la cara.
A veces decidíamos quedarnos en la cama un
buen rato, abrazándonos. A veces hablábamos y otras veces solo dormíamos más.
Eso no cambiaba jamás y la verdad era algo que toda la semana yo esperaba con
ansia. Poder estar con la persona que había elegido para compartir mi vida y
simplemente tener su aroma junto a mi todo el tiempo. Nos turnábamos las
mañanas de los fines de semana para hacer el desayuno. Si me tocaba a mi, hacía
unos panqueques deliciosos con frutas y mucha miel de maple. Si le tocaba a él,
le encantaba hacer huevos revueltos y a veces algo de tocino. No pareciera que
le gustara tanto la comida grasosa ya que tenía una figura delgada y por ningún
lado se le notaba el tocino que le fascinaba.
Ese desayuno tenía lugar, normalmente, hacia
la una de la tarde. Y nos tomábamos el tiempo de hacerlo mientras
conversábamos. Hablábamos de nuestras respectivas semanas en el trabajo, de
chismes o noticias nuevas de amigos y amigas y de nuestras familias. Mientras
uno de nosotros cocinaba, el otro escuchaba con atención o hablaba como perdido
desde una de las sillas del comedor. Esa era nuestra tradición, así como la de
comer en ropa interior que era como dormíamos juntos. A veces incluso lo
hacíamos desnudos, pero él cerraba las cortinas temeroso de que alguien nos
viera, cosa difícil pues vivíamos en un piso doce. El caso era que siempre era
lo mismo pero con variaciones entonces nunca nos aburríamos, aún menos con lo
que enamorados que estábamos.
Si había un fin de semana de tres días lo
normal era que ese tercer día hiciésemos algo completamente distinto. Podía ser
que fuéramos a la casa de alguna de nuestras madres a desayunar o que
pidiéramos algún domicilio que casi nunca pedíamos. Había festivos que no nos
movíamos de la cama y solo nos asegurábamos de tener la cocina bien llena de
cosas para comer y beber. No nos complicábamos la vida y no se la complicábamos
a nadie más. Ese apartamento era nuestro pequeño paraíso y tuvo un rol
significativo en mi vida.
Los demás días, trabajábamos. No eran los
mejores pues a veces yo llegaba tarde o a veces lo hacía él. No podíamos cenar
juntos siempre y a veces teníamos pequeñas peleas porque estábamos irritables y
nos poníamos de un humor del que nadie quisiera saber nada. Era muy cómico a
veces como se desarrollaban esas discusiones, pues la gran mayoría de las veces
sucedían por estupideces. Eso sí, siempre y sin faltar un solo día, nos íbamos
a dormir juntos y abrazados. Jamás ocurrió que lo echara de la cama o que él se
rehusara a tenerme como compañero de sueño. No, nos queríamos demasiado y si
eso hubiese pasado sin duda hubiese significado el fin de nuestro amor
incondicional, que desde que había nacido había sido fuerte, como si hubiese
sido construido con el más fuerte de los metales.
Los mejores momentos, sin duda, eran las
vacaciones. Siempre las planeábamos al detalle y no podíamos pagar cosas muy
buenas porque, menos mal, nuestros trabajos pagaban muy bien. Íbamos a hoteles
cinco estrellas, con todo lo que un hotel puede ofrecer, fuese cerca de un lago
o al lado del mar. Viajábamos dentro y fuera del país y siempre recordábamos
enviar al menos un par de fotos para nuestras familias. Éramos felices y algo
curioso que hacíamos siempre que nos íbamos de viaje era tomarnos las manos.
Era como si no quisiéramos perdernos el uno del otro y manteníamos así por
horas y horas, hasta que las manos estuviesen muy sudadas o adoloridas de
apretar para apurar el paso o algo por el estilo. Era nuestra idea de
protección.
En vacaciones, teníamos siempre más sexo de lo
normal y recordábamos así como había empezado nuestra relación. Había iniciado
como algo casual, como algo que no debía durar más allá de un par de semanas,
pero sin embargo duró y duró y duró. Nos dejábamos de ver cierta cantidad de
días y luego, cuando nos veíamos de nuevo, éramos como conejos. Puede sonar un
poco gráfico pero las cosas hay que decirlas como son. En todo caso, se fue
creando un lazo especial que ninguno de los dos quiso al comienzo. Pero ahí
estaba y con el tiempo se hizo más fuerte y más vinculante. Desde el día que lo
conocí hasta que decidimos tener algo serio, pasaron unos dos años.
Él siempre fue un caballero. Es raro decirlo
pero lo era. En ciertas cosas era muy tradicional, como si tuviese veinte años
más y en otras parecía un jovencito, un niño desesperado por jugar o por hacer
o por no parar nunca de vivir. Era como un remolino a veces y eso me gustaba a
pesar de que yo no era así ni por equivocación. Yo le dejé claro, varias veces,
que no éramos compatibles en ese sentido, que yo no sentía ese afán por estar
haciendo y deshaciendo, por estar moviendo como un resorte por todo el mundo. Pero a él eso nunca le importó
y, el día que me dijo que estaba enamorado, sus lagrimas silenciosas me dijeron
todo lo que yo quería saber.
Estuvimos saliendo casi el mismo tiempo que
duramos teniendo sexo casual y viéndonos cada mucho tiempo. Después, no nos
separaba nadie. Íbamos a fiestas juntos, a reuniones familiares, a todo lo que
se pudiese ir con una pareja. Siempre de la mano y siempre contentos pues así
era como estábamos. Otra gente se notaba que tenía que esforzarse para mantener
una fachada de felicidad y de bienestar. Nosotros jamás hicimos eso pues lo
sentíamos todo de verdad. Nos sentíamos atraídos mutuamente tanto a nivel
físico como emocional e intelectual. Aunque todo había nacido tan casualmente,
compartíamos cada pedacito de nuestras vidas y supongo que esas fueron las
fundaciones para que nuestra relación creciera y se hiciese tan fuerte con el
tiempo.
Cuando nos mudamos a un
mismo hogar, sentí que mi mundo nunca iba a ser igual. No puedo negar que tuve
algo de miedo. No sabía que esperar ni que hacer en ciertas situaciones,
principalmente porque jamás había compartido un lugar con una persona que
significara tanto para mi. Pero todo fue encontrando su sitio y después de un
tiempo éramos como cualquier otra pareja que hubiese estado junta por tanto
tiempo. No se necesitó de mucho para que cada uno aprendiera las costumbres y
manías del otro. Algunas cosas eran divertidas, otras no tanto, pero siempre
encontramos la manera de coexistir, más que todo por ese amor que nos teníamos
el uno al otro.
Es extraño, pero jamás pensamos que nada fuese
a cambiar, que esos fines de semana fuesen a cambiar nunca, ni que nuestra manera
de dormir se fuese a ver alterada jamás. Supongo que a veces uno está tan de
cabeza en algo bueno, algo que por fin es ideal como siempre se quiso, que no
se da cuenta que el mundo sigue siendo mundo y que no todo es ideal como uno
quisiera. Había días que yo tenía problemas, de los de siempre que tenían que ver con mi cabeza y mi vida
pasada. Era difícil porque él no entendía pero cuando entendió fue la mejor
persona del mundo, lo mismo cuando sus padres murieron de manera repentina.
Tuve que ser su salvavidas y lo hice como mejor pude.
Pero nada de eso nos podía alistar para lo que
se venía. Cuando me llamaron a la casa avisándome, no les quería creer pero el
afán de saber si era cierto me sacó de casa y me hizo correr como loco, manejar
como si al otro día se fuese a acabar el mundo. Cuando llegué al hospital, y
después de buscar como loco, lo encontré en una cama golpeado y apenas
respirando. Lo que le habían hecho no tenía nombre. Quise gritar y llorar pero
no pude porque sabía que él me estaba escuchando y que podía sentir lo que yo
sentía. Entonces le ahorré ese sentimiento y lo único que hice fue cuidarlo,
como siempre y al mismo tiempo como jamás lo había cuidado. Después de semanas
lo llevé a casa y lo cuidé allí.
Todo cambió pero no me importó porque lo
único que quería era recuperarlo, era tenerlo conmigo para siempre. Él estaba
débil pero podía hablar y decirme que me quería. Solo pudo decirlo por un par
de semanas, hasta que su cuerpo colapsó. Me volví loco. Totalmente loco. E hizo
la mayor de las locuras pues, sin él, nada tenía sentido.