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miércoles, 9 de agosto de 2017

Cucharada de realidad, la mía al menos

   Nada. Nada por ningún lado. No hay opciones, no hay alternativas, no hay absolutamente nada que hacer. Claro que más de uno culpa a la persona, en este caso a mí, y dicen que no buscamos con suficiente ahínco o que simplemente no queremos trabajar y los ocultamos con numerosas excusas. No les voy a hablar de excusas porque no las tengo ni las quiero tener. Les voy a hablar de la realidad de las cosas, de lo que es estar sin trabajo en un mundo donde un desempleado es peor que un ladrón.

 Un ladrón entra a las casas y roba lo que haya de valor, o al menos que para él o ella tenga valor. Y agrego el “ella” porque en esta época del mundo no se puede ser sexista en ningún caso. Todos y todas podemos ser ladrones, viciosos, groseros, irresponsables y ejemplos de lo peor de la humanidad. Tener pene o vagina no cambia nada de eso. La humanidad está podrida y la fisionomía de los cuerpos poco o nada cambia nuestro potencial para ser todavía peores.

 Pero ese no era el punto del que hablaba. Lo que decía es que los ladrones tienen un trabajo. Es ilegal pero lo tienen. Igual pasa con los cartoneros que se la pasan recogiendo papel y cajas por las calles o los que piden dinero en las esquinas sin dar nada a cambio. La gente no lo dice a viva voz pero a esas actividades se les considera trabajo a la vez que son maneras de no morir en las grandes ciudades. No importa quién sea o para qué necesite el dinero, el punto es que algo hacen y la gente los ve.

 Y ese es un gran punto. ¿Porqué creen que a estas alturas de la historia humana la gente todavía se viste de traje y corbata, con zapatos bien brillantes y todo muy en su lugar? La gente dice que se trata de etiqueta, de estar presentable y de lucir pulcro y bien presentado. Pero hay algo más. Esos elementos son visibles a casi todo el mundo y le grita en la cara a cualquier transeúnte: “Tengo trabajo y todo esto que llevo encima es prueba de ello. Aporto a la sociedad”, así no sepamos que carajos hacen.

 Porque no hay trabajo malo. Al menos no a los ojos de sociedades que han vivido desde siempre en un estado de necesidad perpetua. En estos países del llamado “tercer mundo”, nunca hemos sabido como se siente vivir sin necesidades, hasta las personas con más dinero las tienen de una manera o de otra. Por eso hacer cualquier cosa es bueno, no importa si fritas papas en un restaurante o saludas a la gente al entrar en un edificio o si pretendes hacer respetar la ley. Los seres humanos respetamos el hecho de que alguien más haya decidido que una persona es lo mejor para cierto puesto.

 La convención humana dice que cada uno tiene su lugar. Ese cuento chino (más bien europeo o gringo) de que todos valemos lo mismo es una mentira enorme. Ni a los ojos de la sociedad ni a los ojos de la ley somos iguales. Hay poderes mucho más fuertes que impulsan por debajo todo lo que vemos. Uno de esos poderes es el dinero pero otro, que subestimamos seguido, es nuestra propia manera de hacer las cosas, nuestras costumbres arraigados en los más hondo del cerebro.

 Culpamos a los poderosos o a los pobres de todo y de nada pero la verdad es que cada uno de nosotros aportamos a que las cosas empeoren o mejoren o, en el caso actual, a que todo siga como ha sido durante el último siglo. Miles de avances tecnológicos no cambian nuestra manera de ser en lo más hondo. Seguimos teniendo costumbres tontas, como ignorar las mejores porque creemos que tiempos peores fueron mejor, solo porque no aceptamos nuestro presente.

 Ese estado de negación perpetua es el que ayuda a que el mercado laboral sea, en esencia, el mismo que hace unos cincuenta años. Sí, por supuesto que han aparecido nuevos empleos y se han abierto caminos antes inexplorados. Pero siguen siendo trabajos y a la gente se le sigue seleccionando de la misma manera. Así sea un robot el que analice las hojas de vida, el resultado será el mismo pues los datos que se consideran no han cambiado y, seguramente, jamás lo hagan.

 La edad es un factor clave. Alguien joven es, a los ojos del mundo laboral, alguien con vigor y energía, capaz de traer ideas nuevas que ayuden al progreso general de la empresa. Sin embargo, también son mulas de carga, pues tienen mayor resistencia y se les puede pedir lo que sea y lo harán porque, en estos países de los que hablamos, no pueden darse el lujo de negarse a hacer una u otra cosa. Así sea algo que no tiene nada que ver con su cargo, lo harán porque se arriesgan a perder su miserable sueldo.

 Y es que los sueldos siguen siendo miserables porque la humanidad avanza, nunca para. Así lo suban hoy y pasado mañana, el sueldo seguirá sin ser suficiente para poder vivir una vida realmente agradable. Ese lujo está reservado para los ricos y para las personas que esperan cuarenta años o más para poder reunir lo suficiente para hacer de su vida algo de provecho. Esas historias son contadas y hoy en día pareciera que son más numerosas. Pero es una ilusión del mundo interconectado que hoy. Sigue siendo igual de idílico que hace décadas.

 Lo otro es la educación. La pobre educación que ha pasado de ser un pilar de la humanidad a un negocio que se vende como salchichas a la salida de un estadio. Ya no hay calidad sino nombres y precios, como quien va a comprar ropa a un centro comercial. Lo que la gente busca es comprar la marca más cara que pueda comprar y ojalá esa le sirva para lo que quiere hacer. A veces el solo nombre es suficiente y otras veces hay que apoyarlo con más inversión, dinero y dinero.

 La calidad es algo que pasa a tercer plano, ni siquiera a segundo. Son esos árboles que pintábamos cuando éramos pequeños, al fondo de todos nuestros dibujos. Hacíamos el tronco, grueso o delgado, de color marrón y luego una suerte de nube verde que iba encima. De vez en cuando le dibujábamos algunos frutos pero los colores se confundían y lo que se suponía eran manzanas se convertían en bolas negras. Así es la educación, nosotros la hacemos para bien o para mal.

 Esos que hablan de un profesor u otro, que ese sabe más o que esa clase es más satisfactoria, solo está tratando de justificar el dinero gastado. Porque, de nuevo, somos nosotros, cada alumno, el que hace que toda la educación tenga sentido. Y no hablo solo de la universidad sino también de la secundaria, la primaria y hasta el jardín de infantes, que hoy cuesta una millonada y no sirve para nada, excepto como peldaño a un colegio caro que es tan vacío como una caja sin contenido.

 En los trabajos existentes no quieren personas creativas. Eso, en una palabra práctica, es pura mierda. Muchos trabajos dan la ilusión de ser una aventura o, peor aún, de dar el control al trabajador. Pero eso no existe o sino todos serían sus propios jefes y ni siquiera la gente que de verdad lo es puede hacer lo que se le da la gana. Hay fuerzas de todas partes, que quieren algo o que solo lo toman. La mente que piensa ya no es una cualidad sino un problema, si acaso un estorbo.

 Esas son mis justificaciones o como sea que les de la gana de llamarlas. Así explico yo el hecho de tener más estudios que la mayoría y, sin embargo, a los casi treinta años de edad, ser un fracaso completo a los ojos de toda la sociedad, sin excepción.


 Y lo peor, o la sola realidad, es que no me arrepiento de los pasos que he dado. Si tuviera una máquina del tiempo, no la usaría. Porque sería este mismo mundo de mierda el que estaría del otro lado del umbral. Y ya está visto que a mi eso no me sirve para nada.

martes, 22 de septiembre de 2015

Amor

   Lo mejor del fin de semana era poder amanecer abrazado a él, teniéndolo entre los brazos como si hubiera la necesidad de sostenerlo así para que durmiera bien. Todas las mañanas, lo primero que hacía era sentir su cuerpo y eso me daba algo de alegría, me hacía sonreír y me hacía sentir más vivo que nada más que pudiese pasar. Él, normalmente, se daba la vuelta y así nos dábamos un beso y nos abrazábamos para dormir un rato más. Ese rato podía durar entre unos diez minutos y varias horas más, dependiendo de lo cansados que estuviésemos ese día. Al despertar de nuevo, siempre nos besábamos y luego hacíamos el amor con toda la pasión del caso. Era perfecto y se sentía mejor que nada que hubiese en el mundo. Ambos terminábamos felices, con sendas sonrisas en la cara.

 A veces decidíamos quedarnos en la cama un buen rato, abrazándonos. A veces hablábamos y otras veces solo dormíamos más. Eso no cambiaba jamás y la verdad era algo que toda la semana yo esperaba con ansia. Poder estar con la persona que había elegido para compartir mi vida y simplemente tener su aroma junto a mi todo el tiempo. Nos turnábamos las mañanas de los fines de semana para hacer el desayuno. Si me tocaba a mi, hacía unos panqueques deliciosos con frutas y mucha miel de maple. Si le tocaba a él, le encantaba hacer huevos revueltos y a veces algo de tocino. No pareciera que le gustara tanto la comida grasosa ya que tenía una figura delgada y por ningún lado se le notaba el tocino que le fascinaba.

 Ese desayuno tenía lugar, normalmente, hacia la una de la tarde. Y nos tomábamos el tiempo de hacerlo mientras conversábamos. Hablábamos de nuestras respectivas semanas en el trabajo, de chismes o noticias nuevas de amigos y amigas y de nuestras familias. Mientras uno de nosotros cocinaba, el otro escuchaba con atención o hablaba como perdido desde una de las sillas del comedor. Esa era nuestra tradición, así como la de comer en ropa interior que era como dormíamos juntos. A veces incluso lo hacíamos desnudos, pero él cerraba las cortinas temeroso de que alguien nos viera, cosa difícil pues vivíamos en un piso doce. El caso era que siempre era lo mismo pero con variaciones entonces nunca nos aburríamos, aún menos con lo que enamorados que estábamos.

 Si había un fin de semana de tres días lo normal era que ese tercer día hiciésemos algo completamente distinto. Podía ser que fuéramos a la casa de alguna de nuestras madres a desayunar o que pidiéramos algún domicilio que casi nunca pedíamos. Había festivos que no nos movíamos de la cama y solo nos asegurábamos de tener la cocina bien llena de cosas para comer y beber. No nos complicábamos la vida y no se la complicábamos a nadie más. Ese apartamento era nuestro pequeño paraíso y tuvo un rol significativo en mi vida.

 Los demás días, trabajábamos. No eran los mejores pues a veces yo llegaba tarde o a veces lo hacía él. No podíamos cenar juntos siempre y a veces teníamos pequeñas peleas porque estábamos irritables y nos poníamos de un humor del que nadie quisiera saber nada. Era muy cómico a veces como se desarrollaban esas discusiones, pues la gran mayoría de las veces sucedían por estupideces. Eso sí, siempre y sin faltar un solo día, nos íbamos a dormir juntos y abrazados. Jamás ocurrió que lo echara de la cama o que él se rehusara a tenerme como compañero de sueño. No, nos queríamos demasiado y si eso hubiese pasado sin duda hubiese significado el fin de nuestro amor incondicional, que desde que había nacido había sido fuerte, como si hubiese sido construido con el más fuerte de los metales.

 Los mejores momentos, sin duda, eran las vacaciones. Siempre las planeábamos al detalle y no podíamos pagar cosas muy buenas porque, menos mal, nuestros trabajos pagaban muy bien. Íbamos a hoteles cinco estrellas, con todo lo que un hotel puede ofrecer, fuese cerca de un lago o al lado del mar. Viajábamos dentro y fuera del país y siempre recordábamos enviar al menos un par de fotos para nuestras familias. Éramos felices y algo curioso que hacíamos siempre que nos íbamos de viaje era tomarnos las manos. Era como si no quisiéramos perdernos el uno del otro y manteníamos así por horas y horas, hasta que las manos estuviesen muy sudadas o adoloridas de apretar para apurar el paso o algo por el estilo. Era nuestra idea de protección.

 En vacaciones, teníamos siempre más sexo de lo normal y recordábamos así como había empezado nuestra relación. Había iniciado como algo casual, como algo que no debía durar más allá de un par de semanas, pero sin embargo duró y duró y duró. Nos dejábamos de ver cierta cantidad de días y luego, cuando nos veíamos de nuevo, éramos como conejos. Puede sonar un poco gráfico pero las cosas hay que decirlas como son. En todo caso, se fue creando un lazo especial que ninguno de los dos quiso al comienzo. Pero ahí estaba y con el tiempo se hizo más fuerte y más vinculante. Desde el día que lo conocí hasta que decidimos tener algo serio, pasaron unos dos años.

 Él siempre fue un caballero. Es raro decirlo pero lo era. En ciertas cosas era muy tradicional, como si tuviese veinte años más y en otras parecía un jovencito, un niño desesperado por jugar o por hacer o por no parar nunca de vivir. Era como un remolino a veces y eso me gustaba a pesar de que yo no era así ni por equivocación. Yo le dejé claro, varias veces, que no éramos compatibles en ese sentido, que yo no sentía ese afán por estar haciendo y deshaciendo, por estar moviendo como un resorte por  todo el mundo. Pero a él eso nunca le importó y, el día que me dijo que estaba enamorado, sus lagrimas silenciosas me dijeron todo lo que yo quería saber.

 Estuvimos saliendo casi el mismo tiempo que duramos teniendo sexo casual y viéndonos cada mucho tiempo. Después, no nos separaba nadie. Íbamos a fiestas juntos, a reuniones familiares, a todo lo que se pudiese ir con una pareja. Siempre de la mano y siempre contentos pues así era como estábamos. Otra gente se notaba que tenía que esforzarse para mantener una fachada de felicidad y de bienestar. Nosotros jamás hicimos eso pues lo sentíamos todo de verdad. Nos sentíamos atraídos mutuamente tanto a nivel físico como emocional e intelectual. Aunque todo había nacido tan casualmente, compartíamos cada pedacito de nuestras vidas y supongo que esas fueron las fundaciones para que nuestra relación creciera y se hiciese tan fuerte con el tiempo.

Cuando nos mudamos a un mismo hogar, sentí que mi mundo nunca iba a ser igual. No puedo negar que tuve algo de miedo. No sabía que esperar ni que hacer en ciertas situaciones, principalmente porque jamás había compartido un lugar con una persona que significara tanto para mi. Pero todo fue encontrando su sitio y después de un tiempo éramos como cualquier otra pareja que hubiese estado junta por tanto tiempo. No se necesitó de mucho para que cada uno aprendiera las costumbres y manías del otro. Algunas cosas eran divertidas, otras no tanto, pero siempre encontramos la manera de coexistir, más que todo por ese amor que nos teníamos el uno al otro.

 Es extraño, pero jamás pensamos que nada fuese a cambiar, que esos fines de semana fuesen a cambiar nunca, ni que nuestra manera de dormir se fuese a ver alterada jamás. Supongo que a veces uno está tan de cabeza en algo bueno, algo que por fin es ideal como siempre se quiso, que no se da cuenta que el mundo sigue siendo mundo y que no todo es ideal como uno quisiera. Había días que yo tenía problemas, de los de siempre que  tenían que ver con mi cabeza y mi vida pasada. Era difícil porque él no entendía pero cuando entendió fue la mejor persona del mundo, lo mismo cuando sus padres murieron de manera repentina. Tuve que ser su salvavidas y lo hice como mejor pude.

 Pero nada de eso nos podía alistar para lo que se venía. Cuando me llamaron a la casa avisándome, no les quería creer pero el afán de saber si era cierto me sacó de casa y me hizo correr como loco, manejar como si al otro día se fuese a acabar el mundo. Cuando llegué al hospital, y después de buscar como loco, lo encontré en una cama golpeado y apenas respirando. Lo que le habían hecho no tenía nombre. Quise gritar y llorar pero no pude porque sabía que él me estaba escuchando y que podía sentir lo que yo sentía. Entonces le ahorré ese sentimiento y lo único que hice fue cuidarlo, como siempre y al mismo tiempo como jamás lo había cuidado. Después de semanas lo llevé a casa y lo cuidé allí.


  Todo cambió pero no me importó porque lo único que quería era recuperarlo, era tenerlo conmigo para siempre. Él estaba débil pero podía hablar y decirme que me quería. Solo pudo decirlo por un par de semanas, hasta que su cuerpo colapsó. Me volví loco. Totalmente loco. E hizo la mayor de las locuras pues, sin él, nada tenía sentido.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Del valle y su río

Habíamos oído muchas historias sobre el río, de lo peligroso que era cuando llovía pero de lo bueno que era con todos los que vivíamos en el valle. Era el que hacía de los bosques una espesa cobija verde y de los campos nuestro orgullo más grande.

Pero nadie tenía permitido subir hasta el punto de nacimiento del río. Desde hacía cientos de años era una regla tácita para los moradores del valle y casi nadie violaba este mandamiento.

Eso sí, cada cierto tiempo llegaba alguien de fuera por los caminos de montaña. Y muchas veces eran aventureros que decían que sin duda podrían llegar a la parte más alta del río. Y se iban y nunca volvían ni nadie sabía más de ellos.

La comunicación con el resto del mundo era escasa. Los caminos que conectan nuestro valle con otros lugares son de tierra y solo hombres a caballo o pie pueden circular por ellos, nadie más.

Esto no es inconveniente ya que, gracias al río, somos autosuficientes. La comida que necesitamos está aquí mismo y con el agua del río funcionan varios molinos para hacer otros productos. Además hacemos ropa, utensilios, construimos casas con ladrillos fuertes y madera del bosque. No tenemos razones para salir.

Además, el valle es pacifico. Hay riñas, de vez en cuando, relacionadas más que todo al alcohol pero los casos de violencia son tan extraños que nuestro jefe de seguridad es más conocido por sus recetas con pez de río que por sus capturas o investigaciones.

Nuestro territorio va desde el bosque verde hasta el lago en el que desemboca el río. Nosotros solo ocupamos un lado del lago. No nos interesa ir más allá ya que, en noches de luna llena, siempre se escuchan sonidos misteriosos provenientes de ese lado. Así que pocos navegan hacia allá, es otro terreno tácitamente prohibido.

Aunque, como dije antes, siempre han habido aventureros y gente que quiere conocer más. Está el caso de la joven antropóloga que llegó del exterior y se quedó en el pueblo por un mes. Se quedó en la casa de cada familia, investigando nuestros hábitos diarios, nuestros gustos y demás. Anotaba desde nuestros apellidos hasta el tiempo que utilizábamos para hacer una hogaza de pan.

Era una mujer extraña pero a todos nos caía bien porque parecía genuinamente interesada en conocernos. Vino y se fue a su tierra y volvió al año siguiente, con regalos y el libro que había escrito sobre nosotros. La felicidad no duró cuando dijo que ahora quería investigar más sobre nuestras supersticiones, incluidos los sitios prohibidos.

Sabiendo que no recibiría ayuda de nadie para sus expediciones, trajo a dos jóvenes de sus tierra y con ellos navegó el lago por varios días. Cada cierto tiempo iban más y más lejos hasta que un día alcanzaron la orilla opuesta. Recogieron tierra y plantas y agua y se devolvieron.

Lo curioso ocurrió en la siguiente luna llena, cuando los ruidos provenientes del otro lado se hicieron más y más fuertes. Todos en el pueblo se resguardaron en sus hogares y trataron de ignorar el horrible ruido. Al otro día, los pescadores anunciaron que sus embarcaciones habían sido destruidas y que una gran parte de los árboles de la orilla nuestra habían sido también destruidos, como si manos gigantes hubieran querido hacerlos a un lado.

Por días nadie le habló a la mujer antropóloga. No era que no la quisiéramos, porque muchos la teníamos en gran estima. El problema era que muchos, de hecho todos, le atribuíamos a ella la culpa de que las criaturas del otro lado hubiera destruido las embarcaciones que nos daban peces del lago y del río. El jefe de seguridad estaba especialmente molesto y ayudaba a los pescadores a reparar los botes o hacer nuevos.

Después de una semana en la que lo ánimos bajaron a como siempre estaban, la mujer anunció que dejaría el pueblo en un mes pero no sin antes visitar el sitio de nacimiento del río. Si la gente empezaba a no detestarla por lo de los barcos, ahora oficialmente casi todos la odiaban.

Pero a la mujer eso le daba igual. Yo estuve en un pequeño grupo que le mostró las zonas del bosque que más frecuentábamos, donde había buena madera y podíamos cazar animales pequeños. Ella siempre parecía fascinada por todo, como si viniera de otro planeta. Creo que siempre quise preguntarle sobre su tierra de origen pero nunca lo hice, por respeto o por miedo a lo que pensaría el resto del pueblo.

Día a día, la mujer fue haciendo lo mismo que en el lago: iban adentrándose más y más hasta que los del pueblo nos retiramos porque no queríamos tener problemas.

Nunca supimos muy bien que pasó con ella. Al menos no después de un par de años cuando, cazando en un territorio profundo del bosque, un grupo de cazadores en el que yo estaba encontró una libreta. Era de hecho el diario de la mujer, firmado por ella en la primera página. Tenía dibujos de la otra orilla del lago y de varias personas y edificios del pueblo. Tenía notas de medicinas que usábamos, de lo que comíamos y demás información que ella había creído útil.

Revisé el libro con cuidado junto con las autoridades del pueblo. De hecho, todos nos reunimos en la plaza central para leerlo juntos. Afortunadamente fui yo quien leyó en voz alta a los demás.

La gente rió y sonrió con varios de los primeros apuntes de la mujer, sobre todo cuando mencionaba nombres o ciertas costumbres. Esas expresiones de felicidad desaparecieron rápidamente en las últimas páginas que leí casi una semana después de encontrar el diario.

La mujer documentaba su expedición en el bosque y como había seguido, con sus acompañantes, el río hacia su punto de origen. Nadie parecía respirar a medida que seguía leyendo.

Resultaba que el río nacía solo unos kilómetros más allá de los que los cazadores iban. Lo extraño era que habían encontrado allí una casa pequeña, que parecía abandonada. La mujer escribía que habían revisado todo y que habían salido cuando se dieron cuenta que la chimenea había sido apagada hacía poco.

Lo siguiente que escribía era que estaban tratando de volver al pueblo pero que el bosque parecía haber crecido y cambiado porque no llegaban a ningún lado y varias sombras parecían seguirlos. Después anotaba que, de alguna manera, habían vuelto a la casa y que las sombras se habían convertido en lobos y que parecían acorralarlos contra la casa, haciéndolos entrar.

En la siguiente página había algunas manchas, ahora negras. Yo sabía bien de que eran...

Y después, no había nada más. Eran sus últimas palabras escritas. Y así cada persona volvió a su hogar y esa noche y por algunos días nadie estuvo muy contento ya que parecían haber comprado lo que siempre habían creído: su valle estaba rodeado de fuerzas oscuras y no había razón para dejarlo, nunca.