Mostrando las entradas con la etiqueta desayuno. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta desayuno. Mostrar todas las entradas

jueves, 15 de enero de 2015

Hombre libre

   Mientras hacía el desayuno pensó que, por primera vez en mucho tiempo, cocinaba algo para si mismo. La verdad era que ya no tenía ni tiempo de alimentarse bien por culpa de la carga laboral y los fines de semana siempre surgía algún trabajo extra o la familia molestaba con algo para hacer. Siempre tenía que recibir comida de extraños o familiares, pero hecha por ellos y, con el asco que todo le daba al pobre de Damián, era una incongruencia que no tuviera el tiempo para hacerlo todo él mismo.

Su pequeño apartamento se llenó rápidamente del olor de las salchichas de pavo que tostada en una sartén. Al lado tenía una tortilla de huevo en proceso y en la mesa estaba ya servido un buen jugo frío natural de naranja. Todo parecía demasiado perfecto y la verdad era que esperaba que alguien lo interrumpiera, en el peor momento. Así que cuando sirvió todo y se sentó, fue natural que esperara un par de minutos para ver si no sonaba el teléfono o el intercomunicador con la portería del edificio.

Pero ninguno de los dos hizo ruido alguno. Así que Damián empezó a comer con gusto, como si hubieran pasado años desde que había probado el último bocado de comida. Y esto aplicaba si se hablaba de comida casera y decente. Siempre le parecía que lo que comía carecía de algo, sea de sabor, preparación o incluso presentación. La verdad era que a él le gustaba mucho lo bueno que tenía la vida, esos detalles tontos que le arreglan a uno la existencia. Pero tenía tan poca oportunidad de disfrutarlos, que era natural su jovial entusiasmo.

Mordió una de las puntas de una salchicha y le pareció haber pegado un salto: el sabor era delicioso. Se le ocurrió algo y se puso de pie. Buscó en la cocina y sacó de la alacena una botellita plástica que contenía mayonesa. Puso un poco en el plato y untó allí la salchicha. El siguiente mordisco le arrebató senda sonrisa de la cara, como si jamás en la vida hubiera comido. Por un segundo, se sintió tonto. Pero no le importaba. Disfrutar la vida no le hacía daño a nadie y se lo ponía a l muy feliz.ie y se lo ponea. Disfrutar la vida sinti ocurrina del plato, mo.nte. Siempre le parecél muy feliz.

Siguió pues con la tortilla, que había mezclado en un bol con algo de espinaca que le sobraba. Además le había echado bastante pimienta así que el sabor resultó ser exactamente el que él buscaba. En nada difería de lo que su imaginación había querido elaborar. Incluso, se podía decir que sabía mejor de lo pensado. Se mandó otro bocado, pensando que si hubiera querido ser chef, hubiera tenido bastante éxito. Incluso podría haber tenido un restaurante pequeño, de esos que no ponen ramitas de cosas sobre la comida sino que se preocupan por el sabor y no como se ven las cosas.

Pero no era cocinero ni nada parecido y ese era solo un sueño que no cumpliría por culpa de su problema más grande: el tiempo. Trabajar como un esclavo (no, no es exageración) en un banco en el que nadie se responsabilizaba por nada pero a todos se les culpaba de cualquier error cometido, era verdaderamente un fastidio. Damián siempre se burlaba de esas películas que mostraban como la gente hacía amigos y había un sentido extraño de comunidad en las oficinas. Pues bien, eso era una asqueroso mentira, al menos en su caso.

Mientras comía despacio, disfrutando cada pedacito casi sagrado de comida, Damián se ponía serio al pensar en su trabajo y sus amistades. La verdad era que amigos como tal, no creía tener. Había uno que otro, no más que el número de dedos en una mano, que a veces lo llamaban o le hablaban por el computador o el teléfono móvil. Cada mucho tiempo, cuando no estaba muerto del cansancio, salía con ellos a beber algo y hablar de las típicas tonterías que habla uno con la gente cuando no se quiere hablar de trabajo o responsabilidades. Así que casi siempre las conversaciones iban de sexo.

Esto último era algo bastante gracioso ya que Damián no era precisamente un erudito al respecto. Había tenido su primera relación sexual ya estando en la universidad, con veinte años de edad. Y después de eso, si se hacía una lista exhaustiva de las mujeres con las que había estado en diez años, el número no llegaba a ser mayor de ese mismo número: diez. Y eso era confiando en su memoria, que no era muy buena que digamos. Tenía más facilidad para los números en el momento que para recordar eventos que habían ocurrido hacía tiempo. Si había números en juego era otra cosa pero jamás recordaba un día en particular del pasado.

Los números eran su ventaja pero a la vez su maldición. Le habían dado el trabajo que tenía y algunos bonos que había recibido, hacía ya tiempo, por haber resuelto problemas especialmente intrincados. Pero esta habilidad poco o nada servía con las mujeres que siempre querían que Damían recordase todo, desde el primer momento que se habían visto, y eso para él era imposible. De hecho, él siempre argumentaba que todo eso no tenía interés ya que el quería vivir ahora y no hace un mes. Pero la mayoría no pensaba igual. Por eso estaba soltero y la verdad era que no le molestaba.

Su pequeño apartamento era su orgullo. Tomando un buen sorbo de jugo, miró a su alrededor y se dio cuenta de que el sueño de tener un hogar podía darse por cumplido. Desde que estaba en la universidad, había soñado con tener un lugar propio, donde fuera pero que fuese para él solo, que fuera una especie de santuario personal, en el que él gobernara como quisiera. Y así era hoy su hogar: pequeño pero bien decorado, ordenado y limpio pero sin excentricidades. Su cama, eso sí, siempre parecía el nido de un pájaro enorme ya que eran pocas las veces que la arreglaba apropiadamente.

Pero hoy estaba tendida y hacía que el cuarto pareciera el de un hotel modesto. Esto alegraba a Damián, ya que disfrutaba de lujos como ese: el de quedarse en un buen hotel y sentirse atendido y hasta mimado. Hacía un año exactamente, había usado buena parte de sus ahorros en un viaje extraordinario por las islas hawaianas y no había escatimado en gastos. El hotel en el que se había quedado era un palacio, con todo incluido y lo mejor era que había probado y hecho muchas cosas que siempre había pensado hacer pero que no había podido.

Aunque era cierto que el trabajo era el culpable de la mayoría de sus desgracias, también era el que le proporcionaba el dinero para hacer muchas de las cosas que más le gustaban. Técnicamente él se proporcionaba el dinero pero eso era otra cosa. Lo malo era que solo daba dinero pero no tiempo. De aquello, muy poco. Y su familia absorbía mucho de su tiempo libre aunque no los juzgaba por ello. Pero hubiera querido que no fueran tan dependientes o tan unidos. Parecía malo pensarlo así, pero Damián necesitaba tiempo para él mismo.

Alguna vez le había dicho esto a sus padres y ellos habían asegurado comprender pero al siguiente fin de semana le pidieron que los ayudase a colgar algunos cuadros y arreglar una ducha que no estaba funcionando bien. Los amaba, eso no estaba bajo discusión. Pero los podría amar igual si dejara de verlos así fuera por un fin de semana al mes. Eso hubiera sido perfecto.

De hecho, sería algo así como este fin de semana. Al terminar de comer su desayuno, Damián no pudo evitar pensar si sus padres tendrían problemas serios o si el banco no hubiera podido comunicarse con él por alguna razón. Lavó los platos, ya inquieto por la falta de molestias y, cuando se terminó de sacar las manos, revisó su correo de trabajo que era el que usaban para darle tareas dominicales. Pero no había nada. Buscó su celular para llamar a sus padres pero entonces se dio cuenta que le habían dejado un mensaje de voz.

Aquí vamos – pensó.

En el mensaje su madre le decía que iban a pasar el fin de semana con su padre en una pequeña finca que tenían unos vecinos así que no lo necesitarían para nada. Le mandaban besos y abrazos y habían colgado, sin más.

Damián necesitó de algunos momentos para entender que, por primera vez, no solo había cocinado su propio desayuno sino que también era un hombre libre. Así que, sin un plan trazado, se duchó, se puso algo cómodo y salió por la puerta, no sin antes acordarse de dejar su teléfono móvil en casa: nadie le iba a quitar el placer de no tener que hacer nada, al menos este fin de semana.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Al otro día

Había tomado tanto la noche anterior que no era una sorpresa que la cabeza me diera tantas vueltas. Parecía ser de noche todavía o al menos estar muy oscuro. No prendí ninguna luz para llegar hasta el baño, conocía mi pequeño apartamento lo suficiente para saber donde iba.

Adentro, oriné, me lavé la cara y giré el cuello un par de veces antes de volver a la cama. Antes de quedar dormido, mi último pensamiento fue en lo rica que se sentía la cama, más caliente que de costumbre.

Horas más tarde, casi al medio día, me desperté de nuevo. No tenía el más mínimo deseo de levantarme. Además era domingo, entonces no había necesidad de hacerlo. En pocos minutos, decidí que dormiría un par de horas más y luego pediría algún domicilio, algo rico para compensar los pésimos almuerzos (o falta de ellos) durante la semana.

Cerré los ojos pero no podía conciliar el sueño. De pronto ya había dormido lo suficiente... Fue entonces que oí algo que me asustó y me incorporé de golpe, quedando sentado en una esquina.

A mi lado, dormía otra persona. Era un hombre. Traté de recordar quien era pero no había caso. Había bebido tanto que no recordaba haber dejado a nadie dormir en mi casa, menos aún en mi cama.

Reconstruí la noche anterior en algunos segundos: con amigas y amigos habíamos decidido salir a bailar y tomar algo pero empezó a llover tan fuerte que preferimos dejarlo para después. Entonces tuve la idea de quedar mejor en mi casa, donde ya estaba la mitad de la gente, y hacer una fiesta pequeña.

En efecto, compramos bastante alcohol, algo de comida y bailamos todo tipo de música. Fue bastante agradable, en especial porque hacía mucho no veía a algunas personas y había notado que la amistad había resistido las pruebas del tiempo y de la distancia.

Pero entonces quién era ese hombre en mi cama? Decidí despertarlo. Sin duda era lo mejor. Incluso era posible que el hombre no supiera donde estaba y seguramente tendría algún lugar adonde ir.

Me levanté con cuidado y, al salir del cuarto, cerré de un portazo. Eso debía despertarlo. Caminé a la cocina y serví algo de café frío y lo puse a calentar. La cantidad era para dos, ya que seguramente mi compañero de cama lo necesitaría también.

Apenas serví el liquido, oí que la puerta de mi cuarto se abría y, para mi sorpresa, se cerraba la del baño. "Que frescura!", pensé yo en ese momento. Cómo era capaz de entrar al baño de un desconocido así como así? Hay que ver la gente lo descarada que puede ser.

Me senté a la barra, que cerraba la pequeña cocina, y empecé a tomar de mi taza. Al rato, salió el hombre y no pude evitar quedar con la boca abierta. Y no fue por su apariencia sino porque en ese mismo momento supe quien era. No era porque lo hubiese recordado sino porque había visto su foto.

 - Buenos días. - dijo él. Me sonrió. - Dormiste bien?

Cerré la boca y la abrí de nuevo para contestar pero no salió ni una palabra. Debí parecer un pescado muriendo o algo por el estilo. Él pareció no darse cuenta o solo ignoró la situación. Se acercó y cogió la otra taza de café. Tomó un sonoro sorbo y luego hizo un sonido, como si hubiera tomado algo particularmente refrescante.

 - Justo lo que necesitaba. No soy nada sin el café de la mañana.

"Al demonio", pensé.

 - Eres el hermano de Cristina.

Él me volteó a mirar y, de inmediato, pude notar que su actitud relajada había desaparecido. Me preguntó si me acordaba de él y le respondí con toda honestidad. De la foto, sí. Pero no de anoche.

 - No recuerdas? Llegué tarde y mi hermana nos presentó. Les conté que había discutido con mi  familia y no tenía donde quedarme y tu me ofreciste tu casa.

No lo podía creer. Que carajos me había pasado? Así de bebido estaba? Por un momento dudé en creerle pero el tipo parecía preocupado y no había un actor tan bueno como para fingir un malestar de ese tamaño.

 - Lo siento. Estabas... Mierda. Me voy, no te preocupes.
 - No!

La palabra salió de mi boca, sin pensarla. Él se detuvo en sus pasos y me miró, con unos ojos que parecían de historieta, grandes y suplicantes.

 - Ya estás aquí. Toma el café y puedes desayunar conmigo. Ya dormimos juntos entonces, que más  da.

Él chico asintió y pareció aliviado. Hice sandwiches para cada uno, en pan baguette, con jamón y queso y tomate y lechuga y de todo. Quedaron deliciosos y me lo agradeció mucho.

Durante el desayuno, le pregunté porque había discutido con sus padres. Me confesó que les había confesado que era homosexual y ellos no lo habían aceptado.
Yo conocía bien a Cristina y sabía que amaba a su hermano. Eran amigos. Pero su familia era muy devota, de ir a la iglesia todos los domingos, y francamente la situación del chico no me sorprendía.

Tomamos jugo de naranja también, que él sirvió. Me confesó que no sabía que hacer, adonde ir. Yo solo podía decirle que todo se arreglaría con el tiempo, que las cosas sabían como encajar casi solas.

 - Que bebí ayer?

Mario, ese era su nombre, se rió de mi pregunta.

 - De verdad no recuerdas nada?

Y así era. Él se puso de pie y empezó a mirar en unas bolsas. Estaban llenas de botellas. Había de whisky, aguardiente, vino y vodka.

 - Que asco.
 - Si no has vomitado es que tienes buen estomago. Además el desayuno ayuda.

Sonreí ante su comentario.

Terminamos de comer y entonces entramos al cuarto. En ese momento, nos dimos cuenta que habíamos comido en ropa interior y camiseta pero nadie dijo nada. Cada uno recogió su ropa. Lo vi ponerse el pantalón mientras yo guardaba lo mío y entonces tuve una idea.

Siempre me habían dicho que no me arriesgaba lo suficiente, que me gustaba hacer todo lo que era seguro y nunca lo que era loco o inesperado. Y entonces me di cuenta que tenía a la mano una oportunidad.

 - Que vas a hacer? - le pregunté.
 - Verme con mi hermana. Es lo único que se me ocurre.

Asentí, todavía pensando en mi idea.

 - Gracias por tu ayuda.
 - De nada.

Lo acompañé a la puerta y entonces nos miramos y fue extraño. Sentí algo raro, como si ese momento ya hubiera ocurrido. Pero eso no importaba.

 - Te quieres quedar?

No, eso sonó raro.

 - Quiero decir... Para hacer algo? Iba a quedarme en la casa y pedir algo y ver películas. No sé si sea  buena idea pero si quieres... Podemos llamar a...

 - Sí. Sí, quiero.

Sonrió más que antes y otra vez sentí lo mismo, como si ya lo hubiera visto antes.

Se quitó su chaqueta y nos sentamos en el sofá. Allí empezamos a hablar y casi nunca dejamos de hacerlo. Ese día comimos juntos, reímos y compartimos gustos. Hacía mucho no me sentía tan a gusto compartiendo tanto tiempo con alguien, mucho menos alguien que prácticamente no conocía.

Él era divertido, muy gracioso y con bastantes anécdotas. Y él, al parecer, creía que mi vida era interesante y siempre quería saber más. Todo se sentía bien.

En la noche lo invité, de nuevo, a quedarse en mi casa. Esa vez lo hice sobrio y le ofrecí mi sofá.

Cuando me despedí antes de ir a dormir, me pidió un momento y me confesó algo:

 - Ayer... Antes de acostarnos, me diste un beso. Pensé que... deberías saberlo.

Y sin pensarlo, le di uno nuevo y lo invité a dormir a mi cama otra vez. Sabía que me sentía así por alguna razón y esa era. Algo había en él que me hacía sentir extraño, pero de una manera muy agradable.