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domingo, 6 de septiembre de 2015

Elefante de circo

   Todos los animales del circo escaparon tras el incendio. Excepto Binky. Binky era el elefante y en ningún momento se movió de su jaula durante todo el acontecimiento. De hecho, algunas personas que vinieron de los barrios cercanos para ayudar, aseguraron haber visto a Binky sentado mirando el fuego, como si se tratase de algún espectáculo muy interesante. No solo estas afirmaciones sonaban ridículas por el simple hecho de que los elefantes normalmente no se sentaban, a menos que fuera por entrenamiento y en una rutina, todos los animales instintivamente le tenían miedo al fuego, no se quedaban mirándolo como si fuera lo más divertido de la vida. Y sin embargo, ahí estaba Binky, que se había quedado con el circo a pesar de ahora no ser nada más sino ruinas.

 El payaso Bobo, cuyo verdadero nombre era Alfredo Ramos, era el dueño del circo desde hacía apenas cinco años y había trabajado en él desde el comienzo. Sabía todo lo que había que saber de los animales y lso artistas pero nunca había previsto semejante desastre. Bobo estaba tan devastado que no pudo hablar por unos días, paralizado por ver como el legado de su padre y de otra tanta gente del medio, se había esfumado en una sola noche. Se supone que la responsabilidad recaía en una falla eléctrica pero eso a él le daba un poco lo mismo. Todo estaba tan mal que no tuvo más opción que decirles a todos que buscaran otro circo o que se buscaran otro trabajo pues el Circo de Bobo oficialmente tenía que cerrar y posiblemente lo haría para siempre.

 Mireya, la mujer barbuda, fue la primera que puso el grito en el cielo, esto porque su padre había sido el dueño del circo antes que Bobo. Él no era su hija ni nada parecido pero le había dejado el circo porque decía que ese payaso tenía la visión y las ganas para sacar adelante este proyecto que había empezado hacía tantos años. Mireya nunca estuvo de acuerdo con dejarle el circo a Bobo y siempre resintió la decisión de su padre de pasar sobre ella, como si no existiera. A ella eso le dolió mucho y simplemente nunca lo pudo perdonar. Y ahora que el circo se había esfumado tras el incendio, tenía todo en su poder para no creer en lo que su padre había hecho.

 Con su esposo, el hombre fuerte, fueron los primeros en irse, no sin antes dejarle claro a Bobo que nunca habían confiado en él y que ojalá disfrutase sus últimas horas como dueño de algo. Bobo no respondió pues los músculos del esposo de Mireya siempre habían sido muy convincentes pero también porque no había nada que contestar. Él, a pesar de su amor por el sitio y por todo en el circo, nunca había tenido éxito absolutamente nada. La verdad era que, incluso como payaso, Bobo era simplemente patético. Cuando vio como todos se iban, uno a uno, se dio cuenta que todos lo miraban de la misma manera, como si no les sorprendiera nada.

 El único que se quedó con Bobo fue Binky. Los de un zoológico cercano lo quisieron llevar pagando una buena suma, pero fue dinero que Bobo nunca recibió pues Binky simplemente no quería irse de su lado. Nadie se atrevía a forzar al elefante así que, no habiendo más posibilidades, Bobo solicitó un permiso formal para tener a Binky como mascota. El permiso hizo titulares en todas partes pues al comienzo la gente pensaba que un viejo loco quería quedarse como mascota a un elefante y no era eso. Bobo sabía que Binky nunca podría sobrevivir a un zoológico o a algún tipo de lugar así.  Era triste pensarlo pero ese pobre elefante ya no estaba preparado para vivir fuera de del circo, no sabía vivir en la naturaleza y jamás sería capaz de readaptarse. No había más salida.

 Viendo el contexto de las cosas, el permiso le fue dado a Bobo que, con el dinero que pudo obtener del seguro, se compró una casa en el campo donde podía vivir tranquilo por el resto de sus días. Bobo siempre había sido soltero y ahora lo sería para siempre con un elefante de mascota. Solo pensar en la cantidad de comida por comprar lo hacía sentir un mareo ligero pero las cosas eran de ese tamaño, extra grande, y había que afrontarlas. Consiguió hacer un trato con un granjero vecino, quién prometió traer todas las frutas que plantaba que estuviesen algo estropeadas para que Binky las comiera. Él no le ponía peros a la comida y sí la recibía feliz, algo que hacía sonreír, así fuera poco, a Bobo.

 Pero no pueden ver a un pobre feliz, como dicen por ahí. Uno de esos grupos que protestaban contra todo ahora la había emprendido contra él y contra Binky. Con tanto titular a razón del permiso que había recibido, muchas personas se habían unido y querían forzar al gobierno a que le quitasen el permiso a Bobo para poder enviar al elefante a un santuario en África. Lo más cómico del cuento era que ellos querían que fuera el mismo Bobo el que pagase por todos los gastos, citando “daños y prejuicios al animal y estrés emocional relacionado a una vida de tormentos y daños materiales y personales a raíz de la cultura circense”. Para Bobo, era todo una idiotez.

 A diario los tenía allí, frente a la casa, protestando con pancartas de varios colores y tratando de que Binky les pusiera atención. Pero ese elefante solo tenía ojos y trompa para Bobo. El granjero que le traía fruta un día trajo a sus nietos y ellos pudieron tocar y jugar con Binky pero la verdad era que él eso le daba igual. Él era feliz si Bobo era feliz y no era muy difícil saber cuando ese pobre hombre era feliz pues jamás sonreía y sentía a diario que su vida era una recolección de errores que habían comenzado el día que había decidido convertirse en payaso. El adoraba su profesión pero ahora sabía lo que había conllevado para él.

 Los protestantes se salieron con la suya  y el gobierno cita a una audiencia para determinar si el permiso debía ser revocado. En los días anteriores a esa vista, algunos expertos vinieron a ver a Binky, revisando cada centímetro de su cuerpo. Esto ofendió a Bobo, que jamás había lastimado a ninguno de los animales del circo. No que eso sirviera de nada pues muchos de ellos los había matado la policía después del incendio, pero al menos él tenía la conciencia tranquila respecto  a como había tratado al elefante durante su época de dueño del circo. Le tomaron fotos de los colmillos, así como de la boca, la trompa, las patas, la cola,… No hubo centímetro que no revisaran y prueba extraña que no hicieran. Pero al final, Binky los sorprendió despidiéndose de ellos con una pata.

 El día del audiencia, Bobo tuvo que dejar a Binky con el granjero vecino, quién prometió cuidarlo con la vida si era necesario. Bobo temblaba como un papel al viento y estaba del mismo color, solo al pensar que le podrían quitar lo único que lo unía a un pasado que lo había hecho tan feliz. De hecho, esa fue la historia que contó. Les habló de cómo  su padre y su madre habían trabajado toda su vida en el circo. Ambos eran trapecistas y de los mejores que hubiesen existido en el mundo. Mostró una foto y le dijo al jurado que por ellos tenía tanto amor por el circo y todas sus criaturas. Les contó que desde esa época había querido ser payaso y que ahora entendía el porqué de sus decisiones.

 Bobo había nacido para hacer reír a la gente, para que todos estuviesen felices por un momento de sus vidas. Era tan apasionado en sus primeros años, que por eso llamó la atención del dueño del circo, que siempre fue machista y por eso no creía que su hija fuese capaz de mantener el circo en pie, una vez él hubiese muerto. Confesó en la audiencia que ese fue un error pero en el momento pareció un bonito gesto: dejarle todo a él. Mientras tanto, había mejorado su relación con todos en el circo, incluido Binky que en ese entonces era más joven y gracioso. Los dos se la pasaban juntos con frecuencia y fue Bobo quién le enseñó algunos de los trucos que sabía. Fueron amigos al instante.

 Después presentaron los resultados de los exámenes que le habían hecho a Binky y parecía que todo estaba perfecto con el elefante. Lo único que notaban era que su alimentación no era ahora tan buena como antes. Bobo no pudo responder al porqué de esto pero la razón era obvia. Esto fue usado por la parte demandante, argumentado que un hombre no tenía los medios para cuidar con propiedad de un animal tan grande. Dudaban de la capacidad de Bobo para mantener a Binky en condiciones correctas y alegaban que un animal no pertenecía al espectáculo, así Binky hubiese nacido en cautiverio.

 Al día siguiente, la ley les dio la razón a los otros. El juez dictó sentencia diciendo que Binky se merecía una vida tranquila después de todo y Bobo no pudo argumentar que la vida que tenía con él era la mejor que pudo tener. Binky casi no se deja llevar y cuando por fin pudieron hacerlo, se volvió violento. Lo confinaron a un zoológico lejano que había pedido el derecho de tenerlo pero todo fue para nada pues apenas una semana después Binky murió en cautiverio, sin haber visto nunca a Bobo una vez más. Bobo, por su parte, comenzó a beber todos los días, hasta que no sabía quién era o donde estaba. Curiosamente, el pobre payaso también moriría poco después por un fallo hepático grave. A su funeral fueron algunos viejos amigos pero Bobo igual murió como vivió, solo

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Ir en avión

   Manuel esperó para ser el último en la fila para entrar al avión. La verdad era que nunca antes se había subido a uno de esos aparatos y ahora tenía que hacerlo para tener acceso a una herencia que nadie más iba a reclamar. Un tío abuelo lejano había muerto y solo había puesto en su testamento que la mitad de su dinero debía ir a su familiar vivo más cercano. Como Manuel ya no tenía padres y había sido hijo único, lo ponía de una vez en el primer lugar. Un abogado tuvo que revisar que en efecto fuese la única persona de la familia del hombre muerte que estuviese vivo y eso demoró un par de meses. Pero al final todo salió a favor de Manuel y le anunciaron que una cantidad generosa seria suya. El único inconveniente era que tenía que viajar a Europa para conseguirlo.

 Eso lo desanimó bastante porque no tenía ni idea que a su tío abuelo se le hubiese ocurrido irse a vivir tan lejos. Aunque, al fin y al cabo, ni siquiera sabía muy bien quién era él. Sabía que estaba relacionado con su padre, que había muerte hace ya diez años de un ataque cardiaco. Pero su padre jamás lo había mencionado, ni nadie más de la familia para ser sincero. No era de extrañar que al comienzo Manuel no estuviera muy convencido de esa herencia pues todo parecía una broma de mal gusto. Es que, si se ponía a pensar, a quién le sale todo ese dinero de la noche a la mañana, y todo por un pariente muerte del que no sabe nada? Pero menos mal decidió creer porque de lo contrario tal vez no estaría a punto de hacer lo que iba a hacer.

 El tío había dejado el país para sentarse en España y por eso Manuel ahora debía tomar un vuelo de casi diez horas, por encima del océano, para luego allí firmar unos papeles para hacer efectiva la herencia. El problema estaba en que Manuel jamás en la vida había volado. Había visto aviones de niño y había tenido varios aviones de juguete pero todo sus viajes, fuesen familiares o del colegio, habían sido por tierra. Nunca había tenido la necesidad de subirse a un avión y la verdad era que le preocupaba un poco aquello de subirse en un aparato para cruzar por encima de solo agua y así llegar tan lejos. Y encima tenía que hacerlo de nuevo para volver a casa. Para él, fue una tortura pensarlo.

 Pero si quería el dinero, no había más opción. Compró el boleto y esperó las semanas que lo separaban de la fecha con gran nerviosismo y anticipación. La semana del viaje sus amigos intentaron calmarlo porque parecía al borde de un ataque de nervios. Estaba preocupado por todo, desde a que altitud volaría el aparato hasta si se presentaban huracanes ese preciso día. Los conocidos que tenía que sí habían volado en avión le explicaron el proceso pero él seguía muy estresado. Es que además de todo Manuel era un poco claustrofóbico y la idea de estar encerrado doce horas no le era muy atractiva.

 Había estado mucho tiempo en automóviles pero con la ventana abierta y haciendo paradas para comer u orinar. Un avión no hacía esas paradas y mucho menos se podía abrir la ventana, entonces su preocupación fue creciendo exponencialmente hasta que llegó el día del viaje. Estaba temblando de arriba abajo mientras cruzaba los controles, algo que sabía no era bueno pues podían sospechar de él la policía. Pero por suerte no le dijeron nada. Abordó de último y lo hizo respirando profundo varias veces, como si estuviese a punto de lanzarse a un tanque lleno de tiburones. Su silla estaba hacia la mitad del avión y le agradeció a una de las auxiliares de vuelo que lo acompañara a su silla. Le explicó donde guardar sus cosas y él aprovechó para preguntarle si tenían medicina para dormir. La joven dijo que no.

 Manuel se sentó en su silla y miró por la ventanilla. No habían comenzado a volar y la gente ya se veía pequeña, como le habían contado. Revisaban una y otra cosa y entonces Manuel se dio cuenta que ese hubiese sido el mejor momento para ser un hombre creyente. Él no creía en nada en particular pero sí suponía que una persona muy religiosa sabría no sé cuantos rezos para pedir que el avión llegara seguro a su destino. Por culpa de ese pensamiento surgieron otros, que él trató de eliminar de su mente lo más rápidamente posible. Pero fue el anuncio de salida del capitán del vuelo el que lo dejó frío y sacó todo de su mente.

 Era increíble la manera en que se cogía de los brazos del asiento, casi como si quisiera arrancarlos. A su lado estaba una pareja que lo miraba con curiosidad pero él no se dio cuenta de nada pues estaba tratando de no consumir ni mucho aire ni mucha saliva. Veía por la ventanilla como el avión carreteaba hasta la punta de la pista. Vio salir uno, luego dos, luego tres aviones. No tenía idea que hubiese trancón en las pistas de un aeropuerto. Por fin llegaron a la cabecera y entonces el avión se quedó quieto por un momento y después todo empezó a temblar pero también era Manuel que temblaba como loco. Todo pasó bastante rápido y en poco tiempo estuvieron en el aire, donde la presión empezó a hacer lo suyo.

 Una amiga le había aconsejado a Manuel comer chicles para evitar la molestia en los oídos así que buscó en su mochila y se echó muchos en la boca, formando una masa enorme dentro de ella. Era molesto masticarla pero lo más chistoso es que funcionaba. Nervioso, miró por la ventanilla y por primera vez en su vida vio la ciudad por arriba. Se veía todo como en un juego o algo así. Trató de buscar su casa pero se dio cuenta que estaba para el otro lado. Todavía estaba cogido con fuerza de los brazos de la silla pero al menos estaba mirando para afuera así que no podía ser todo tan malo. Pronto la nave se estabilizó y el capitán hizo otro anuncio.

 Aunque podía quitarse el cinturón de seguridad, Manuel se lo dejó puesto lo que más pudo. No se soltó de los brazos de la silla hasta que una hora después se anunciara el comienzo del servicio de la cena. Mucha gente le había dicho que la comida de los aviones no era muy buena así que él venía preparado con dos sándwiches que había comprado en el aeropuerto. Los tenía guardados en su mochila pero primero quería ver a que sabía lo que servían en el avión. Mientras esperaba a que pasara la señorita, se dio cuenta de que seguía temblando y de que no solo era por los nervios sino por el frío. Abrió su mochila para sacar un saco pero entonces llegó la señorita y se enredó bastante para ponerse el saco y recibe la bandejita que le estaban extendiendo. La pareja de al lado lo miraba perpleja.

 Cuando por fin tenía los brazos bien puestos en las mangas del saco, otra señorita pasó ofreciendo las bebidas. Él decidió pedir un café y jugo de naranja. El café era para el frío tan horrible que empezaba a sentir y el jugo para acompañar su comida y tal vez los sándwiches si se comprobaba que la comida no era suficiente. Pero, a pesar de ser una porción pequeña, Manuel quedó encantado con la comida. Le parecía incluso que debían vender algo así para la casa, como para cuando la gente no tiene ganas de cocinar ni de productos demasiado grasosos como la pizza. Comió todo con ganas y decidió dejar los sándwiches para después. Fue una sorpresa que, después de que recogieran la bandejita y los vasos, Manuel se quedara profundamente dormido.

 No tuve ningún tipo de sueño o pesadilla, más bien una sensación rara de vez en cuando. Se despertó de golpe y se dio cuenta de que era porque había bastante turbulencia. Parecía como si un monstruo enorme estuviese afuera tratando de comerse el avión. De nuevo, Manuel comenzó a temblar como una hoja e incluso algunas lágrimas salieron de sus ojos. No quería morir y menos así. Hubiese sido además muy trágico morir precisamente cuando estaba a punto de tener el dinero necesario para saldar cuentas y de, una manera u otra, empezar una nueva vida sin deudas ni preocupaciones más allá de las prioritarias.

 Pero pronto dejó de sacudirse el avión e incluso avisaron que daban comienzo al servicio de desayuno. Manuel estaba tan confundido que no se secó las lágrimas así que tanto la pareja vecina como la señorita que le diño la bandeja parecían asustados de verlo así. Él se secó la servilleta del desayuno y pidió las mismas bebidas de antes. Comió todo con gana y le dio risa enterarse de que había dormido seis horas sin despertarse una sola vez. Eso no le pasaba nunca en casa. Todavía con frío, miró por la ventana y vio el océano extenderse para siempre, con el sol que empezaba a brillar sobre él. El capitán anunció que aterrizarían en una hora. Y así fue. Allí lo esperaba un abogado para ir a firmar de una vez todos los papeles.


 Se quedó en la ciudad por dos días más, visitando otras oficinas y sellando todo lo relacionado con el testamento pero también conociendo porque hubiese sido terrible viajar tanto y no ver nada. Se dio cuenta que había tenido miedo por nada y que no debía nunca adelantarse a las cosas pues no se sabía que podía pasar. Un primer ejemplo era que había heredado más dinero de lo que le habían dicho en un principio. Y lo segundo fue que, ya en el aeropuerto, le anunciaron que por cuestiones del vuelo, había sido ascendido a clase ejecutiva, por lo que disfrutaría mucho más su viaje de vuelta. Sonrió y esta vez estuvo de primero en la fila. Y eso que a él no le gustaba viajar en avión.

domingo, 19 de octubre de 2014

Ricardo Villamil

La leyenda cuenta que Ricardo Villamil fue uno de los miles de hijos de españoles con indigenas. Aunque lo poco común era que su padre era indígena y su madre española. El padre había sido el jefe de su tribu y la mujer era hija de un comerciante de especias, más que todo exportando clavo y canela.

Pero este no era el aspecto que todos recordaban de Ricardo. La historia que todos conocían, y algunos todavía recuerdan, es la de su expedición al interior del país, en ese tiempo poco explorado, con uno que otro asentamiento, casi siempre un caserío de mala muerte.

La idea de Ricardo era aumentar el poder de la empresa que iba a heredar de su abuelo. Siendo su único descendiente, no podía negarse a dejarle hasta el último centavo y cada papel con su firma para que la empresa siguiera existiendo. Conociendo al viejo avaro que era su abuelo, sabía que nunca sería capaz de dejar derrumbar su imperio, que él mismo había heredado de sus ascendientes.

Ricardo había llegado en cuestión de dos semanas, casi un record en la época, al borde de la llanura, donde empezaba la jungla espesa y los mitos más locos sobre la tierra desconocida. Eso, francamente, no le interesaba. En el camino fue formando su equipo hasta encontrar 20 hombres dispuestos a adentrarse con él en la selva.

También viajaba con ellos una cocinera negra, que él conocía hacía años. La había convencido diciéndole que todos dependerían de ella para comer comida real y no porquerías de la selva. La idea del viaje no le importaba, solo nutrir a los demás.

Y así llegaron al borde de la selva y se abastecieron de comida, armas y demás cosas que pudieran necesitar. Se hicieron al río en una gran embarcación y siguieron el curso fluvial por kilómetros y kilómetros.

Para Ricardo este tramo del viaje fue el más tedioso ya que tenía que esperar y esperar. No había nada más que hacer sino repasar planos pasados, informes de tribus autóctonas y avisos de exploradores y otros personajes que frecuentaban la selva para conseguir comida.

Ya conocía de memoria las leyendas: una mujer que buscaba a sus niños matando hombres perdidos, el hombre que era jaguar o caimán o un oso y, por supuesto, la gran ciudad pérdida que muchos decían que existía pero que nadie vivo podía decir que había visitado.

En la travesía por el río pararon algunas veces, recolectando frutas, hierbas y cortezas de árboles. Todo podía servir. La idea era volver con todo a la costa y allí ver que se podía hacer con cada material. Al fin y al cabo allí estaban los equipos científicos necesarios para saber de que estaban hechos los materiales.

En el bote tenía una cabina para él solo y allí un cofre donde guardaba todo. Ya ansiaba volver, a pesar de no haber llegado al lugar donde muchos reclamaban haber visto poderosos animales y plantas exóticas. Extrañaba a sus padres, que ahora tenían el peso de la empresa encima.

A veces pensaba que los tiempos estaban cambiando y su familia era ahora menos discriminada pero sabía que el mundo no era así, era cruel y duro. Lo había notado cuando había cortejado a una joven dama hija de comerciantes de pieles. Ella misma le dijo que no podía dejar que la vieran con él.

Y así ocurrió con otras más hasta que se cansó y decidió montar la expedición. Era un viaje necesario para el negocio, pero también era una oportunidad perfecta para escapar de todo un tiempo, ver otros espacios, y encontrarse un poco en un mundo que no estaba hecho para él.

Un buen día desde el bote pudieron ver montañas, más bien montes por su altura, y tenían formas extrañas. Eran mucho más altas que la planicie de la selva y era planas por encima. Algunas tenían los costados en pendiente brusca y otros eran más suaves.

Unos pocos se quedaron para resguardar el bote, entre ellos la cocinera que dijo que no le interesaba ir a escalar pero que le trajeran carne roja para las comidas de los próximos días.

Ricardo se armó con un fusil y varias bolsas de piel de panza de oveja, ideales para guardar las preciosas plantas que encontraría. Dejaron las colinas para el último día y se dedicaron a buscar por entre los montes y las cuevas. Encontraron bastantes animales salvajes que, después del primer día, se mantuvieron al margen de los extraños.

En el tercer día encontraron las ruinas de lo que parecía un pueblo o un asentamiento. Habían círculos de rocas, claramente las bases de casas. Había también un rectángulo gigante de piedras y, a un lado del pueblo, varios montículos con piedras alargadas clavadas encima. Todas tenían caras talladas, cada una diferente a la otra.

Ricardo y otros calcaron los rostros e hicieron dibujos. Esto les tomó demasiado tiempo por lo que tuvieron que acampar esa noche allí. Ricardo no podía dormir. Se sentó sobre su cobija y escuchó la jungla: ruidos de monos, un rugido en la lejanía y, entonces, una canción. La escuchó por varios minutos hasta que la aprendió.

Al otro día le preguntó a la cocinera que hacía cantando en la noche y ella le dijo que jamás cantaba, no desde la muerte de su hijo. Además, había dormido desde temprano. Ricardo se extrañó pero no prosiguió la conversación. Era el penúltimo día y decidieron explorar una cueva grande que habían visto.

Los hombres entraron primero y espantaron a los murciélagos. La cueva brillaba en la oscuridad y no había mucho más que ver hasta que se adentraron en la roca y encontraron un recinto que parecía natural y, a la vez, se notaba la presencia humana. Había dibujos por todos lados y más piedras con caras. En la roca había hoyos, seguramente para antorchas o algún tipo de fuego.

Y allí escuchó de nuevo la canción. No sabía de donde provenía pero la voz era femenina, sin duda. Cuando le preguntó a los demás si escuchaban la canción, le dijeron que no sabían de que estaba hablando.

El último día subieron a uno de los montes. Escalaron con dificultad, casi cayendo al vacío varias veces. Pero había dos hombres experimentados y ayudaron al resto. Solo ocho subieron y exploraron uno de los montes. La vista era hermosa: la selva parecía una enorme alfombra de la que solo sobresalían montes como en el que estaban ahora y otras formaciones más oscuras, a lo lejos.

Y entonces uno de los hombres gritó y todos fueron con él. Había encontrado otro circulo de rocas con caras y, en el centro, había un montículo de tierra: era un entierro. Lo más extraño es que este entierro tenía una lapida y la inscripción estaba en números y alfabeto romanos. La enterrada era una mujer, europea por el nombre, muerta hacía unos cien años. Imposible, parecía.

Entonces se escuchó la alarma del barco que consistía en golpear un plato de metal. Algo malo ocurría. Ricardo supo entonces que no regresaría pronto a su hogar.