Viajar parecía cada vez más rápido. Era la
segunda vez en el año que Roberto tomaba el transbordador que lo llevaría de la
ciudad de París hacia Hiparco, la ciudad más poblada de Tritón. El viaje tomaba
un día entero pero con la tecnología disponible no parecía ser más que un viaje
en taxi. Cuando los pasajeros se despertaban de su sueño causado por un gas
especial que soltaban al momento del despegue, sentían como si apenas acabaran
de subirse al vehículo y no notaban los miles de millones de kilómetros
recorridos.
Hiparco era una ciudad muy activa. No solo
porque era una de las más cercanos al Borde, sino porque se había convertido en
el refugio de artistas incomprendidos y científicos que querían probar nuevas
teorías. Era una ciudad sumergida en los grandes conceptos y por todo lado se
podía ver gente tratando de lograr algo completamente nuevo. No era de
sorprender que de allí hubiese salido una de las óperas más famosas jamás
compuestas y un tipo de plástico que ahora todo el mundo utilizaba.
El trabajo de Roberto consistía en algo muy
sencillo: vender. Claro, la gente lo podía pedir todo por una computadora y
poco después algún robot se lo entregaría casi sin demora. El problema era que
muchas veces las personas querían un trato más cercano, con un ser humano mejor
dicho. Aparte, Roberto no solo vendía sino compraba y esa era en realidad su
actividad primaria. Iba de ciudad en ciudad viendo que podía encontrar, ojalá
objetos valiosos de épocas pasadas.
El negocio era familiar y había sido su abuelo
el que lo había fundado hacía unos cien años. Desde ese entonces, por la tienda
de la familia habían pasando incontables objetos de diversos usos. Roberto
había llegado a Hiparco buscando nuevas adiciones. La mayoría era para vender
pero muchos de los verdaderamente valiosos se quedaban con la familia. En parte
era por el valor pero también porque adquirían una importancia sentimental
fuerte, que parecía ser característica de la familia.
En Hiparco, Roberto visitó en su primer día a
unas diez personas. Estos eran los que querían ver los nuevos avances o
necesitaban ayuda con sus compras. Ese primer día era para él siempre sumamente
aburrido, pues resultaba algo rutinario y no tenía ningún interés verdadero en
mostrarle a nadie como se reparaba su aspiradora de última generación. Los días
que disfrutaba de verdad eran el segundo y el tercero. Eso sí, jamás se quedaba
más de tres días en una misma ciudad, o sino no terminaría de hacer sus viajes
por el sistema solar nunca.
El segundo día en Hiparco era el emocionante.
Roberto se despertó temprano y salió a caminar por los hermosos senderos de la
ciudad. Tritón estaba en proceso de terraformación y por eso solo la gran
ciudad tenía verde. El resto del satélite estaba completamente muerto, como lo
había estado hacía muchos años durante la época del padre del padre de Roberto.
Daba un poco de susto pensar en que en ese entonces el lugar donde él estaba
parado no era más sino un arrume de piedras y polvo.
Su primer destino fue el mercado de la ciudad.
Allí siempre encontraba aquellos que tenían algo que ofrecer. En efecto, no
había estado ni cinco minutos allí cuando empezó a charlar con una mujer que
vendía tabletas de ingestión. Al decirle su trabajo, ella saltó y le ofreció
mostrarle uno de los mayores secretos de su familia. Roberto tuvo que esperar
un buen rato para que la señora buscara su objeto, cosa que no le hizo a él
mucha gracia. Perder el tiempo no era algo productivo.
Cuando volvió, la mujer tenía en las manos una
bolsita de cuero. Roberto sabía que era cuero porque lo había tocado varias
veces pero era uno de esos materiales que nunca deja de sorprender. Este en
particular, era extremadamente suave y oscuro, como si el proceso para
fabricarlo hubieses sido dramáticamente distinto al de otros cueros. La señora
dejó que el hombre tocara la bolsita un buen rato hasta que decidió tomarla y
mostrarle lo más importante: el interior.
Adentro, había algo que Roberto no esperaba
ver. Era algo tan poco común como el mismo cuero. Gracias a sus conocimientos y
algunos recuerdos vagos de infancia, supo que lo que veía adentro de la bolsita
eran monedas. Sacó una con cuidado y la apretó entre dos dedos. Era sólida como
roca pero con una forma redonda muy bonita. Lo más destacable era que estaba
muy bien conservada; las dos caras seguían teniendo el relieve original que
tenía una imagen diferente en cada lado.
Al preguntarle a la mujer por el origen de las
monedas, ella confesó que había sido su marido el que había guardado esa
bolsita por años. Ella la encontré después de él haber muerto, no hacía sino
algunos meses. Dijo que las monedas no tenían para ella ningún significado y
que preferiría algunos créditos extra en su cuenta y no unos vejestorios por
ahí, acumulando polvo en su casa. El obro le pagó de inmediato y salió con su
hallazgo del mercado. Tan feliz estaba que decidió no recorrer la ciudad más ni
seguir buscando objetos para comprar. Quería volver a su hotel deprisa.
Allí, revisó individualmente el contenido de
la bolsita de cuero. Contó ocho monedas adentro. Pero cuando vacío el contenido
sobre el escritorio de la habitación, pudo ver que había algo más allí. Era
algún tipo de tecnología antigua, tal vez hecha al mismo tiempo que las
monedas. Era un objeto plano, de color brillante. Su tamaño era muy pequeño,
más o menos igual que un pulgar humano, y era ligeramente rectangular, casi
cuadrado. Roberto lo revisó pero no sabía lo que era.
Como ya era tarde, decidió acostarse para en
la mañana tratar de hacer más compras antes de tener que volver a la Tierra. El
transbordador salía a medio día así que debía apurarse con sus compras. Sin
embargo, a la mañana siguiente, Roberto no encontró nada que le interesara.
Nadie tenía nada más importante que las monedas y eso era lo único que a él le
interesaba, pues no hacía sino pensar en ellas. Y también en el misterioso
objeto de color brillante, que parecía salido de un sueño.
Cuando terminó su ronda infructuosa, regresó
al hotel a recoger sus cosas. Tomó su maletín de trabajo y salió hacia el
transbordador. En lo que pareció poco tiempo llegó de vuelta a casa, donde tuvo
la libertad de revisar las monedas a sus anchas. Por su investigación, que duró
apenas unas horas, pudo determinar que se trataba de un tipo de dinero
utilizado en una zona determinada de la Tierra, muchos años en el pasado, de la
época de su bisabuelo.
Cada moneda tenía un lado único, diferente,
lo que las hacía más hermosas. Su meta sería conseguir más, para ver que tan
variadas podrían ser. La búsqueda de información sobre el otro objeto no fue
tan fácil como con las monedas. Todo lo que tenía que ver con tecnología era difícil
de rastrear por culpa de la misma evolución de todo lo relacionado con el tema.
No fue sino hasta una semana después cuando un coleccionista le consiguió un
libro que explicaba que era el objeto.
Debió usar guantes para no destruir el libro. El
caso es que había una foto de su hallazgo y se le llamaba “Tarjeta de memoria”.
Era un dispositivo en el que se transportaba información hacía muchos años. Es decir, que
adentro podría tener mucho más de lo que cualquier otro objeto le pudiera
proporcionar a Roberto.
La felicidad le duró poco puesto que los
lectores de esa tecnología ya no existían. Ni siquiera los museos tenían algo
así y menos aún que sirviera todavía. Así que por mucho tiempo, Roberto se
preguntó que secretos guardaría ese pequeño fragmento de plástico en su
interior.