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lunes, 4 de marzo de 2019

Masaje


   El olor de la menta era bastante potente. Todo el lugar estaba, a falta de mejor palabra, infestado por el potente aroma. En una habitación bastante pequeña y completamente cerrada en la que una camilla central se robaban el protagonismo. Cuando entré, vestía una bata completamente blanca de algodón y tuve que quitármela antes de subirme a la camilla. Por recomendación de la recepcionista, me recosté boca abajo, metiendo la cara en un hueco que tenía la camilla en uno de sus extremos. El dolor de espalda pareció entender que ya casi llegaba su final, pues se intensificó casi al momento de recostarme.

 Por un momento, pensé que tendría que esperar por un largo tiempo. Por lo que decidí levantar la cara un rato, y contemplar todo lo que había mi alrededor. Me gustaron mucho los estantes, hechos de una madera oscura que brillaba como si hubieran acabado de limpiarlos. Estaban llenos de frascos y diversos contenedores con cremas, lociones, perfumes y muchos otros elementos que seguramente eran esenciales al momento del masaje. Había también algunos otros utensilios, hechos de una manera más clara que la de los estantes. Parecían haber sido pensados para ciertas partes del cuerpo como los brazos, las piernas e incluso la cara.

 El aroma de la menta fue lentamente reemplazado por un delicioso aroma cítrico, que empezó a invadir el cuarto al mismo tiempo que la luz cambio de color, de un tono anaranjado a uno más bien azul. Fue en ese momento en el que entró el masajista en la habitación. Automáticamente metí la cabeza en el hueco de la punta de la camilla y lo saludé sin alzar mucho la voz. La verdad es que estaba muy nervioso pues era mi primera vez en un sitio semejante. Estaba allí porque mi espalda me estaba matando y no encontraba ninguna otra opción para curar esa dolencia que me había estado molestando durante varios días.

 Con delicadeza, pude sentir como cubrió la parte posterior de mi cuerpo con una toalla de una suavidad increíble. Además, el material del que estaba hecha la toalla estaba tibio, porque se sentía muy agradable contra mi piel que solía retener bastante bien el frío de la ciudad. Pude oír algunos frascos y la apertura de algunos de los recipientes de cremas y otras cosas. Algún olor me llegó hasta la nariz pero no lo pude identificar del todo. Algunos eran aromas que podía identificar y otros eran completamente nuevos para mi. Era algo que estaba esperando al ir a uno de esos sitios, pues la idea era la de experimentar algo completamente nuevo.

 Entonces escuché de nuevo la voz del masajista y noté que era más grave de lo que había pensado. No podía verle la cara pero seguramente era un tipo bastante fornido o por lo menos grande. Hubiera sorprendido mucho si esa voz hubiese salido de un personaje más bien flacucho o desgarbado. Se mantuvo en la parte de atrás de la camilla y por eso no pude ver ni siquiera sus piernas para hacerme una idea de con quién estaba tratando. Asumí que era algo común.

 Le conté entonces que mi dolor se concentraba en la espalda, desde el coxis hasta la base de la nuca. Me preguntó si tenía otros dolores y le dije que, a veces, cuando caminaba más de la cuenta, los pies podían dolerme bastante. Sólo escuché un sonido de asentimiento y lo siguiente que sentí fueron sus manos, que ya había imaginado como grandes, en mi espalda. El tipo sabía lo que hacía: desde el primer toque sentí que estaba dando justo en el clavo. Al parecer, dar con los nudos y los problemas no era tan difícil para una persona experimentada como él. Seguramente había visto a muchos con los mismos problemas que yo o incluso peores.

 No demoré mucho en relajarme, en dejar que mis piernas se quedaran completamente quietas y que mis puños dejaran de cerrarse a cada rato. Sentí un hormigueo por ciertas zonas del cuerpo, mientras el masajista intensificaba su campaña en mi espalda. Algunos de sus golpes certeros me causaron bastante dolor y creo que él se dio cuenta. Hubiese sido bastante difícil que no se hubiera dado cuenta con los quejidos que pegaba cuando el dolor era mucho más de lo que yo podía resistir. Me preguntaba como lo sentía y en qué partes lo sentía peor o mejor y según eso reajustaba su técnica y comenzaba de nuevo.

 Pronto, pareció encontrar la mejor técnica para lidiar con mi problema. Sus manos iban de arriba abajo y no fue sino hasta que se apartó de la columna vertebral que me di cuenta de lo incómoda que podía ser semejante situación. Puede sonar tonto, pero cuando una de sus manos tocó lo que sólo podríamos llamar un “gordito”, sentí que mi cara se llenaba de sangre y se volvió completamente roja. Creo que se dio cuenta porque no lo hizo de nuevo. Tal vez había sido un error de cálculo o algo por el estilo pero agradecí que no lo volviera hacer, porque ese breve momento me había hecho sentir, de alguna manera, vulnerable.

 Creo que estuvo masajeando mi espalda, de diversas maneras, durante unos treinta minutos. No me avergüenza decir que disfruté cada uno de esos minutos. Es innegable lo agradable que es sentir el tacto de otro ser humano en el cuerpo propio y, contrario a la creencia popular, el tacto no es sólo para iniciar un encuentro sexual. No voy a negar que algunos de sus toques me hicieron imaginar, y en algunos casos recordar momentos de mi pasado, pero en ningún momento sentí que fuera inapropiado o que fuese algo más que un mero intercambio de bienes: un masaje de un profesional por una cantidad que yo consideré razonable.

 Cuando pasó la media hora, me avisó que seguiría con mis piernas. Creo que esa fue la parte más agradable de toda mis visita, pues en ningún momento sentí dolor si no solo placer y una calma bastante poco común en mí. Puedo asegurar que no me había sentido así de cómodo nunca en mi vida. Era como si todos los problemas que tenía y las preocupaciones se hubiesen levantado de mi cuerpo para irse muy lejos, a un lugar del que ojalá nunca volvieran nunca.

 En un momento, me preguntó si quería que continuara en mi parte frontal, o si yo deseaba terminar nuestra sesión en este momento. Creo que me quedé callado durante varios minutos, porque él volvió a preguntar después de un rato. La verdad es que no sabía qué decir. Sí, el masaje había sido increíblemente agradable e incluso ya estaba haciendo notas mentales para volver en un futuro cercano. Pero, en alguna parte de mi cerebro, consideré que un masaje frontal podía terminar en algún malentendido o tal vez en un momento incómodo, tanto para mí como para él. Sin embargo, considerándolo todo, dije que quería seguir.

 Cuando me di la vuelta, cuidando que la toalla no se cayera al suelo, me salieron las palabras “Pero no me puedo demorar” de la boca, casi como si hubiesen escapado sin haber sido procesadas debidamente por mi cerebro. Escuché algo así como una risita, como esa exhalación que hace la gente cuando sonríe al encontrar algo gracioso en las palabras de alguien más. Sin un momento para pensar, me puso una toalla tibia en la cara. Según él, esto ayudaba a una exfoliación suave que relajaría también mi rostro para quedar a la par con el resto del cuerpo. Yo lo agradecí pero no supe si él pudo oirme, mi voz tapada por el algodón de la toalla.

 Dijo entonces que haría un servicio rápido para que pudiera irme lo más pronto posible. Siguió con las piernas y subió hasta la parte superior de los muslos, lo que me puso bastante nervioso. Pero era obvio que tenía experiencia pues se detuvo justo en el momento indicado. Me puso algún tipo de aceite porque el aire empezó a oler como a fiesta tropical con toda las frutas y comidas asociadas. Tuve incluso ganas de reír pero no dije nada porque él empezó masajear mis brazos y entonces sí pude oler claramente el aroma del coco. Masajeó mis brazos con fuerza, como si fueran sendos trozos de masa de pan.

 Lo último fue un potente masaje en los hombros. Creo que nunca nadie me había dado un masaje como ese, con propiedad. Creo que a todo el mundo le han dolido los hombros en algún momento pues es el dolor más común de todos. El olor a coco invadió toda la habitación y para el momento en que me indicó que todo había terminado, sentí la incontrolable necesidad de ir a comprar una bebida grande a base de coco lo más pronto posible. Pensé rápidamente en las cafeterías que había visto de camino al lugar de los masajes y me decidí por una que quedaba justo mitad del recorrido entre ese lugar y mi hogar.

 Cuando estaba por terminar mi bebida de coco, escribía a una amiga que me había recomendado el servicio. Le conté, de manera graciosa, que nunca vi el rostro del hombre que me había atendido. A ella eso le sorprendió pues no era nada común que sucediera. Me dijo que tal vez había sido algo especial para él pero eso a mí me resultó completamente ridículo. Sin embargo, justo antes de ir a la cama, me puse a pensar en él, muchos más de lo que hubiera deseado. Y lo seguí haciendo durante los días siguientes, a intervalos casi regulares.

miércoles, 24 de octubre de 2018

El hombre de mis sueños


   Otra vez lo vi. Estaba en uno de esos callejones largos, de esos que parecen no tener fin. A un lado y al otro había afiches viejos, cayéndose a pedazos al suelo mojado. También algunos grafitis, tanto de aquellos que quieren desligarse de la sociedad como de aquellos que quieren integrarse, que buscan desesperadamente dejar su marca en el mundo para así decir “Aquí estuve”. Pero yo paso corriendo por entre la suciedad, salpicando agua llena de mugre a un lado y al otro. Es entonces que me doy cuenta que estoy descalzo.

¿Qué estoy haciendo? ¿Dónde estoy? No sé responder a ninguna de esas preguntas esenciales. No recuerdo como llegué hasta allí ni porque corro con los pies descubiertos. Solo sé a quién persigue y siento, sé, que él está allí adelante. Tal vez no me espera y tal vez ni siquiera sepa que lo estoy buscando, pero estoy tan cerca de lograrlo que la verdad solo me concentro en mi mismo y en nadie más. Sigo mojando mis pies hasta que por fin llego al final de ese largo corredor mugriento, que resulta ser una sala de estar.

 Cuando volteo a ver, ya no hay rastro del corredor ni de la calle ni del agua mugrienta. Sin embargo, mis pies siguen descalzos, aunque secos. Por un breve momento me quedo mirando mis pies, mis dedos en movimiento. Sé que algo quiere decir pero solo me rio como un tonto y alzo la vista para ver donde estoy ahora. Sí, es una sala de estar con todo y televisor, sofá, una ventana bien iluminada, cuadros varias e incluso fotografías. Cuando me acerco a verlas, caigo en cuenta de que los personajes en ellas son miembros de mi familia.

 Pero esa casa no es una que yo reconozca. Sé que nunca jamás había estado allí pero, al mismo tiempo, siento que la conozco de alguna manera. Es cuando me siento en el sofá por un momento cuando me doy cuenta de dónde conozco el lugar. De nuevo me rio como tonto, pues estoy sentado en el sofá de una familia famosa que nunca conoceré. Mi mente está jugando conmigo de la manera más extraña, a menos que no sea mi mente la que está haciendo todo esto. Tal vez algo más está ocurriendo y no me estoy enterando.

 Un sonido en el cuarto contiguo me alerta de la presencia de alguien más. Algo me dice que es él. Corro hacia allí, viendo como hay platos rotos en el suelo y la puerta del patio está abierta. Cuando salgo por ella, la casa animada desaparece y me encuentro en un lugar más familiar pero alterado dramáticamente. Parece como si una guerra hubiese estallado y no hubiesen quedado sino escombros de los edificios y casa que conocía. Era mi barrio, el de siempre, el que había conocido caminando de un lado al otro, el que había visto desde mi ventana en incontables ocasiones.

 Estaba todo destruido, con montones de piedras humeantes a un lado y al otro. No sabría decirlos a un lado y al otro de qué, puesto que ya no puedo ver calles ni cuadras ni nada por el estilo. Solo veo rocas unas encima de las otras y nada más. Sin embargo, sé que él está ahí. Recuerdo de golpe su sonrisa, que es lo único que me queda de él. Puedo ver su rostro con toda claridad, esbozando esa sonrisa que ha quedado marcada en mi mente. Casi siento que puedo extender una mano y tocarlo pero no es así. El mundo está ahí.

 Camino por lo que se sienten como horas hasta que por fin encuentro una salida de ese lugar tan horrible. Es una tienda, grande, de esas que venden de todo. Está tan sola como el resto de ese mundo pero al menos está de pie. La puerta suena al abrirla, lo que me estremece un poco, pero sigo de todas maneras. Adentro, todo está tal como debería de estar en un día de mucho movimiento. La única diferencia es que el lugar parece estar abandonado. No hay ni un solo cliente ni un solo vendedor.

 Y sin embargo, toda la ropa está perfectamente organizada, todos los colores y las luces vibran con un felicidad extraña y las máquinas funcionan como si nada raro estuviese ocurriendo. Me acerco lentamente a una escalera eléctrica y leo en un panel que la sección de hombres está en el tercer piso. De alguna manera, no me pregunten cual, sé que él está allí. Tal vez esté comprando algo para sí mismo o incluso, temo incluso pensarlo, está adquiriendo algo para mí. Pero lo único cierto es que no estoy seguro de nada.

 Me subo a uno de los escalones y hago lo mismo con los siguientes tramos de escaleras eléctricas. Solo subo y espero que me lleven al siguiente nivel, sin pensar en moverme para nada. Algo me dice que estoy cerca pero también puede ser que me esté imaginando cosas. Más cosas, quiero decir. Cuando llego al tercer piso, atravieso el área con los trajes formales y paso por enfrente de las corbatas y corbatines. Por alguna razón, mis pies desnudos caminan con premura hacia un rincón de la tienda.

 Paso casi volando por entre la ropa deportiva, viendo algo de desorden en esa zona. Me intriga y me dan ganas de detenerme a investigar porqué esa es la única zona desordenada en toda la tienda, pero mis pies no me dejan detenerme. Ellos me llevan y yo no puedo rehusarme. Entramos al sector de la ropa interior y mis pies se detienen frente a un muro lleno de paquetes de diferentes tipos de calzoncillos y pantalones cortos para hombre. Miro mis pies y parecen estar bien. Pero yo no entiendo qué es lo que me quisieron decir. Sé que algo buscaban, lo sé. Pero ciertamente no es evidente.

 Toco la pared, tocando también las cajas de ropa interior, todas con fotos de hombres inconcebibles en las portadas. Trato de no mirarlos pero algo me hace observar sus expresiones. Al comienzo, es como ver a través de una ventana sucia. Pero cuando dejo de empujar y de tocar y me alejo un poco, caigo en cuenta de algo que hace que me tape la boca y diga una grosería en voz baja. El hombre inconcebible en todas las cajas es el mismo y su cara es idéntica, o mejor dicho, es la del hombre que he estado siguiendo todo este tiempo.

 Justo entonces, oigo el sonido de una puerta que se abre ligeramente, a unos pocos metros de donde estoy. Cuando me acerco, veo que da acceso a una escalera interna, como las que se usan para evacuar gente durante un incendio. Sé que tengo que subir lo que sea necesario y allá arriba lo encontraré por fin. Mientras subo los escalones, sin apuro, me pregunto si de verdad lo podré ver y si podré escuchar su voz. Creo que eso sería demasiado pedir pero, como dicen algunos, soñar no cuesta nada. Una mentira pero ayuda.

 Cuando por fin llego al último rellano, abro la puerta que hay allí y salgo directamente al techo del edificio. Pero no parece ser el techo de una tienda por departamentos, en especial porque cuando entré era de día y ahora es de noche. Además, hay varios edificios altos alrededor, todos construidos con una idea arquitectónica bastante definida. Terminan en punta y están adornado por todos lados con figuras de piedra que se ven incluso más aterradoras a la luz de la Luna, que empieza a salir de entre las nubes.

 Camino un poco y entonces lo veo. Es él. Me acerco lentamente y me pongo a su lado. Lo miro y sonrío. Está vestido de forma extraña, con un disfraz completamente negro, completo con capa y máscara. Sé que es él, pero está disfrazado de uno de mis ídolos de la niñez. Parece apropiado y por eso me quedo allí de pie, en silencio, mientras él vigila la ciudad desde lo alto. Siento cierto tensión entre los dos y me gustaría preguntarle si él siente lo mismo, pero no quiero interrumpir lo que hace, pues parece ser importante.

 Pasados unos minutos, el hombre disfrazado voltea la cabeza y me mira. Su sonrisa no está pero sé que es él. Me mira directo a los ojos, como tratando de sondear mi alma a través de ellos, a ver si yo de verdad sí soy yo. Instintivamente, tomo una de sus manos, esperando que me reconozca.

 Y lo hace. Se acerca a mi y me da un beso suave y reconfortante. No dura mucho pero es el abrazo posterior el que sella el momento para mí. Me pongo a llorar sin razón alguna y es entonces cuando el se separa un poco, me acaricia el rostro y luego salta del edificio. Allá va de nuevo. Nos volveremos a ver.

viernes, 21 de septiembre de 2018

La sensación del silencio


   El lugar estaba en completo silencio. Eso, combinado con el panorama casi completamente blanco, era más que inquietante. Por supuesto que había vida en las cercanías. El bosque que habían pasado hacía poco estaba lleno de criaturas y de plantas hermosas. Pero justo en ese lugar, en ese punto tan alejado de todo, parecía que se hacía realidad el mito de la nada. Aquella cosa que no entendemos porque jamás hemos echado un vistazo a lo que de verdad es nada, porque todo lo que vemos es algo.

 Nadie se movió. No solo porque estaban sobrecogidos por lo que veían o no veían, sino porque algo parecía haber tomado posesión de sus cuerpos. Algunos de verdad querían moverse pero simplemente no podían hacerlo. Ni sus manos, ni sus piernas respondían a las ordenes del cerebro. Era como si el cuerpo y la mente de cada uno de los integrantes se hubiesen desconectado y no supieran como volverlos a conectar. La sensación era desesperante y sus caras pronto reflejaron miedo y angustia.

 De golpe, el sonido pareció volver a la cima de la montaña. Irrumpió en la zona en la forma de una ventisca tremendamente fuerte. Fue muy apropiado que, para ese momento, cada una de las personas allí en la nieve recuperaran la movilidad de su cuerpo. Lo único que pudieron hacer fue agacharse y tratar de cubrirse lo mejor posible para evitar que la ventisca los enterrara. Se movían despacio ahora, como insectos tratando de llegar hasta una madriguera. Les tomó una buena hora salvar ese paso.

 Cuando por fin empezaron a descender, la ventisca había terminado. O, mejor dicho, se había quedado en la parte alta de la montaña. Desde donde estaban, podían apreciar claramente como el viento estaba barriendo con fuerza la nieva de la cima y de sus alrededores. Era un espectáculo hermoso desde allí abajo pero nada que quisieran volver a vivir muy pronto. Dejando de mirar, retomaron el camino y descendieron la montaña con relativa facilidad hasta llegar al campamento más cercano.

 Solo había otro grupo, de unas cinco personas. Se saludaron pero en esos lugares nadie esperaba que las demás personas fueran demasiado amables o demasiado comunicativas. Era apenas entendible que el trabajo de haber atravesado una montaña cansara a cualquiera, y en esos momentos nadie tenía muchas ganas de ponerse a hablar o relacionarse con nadie. Los recién llegados solo querían descansar en camas o lo que hubiese, eso sí no sin antes haber comido algo para llenar la panza. Y eso fue lo que hicieron, en completo silencio, sin hablar de nada de lo ocurrido ese día.

 Al otro día el grupo debía elegir como proseguir. Una de las opciones era continuar por la cordillera, subiendo tres picos nevados para luego llegar a un campamento relativamente pequeño al otro lado de todo. El problema recaía en que para hacer esa ruta debían permanecer tres noches en las montañas, durmiendo allí y combatiendo cada segundo el viento, el frío y la falta de oxigeno para el cerebro. La mayoría de miembros del grupo estuvo de acuerdo en posponer la decisión al día siguiente.

 Querían tener un momento para pensar, un momento para de verdad reflexionar acerca de las implicaciones de seguir por las montañas o simplemente regresar a casa. Claro que todos querían volver con sus familiares y a sus hogares, llenos de comida rica y caliente y de abrazos y besos. Incluso los que no tenían mucha familia se alegraban tan solo de pensar en volver a sus hogares, a una cama propia y caliente y a una vida mucho más pausada. Ese pensamiento era de propiedad común.

 Sin embargo, los que estaban allí no eran aficionados ni mucho menos. Eran personas que ya habían intentado hacer algo así antes. Eran hombres y mujeres que ya habían vivido las dificultades que existen en una empresa de ese calibre. No les asustaba nada o al menos nada lo había hecho hasta que habían quedado congelados allá arriba en la montaña. Ese extraño suceso era algo que también se negaba a dejar sus pensamientos. Cada vez que dejaban de pensar, la sensación volvía a sus cuerpos y los debilitaba.

 Uno de ellos tuvo una reacción más que fuerte y se desmayó la tarde del día que se habían dado extra. Lo encontraron con una taza de café congelada a sus pies y una mirada perdida que no denotaba ni miedo ni nada por el estilo, pero sí que daba angustia a cualquiera que lo mirara. Al comienzo pensaron que tal vez estaba enfermo de algo pero un médico lo revisó y no encontró nada mal en él aparte de lo afectado que su cuerpo estaba por el frío. Fue el primero en irse, a pesar de que no había tomado en verdad ninguna decisión.

 El resto tuvieron que encontrar una respuesta clara pronto. La salida de uno de los miembros del equipo daba la oportunidad de poder dejar la aventura también sin sentirse demasiado culpables y sin tener que responder demasiadas preguntas. Pero el misterio tenía cierto nivel de atracción que era casi imposible de ignorar. Aunque lo sucedido les daba miedo, la mayoría quería entender mejor que era lo que había sucedido en la cima de esa montaña. Y la única manera de saberlo era subiendo de nuevo, esperando que lo mismo ocurriera en una cima diferente, tal vez con menos personas.

 A la mañana siguiente, la mitad del grupo anunció su retirada. Nadie los juzgó y nadie les pidió explicaciones. Se encargaron de llevar al hombre enfermo al pueblo más cercano, mientras los demás alistaban su equipo para empezar el ascenso del primer pico lo más pronto posible. Era cierto que el misterio los llamaba pero no quería tomarse más tiempo del necesario en esas montañas. Era bien sabido que podían ser traicioneras y tendrían que tener todos sus sentidos bien alertas para evitar contratiempos.

 Para el mediodía, ya llevaban buen ritmo montaña arriba. El aire era limpio y dulce. Eso los instó a caminar con más precisión y gracia, estaban contentos porque el día parecía querer que todo les saliera bien. Incluso cuando llegaron al lugar donde empezaba la nieve, hicieron la transición de una manera alegre y despreocupada. Se daban cuenta de que se habían preocupado por nada y que lo que habían vivido en la otra montaña no era nada a lo que debieran ponerle mucha atención. Debía haber sido una ilusión, nada más que eso.

 Llegaron al primer pico a la mañana siguiente. A pesar del bajo nivel de oxigeno, tuvieron tiempo para tomarse varias fotos. Cada uno fue el centro de una de ellas y las hicieron en todas las poses e incluso con expresiones faciales diferentes. Hasta ahora recordaban que esa aventura, a pesar de todo, era simplemente una salida con amigos y así era que debían de tomárselo. No con caras largas y silencios prolongados sino con alegrías y departiendo sobre todo lo que pasaba en sus vidas, compartiéndolo todo.

 La segunda noche la pasaron en un paso nevado a gran altura. Les fue complicado poder establecer el campamento, pero fue entonces cuando agradecieron ser menos que antes, así no debían armar tantas tiendas de campaña. Pudieron dormir un par de horas, hasta que un ruido sordo los despertó a la mitad de la noche. Por un momento, pensaron que se trataba de una ventisca lejana que bramaba con fuerza. Pero cuando salieron de las tiendas, se llevaron una gran sorpresa.

 Cayó sobre ellos la misma nube de silencio que había caído antes. El sonido que los había despertado ya no se escuchaba por ninguna parte. De nuevo perdieron control sobre sus cuerpos y pensaron, correctamente, que el ruido había sido solo una trampa para hacerlos salir de sus lugares de descanso.

 Sin embargo, esta vez también vieron algo. Tiesos como estaban, vieron unas luces dar vueltas sobre sus cabezas. Eran colores e hicieron varias piruetas sobre ellos. Luego se fueron y los montañistas pudieron moverse de nuevo. Fue entonces que se dieron cuenta que había una persona menos en el grupo.