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lunes, 24 de noviembre de 2014

Michael Jackson

Todas las mañanas toma algo de leche y come su concentrado, como cualquier otro gato. Y, también como muchos otros gatos, sale por la ventana y se pierde por horas y horas. No lo hace todos los días. Es casi como si supiera que su dueño se preocupa por él.

Su primera parada suele ser el apartamento de la señora Flores. La pobre señora Flores es casi ciega, aunque eso no sorprende a los 83 años. Es una mujer muy dulce. Vive sola. Su marido murió hace ya cinco años y lo primero que hace al levantarse es observar la foto del joven apuesto e inteligente que conoció alguna vez en una parada de bus. Era tan galante que no tuvo ningún reparo en enamorarse perdidamente de él.

Después la señora toma su desayuno y suele ser a esa hora que llega el gato negro y blanco. La señora Flores se asegura de siempre dejar una ventana abierta para él y él sabe que la mujer siempre le tendrá un plato de leche fresca, su segundo del día y de la hora.

Allí permanece por algunas horas. La mujer disfruta de verlo comer o le acaricia la cabeza mientras ve algo de televisión. El gato le recuerda a un perrito que tuvo cuando niña y como le gustaba acariciarlo para tranquilizarse. Era una niña avanzada para su edad pero sus padres nunca lo pensaron así. Ella era brillante, más que muchos otros, pero sus padres no la apoyaron. Y por ser mujer, no pagaron su carrera de química. Lo único que hicieron fue dejarla casar joven y cuando tuvo uno, dos, tres hijos, ya no hubo tiempo para estudiar.

Al mediodía el gato sale por la ventana de la señora Flores y le da la vuelta a la manzana para llegar al negocio del Ramón Rugeles. El señor Rugeles tiene un restaurante para los oficinistas que van a vienen. Lo mejor para Ramón ha sido el reciente desarrollo inmobiliario que ha atraído tanto a empresas como ciudadanos al barrio. Esto ha supuesto la revitalización de su negocio, heredado de su padre, y una prosperidad que siempre agradece.

El gato de cuerpo negro pero de patas y una mancha blanca en su rostro, llega siempre a la hora más ocupada, la del almuerzo. Pero jamás es un fastidio ni se cuela por entre las piernas de quienes comen a toda prisa. No, el gato se podría decir que es respetuoso. Siempre espera afuera a que Ramón venga por él. Lo carga hasta el cuarto de aseo donde le tiene bastantes trozos de pescado, sobrantes del caldo marinero del día. El gato come con gana y él se le queda mirando, a la vez que grita órdenes a sus empleados.

Ramón nunca descuida su negocio, ni siquiera cuando, viendo al gatito, recuerda su pasado, mucho más humilde. El restaurante fue iniciado por su padre pero nunca fue buen negocio. La familia tuvo que pasar dificultades con frecuencia y muchas noches no había nada que comer más que pan duro y algo de leche, cerca de la fecha de caducidad. El gato le recordaba lo hambriento que había estado en el pasado y lo agradecido que estaba ahora por el éxito repentino.

A la misma hora que los oficinistas corrían para no llegar tarde,  algo adormilados, el gato salía del restaurante y se colaba a un edificio distinto a donde vivía. La gente lo conocía y, muchas veces, ni lo determinaban. Era como un vecino más. En el segundo piso rasguñaba una puerta y esperaba que lo dejaran entrar.

En ese pequeño apartamento vivía Soledad, cuyo nombre era más que apropiado. Era una estudiante de Bellas Artes, que estaba completando su tesis. Estaba terminando una exposición ambiciosa, constituida por tres obras distintas que había pensado hasta el más mínimo detalle: una escultura, una pintura y una recopilación de poemas.

Sin embargo, como le recordaba su madre por teléfono, era bueno para ella comer y ver gente de vez en cuando. Había pasado meses encerrada logrando su objetivo, incluso se veía más pálida que nunca. A la hora en que el gato de dos colores entraba a su casa, se tomaba un descanso merecido. Normalmente comía poco, ya que no era fanática de la comida. Había sufrido mucho por ello en el pasado y ahora trataba de enmendarse, medio fracasando: su almuerzo era un sandwich de queso en pan de cereales y jugo de naranja. Nada más. Para el animal tenía jamón, que su madre compraba pero a ella le daba asco.

Viendo a la criatura comer con gana, recordó a su mejor amiga Clara. Ambas eran fervientes defensoras de los animales y habían hecho un pacto para permanecer veganas por el resto de su vida. Ambas habían desarrollado disgusto por todos los tipos de carne y sus derivados y compartían recetas que solo utilizaban verduras o frutas frescas.

Pero hacía mucho no hablaba con Clara. Ni siquiera sabía si era vegana todavía. Terminó su comida y retomó su pintura, que estaba casi lista. Pintar la distraía y evita que pensara en cosas que la distraían de su tesis, como Clara. Ya habría tiempo para ello, pensaba siempre, esperando no estar equivocada.

El gato permanecía allí unas horas, durmiendo. Alrededor de las cuatro de la tarde, se despertaba de golpe y arañaba la puerta para que lo dejaran salir. Salía del edificio y entonces cruzaba la calle al mismo tiempo que lo hacía la gente.

Del otro lado había un bonito parque, cubierto de hojas secas y en sombra gracias a los numerosos árboles que allí había. El gato visitaba el parque por dos razones. La primera eran los pájaros. A pesar de ser un animal domestico, era para él una necesidad seguir cazando como lo habían hecho sus ancestros y otros felinos grandes.

La otra razón era más interesante. A esa hora, siempre había niños pequeños en los varios juegos que habían en todo el parque para su diversión. Y eso para el gato de patas blancas no tenía precio. Se acercaba con cuidado a, por ejemplo, los columpios, y los niños siempre se le acercaban para acariciarlo y él se dejaba.

Lo mejor de todo era que muchos niños venían de la escuela o de su casa y traían comida. No era inusual que recibiera pedazos de galletas, pan, jamón, queso, varios tipos de jugo, leche, chocolate,... Era todo un festín para cualquier animal que lo supiera valorar.

Lo malo era que muchas madres y padres se ponían histéricos y les prohibían de un grito a sus hijos que tocarán a un gato "callejero". Al gato esos apelativos le daban igual. Lo que hacía era cambiar de campo de juego y retomar su merienda y las caricias de los niños.

Casi a las seis de la tarde, se iba de allí. Los niños se iban con sus guardianes y ya no había interés alguno para él en quedarse en un parque que, de noche, podría tornarse desagradable. Esto especialmente por la presencia de perros.

Así que el gato se encaminaba a la casa y entraba por la misma ventana que había salido y allí, Felipe su dueño, lo recibía con concentrado y agua.

Felipe estaba casi siempre fuera de casa, excepto los fines de semana. Era un humano que trabajaba demasiado pero siempre tenía la mejor comida del día y el gato lo agradecía. Además, el animal dormía encima de la cama de Felipe y no había mejor lugar para dormir que ese rinconcito calientito.

 - Adonde te vas todo los días? - le pregunta el dueño.

Y el minino con nombre de cantante solo lo miraba y le maullaba, respondiéndole pero sin que él nunca pudiera entender.

viernes, 3 de octubre de 2014

Los Méndez

Era la escena típica de un asesinato, como en una novela de Agatha Christie: la hermosa Daniela Campuzano estaba muerta. Estaba tirada en el piso del recibidor y en la mesa de centro había una copa a medio terminar de champaña.

Todos se reunieron en el lugar y vieron el cuerpo. La voz se propagó rápidamente por la enorme finca, donde ahora se alojaban miembros de una familia que no tenía el mínimo deseo de verse.

Esto lo habían hecho como un gesto de buena voluntad hacia el abuelo Méndez, el patriarca de la familia. El pobre yacía en una cama, alimentándose de raciones pequeñas y con la restricción de no poder caminar sino media hora cada día. Sus riñones le pasaban cuenta de cobro y, sabiendo que no duraría demasiado, mandó a llamar a toda su familia para que estuviesen con él un último fin de semana.

Era casi increíble que la primera noche, el viernes, ya hubiera sucedido algo tan trágico como una muerte. Aunque no era tan extraño ya que no era una familia en la que el amor fuera primordial y la muerta era alguien que se había auto invitado. Eso no lo justificaba pero con gente tan dramática, era un inicio de puente festivo bastante predecible.

Entre los hombres llevaron el cuerpo de la mujer a la cama y llamaron a la policía. Un hombre gordo y su compañero vinieron con los paramédicos y revisaron el cuerpo: había sido envenenada con una sustancia desconocida. Habría que hacer exámenes. Se llevaron el cuerpo y los dejaron allí parados, en pijama y sin ganas de volver a dormir.

En la casa estaban las primas Paula y la prima Rosa, dos ancianas que vivían juntas porque nadie más las había querido. Después seguían Miguel, Melinda y Manuel. Sí, todos con M por un capricho de la difunta esposa del abuelo. Quería que todos sus hijos tuvieran nombres que empezaran por M.

Miguel estaba casado con Grecia, una mujer voluptuosa y con pocos modales pero bastante... personalidad. Melinda estaba casada con Tomás, un inútil. Y Manuel había venido desde España con su esposo Javier, quien le tenía un gran miedo a la oscuridad.

También estaba Miguelito, el hijo pequeño de Miguel, un huracán hecho niño. Sonia era hija de Melinda. Una niña tonta como ella sola. Tenía un hermano mayor, Franco, quien era el novio de la difunta Daniela.

El grupo lo cerraba el abuelo y, la más asustada de todas, Yerly, su enfermera. La mujer estaba muerta del susto y pensaba que sin duda ella sería la siguiente, por aquello de no ser de la familia.

El abuelo les propuso tomar un trago para así atraer el sueño. Todos se negaron. Se dio cuenta que la propuesta no era muy buena en vista de lo ocurrido, así que les ofreció a todos aguardiente de su gabinete personal. Los convenció de que nadie sabía de ese escondite, por lo que no había riesgo de veneno.

A regañadientes accedieron. Al fin y al cabo habían venido a ver al abuelo y se habían prometido a si mismos complacerlo hasta el martes en la mañana, día en que se devolvían a sus respectivas casas.

Dicho y hecho, durmieron como bebes hasta tarde el sábado. Sin embargo su sueño se vio interrumpido cuando oyeron los gritos de Yerly: Grecia y Miguel estaban muertos, flotando en la piscina. Los cuerpos estaban desnudos y había una botella de aguardiente en una mesa de plástico.

La policía, de nuevo, vino por los cuerpos.

- A este paso va a tocar poner un policía pa' que duerma acá.

Él rió pero el chiste no le hizo gracia a nadie más. Esta vez el muerto era un hermano y su esposa, no una niña que se había pegado a un paseo. El gordo oficial prometió también hacer pruebas, para determinar si también habían sido envenenados o si habían muerto ahogados por el trago.

Por extraño que parezca, a Miguelito parecía no hacerle falta ni su papá ni su mamá. Solo una vez preguntó por ellos a Sonia y ella, tonta como era, le había dicho que se habían ido al mercado. Miguelito no preguntó más y siguió disfrutando de la piscina.

Melinda y Manuel se sentían horrible. No lo compartían porque se detestaban pero les dolía la muerte de su hermano. El abuelo estaba igual que Miguelito, relajado aunque ya planeaba el funeral de su hijo. Habían venido a verlo morir a él y ahora el muerto era otro. Le hacía algo de gracia.

Cabe recordar que esta familia no era normal. Se soportaban, por mucho. El amor no existía y menos desde la muerte de la abuela.

El sábado fue de silencios, a excepción de Sonia y Miguelito que seguían tan despistados como siempre. Yerly se le pasaba llorando y el abuelo amenazó con despedirla si seguía con lo mismo.

Pero el domingo Yerly hizo las maletas y se fue para Istmina, su pueblo natal. Esta vez habían encontrado a Javier en el baño, pantalones abajo, muerto como tres más antes de él. Sobre el lavamanos, un frasco abierto de jarabe para la tos.

Ahora sí el abuelo estaba deprimido. No tanto por la muerte de Javier, que tenía a Manuel al borde del suicidio, sino porque Yerly se había ido. Había sido su amiga y acompañante y ahora ya no estaba. Se planteaba incluso ir a Istmina a buscarla pero en silla de ruedas eso parecía un imposible.

Viendo lo que pasaba, Melinda dijo que ella y sus hijos se irían al otro día, sin incluir a su esposo. Javier dijo que él no podía cambiar su pasaje y nadie sabía que hacer con Miguelito.
El abuelo dijo que pagaría por los funerales de todos y que serían enterrados en el pueblo, como el resto de la familia. Ellos no quisieron debatir este punto.

El lunes en la mañana fue Melinda, la quejumbrosa y snob, quien amaneciera muerta en su cama. La pobre había ido a tomar un vaso de agua antes de dormir, que había sido su último.

Tomás estaba feliz y sus intentos en ocultarlo eran penosos. Tomó a Sonia, quien jugaba en el jardín, y a Franco, que parecía muerto en vida. Dejaron el pueblo y no volvieron nunca a ver al abuelo.

Se quedaron entonces solos Javier y el abuelo, recibiendo a la policía una vez más. Lo extraño fue que todo lo ocurrido tuvo algo bueno: Javier no había hablado con su padre en años y aprovecharon la ocasión para curar viejas heridas y perdonar lo dicho.

El martes Javier dejó la casa también y entonces el abuelo quedó solo para recibir a la policía.

 - Solo en casa?
 - Nueva enfermera.

Una mujer alta y más parecida a un hombre que a una mujer, más que todo por la sombra del bigote.

 - Buenas... Señor, tenemos los resultados de las autopsias.

Fueron a un estudio y allí el policía le contó al abuelo que todos habían sido muerto por el veneno de una extraña rana amarilla que había migrado de los bosques lluviosos a esta zona. Eso sí, todavía no se explicaban como había llegado el liquido a la copa de champagne, la botella de aguardiente, el jarabe para la tos y el vaso de agua.

El policía se fue y el abuelo pidió a su enfermera que lo dejara solo. Allí, junto a los matorrales, lloró en privado la muerte de sus hijos y lloró también por su pronta muerte.

De repente, detuvo el llanto al darse cuenta de algo: en una planta cercana había una pequeña rana amarilla, quieta, como observando. Y por ese mismo lado del jardín era que Sonia había jugado todos los días, hablando con las matas.

Pero el abuelo nunca concluyó nada porque al ver la rana, murió.