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sábado, 12 de septiembre de 2015

Sin retorno

   El río estaba algo frío pero era mejor que quedarse con la suciedad de tantas semanas de recorrido. No sabía muy bien desde cuando estaba atravesando el bosque pero tenía la leve sospecha e que habíamos estado caminando en circulo. Cuando llegamos al agua, lo hicimos en silencio. Habíamos peleado hacía muy poco y no teníamos ganas de interactuar de ninguna manera. Él trató de ayudarme para acercarme al agua pero yo me dejé caer como un bulto y me acerqué al río casi arrastrándome. No era un curso de agua muy grande pero era suficiente para meter mis pies y hacerlos sentir bien por al menos un rato. Tanto caminar tenía cada dedo de mis pies destruido y, la verdad, no quería volver a caminar un solo paso más, así fuera por mi vida.

 Con Roger habíamos tenido una relación cercana antes que nos metieran a la cárcel y obviamente antes de que escapáramos de ella y estuviésemos en un bosque aguantando hambre y frío. Él creía que yo estaba enojado por lo que habíamos discutido pero la verdad era que siempre que lo miraba por mucho tiempo, recordaba que él era la razón por la que yo estaba allí, con los pies llenos de heridas y con tanto dolor que el agua fría del río no podía hacer tanto como yo quisiera. Nos quedamos sin decir nada durante horas y cuando se hizo de noche, él armó la tienda de campaña que habíamos inventado con un plástico y unos palos bien puestos. Él se acostó y se quedó dormido, y no le importó dejarme fuera.

 La verdad era que yo no quería hablar con él o al menos no ahora. Todo en mi cabeza iba a toda máquina y recordaba cuando nos habíamos conocido, nuestro corto pero importante amorío, a pesar de que tenía novia, y su serio problema con las drogas. De hecho, ese factor era lo único que me daba tranquilidad pues sabía que él y el hecho de estar lejos de las drogas durante tanto tiempo, lo hacía sentirse tan mal o peor que yo con mi pies y mi rabia hacia él que parecía no aminorar con el paso de los días. Él sabía lo que yo sentía y se lo hice saber al comienzo, justo después de escaparnos de la cárcel, para que le entrara en esa cabeza dura: lo odiaba por todo, por cambiar mi vida en semejante manera y hundirme con él.

 Pero entonces solo me quedé mirando las estrellas mientras mis pies se enfriaban con el agua del río. Traté de no pensar en nada y solo despejé la mente para no seguir pensando en todo lo que me daba rabia. Entonces, me di cuenta de que no iba a descansar nada así como estaba. En silencio, me arrastré hasta la tienda de campaña y me acosté al lado de Roger, que parecía tener una de esas pesadillas que solo se ven en tu cara porque haces una cara muy extraña, como de susto pero no hay movimientos ni palabras sin sentido. Yo me di la vuelta, di una última mirada a las estrellas sobre nosotros y me quedé dormido rápidamente.

 Lo que Roger había hecho era meterme en sus líos de drogas y sus problemas no eran solo con un grupo sino con varios. Nadie lo hubiese pensado nunca por su cara de idiota, pero Roger era un traficante de primer nivel aunque, al fin de cuentas, no era tan bueno pues lo único que hacía era “probar” su producto antes de venderlo. Por esto mismo casi no ganaba lo que ganaban los demás y sus acreedores pronto se dieron cuenta de que el negocio con él nunca iba a servir. Entonces fue cuando, para mi pesar, se descubrió que mucho de lo que querían tomar de él para pagar en parte de su deuda, era mío. Es decir, había puesto casi todo lo que le pertenecía a mi nombre, entonces cuando la policía intervino y mató a varios de los tipos con lo que trabajaba, automáticamente pensaron que yo estaba metido también y a la cárcel fuimos a dar.

 Cárcel es un decir. El sitio era básicamente un campo de concentración y de trabajo. Alejado de todo el resto de la humanidad, no tuve ni siquiera la oportunidad de defenderme contra las acusaciones. Cuando se trataba de tráfico de drogas, no tenían la mínima contemplación con los acusados, que eran procesados así fuera por posesión. El caso es que yo no le hablé a Roger durante todo ese tiempo y eso que él quiso “reavivar” la chispa que había habido entre nosotros. Un día en la cárcel casi lo ahorcó con mis propias manos, mientras le decía que me arrepentía todos los días de mi vida de haberlo conocido.

 Ahora lo miro y sigo teniendo mucha de esa rabia adentro mío, sigo fastidiado por todo y lo que más me duele es la traición, es haberme utilizado de esa manera como si lo nuestro jamás le hubiese significado nada. Eso fue lo que me dolió más, incluso más que el hecho que consumiera o traficara drogas o que se estaba metiendo con fuerzas que él ni siquiera entendía. En ese tiempo, recordé mientras metía los pies de nuevo en el río, yo lo amaba porque alcancé a hacerlo. Pero el sentimiento murió rápido y en la cárcel no nos hablamos en todo un año. Hacía lo que me pedían y nunca me quejé de nada pues ya me había resignado a mi suerte y simplemente quería salir lo antes posible.

 Pero nunca íbamos a salir, ninguno de nosotros. Obviamente era algo ilegal, pero la cárcel no era un sitio temporal para criminales. Todos los que estábamos allí tendríamos que pasar toda la vida metidos en ese maldito lugar y cuando me di cuenta, la rabia no tuvo control y destrocé lo poco que tenía a la mano. Me hice daño a mi mismo y creo que las marcas que quedaron de esa rabia fueron las que me dieron el respeto de los demás y su miedo, con el que podría hacer mucho más. Eran asesinos, violadores, locos y maniáticos. Un grupo peligroso pero aprendí a defenderme con rapidez y eficiencia. No recibí la protección de nadie ni me regalé para caerle mejor a alguno. Lo hice todo yo solo.

 Fue entonces, creo yo, que tuve otro problema de debilidad. Viéndolo ahora, levantarse de la tienda y organizar el plástico, me lo recordaba todo como si hubiera sucedido ayer. Lo iban a violar en las duchas. Era una situación tan cliché que solo después me reí con él al respecto. Pero el caso era que estuvo a punto de suceder y si no hubiese sido por mi seguramente hubiese recorrido. Yo lo salvé de ser el pedazo de carne de la cárcel y tuve que pelear a mano limpia para protegerlo pero un guardia, de los que no había muchos decidió parar la pelea pero más que todo porque había visitas del gobierno y era mejor no tener mucho ruido en el lugar mientras hacían la inspección. Semejante detalle tan idiota le salvó la vida a Roger.

 Y yo también lo hice y no me arrepiento aunque sigo odiándolo por estar conmigo y por hacerme lo que me hizo. Entonces habló y dijo que debíamos caminar colina abajo para llegar a una zona algo más protegida. Él temía que los guardias y la policía militar que vigilaba la cárcel, estuviesen siguiéndonos todavía. Yo lo ponía en duda pues cualquiera hubiese pensado que para entonces ya deberíamos ser comida de lobos. Pero no le discutí nada y, tambaleando por el dolor en mis pies, caminos por la suave cuesta que bajaba a una pradera tan hermosa que parecía irreal. Había flores de colores por todas partes, un riachuelo e insectos revoloteando por todos lados. Era casi como estar en una película de Disney.

 Ese lugar hizo que Roger me tomara de la mano y yo no me negué pues me daba algo de estabilidad. Caminamos lentamente, apreciando los colores, los olores y la tranquilidad y entonces decidimos quedarnos bajo unos árboles al lado de la hermosa pradera. Él armó la tienda de campaña y recuerdo que fue la primera vez, en años, que lo vi sonreír. Creo que pensó que todo había cambiado y que ahora podíamos ser la pareja feliz que él alguna pensó que podíamos ser. Pero yo sabía que eso no era algo realista pues yo no solo lo odiaba todavía sino que nunca lo había querido de verdad. Yo solo buscaba sexo cuando lo conocí y me quedé con él por costumbre. Sé que parecía que yo había sido un príncipe con él pero no lo fui ni él conmigo.

 Por eso no entendía que hacíamos juntos en ese bosque, ni porque mirábamos medio sonriendo a las abejas que iban y venían entre las flores de semejante lugar tan hermoso. Las cosas entre nosotros nunca iban a tener arreglo, nunca iban a ser como ninguno de los dos quería. Él soñaba con un perdón mío que jamás iba a tener y con el amor que yo no sentía y yo lo quería lejos a pesar de lo mucho que lo necesitaba para sobrevivir. Porque mis pies estaban destruidos y, sin ayuda, lo más seguro es que terminara muriendo solo y asustado en la mitad de semejante país tan lleno de nada y tan perdido entre todo.


 Con el tiempo, encontramos la manera de coexistir pero sin ganar lo que queríamos el uno del otro. Era como un pacto de no agresión y de coexistencia pacifica, muy al estilo de la guerra fría, pues sabíamos que lo más posible es que la muerte nos encontrase perdidos en la mitad de la nada. Y la verdad yo estaba listo para ello pues me había resignado a que mi vida simplemente jamás iba a ser la misma. Mi nuevo yo no puede vivir la vida que yo tenía, ni siquiera una medio parecida. Estaba condenada y sabía que él lo estaba conmigo así que los días estaban contados y solo tendríamos que vivirlos, de uno en uno.

martes, 14 de julio de 2015

Encuentro inesperado

   Había caminado por una hora, más o menos, internándome cada vez más en el bosque, hasta que por fin llegué al punto que el guía me había comentado. Un camino más pequeño y con una pequeña señal ya casi totalmente cubierta por plantas indicaba la presencia de esta vía de acceso. Solo tuve que caminar por algunos minutos más hasta que pude ver las aguas termales. No eran las más conocidas pero decían que mucha gente venía a estas también. Pero no estábamos en vacaciones y precisamente por eso había escogido venir ahora. No había nadie allí así que me dirigí a la zona más alejada de la entrada a este claro del bosque y me senté a un lado del agua con barro que burbujeaba lentamente.

 Hacía unos meses, había tenido un accidente grave. Había estado montando caballo y por razones que n ovale la pena contar ahora, el caballo se asustó y me tiró al piso. Caí y sentí una corriente eléctrica por todo el cuerpo. Me desmayé y desperté unos dos días después en el hospital. Lo primero que hicieron cuando me desperté fue asegurarme de que no había perdido la movilidad de las piernas pero que sí tendría que hacer terapia porque mi espalda había sufrido una conmoción bastante fuerte al dar contra el piso. Estaba aliviado pero también fastidiado porque cada movimiento era dolor y las terapias eran una tortura para mi. Incluso cuando dejé el hospital, era un karma tener que estar con la enfermera en mi casa, sintiendo dolor casi como eso fuera lo que yo estaba buscando.

 Hice toda la terapia que pude y mejoré bastante. Ya podía correr e incluso caminar por ese terreno de colinas, para llegar a un paraje tan desolado en esa época del año. Pero la espalda todavía dolía y la misma enfermera que me había tratado me había recomendado que fuera a una de las muchas aguas termales que existían. Se supone que los minerales y otros componentes ayudan al cuerpo a repararse con mayor eficiencia. Al menos eso es lo que dicen y la verdad es que yo solo quería estar bien y dejar de quejarme cuando hacía el mínimo movimiento. Así que averigüe donde estaban las mejores aguas termales cerca de mí y resultó que eran aquellas del bosque que la gente visitaba para curarse de varios males.

 De pronto era por la hora, después del almuerzo, pero cuando ya estuve desnudo y a punto de entrar al agua, todavía no había nadie en la cercanías. En esta agua termales era obligatorio entrar sin ropa ya que decían que los trajes de baño podían quedarse allí si se caían o si se rompía la tela o algo por el estilo. Yo de eso no sabía nada pero mejor hacía lo que me decían. El agua era liquida pero algo turbia por el barrio. Sin embargo, al tacto, no tenía nada de consistencia de barro. Eso sí, estaba a una temperatura perfecta, como si la Tierra supiera cual es calor que soporta una persona promedio. Sin pensarlo mucho más, entré al agua y al poco tiempo estaba recostado a un lado, cerca de unas rocas, con los ojos cerrados.

 Era hermoso. Sentir el agua caliente y en movimiento por todo mi cuerpo. Además el dolor sí parecía alejarse de mi, como si se tratase de otra prenda de vestir que tenía que quitarme. Instintivamente miré hacía mi mochila, donde estaba toda mi ropa. No había posibilidad de que nadie la cogiera ya que el lugar estaba desierto. Había elegido el mejor momento para venir y decidí disfrutarlo cerrando los ojos y dejando que el guía hiciese lo suyo, moviéndome ligeramente. Decidí ponerme a sacar ideas de mi cabeza, aprovechando el momento de relajación y me encontré a mi mismo creando un pequeño cuento que desde hace varios meses me rondaba la cabeza. Pero en ese momento lo vi completo y no lo podía creer.

 Abrí los ojos y decidí hundir todo mi cuerpo en el agua y untarme algo del barro en la cara y el cuello. Debía ser bueno para la salud. Así que me hice una mascarilla del cuello para arriba y volví a mi posición anterior, cerrando los ojos. Pero no los tuve mucho tiempo así porque una voz interrumpió mis pensamientos. Era otro hombre, como de mi edad, que entraba a la misma termal. En ese momento me sentí un poco enojado ya que había otras en donde meterse y no había razón para sentarse allí conmigo. Pero no dije nada y simplemente cerré los ojos de nuevo, de pronto eso lo dejaría callado. Pero no fue así. Me saludó y me dijo su nombre entero.

Al comienzo no respondí, pero entonces mi cerebro procesó lo que el tipo había dicho y casi me resbalo en el fondo lleno de barro cuando caí en cuenta de quién tenía en frente. Abrí los ojos y lo vi, igual que yo, con los ojos cerrados y el cuerpo relajado. Por alguna razón había cosas diferentes respecto a él pero tenía que ser la misma persona. Aunque de pronto no era quién yo creía que era. Al fin y al cabo que hay muchas personas con el mismo nombre. Decidí que estaba equivocado y simplemente volví a mi posición anterior, tratando de recordar donde en mi historia fantástica me había quedado. Pero el hombre hizo un comentario del agua y eso me sacó de mis pensamientos. Le respondí que “sí”, aunque no tenía idea de lo que me había preguntado.

Aparentemente la respuesta no había sido la correcta. Lo sentí incorporarse y se disculpó conmigo, diciendo que no había caído en cuenta que no era un lugar para hablar, y menos cuando se venía a pasar un tiempo relajante. Yo le dije que no se preocupara pero él siguió, diciendo que la verdad era que no hablaba mucho con nadie desde que había empezado a tener dolores de espalda agudos. Muchos creían que se los merecía y él mismo dijo que lo más probable es que eso fuese cierto porque él siempre había sido una rata. Por alguna razón, la palabra me llamó la atención y abrí los ojos. De nuevo, me resbalé y casi trago agua.

 Cuando tenía unos diez años, no era el niño más simpático del mundo. Al menos no con otros niños. En casa todo era perfecto, tenía unos padres amorosos y hermanos con los que jugar pero en el colegio las cosas nunca habían ido peor. Hacía poco me había cambiado de colegio y en el nuevo, que era más grande, me sentía más pequeño que nunca. Y al parecer eso se notaba porque los demás me miraban como un bicho raro. Me sentía horrible, como si hubiese hecho algo malo y era algo que aumentaba cada vez que me ignoraban o claramente no querían estar en mi presencia. Fueron años horribles, momentos en los que decían cosas a mis espaldas y otras en mi cara. Había un chico que era especialmente desagradable y no podía creer que ahora lo tenía en frente.

Sí, el extraño parlanchín de las aguas termales era él. Claro que había crecido y todo eso pero sus rasgos eran los mismos. Incluso su cabello casi plateado seguía igual y sus labios delgados que parecían los de un personaje malévolo de alguna serie infantil. Que yo abriera los ojos lo hizo hablar más e incluso quiso estrecharme la mano pero yo no hice nada. No podía moverme de la impresión y lo que menos me interesaba era ofenderlo o no. Era una de las personas que en mi vida me había hecho sentir más miserable y ahora me hablaba como si nada, como si nada nunca hubiese pasado. Y entonces vi mi mano y recordé la mascarilla de barro, que al parecer me estaba protegiendo del pasado.

 El tipo había dicho la verdad cuando me dijo que hablaba con nadie porque habló conmigo como un loro. La verdad es que yo prácticamente no decía nada. Era él el que parloteaba a una velocidad increíble y yo solo pensaba en aquellas palabras odiosas que me había dicho alguna vez. Otra parte del cerebro me decía que él era solo un niño en ese momento y no sabía lo que decía. Pero mi rabia, mi dolor, no podían ser detenido por semejante argumento tan idiota. Lo observé hablando y hablando y entonces pensé que era un regalo más de la naturaleza, traérmelo enfrente, en bandeja de plata. Era mí momento esta vez y lo iba a aprovechar.

 Así que, en mitad de una frase que no estaba escuchando, me acerqué a él y le pegué con un puño y con todas mis fuerzas en la cara. El golpe lo noqueó por un momento. Pensé que iba a pelear, a refutar, a hacer algo. Pero solo se cubrió y empezó a llorar como si tuviera los diez años que yo tenía cuando me torturó a mi. Me lavé el barro del cuerpo y me le acerqué, todavía con rabia. Visiblemente le había dañado el tabique y, aunque no debería, sentía placer de haberlo hecho. Él me miraba con terror pero supe que no sabía quién era yo. Tan solo le dije que eso era por años de tortura y porque necesitaba sacar el odio que había sentido por él por tanto tiempo. Casi podía ver su cerebro funcionar pero no me importó.


 Salí del agua rápidamente y saqué de mi mochila la ropa. No me importó estar mojado. Solo me puse unas sandalias y empecé a caminar hacia la salida. Pero entonces alguien me cogió de un brazo y me di cuenta que era él. Me soltó apenas lo miré con odio y me dijo, sangrando de la nariz, que lo merecía. Que había venido a lavar sus errores pero sabía que nada los quitaría para siempre pero que necesitaba perdón. Yo no sabía que decir, también porque él estaba desnudo diciéndome todo eso. Pero entonces le sonreí y él sonrió y le dije que podía pedirle disculpas a su puta madre. Casi corrí a la salida y por poco me pierdo en el bosque pero cuando llegué a mi auto me sentía mejor, como si me hubiese quitado un edificio de encima. 

miércoles, 18 de febrero de 2015

Erratum Fatalis

   Fue entonces cuando Sor Juana guardó el arma en una pequeña cajita de madera que su madre le había regalado hacía ya mucho tiempo. En la tapa tenía el dibujo de una cruz hecha con metal. Parecía incorrecto poner un arma de fuego, algo tan peligroso en el interior de una caja con la cruz romana adornándola. Pero no tenía donde más ponerla. Escondió la caja en al fondo de su armario y las hermanas olvidaron todo a propósito de ese día.

 O, mejor, fingieron olvidarlo. Todas pensaban en lo ocurrido de vez en cuando y se encomendaban a dios para que las perdonara y las siguiera protegiendo por mucho tiempo más. Era lo único que podían pedir aunque la hermana Juana también pedía perdón. Después de todo, era una vida humana y no importa que tipo de vida sea. Nadie tiene derecho a quitarla.

 Esto la atormentaba y pensó, en varias ocasiones, dejar el monasterio remoto en el que vivía desde hacía ya diez años. Nunca había dudado de su vocación, de su adoración a dios y a todos los santos. Amaba rezar y ayudar al prójimo pero ahora sentía que estaba dañada, que había hecho algo imperdonable y que sería una hipócrita si se quedase.

 Varias veces quiso confesarlo todo al padre Ramón, al que visitaban todos los domingos en el pueblo. Pero la madre superiora se lo prohibió. Nadie sabía de lo ocurrido en el monasterio y era mejor que nadie nunca lo supiera. Para que? Que saldría de bueno de ello? Nada, decía ella. Había solo que pedir perdón y hacer penitencia pero eso no era suficiente para Juana. Necesitaba hablar.

 Un día, mientras limpiaba las escaleras del monasterio con sor Adela, decidió que no podía callar más. Aprovechando el momento de soledad, le dijo todo lo que sentía a Adela, que solo escuchó todavía limpiando, sin decir nada hasta que su hermana hubiera terminado. Incluso después de eso, sor Adela tuvo que permanecer en silencio un rato, analizando todo lo que había oído.

-       Has hecho penitencia?
-       Todos los días desde ese día. Y pan y agua por seis meses.
-       No comes?
-       No te habías fijado?

 La hermana Adela era muy distraída. Después de eso, le dijo a Juana que era mejor no hablar del tema. Era cierto que lo que había pasado era grave pero ya había pasado, nada podría deshacer lo que había sucedido y lo único que podían hacer era pedirle a dios que no las castigase de forma severa. En todo caso, habían estado en peligro de muerte y eso debía de contar para algo.

 La hermana Juana no estuvo muy contenta con lo dicho por su compañera pero, al fin y al cabo, era cierto. Tenía que vivir con lo sucedido y listo, no había manera de deshacer nada y arrepentirse y pedir perdón era lo mejor que podía hacer. No podía dejar que lo sucedido, la entrada de un desconocido al monasterio, quebrara sus creencias o la hiciesen dudar de lo que ella sabía era verdad.

 Después de eso, pasó un año sin que nadie siquiera pensara en lo sucedido. En efecto, Juana pudo dormir mejor y dejó de pensar en la culpa y el arrepentimiento. Dedicó su vida, más que nunca, a la adoración de dios, a sus palabras y a la adoración de su creación. Junto con un grupo de hermanas, decidieron renovar el jardín central que se vio transformado en el lugar perfecto para la contemplación y la adoración del Señor.

 Sin embargo, el pasado golpeó a la puerta en la forma de un hombre. Uno joven pero algo demacrado, como si hubiera pasado varios días sin probar bocado. Tenía algo de barba, los ojos inyectados con sangre y el pelo revuelto, visiblemente sucio. Ninguna de las hermanas podía salir a hablar con él pero sí podían usar la ventanilla de la puerta principal, por donde Sor Teresa le habló.

 Resultaba que el joven no era tan joven como ella y las otras creyeron al comienzo. Tenía unos treinta y cinco años y decía que había venido en busca de alguien. Pero la hermana Teresa era un poco sorda y el hombre parecía estar hablando con sus últimos ánimos. De repente, se desmayó frente a la puerta y las monjas, pensando en la lejanía del pueblo, decidieron socorrer al hombre ellas mismas.

 Lo cargaron entre las más fuertes y lo acostaron en una celda vacía que no se usaba hacía muchos años. El hombre no se despertó sino hasta el día siguiente, cuando un doctor vino del pueblo para revisarlo. Según su análisis, el hombre estaba simplemente exhausto. Además, sufría de la presión arterial y al parecer había estado caminando por días porque sus pies estaban destrozados. El doctor les sugirió a las monjas cuidarlo por un tiempo, hasta que estuviese algo mejor, capaz de ponerse de pie. Entonces él vendría y lo llevaría a un centro médico.

 Ellas, siendo fervientes católicas, aceptaron. Como no ayudar a alguien que visiblemente las necesitaba. Un par de ellas habían hecho cursos de enfermería, entre esas Juana, por lo que ella y sor Lorena se encargarían de atender al enfermo. Esa misma noche, luego de que el doctor partiera, se despertó el paciente. Le pusieron compresas frías y lo animaron a que no hablara pero el pobre hombre insistía, tratando de decir algo entre dientes. Luego caía en la cama de nuevo y seguía durmiendo. Así fue por un par de días.

 Ya el tercero despertó por completo. Parecía no saber donde estaba y tuvo una pequeña crisis de ansiedad que fue calmada por la hermana Juana, quien le tomó la mano y le explicó todo lo que había sucedido. Ese mismo día el doctor atendió al paciente y anunció que muy pronto sería capaz de ponerse de pie para ser trasladado.

 Las monjas le explicaron al hombre, que se identificó como Román, que no había carretera para llegar al monasterio. Solo existía un estrecho camino de tierra que se desprendía de un camino rural cercano. Así que ningún vehículo podía llegar hasta allí si quisiera, por eso el uso de ambulancia no era una opción real.

 El cuarto día, Román parecía de mejor ánimo pero parecía inútil tratar de ayudarlo a caminar. Sus pies estaban rojos y tuvieron que ser curados con regularidad, esperando que pudiesen estar listos pronto para ser mejor atendido.

 Fue un día en el que Juana le estaba curando los pies cuando Román le dijo que había recordado todo antes de su desmayo. Antes parecía un sueño pero ahora sí estaba seguro de lo sucedido. Había viajado desde una gran ciudad lejana para buscar a alguien pero cuando fue a decir quien era se detuvo. Miró a la hermana Juana a los ojos y se le aguaron.

-       Que pasa? A quien buscabas?
-       Es… complicado.
-       Porque?
-       No sé si usted lo vaya a entender.

 La hermana dejó el trapo con el que le estaba curando los pies a un lado y lo miró a los ojos.

-       A quién buscas?

 Román echó la cabeza hacia atrás y exhaló. Era obvio que no era fácil hablar del tema pero tenía que hacerlo.

-       A mi esposo, hermana.
-       Tu…?
-       Fue en otro país y ahora vivimos aquí.
-       Entiendo.

 Román le explicó a Juana que su marido, con quien se había casado hacía dos años, había dejado su hogar para buscar a su familia. Él no conocía a su padre y había querido explorar la región para encontrarlo porque algunas fuentes lo ubicaban allí. Pero entonces él había desaparecido sin avisar ni decir nada.

 Instintivamente, Román se tocó el pecho pero se dio cuenta que no llevaba la chaqueta. Le pidió a la hermana que se la acercara y ella obedeció. Del bolsillo pectoral sacó una foto y se la mostró a la hermana. Era una fotografía de los dos, Román dándole un beso a otro hombre en la mejilla.

 La hermana entonces gritó y salió corriendo, pidiendo ayuda. La foto cayó al piso y mientras Román la recogía, medio convento ya sabía la noticia: la hermana Juana había reconocido en esa foto al hombre que ella misma había asesinado una noche cuando él había atacado, o eso parecía, a otra de las hermanas en el camino. Todas recordaron entonces como ese día habían roto su juramento de no salir para evitar una calamidad y como esa violación de sus principios más elementales habían terminado en la muerte de alguien que, ahora, parecía inocente.

martes, 4 de noviembre de 2014

Odio

El odio es un sentimiento grande y poderoso, igual que el amor. Los dos casi nunca se ven la cara, casi nunca se enfrentan y sentirlos al mismo tiempo podría ser fatal para alguien.

El odio es incontrolable, indomable y muchas veces no sé puede explicar. Eso sí hay que hacer la diferencia entre algo que odiamos y algo que simplemente no nos gusta. Son cosas bastante distintas.

Aunque frecuentemente no se pueda explicar con facilidad, el odio siempre tiene razones para existir. No es algo que nada más surja o ocurra. Nunca sucede así. El odio es como una planta, que crece desde que es una semilla, plantada por alguna acción, propia o de otros, que va creciendo y creciendo y que debemos saber manejar.

Claro que se puede eliminar aunque es un proceso largo y difícil, en el que la persona tiene que invertir todo su ser si esperar que todo vaya con calma. Al contrario, enfrentarse al odio para eliminarlo implica comprenderlo, estudiarlo y eso jamás es fácil. No lo es porque nos enfrenta casi siempre a nosotros mismos, a nuestras debilidades y secretos más profundos.

Pero es algo que de vez en cuando, debemos hacer: preguntarnos si hemos sentido odio. Estamos muchas veces tan ocupados persiguiendo al amor que no sabemos si hemos sentido otras cosas. Al fin y al cabo la experiencia humana no solo se trata de sentir aquello que nos agrada sino también conocer lo que no repele, lo que no podemos soportar.

Hace falta que cada cierto tiempo reflexionemos sobre el odio, si lo hemos sentido o no. Algunas personas son incapaces de sentir algo tan fuerte. Es para ellos algo imposible ya que les suena como algo muy definitivo y duradero. De hecho el amor es menos atemorizante, no solo porque sea un "buen" sentimiento, sino porque nadie sabe cuanto dura.

También es difícil cuando resulta que aquello que más detestamos es algo que de verdad antes quisimos con muchas ganas y el destino simplemente se negó a dárnoslo. Esto puede acarrear graves problemas, no solo mentales para la persona que los siente sino para su entorno. Muchos han tomado decisiones apresuradas a raíz de sentimientos de este calibre.

Es cierto que muchas veces usamos la palabra a la ligera. "Odio comer cebolla", "me cae mal, la odio" y así. Como si fuera algo muy fácil. De hecho la gente lo aminora, como si sentir odio te hiciera mejor, más fuerte o más atrevido. Nada de eso es cierto. Normalmente el odio real viene con dolor y nadie quiere sentir dolor, no el dolor de verdad.

Así que piensen, que odian ustedes? Yo puedo cerrar mis ojos, respirar y reflexionar en ello y se me vienen varias cosas a la mente. Pero como dije antes, hay que clasificar. El odio es algo fuerte, insoportable, que está ahí siempre y que, aunque se olvide por un tiempo, vuelve.

Parece muy fácil decirlo pero lo más sano es aprender a vivir con ese odio. Así como se aprende a vivir después del amor, el odio es algo que se debe entender y dejar ser. Muchas veces esto puede llegar a causar que el odio desaparezca por completo, lo que no es fácil, pero se puede lograr.

Muchas veces el odio va ligado al perdón y eso es algo que no se puede dar a ligera. Muchas personas perdonan sin más, pensando que el dolor va a aminorar por haber sido "tan buena persona". Pero resulta que a la química de nuestro ser le interesa muy poco si somos buenas o malas personas. Lo que interesa es que en realidad estemos dando pasos hacia adelante y no hundiéndonos en un mismo sitio.

El perdón duele, porque es apartar el odio y tratar de ver más allá de él. Y nuevamente todo va relacionado a entender lo que ha pasado y encontrar maneras de que todo pueda avanzar, en verdad caminar hacia adelante.

El odio es dolor pero el dolor, obviamente, no es odio. Hay muchos tipos de dolor y algunos están relacionados a sentimientos agradables como el amor o el placer. No es por nada que existen personas como los masoquistas, quienes sienten un placer especial con su sufrimiento físico. Ese dolor no tiene nada que ver con el del odio, que duele no en el cuerpo sino más profundo.

A veces para vencer al odio lo mejor que podemos hacer es aprender a conocernos a nosotros mismos. En el mundo de hoy la gente se escapa de sí misma, corriendo a lo que es seguro. Ahí es cuando se pierde la verdadera identidad, la originalidad e incluso la creatividad.
Una persona creativa casi nunca es alguien que siga al rebaño, ni que piense que siendo igual todo será mejor. Esas personas no son creativas sino complacientes.

Eso sí, la creatividad no va ligada al dolor, no. Pero sí va ligada a la comprensión de sí mismo y eso muchas veces toca esos odios privados, que todos sentimos pero preferimos combatir cada uno por nuestro lado. Es verdad que solo nosotros podemos luchar contra lo que tenemos adentro, nadie nos puede ayudar. Pero no hay ninguna ocasión en que los consejos sobren y menos si se trata de gente conocida, cercana.

Debemos aprender a saber quienes somos, como individuos. El mundo hoy en día es de masas, de grupos, la individualidad hace mucho tiempo se diluyó en olas y mareas de gente irreconocible, anhelando y pidiendo, sin saber nada de nada.

El odio, como cualquier otro sentimiento, hace parte de nosotros, de nuestra vida. Y la mejor manera para estar en paz con uno mismo es siendo sincero con la única persona con la que compartimos todos: nosotros mismos.

Es un proceso largo, de años. Es muy difícil para todos entender que la vida no es la misma para todos y que es un proceso largo y elaborado. Ni los adultos ni los más jóvenes comprenden esto. No se trata de madurez, ya que esta es relativa. Se trata de exploración, de entendimiento y de conocer el mundo que somos nosotros, que muchas veces ignoramos frente al ruido del planeta.

Es imposible decidir no sentir. Tenemos que hacerlo, es nuestra responsabilidad. Pero en vez de martirizarnos por ello, aprendamos de las situaciones y de aquello que no queremos ver a la cara pero está ahí. El odio, de una manera, no es nuestro enemigo sino el resultado de nuestra asombrosa capacidad para sentir.

viernes, 3 de octubre de 2014

Los Méndez

Era la escena típica de un asesinato, como en una novela de Agatha Christie: la hermosa Daniela Campuzano estaba muerta. Estaba tirada en el piso del recibidor y en la mesa de centro había una copa a medio terminar de champaña.

Todos se reunieron en el lugar y vieron el cuerpo. La voz se propagó rápidamente por la enorme finca, donde ahora se alojaban miembros de una familia que no tenía el mínimo deseo de verse.

Esto lo habían hecho como un gesto de buena voluntad hacia el abuelo Méndez, el patriarca de la familia. El pobre yacía en una cama, alimentándose de raciones pequeñas y con la restricción de no poder caminar sino media hora cada día. Sus riñones le pasaban cuenta de cobro y, sabiendo que no duraría demasiado, mandó a llamar a toda su familia para que estuviesen con él un último fin de semana.

Era casi increíble que la primera noche, el viernes, ya hubiera sucedido algo tan trágico como una muerte. Aunque no era tan extraño ya que no era una familia en la que el amor fuera primordial y la muerta era alguien que se había auto invitado. Eso no lo justificaba pero con gente tan dramática, era un inicio de puente festivo bastante predecible.

Entre los hombres llevaron el cuerpo de la mujer a la cama y llamaron a la policía. Un hombre gordo y su compañero vinieron con los paramédicos y revisaron el cuerpo: había sido envenenada con una sustancia desconocida. Habría que hacer exámenes. Se llevaron el cuerpo y los dejaron allí parados, en pijama y sin ganas de volver a dormir.

En la casa estaban las primas Paula y la prima Rosa, dos ancianas que vivían juntas porque nadie más las había querido. Después seguían Miguel, Melinda y Manuel. Sí, todos con M por un capricho de la difunta esposa del abuelo. Quería que todos sus hijos tuvieran nombres que empezaran por M.

Miguel estaba casado con Grecia, una mujer voluptuosa y con pocos modales pero bastante... personalidad. Melinda estaba casada con Tomás, un inútil. Y Manuel había venido desde España con su esposo Javier, quien le tenía un gran miedo a la oscuridad.

También estaba Miguelito, el hijo pequeño de Miguel, un huracán hecho niño. Sonia era hija de Melinda. Una niña tonta como ella sola. Tenía un hermano mayor, Franco, quien era el novio de la difunta Daniela.

El grupo lo cerraba el abuelo y, la más asustada de todas, Yerly, su enfermera. La mujer estaba muerta del susto y pensaba que sin duda ella sería la siguiente, por aquello de no ser de la familia.

El abuelo les propuso tomar un trago para así atraer el sueño. Todos se negaron. Se dio cuenta que la propuesta no era muy buena en vista de lo ocurrido, así que les ofreció a todos aguardiente de su gabinete personal. Los convenció de que nadie sabía de ese escondite, por lo que no había riesgo de veneno.

A regañadientes accedieron. Al fin y al cabo habían venido a ver al abuelo y se habían prometido a si mismos complacerlo hasta el martes en la mañana, día en que se devolvían a sus respectivas casas.

Dicho y hecho, durmieron como bebes hasta tarde el sábado. Sin embargo su sueño se vio interrumpido cuando oyeron los gritos de Yerly: Grecia y Miguel estaban muertos, flotando en la piscina. Los cuerpos estaban desnudos y había una botella de aguardiente en una mesa de plástico.

La policía, de nuevo, vino por los cuerpos.

- A este paso va a tocar poner un policía pa' que duerma acá.

Él rió pero el chiste no le hizo gracia a nadie más. Esta vez el muerto era un hermano y su esposa, no una niña que se había pegado a un paseo. El gordo oficial prometió también hacer pruebas, para determinar si también habían sido envenenados o si habían muerto ahogados por el trago.

Por extraño que parezca, a Miguelito parecía no hacerle falta ni su papá ni su mamá. Solo una vez preguntó por ellos a Sonia y ella, tonta como era, le había dicho que se habían ido al mercado. Miguelito no preguntó más y siguió disfrutando de la piscina.

Melinda y Manuel se sentían horrible. No lo compartían porque se detestaban pero les dolía la muerte de su hermano. El abuelo estaba igual que Miguelito, relajado aunque ya planeaba el funeral de su hijo. Habían venido a verlo morir a él y ahora el muerto era otro. Le hacía algo de gracia.

Cabe recordar que esta familia no era normal. Se soportaban, por mucho. El amor no existía y menos desde la muerte de la abuela.

El sábado fue de silencios, a excepción de Sonia y Miguelito que seguían tan despistados como siempre. Yerly se le pasaba llorando y el abuelo amenazó con despedirla si seguía con lo mismo.

Pero el domingo Yerly hizo las maletas y se fue para Istmina, su pueblo natal. Esta vez habían encontrado a Javier en el baño, pantalones abajo, muerto como tres más antes de él. Sobre el lavamanos, un frasco abierto de jarabe para la tos.

Ahora sí el abuelo estaba deprimido. No tanto por la muerte de Javier, que tenía a Manuel al borde del suicidio, sino porque Yerly se había ido. Había sido su amiga y acompañante y ahora ya no estaba. Se planteaba incluso ir a Istmina a buscarla pero en silla de ruedas eso parecía un imposible.

Viendo lo que pasaba, Melinda dijo que ella y sus hijos se irían al otro día, sin incluir a su esposo. Javier dijo que él no podía cambiar su pasaje y nadie sabía que hacer con Miguelito.
El abuelo dijo que pagaría por los funerales de todos y que serían enterrados en el pueblo, como el resto de la familia. Ellos no quisieron debatir este punto.

El lunes en la mañana fue Melinda, la quejumbrosa y snob, quien amaneciera muerta en su cama. La pobre había ido a tomar un vaso de agua antes de dormir, que había sido su último.

Tomás estaba feliz y sus intentos en ocultarlo eran penosos. Tomó a Sonia, quien jugaba en el jardín, y a Franco, que parecía muerto en vida. Dejaron el pueblo y no volvieron nunca a ver al abuelo.

Se quedaron entonces solos Javier y el abuelo, recibiendo a la policía una vez más. Lo extraño fue que todo lo ocurrido tuvo algo bueno: Javier no había hablado con su padre en años y aprovecharon la ocasión para curar viejas heridas y perdonar lo dicho.

El martes Javier dejó la casa también y entonces el abuelo quedó solo para recibir a la policía.

 - Solo en casa?
 - Nueva enfermera.

Una mujer alta y más parecida a un hombre que a una mujer, más que todo por la sombra del bigote.

 - Buenas... Señor, tenemos los resultados de las autopsias.

Fueron a un estudio y allí el policía le contó al abuelo que todos habían sido muerto por el veneno de una extraña rana amarilla que había migrado de los bosques lluviosos a esta zona. Eso sí, todavía no se explicaban como había llegado el liquido a la copa de champagne, la botella de aguardiente, el jarabe para la tos y el vaso de agua.

El policía se fue y el abuelo pidió a su enfermera que lo dejara solo. Allí, junto a los matorrales, lloró en privado la muerte de sus hijos y lloró también por su pronta muerte.

De repente, detuvo el llanto al darse cuenta de algo: en una planta cercana había una pequeña rana amarilla, quieta, como observando. Y por ese mismo lado del jardín era que Sonia había jugado todos los días, hablando con las matas.

Pero el abuelo nunca concluyó nada porque al ver la rana, murió.