Mostrando las entradas con la etiqueta casa. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta casa. Mostrar todas las entradas

viernes, 25 de mayo de 2018

El gato de mi casa


   Me serví una taza de café negro, como todas las mañanas, sin poner mucha atención a lo que pasaba a mi alrededor. La luz del sol de la mañana entraba suavemente por la ventana, haciendo brillar sutilmente todos los objetos que había en el área, sobre todo aquellos hechos de vidrio o metal. Había un sonido suave, producido por el aire que soplaba afuera y hacía mover las ramas más altas de los árboles. Solo yo rompía el silencio, vertiendo el liquido negro en mi taza favorita, tomando un sorbo profundo y sabroso.

 Desperté por fin, puesto que había caminado desde mi cuarto sin darme cuenta de lo que estaba haciendo y eso que dormía en el piso de arriba. La casa de mis padres, en la que había vivido mi infancia, era ahora mía. Obviamente no había pasado nada bueno para que así fueran las cosas, pero pensar en eso me hacía sentir demasiado triste, así que empecé a caminar, esperando que la mañana trajera algo nuevo a mi vida, algo diferente e inesperado que cambiara por completo mi visión de las cosas en ese momento.

 Me acerqué a la puerta que daba al pequeño patio. Se podía ver por entre el vidrio que el sol estaba calentando el pasto. Iba a ser un día hermoso, sin duda. Tomé un sorbo grande y traté de sentir con cada receptor nervioso el sabor del café y lo que causaba en mi cuerpo. Lo sentí llenar cada rincón de mi ser, casi como si fuera una poción capaz de curar hasta los cuerpos más trajinados. Se sentía como si de mi interior naciera un poder extraordinario que provenía de lo más profundo de mi mente, de un rincón desconocido.

 De repente, algo saltó en el pasto afuera. Era un gato, que se me había estado camuflando perfectamente en el pasto algo quemado del exterior. Además, no había sido cortado en un tiempo y eso le daba un sitio de escondite a muchas criaturas. Cuando saltó, no solo me eché para atrás regando algo de café en el suelo de madera, sino que vi como otro animal saltaba asustado y se encaramaba en el árbol más cercano, escapando del depredador a toda velocidad. La ardilla se había salvado por un pelo.

 Tuve que devolverme a la cocina a buscar un trapo para limpiar el desastre que había hecho. Limpié con cuidado para que el liquido no se filtrara por entre las tablas del suelo. Sabía que en algún momento la casa iba a tener problemas pues ya estaba vieja y seguramente necesitaría arreglos y reparaciones. Pero yo no tenía ni un solo centavo, eso sin contar el dinero que me habían dejado mis padres. Ese dinero estaba destinado a algo diferente, así que no podía disponer de él para la casa, así ella hubiese sido el tesoro más apreciado por mis padres, que tanto la habían cuidado a lo largo de sus vidas.

 Me quedé allí en el suelo, con el trapo húmedo en la mano, pensando en ellos. Recordé sus rostros y sus cuerpos yendo de un lado a otro de la casa, en tiempos en los que no había tenido nada porqué preocuparme. Los veía hacer sus cosas, mientras mis hermanos y yo jugábamos o hacíamos la tarea. Eran seres extraños para mí en ese tiempo y creo que lo siguen siendo ahora, pues me doy cuenta que jamás traté de conocerlos como gente, sino que siempre los traté como algo más allá de cualquier comprensión racional.

 Supongo que así es como todos los niños ven a sus padres, como seres que están en un lugar muy distinto, que hablan y piensan cosas que muchas veces no tienen nada de sentido. Salen con cosas de la nada, como vacaciones y citas al odontólogo, y después sorprenden con fiestas de cumpleaños y mascotas. Todo eso lo había tenido pero sentía que nunca podría saber quienes eran en realidad, que pensaban y que querían de la vida. Nunca serían seres humanos completos para mí, por mucho que intentara saberlo todo de ellos.

 Cuando me di cuenta, había estado en el suelo unos quince minutos. Tan distraído había estado, que no había notado que el gato que me había asustado estaba allí, adentro de la casa, mirándome de frente como si quisiera entender lo que estaba pensando. Le dije que estaba bien y me puse de pie. Luego me di cuenta que le había hablado a un gato y esperé que todo estuviese bien con mi mente. A ratos me parecía que podía estar a punto de perder la razón o al menos todo sentido de la realidad.

 Lavé el trapo con el que había limpiado el suelo, terminé mi café sobre el lavaplatos y me encaminé al baño. Necesitaba darme una ducha y hacer algo, lo que fuera. Afortunadamente era sábado y no tendría ninguna responsabilidad verdadera. No quería ir al trabajo para que la gente tuviese lástima de mi, ni quería tener que buscar papeles y ponerles sellos, cosas que me recordaban de la manera más brusca y horrible los últimos sucesos de mi vida. Abrí la llave de la ducha y esperé a que el agua se calentara.

 Estuve bajo el agua por unos cinco o seis minutos, hasta que escuché el sonido del gato. Pensé que estaría en mi cuarto rasguñando la cama o en la de mis padres… Asustado, corrí la cortina de un golpe y casi resbalo al ver que el gato estaba allí mismo. Como yo no había cerrado la puerta del baño, el animal me había seguido hasta allí sin problema. Estaba sentado al lado del montoncito que había hecho con mi ropa y me miraba de nuevo con esos ojos enormes, como preguntándose algo. Era francamente inquietante, así que cerré el agua, me envolví con una toalla y tomé al gato sin dudarlo.

  Para mi sorpresa, no me rasguñó ni hizo nada más sino mirarme directamente a los ojos. Era terriblemente incomodo, sobre todo al bajar las escaleras pues no podía mirar para otra parte. Cuando llegué a la puerta trasera, casi tuve que hacer malabares para poder abrirla y así echar al gato afuera. Cayó en sus cuatro patas sin mayor problema y se volteó a mirarme una vez más. Sus ojos enormes eran como dagas en mi  corazón. Por alguna razón, sentía que ese gato me juzgaba o al menos que esperaba algo de mi y yo no sabía qué era.

 Fue entonces que oí el grito de una mujer. Miré a un lado y al otro para ver de donde había venido y no tuve que esforzarme mucho: la casa que estaba detrás de la mía tenía un segundo piso que sobrepasaba el nivel de la copa de los árboles. Una mujer de avanzada edad me miraba asustada desde una de las ventanas. La miré confundido y decidí ignorarla. Miré entonces al gato y le advertí que no entrara de nuevo a mi casa pues no era su hogar y él no podía estarse paseando por un lugar al que no pertenecía.

 Por primera vez, el gato maulló, como preguntándome por mis palabras. Decidí no responderle, solo dedicarle una mirada severa y nada más. Entré a la casa, me aseguré de cerrar la puerta trasera con el seguro que tenía y dirigí mis pasos hacia el piso superior, pensando el la insistencia del gato en entrar a casa. Tal vez mis padres habían cuidado de él y se había acostumbrado a venir a jugar e incluso a pedir comida. Ellos jamás habían sido personas amantes de los gatos pero nunca se sabe. No los conocía…

 En la escalera, pisé algo mojado y, por un momento, pensé que de nuevo había tirado algún liquido al piso, tal vez había mojado toda la casa al salir de la ducha en semejante apuro. Pero no era un charco de agua sino mi toalla, completamente húmeda, hecha un ovillo en uno de los escalones. Fue solo hasta entonces que me di cuenta que estaba completamente desnudo y que había sido esa la razón para que la vecino hubiese pegado semejante grito. Solté una carcajada, que pareció invadir la casa.

 No paré de reír sino hasta varios minutos después, cuando recogí la toalla y subí con ella en la mano. Ya estaba seco, gracias a que el sol estaba calentando todos los rincones de la zona, así que no la necesitaba. Subí a mi habitación, y me puse algo fresco y relajado para disfrutar el bonito día.

 Cuando volví a bajar para ver que necesitaba del supermercado, vi que el gato estaba de nuevo dentro de la casa, parado en el mesón de la cocina. Tal vez mi madre lo alimentaba allí y luego se iba con mi padre, a calentar su pelaje frente al televisor. Lo acaricié y le dije que era bienvenido, cuando quisiera.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Su pan y su familia


   El olor a pan me despertó. Olía a que estaba recién hecho. No era un aroma poco común, puesto que Nicolás había empezado clases en una escuela de cocina y se la pasaba casi siempre revisando libros de recetas y probando muchas de ellas para ver cual le quedaba mejor. Después de haber sido publicista por casi diez años, Nico quería cambiar de vida. El trabajo era cada vez más estresante y me había confesado cuando empezamos a vernos que ya no lo llenaba tanto como al comienzo. Había perdido toda la pasión que había tenido por su carrera y no sabía muy bien que hacer.

 Yo le sugerí que hiciera algún taller, algo corto y no tan profundo en lo que pudiese pasar el tiempo y tal vez descubrir un pasatiempo que le resultara interesante. La verdad es que yo jamás le dije que fuera a clases de cocina y aún menos que dejara su trabajo ni nada parecido. Solo le dije que debía darse un tiempo aparte para hacer algo que lo relajara, tal vez una o dos horas cada tantos días. Nunca pensé que me pusiera tanta atención. Ese sin duda fue un punto importante en nuestra relación.

 De eso ha pasado casi un año y las cosas han cambiado bastante: ahora vivimos juntos y yo trabajo más tiempo que él, aunque mi horario es flexible y tenemos mucho tiempo para estar juntos. Eso es bueno porque hay gente que casi no se ve en la semana y terminan siendo completos desconocidos. Casi puedo asegurar que nos conocemos mejor que muchos, incluso detalles que la mayoría nunca pensaría saber de su pareja. Lo cierto es que nos queremos mucho y además nos entendemos muy bien.

 Como regalo por mudarnos juntos, le compré un gran libro de cocina francesa, escrito por una famosa cocinera estadounidense. Se ha puesto como tarea hacer uno de esos platillos cada semana. Creo que a él le gustaría hacer más que eso pero las recetas suelen estar repletas de calorías, grasas y demás, por lo que pensamos que lo mejor es no hacerlas demasiado seguido. Él ha subido algo de peso desde que nos conocimos, aunque creo que tiene más que ver con las fluctuaciones relacionadas al trabajo.

 Ahora va a la oficina pero sus responsabilidades son algo diferentes. Además, me confesó el otro día cual es su meta actual: quiere tener el dinero suficiente, así como el conocimiento adecuado, para abrir un pequeño restaurante cerca de nuestra casa. Quiere hacer de todo: entradas, ensaladas, carnes, postres e incluso mezclas de bebidas. Incluso me mostró un dibujo que hizo en el trabajo de cómo se imagina el sitio. Algo intimo, ni muy grande ni muy pequeño, donde tenga la habilidad y la posibilidad de hacer algo que en verdad llene su corazón aún más.

 Debo confesar que todo me tomó un poco por sorpresa. Nunca lo había visto tan ilusionado y contento con una idea. Y eso que con el trabajo que tiene ha tenido varios momentos para tener ideas fabulosas y las ha tenido y trabajado en ellas pero jamás lo han cautivado así. He visto que trae más libros de recetas y que compra algunas cosas en el supermercado que no comprábamos antes. No me molesta porque no es mi lugar invadir sus sueños pero sí me ha tomado desprevenido. Sin embargo, me alegro mucho por él.

 Apenas me levanté de la cama ese domingo en el que hizo el pan, fui a la cocina y lo vi allí revisando su creación. Eran como las nueve de la mañana, muy temprano para mí en un domingo. Lo saludé pero él no se dirigió a mi sino hasta que pudo verificar que su pan estaba listo. Sonreí cuando vi su cara algo untada de harina y masa y su delantal completamente sucio. Lo más gracioso era que estaba horneando casi sin ropa, solo con unos shorts puestos que usaba para dormir, a modo de pijama.

 Cuando se acercó, le di un beso. Él partió un pedazo de la hogaza de pan y me la ofreció. Tengo que decir que estaba delicioso: sabía fresco, esponjoso y simplemente sabroso. Decidimos sentarnos a desayunar, untando mantequilla y mermelada al pan y esperando que otra hogaza estuviese lista. Él quería llevarla a casa de sus padres y yo había olvidado por completo que era el día de hacer eso. Normalmente nunca iba con él sino que visitaba a mi familia, pero resultaba que ese domingo no estarían en la ciudad.

 Su familia y la mía no se conocían muy bien que digamos, se habían visto solo una vez hacía mucho tiempo. Aparte, yo nunca me había llevado bien con nadie de su familia. Sus hermanos me detestaban y sus padres no lo decían en tantas palabras pero tampoco era santo de su devoción. Un día, bastante aireado, tuve que decirle que no me importaba lo que ellos pensaran de mi, pues yo pensaba que ellos eran una de esas familias que se creen de la altísima sociedad solo porque tienen una casa de hace cincuenta años.

 Para mi sorpresa, él rió con ese apunte. La verdad era que estábamos más que enamorados y nada podía cambiar ese hecho. Él, a mis ojos, era muy diferente del resto de la familia. No solo tenía una sensibilidad particular, que en ellos no existía, sino que tenía sentido del humor. Eso siempre había sido importante para mí. Es gracioso, pero mis padres lo adoran y se lamentan siempre que voy sin él a casa. Creen que ya no estamos juntos y a veces incluso creo que lo quieren más a él que a mi, tal vez porque él es el nuevo integrante de la familia.

 Después de desayunar nos acostamos un rato en la cama hasta que fue el mediodía. No hicimos el amor ni nada por el estilo, solo nos abrazamos y estuvimos un buen rato abrazados en silencio. Era un momento para nosotros y no tenía que ser gastado hablando tonterías. Esa era otra cosa que me gustaba de él y era que sabía apreciar todos los momentos, fueran como fueran.  Nos duchamos juntos y elegimos en conjunto lo que nos íbamos a poner ese día en cuanto a ropa se refiere. Siempre era gracioso hacerlo.

 Cuando llegó la hora, tuve que mentalizarme de la tarde que iba a pasar. Teníamos que llegar a almorzar y luego quedarnos allí hasta, por lo menos, las siete de la noche. Eso eran unas cinco o seis horas en las que debía resistir golpearlos a todos o tal vez de ellos resistirse a decirme algo, cosa que había ocurrido ya varias veces en el pasado, y eso que no nos veíamos con mucha frecuencia. Tal vez eso les indique el tipo de personas que son y lo difícil que puede ser relacionarse con ellos de una manera civilizada.

 Cuando llegamos, Nico les ofreció el pan y yo les ofrecí una mermelada que habíamos comprado que iba muy bien con el pan. Apenas agradecieron el regalo. Lo peor pasó justo cuando entramos y fue que él se fue con su padre y yo tuve que quedarme dando vueltas por ahí. Mi solución fue seguir el pan a la cocina, donde estaba la empleada de toda la vida de la familia, una mujer que era mucho más divertida que todos los otros habitantes de la casa. Hablé con ella hasta que fue hora de sentarnos a comer.

 Evité hacer comentarios. De hecho, no hablé en todo el rato. Agradecí a Nicolás que no fuera una de esas personas que fuerza conversaciones. Él estaba feliz de estar de vuelta en casa, ver a sus padres y hermanos y recordar un poco su vida en ese lugar. A mi la casa se me hacía sombría y en extremo fría pero eso él lo sabía y no quería repetirlo porque no me gusta taladrar nada en la mente de nadie. Tomé la sopa y luego comí el guisado de res, que estaban muy bien a pesar de la incomoda situación.

 El resto de la tarde tuve que ir y venir, entre la cocina, la sala y el patio. Jugué con el perro, leí una revista y creo haber revisado mi teléfono unas cinco mil veces. Incuso pensé en tratar de hablar con ellos pero cuando vi como me miraban, decidí que no era momento para esas cosas.

 Cuando nos fuimos, Nicolás me lo agradeció con un beso, luego diciendo que sabía que para mí no era nada fácil ir a ese lugar. Me invitó a un helado, como quién quiere alegrar a un niño pequeño. Yo acepté porque sabía que me lo había ganado, sin lugar a dudas.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Cosas del momento

   El espejo era enorme. Cubría toda una pared del cuarto de baño, que era del tamaño de mi apartamento o tal vez más grande. No solo había un gran espacio libre de todo sino que había varios lavamanos y una bañera circular enorme, con una vista envidiable. Era de día, por lo que pude ver tan lejos como era posible. La luz del sol entraba suavemente por la ventana y acariciaba mi piel recién bañada. No me había demorado mucho pero los aceites y jabones eran perfectos para mi piel.

 El agua resbalaba el suelo, mojándolo todo. Pero no me importaba porque no era mi hogar. De hecho, estaba seguro de que no podría volver en mucho tiempo, si es que volvía alguna vez. Ese pensamiento se atravesó en mi mente y me hizo alejarme de la ventana y tomar una de las toallas mullidas que había cerca de la entrada. Revisé mi cara y mi cuerpo en el espejo enorme. Me miré por largo rato, como muchas veces hacía en casa aunque no con tanto esplendor a mi alrededor.

 Dejé caer la toalla y detallé cada centímetro de mi cuerpo. Mi pies, mis piernas, en especial mis muslos. Mi pene, mi cintura, el abdomen, los costados e incluso me di la vuelta para verme la espalda aunque eso era algo difícil. Terminé por el pecho y luego mis ojos oscuros mirándome en el espejo. Les faltaba algo pues veían algo apagados. Tal vez era porque toda la vida me había mirado en el espejo viendo mis defectos, viendo lo que creía que todo el mundo detallaba en mí.

 Sin embargo, muchos decían que jamás se habían dado cuenta de las estrías, de la grasa extra o de las cosas de más o de menos. Siempre pensé que lo decían por cortesía, tratando de seguir en lo que estábamos en vez de enfocarnos en la pésima percepción que tenía de mi mismo. Pero tal vez eran honestos conmigo, tal vez no habían visto nada de eso que me hacía sentir a veces tan pequeño e insignificante, tan tonto y a la vez más inteligente que los demás. Me alejé del espejo tras un largo rato.

 Me sequé el cuerpo lo mejor que pude y aproveché la toalla para secar un poco del piso que había mojado. No quería que él viniera después y encontrara todo hecho un desastre, aunque eso no podía ser muy probable ya que sabía que tenía empleados que limpiaban y ordenaban todo a su gusto. La casa era enorme y era apenas obvio que muchas personas ayudaban a que todo estuviese perfecto, casi como un museo. Por muy interesante e inteligente que fuese el dueño, sabía que con su trabajo no pasaría mucho tiempo allí. Por eso debía salir pronto.

 Sin ropa, pasé del baño a la habitación principal. Mi ropa ya no estaba en el suelo, como la había dejado al entrar a bañarme, sino que estaba toda en una silla, cuidadosamente doblada. Incluso las medias estaban, cada una, dentro del zapato correspondiente. Mi billetera también estaba en el montoncito Revisé mi chaqueta y me di cuenta de que mis otras pertenencias estaban allí. No quería desconfiar en semejante lugar pero igual abrí la billetera para ver que todo estuviera bien.

 Después de revisar, me vestí lo más rápido que pude. Era evidente que no estaba solo en la casa. Toda la habitación estaba impecable: la cama debidamente tendida y las persianas corridas para dejar entrar la luz. Incluso parecía como si hubiesen aspirado, aunque eso podía hacer parte de mi imaginación puesto que el ruido fácilmente hubiese llegado al baño. Lo último que me puse fueron los zapatos, con cierto apuro porque quería salir de ese lugar cuanto antes.

 La chaqueta la llevaba en la mano pues todavía tenía el calor del baño en el cuerpo. Al salir de la habitación, recordé que la anoche anterior había llegado a la casa con algunos tragos de más en el cuerpo, por lo que esperaba reconocer el camino de salida. Accidentalmente entrar en un baño, la cocina o la habitación de alguna otra persona no era una opción. De repente una horrible sensación de vergüenza y desespero me invadió el cuerpo y quise salir corriendo de allí.

 Bajé una hermosas escaleras que se retorcían hasta lo que parecía la entrada principal. Todo era bastante minimalista, cosa que recordaba pues había un chiste a propósito de ese detalle la anoche anterior. Sabía que a él le había gustado porque recordaba muy bien su risa y el aspecto de su rostro al sonreír. Era un hombre muy guapo y eso me hacía sentir bien y mal al mismo tiempo. Al fin y al cabo había sido algo pasajero, algo que seguramente no hubiese ocurrido en otras instancias.

 Bajé de la manera más silenciosa que pude pero cuando estaba a solo un metro de la puerta, una voz hizo que mi cuerpo quedara congelado. Era una mujer. Voltee a mirarla, sin opción de hacer nada más. Ella estaba en lo que parecía ser una de las salas, tal vez donde habíamos estado bebiendo la noche anterior pero yo no lo recordaba claramente. Más que todo porque estaba concentrado en él y por eso me había sentido mal antes, porque sabía que me gustaba mucho más de la cuenta y eso era algo que no podía permitirme. Sin embargo, tuve que caminar hacia ella y saludar.

 Su respuesta fue una pregunta. “¿Se conocían de antes?” Sus palabras me dejaron frío, con los ojos muy abiertos puestos en ella. La mujer se dio la vuelta y se sentó en uno de los sofás. Había estado bebiendo algo de color amarillo con hielos. Tomó un sorbo y me miró de nuevo, con una expresión que parecía de regaño, como si quisiera reprenderme. Pero era claro que se estaba reprimiendo. Su cuerpo parecía contraerse en si mismo, tratando de no decir nada que no pensara bien antes.

 Cuando por fin habló dijo que era su hermana. Eso me hizo sentir un poco más aliviado porque cabía la posibilidad de que fuese casado. No voy a explicar como sé que eso puede ser una posibilidad pero solo sé que lo es. Me dijo que estaba preocupada por él puesto que recientemente había perdido a alguien que había querido mucho. Se puso de pie de nuevo y, sin pensárselo demasiado, me dijo que yo no era el primero que salía así de esa casa. Habían habido otros, no hace mucho.

 Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Me hizo sentir peor de lo que ya me había sentido al cambiarme o cuando estaba viendo el hermoso paisaje por la ventana del cuarto de baño. Yo no era un acompañante ni un trabajador sexual. Había sido una casualidad tonta que nos encontráramos en ese bar porque yo casi nunca salía de mi casa, de mi rutina. Pero estaba tan mal que quería alejarme de todo a través del licor y del ruido de la gente. Así y todo, él había estado allí, invitándome a un trago.

 Lo único que fui capaz de hacer fue pedir permiso y dar la vuelta para irme. Casi corrí a la puerta, la abrí de un jalón y caminé lo más rápido que pude hacia la reja perimetral de la casa. Hasta ese momento me di cuenta de lo lejos que estaba de mi casa. No sabía ni como llegaría pero no me importó. Solo quería salir de allí lo más pronto posible. Un jardinero se me quedó mirando, justo cuando crucé una reja que ya estaba abierta. No pensé en eso y seguí caminando, por varios minutos.

 Horas más tarde, entré en mi casa y me quité la ropa y todo lo demás de encima. Me sentía asqueroso, culpable de algo que no había hecho. Me metí a la ducha de nuevo, con agua fría, y con eso me dio rabia dejar que esa mujer dijera lo que había dicho.


 Juré, con los huesos casi congelados, que no volvería a hacer una cosa de esas. Me controlaría y trataría de manejar esos momentos de ánimos bajos de alguna otra manera o bebiendo en casa. Mientras lo juraba bajo el agua, mi celular se encendió al recibir un mensaje de él.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Sombras del pasado

   Mi cuerpo goteaba sobre el la alfombra de la casa. Me paré al lado del marco de la puerta, tratando de aguzar el oído. De pronto podría oír alguna voz o alguna otra cosa que no fuera el timbre que había creído percibir debajo de la ducha. No había una toalla limpia y no sabía donde había más. Como la casa estaba sola, no me importó salir de la ducha así no más, desnudo, a ver que era lo que pasaba afuera. Estuvo allí de pie por segundos, pero los sentí como si fueran varias horas.

 El sonido del timbre debía haber sido imaginario porque no hubo más ruidos extraños. Lo único que me sacó de mi ensimismamiento fue el viento, que sacudió con violencia un árbol en el exterior e hizo que varias de las hojas más débiles cayeran como granizo contra la casa y el césped de afuera. Estaba en una casa alejada de la ciudad, de cualquier pueblo. Se podía decir que era una granja pero no tenía ese aspecto. No había granero ni nada por el estilo. Debía de haber pertenecido a alguien con dinero.

 Me metí a la ducha de nuevo, tratando de quitar de mi cuerpo la gruesa capa de sudor, grasa y mugre que tenía de haber caminado por tanto tiempo. Mi ropa sucia estaba en un balde con jabón en la cocina. Y no había mirado aún si la gente que había vivido allí había dejado ropa, menos aún si algún hombre había pertenecido a esa familia. Y si eso era un hecho, podía ser que fuese un hombre más alto o más gordo o con un estilo muy diferente al mío. Aunque eso la verdad ya no me importaba.

 Estuve bajo el agua por varios minutos más, hasta que el agua caliente se acabó y se tornó tan fría como el viento nocturno que había sentido por varios meses, en el exterior. Había caminado por las carreteras, pasando por zonas desoladas por la peste que nos había golpeado, había visto pueblos destruidos o simplemente vacíos. Incluso tenía en la mente la imagen de varios cadáveres pudriéndose frente a mis ojos. Era difícil dejar de pensar en ello. Era entonces que me ponía a hacer algo con las manos.

 Puede que en mi pasado no fuese la persona más manual del mundo, pero ahora nadie me reconocería puesto que cortar leña o cazar animales pequeños y apenas cocinarlos sobre alguna lata retorcida, se había convertido en algo normal en mi día a día. Encontrar esa casita color crema en la mitas de un campo amarillento había sido casi como encontrar el paraíso. Debo reconocer que cuando la vi, pensé que había muerto. No me puse triste cuando lo pensé, más bien al contrario. Pero ningún sentimiento duró mucho, pues mis piernas siguieron caminando y entré.

 Salí de la ducha casi completamente seco. Había encontrado una pequeña toalla para manos en el cabinete del baño. No había nada más, solo unas medicinas ya muy pasadas y una cucaracha que había muerto de algo, tal vez de aburrimiento. Apenas terminé con la toalla, la lancé sobre la baranda del segundo piso y la vi caer pesadamente al primer piso. Algo en esa imagen me hizo temblar. Por primera vez pensé en la familia que tal vez vivió en la casa, de verdad creí verlos.

 Me pareció escuchar la risa de adolescentes traviesos y de algún niño pequeño quejándose por el hambre que tenía o el pañal lleno de la comida del día. También imaginé la sonrisa de la madre ante los suyos y las lágrimas que tal vez había dejado en el baño en incontables ocasiones. Pensé en mi madre y por primera vez en mucho tiempo me vi a mi mismo llorar, sin razón aparente. Ya había llorado a los míos pero no los pensaba demasiado porque dolía mucho más de lo que quería aceptar.

 Estuve allí un buen rato, en el segundo piso, mirando las habitaciones ya con el papel tapiz cayendo y los muebles pudriéndose por la humedad que había entrado por las ventanas rotas. Sin embargo, era fácil imaginar una buena vida en ese lugar. Se notaba que la persona que la había pensado, fuese un arquitecto o un dueño, lo había hecho con amor y pasión. Era muy extraño ver algo así en ese mundo desolado y sin vida al que ya me había acostumbrado, un mundo gris y marrón.

 Bajé a la cocina casi corriendo, casi feliz de golpe. Recordé mi niñez, cuando una escalera parecida en casa de mi abuela había sido el escenario perfecto para muchos de mis juegos. Allí había imaginado carreras de caballos y de carros, había jugado a la familia con mis primos y a correr por la casa y el patio como locos. Era esa época en la que los niños deben ser niños y no tienen que pensar en nada más sino en ser felices. La vida real está fuera de su alcance y por eso los envidiamos.

 Llegué a la cocina con una sonrisa, que se desvaneció rápidamente. Miré el balde lleno de agua sucia, ya mi ropa había dejado salir un poco de su mugre. Miré el lavaplatos y allí vertí el contenido del balde. Gasté lo poco que todavía había del jabón para lavar la ropa y me pasé un buen rato fregando y refregando. Mis medias llenas de barro, mis calzoncillos amarillos, mis jeans cubiertos de colores que ni recordaba, mi camiseta con colores ya desvanecidos y mi gruesa chaqueta que ahora pesaba el triple. Las botas las cepillé y al final me dolieron los huesos y los músculos de tanto esfuerzo.

Saqué el agua sucia, la reemplacé con agua fría limpia y dejé eso ahí pues estaba cansado y no quería hacer nada. Hacía mucho que no dejaba de hacer, de moverme, de preocuparme, de caminar, de procurar sobrevivir. Por primera vez en mucho tiempo podía relajarme, así fuese por unos momentos. Fui caminando a la sala de estar y me sorprendió que allí los muebles se habían mantenido mucho mejor. Me senté sobre un gran sofá y me alegré al sentir su suave textura en mi cuerpo.

Me acosté para sentirlo todo mejor. El sueño se apoderó de mi en segundos. Tuve un sueño, después de mucho tiempo, en el que mi madre y mi padre me sonreían y podía recordarlas las caras de mis hermanos. Solo recordaba como lucían de mayores, sobre todo como se veían la última vez que los vi, pero su aspecto juvenil parecía algo nuevo para mí. Los abracé y les dije que los amaba pero a ellos no pareció importarles mucho. Estaban en un mundo al que yo nunca iría.

 Cuando desperté, me di cuenta de que había llorado de nuevo. Me limpié la cara y, afortunadamente, no tuve más tiempo para ponerme a pensar en cosas del pasado. Mi estomago gruñó de tal manera que me pasé un brazo por encima, inconscientemente temiendo que alguien escuchara semejantes sonido. En la casa era seguro que no había nada pero era mejor mirar, por si acaso. Ya era de noche y no era buena idea salir a casar así como estaba, en un lugar aún extraño para mí.

Como lo esperaba, no había nada en la nevera. O mejor dicho, lo que había eran solo restos que olían a los mil demonios. Había una cosa verde que parecía haber sido queso y algunos líquidos que habían mutado de manera horrible. Cerré de golpe la puerta blanco y eché un ojo en cada estante de la enorme cocina. Casi me ahogo con mi propia saliva, que cada vez era más a razón del hambre que tenía, cuando encontré un paquete plástico cerrado de algo que no había visto en mucho tiempo.

 Eran pastelitos, de esos que vienen de a uno por paquete y están rellenos de vainilla o chocolate. La bolsa en la que venían estaba muy bien cerrada y cada uno parecía haber soportado el paso del tiempo sin contratiempos. Hambriento, tomé uno, lo abrí y me comí la mitad de una tarascada.


 De nuevo, me sentí un niño pequeño robando los caramelos y pasteles dulces a mi madre, cuando no se daba cuenta. No nos era permitido, era algo prohibido comer dulce antes de la cena. Y sin embargo allí estaba yo, un hombre adulto desnudo, llenándose la boca de pastelitos de crema.