El hotel, el Z, fue sin duda uno de los mejores y más refinados establecimientos de su tipo en el mundo. No solo por estar ubicado en un lugar alejado y hermoso, sino por la calidad de cada uno de sus servicios.
Juan llevaba trabajando aquí apenas dos años años, pero se había enamorado de cada rincón del edificio. Alguna vez la gran casa fue la mansión de un conde austrohúngaro que venía a disfrutar de los veranos junto al lago que queda a solo unos pasos de la casa. La mansión perdió el brillo después de las dos guerras pero entonces un empresario francés la compró, la rehabilitó y la convirtió en el mejor establecimiento dedicado al placer y la relajación.
El dueño, el francés, todavía vivía y lo hacía en una de las tres suites presidenciales del hotel. La suite París, como él mismo la había bautizado, era perfecta en cada detalle: exquisitos cuadros de la época de Louis XIV, artesanías de los Pirineos y alfombras hechas en los Alpes. En la sala central, que separaba los dos cuartos de la suite, había una mesa circular, siempre adornada con los más exquisitos dulces franceses. Así lo disponía el dueño.
Las otras dos suites eran la Moscú y la New York, también muy solicitadas. De hecho, Juan acababa de dar los últimos toques a la suite New York. Un empresario norteamericano y su esposa venían a pasar algunos días y era imperativo que todo fuera perfecta y así lucía: hermosas fotografías de antaño colgaban por toda la suite, recordando el pasado de la gloriosa Gran Manzana.
Juan se dirigió entonces al vestíbulo al que, en pocos minutos, entrarían los esperados huéspedes. Allí estaban el jefe de la cocina, un par de camareras y un botones, esperando como si fueran miembros del ejercito. Estaban impecables, todo tan perfecto que sin duda agradaría al cliente más exigente.
El joven se ponía al lado de una de las camareras y esperaban. Entre ambas jóvenes, una rubia y la otra pelirroja, hablaban por lo bajo a gran velocidad. Juan las callaba y ellas hacían caso pero retomaban su conversación a los pocos segundos.
- No lo podemos evitar. No ha visto a la mujer que llegó en la madrugada?
Juan estaba extrañado por el comportamiento de sus compañeras pero más porque lo que una de ellas había dicho: una dama, un dama real, jamás llegaría a un hotel tan temprano.
- Es muy linda
- Claro que no. Solo es alta y delgada.
- Ya quisiera ser así.
Pero la discusión terminaba al instante al abrirse las majestuosas puertas del hotel. La pareja, un hombre bien parecido, con algunas canas en las sienes, y su mujer, con una piel excesivamente grande, entraban al lugar como cara de complacencia.
- Te lo dije mi vida. Es el mejor de este lado del Atlántico.
La mujer sonreía a todos mientras Juan los presentaba y él mismo lo hacía con ellos.
Rápidamente, tras decirle al jefe de cocinas que deseaban para la cena, la pareja acompañada por Juan se dirigía hacia el quinto piso del edificio y se instalaba en la New York. Parecían estar algo agotados por el viaje pero complacidos. Tanto, que el norteamericano había puesto un billete de cien dólares en la mano del joven.
Como siempre, Juan bajaba por la escaleras en vez de usar el ascensor. Esta era su costumbre, para poder ver el lago por los ventanales. Lamentablemente la tarde se había tornado gris, lo que auguraba un clima difícil para la noche.
En el segundo piso, Juan iba a seguir bajando cuando vio la puerta de una de las habitaciones abierta. Siendo un atento servidor de los huéspedes, decidió ir a ver que sucedía.
La habitación era mucho más pequeña que cualquiera de las suites pero agradable en todo caso. La luz estaba apagada. La ventana de esta habitación daba hacia el bosque, por lo que estaba sumida casi en la absoluta oscuridad. Juan había dado unos pocos pasos cuando la puerta se le cerraba detrás y una mujer se le acercaba.
- Sabía que caería.
- Disculpe?
- Necesito que me ayude.
- Que necesita?
- Tengo que hablar con alguien y usted me va a ayudar.
Juan estaba confundido. La lluvia había empezado a golpear el vidrio de la ventana con fuerza y la mujer se le había acercado más. Con la poca luz que llegaba del exterior, Juan pudo ver a la mujer con más claridad: era hermosa. Delgada y alta como la habían descrito las camareras.
- Tiene que ser hoy.
- No le entiendo.
La mujer se devolvía a la puerta y pulsaba el interruptor de la luz. Luego se sentaba en la cama y prendía un cigarrillo.
- Que no entiende?
- Si necesita hablar con otro huésped lo puede hacer en cualquiera de las zonas comunes.
- Necesito hablar con un hombre casado. Sin que su esposa esté allí.
Juan seguía sin entender. Porque le había hecho esa trampa a él? Porque no a otro?
- Usted se ve atento, amable.
La mujer se quitaba el abrigo y una parte de las dudas de Juan parecían disiparse. La mujer estaba embarazada.
- Es el padre. Supe que iba a venir y llegué primero.
- El padre? Pero si yo...
- No usted. El hombre en la New York.
- Como sabe que...?
- Eso no importa. Necesito hablarle. Entiende?
La mujer entonces se ponía de pie y caminaba hacia una pequeña mesa. Sobre ella había una bandeja con medio limón y un vaso de agua.
- Se lo pedí a una de las camareras. Tengo nauseas seguido.
Apretó el limón sobre el vaso y se limpiaba las manos en la ropa.
- Lo siento, no soy de la clase de mujer que viene a este sitio.
Juan no decía nada.
- Mire, solo necesito hablar con él. Es urgente, como puede ver.
La mujer tomaba un largo sorbo de agua con limón. Mientras hacía caras, Juan se le acercaba un poco.
- Está bien?
- Sí... Ayúdeme, se lo ruego. Necesito que...
Pero Juan nunca supo que necesitaba la hermosa mujer. Se había empezado a ahogar y luego se había desvanecido en los brazos del joven.
De pronto, había dejado de respirar. Se había vomitado al colapsar y ahora estaba allí, inerte.
Juan no supo bien que hacer y solo encerró el cuerpo en el cuarto, con llave. Un joven botones de pronto aparecía de la nada.
- Juan! Por fin te encuentro. Es terrible.
- Que pasa?
- Hubo un deslizamiento de tierra. La carretera está bloqueada.
Ese día, algo había cambiado en Juan. Ese día sería el primero en el que iba a tomar decisiones por su propia cuenta y no basadas en las reglas o los dictámenes de nadie más. Ese día, alejados del mundo por una tormenta, los huéspedes del hotel Z conocerían al verdadero Juan y, de paso, desvelarían sus verdaderas personalidades.