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lunes, 29 de agosto de 2016

El náufrago

   El mar y venía con la mayor tranquilidad posible. El clima era perfecto: ni una nube en el cielo, el sol bien arriba y brillando con fuerza. La playa daba una gran curva, formando una pequeña ensenada en la que cangrejos excavaban para alimentarse y done, en ocasiones, iban a dar las medusas que se acercaban demasiado a la costa. La arena de la playa era muy fina y blanca como la nieve. No había piedras por ningún lado, al menos no en la línea costera.

 Del bosque de matorrales y palmeras en el centro de la isla, surgió un hombre. Caminaba despacio pero no era una persona mayor ni nada por el estilo. Arrastraba dos grandes hojas de palma. Las dejó una sobre otra cerca en la playa y luego volvió al bosque. Hizo esto mismo varias veces, hasta tener suficientes hojas en el montón- Cuando pareció que estaba contento con el número, empezó a mirar de un lado al otro de la playa, como buscando algo.

 El hombre no era muy alto y no debía tampoco llegar a los treinta años de edad. A pesar de eso, tenía una barba muy tupida, negra como la noche. La tenía en forma de candado, lo que hacía parecer que no tenía boca. Andaba por ahí completamente desnudo, ya bastante bronceado por el sol. El hombre era el único habitante de la isla y, era posible, que hubiese sido el único ser humano en estar allí de manera permanente.

 En la cercanía había varios bancos de arena pero ninguna otra isla igual de grande a esa. Era una región del mar muy peligrosa pues en varios puntos el lecho marino se elevaba de la nada y podía causar accidentes a os barcos que no estaban bien informados sobre la zona. Sin embargo, el tráfico de barcos era extremadamente bajo por esto mismo. La prueba era que, desde su naufragio, el hombre no había visto ningún barco, ni lejos ni cerca ni de ninguna manera.

 En cuanto a como había llegado allí, la verdad era que no lo recordaba con mucha claridad. En su cabeza tenía una gran cicatriz que iba de la sien a la base del pómulo, por el lado derecho de su cara. No era profunda ni impactante pero sí bastante notoria. Solo sabía que había sangrado mucho y que la única cura fue forzarse a entrar al agua salada del mar para que pudiese curarse.

 Eso había llevado su resistencia al dolor a nuevos limites que él ni conocía. Pero había sobrevivido y se supone que eso era lo importante. Al menos eso decían las personas que no habían vivido aquella experiencia. Vivirlo era otra cosas, sobre todo con lo relacionado con la comida y como mantenerse vivo sin tener que recurrir a medidas demasiado extremas.

 Al comienzo se enfermó un poco del estomago pero pronto tuvo que sacar valor de donde no tenía y empezó a ser mucho más creativo de lo que nunca había sido. Al final y al cabo, aunque no lo recordara, él era el contador de una empresa de cruceros. Tan solo era un hombre de números y nada más. Desde joven se había esforzado en sus estudios y por eso lo habían contratado. Lamentablemente, fue por culpa de ese trabajo que estuvo en el barco que tuvo el accidente y ahora estaba en la playa buscando palos largos.

 Cuando por fin encontró uno, volvió a la playa con las hojas de palmera. Primero clavó el palo en la tierra y se aseguró de que estuviera bien derecho y no temblara. Luego, empezó a poner las hojas alrededor del palo, tratando de formar algo así como una casita o tienda de campaña. Era un trabajo de cuidado porque las hojas se resbalaban. Cuando pasaba eso, apretaba las manos y pateaba la arena

 Llevaba allí por lo menos un mes. La verdad era que después de un tiempo se deja de tener una noción muy exacta del tiempo y de la ubicación. Abandonado en un isla pequeña, no tenía necesidad alguna de saber que hora era ni que día del año estaba viviendo. Ni siquiera pensaba sobre eso. Resultaba que eso era algo muy bueno pues su dedicación a sus tareas en la isla era más comprometida a causa de eso, menos restringida a diferentes eventuales hechos.

 No tenía manera de alertar a un barco si viniera. Tal vez podía agitar una de las ramas de las palmeras más grandes, pero eso no cambiaba el hecho de que pensaba que nadie vendría nunca por él. Ni siquiera sabía qué había pasado con su embarcación y con el resto de la gente. Por eso, día tras días, miraba menos el mar en busca de milagros y lo que hacía era crear soluciones para sus problemas inmediatos. Por eso lo de la casita con hojas de palma.

 Después de armar el refugio, salió a cazar. En su mano tenía una roca del interior de la isla y su misión era aplastar con ella a todos los cangrejos que viera por la playa. A veces esto probaba ser difícil porque los cangrejos podían ser mucho más rápidos de lo que uno pensaba. Además eran escurridizos, capaces de enterrarse en la arena en segundos, escapando de manera magistral.

 Sin embargo, él era mucho más inteligente que ellos y sabía como hacerles trampa para poder aplastarlos más efectivamente con la ropa. Los golpeaba varias veces hasta que se dejaban de mover, entonces los lavaba en el mar y luego los comía crudos. La opción de cocinarlos de alguna manera no era una posibilidad pues en la isla no había manera de crear fuego de la nada.

 El sabor del cangrejo crudo no era el mejor del mundo, lo mismo que no es muy delicioso comer un pescado así como viene. Pero el hambre es mucho más fuerte que nada y las costumbres en cuanto a la comida se van borrando con la necesidad. Su dieta se limitaba a la vida marina, en especial los peces que pudiese cazar en las zonas bajas o los cangrejos de la playa. No comía nunca más de lo que deseaba ni desperdiciaba nada. No se sabía cuando pudiese ser la siguiente comida.

 La peor parte de su estadía se dio cuando llegó la temporada de tormentas. Era obvio que su rudimentario refugio no iba a ser suficiente y por eso traté de diseñar un lugar en el cual esconderse en el centro de la isla, donde al menos tendía la protección del viento.  Cavo con su manos buscando más hojas y palos y plantas que le sirviera para atar unos con otros. Era un trabajo arduo.

 Lo malo fue que la primera tormenta se lo llevó todo con ella. Los truenos caían por todos lados, en especial la parte alta de las palmeras, haciendo que el lugar oliera a quemado. El olor despertó en el naufrago un recuerdo. Este era bastante claro y no era nada confuso ni complicado. Era de cuando se sentaba por largas horas al lado de su abuelo, pocos días antes de que muriera. A pesar del cáncer que lo carcomía, el viejo pidió un cigarro antes de morir y él se lo concedió. Incluso con eso, aguantó algunas semanas más hasta su muerte.

 El recuerdo no le servía de nada contra la naturaleza pero sí que le servía para recordar al menos una parte de quién era. Sabía ahora que había tenido un abuelo. Incluso mientras caían trombas de agua sobre la isla y él estaba acostado en su hueco en la mitad de la isla, tapándose con hojas, pensaba en todo lo que posiblemente no recordaba de su vida pasada. Tal vez tuviese una familia propia o hubiese logrado cosas extraordinarias o quién sabe que más.

 La tormenta se retiró al día siguiente. El naufrago recogió las hojas que la lluvia y el viento habían arrancado de los árboles.  Trató de mejorar sus condiciones de vida, tejiendo las hojas de las palmeras para hacer una estructurar para dormir más fuerte. Los días y los meses pasaron son que nadie más se acercara a ese lado del mundo.


 Un día pensó que venía alguien pues una gaviota, que jamás veía por el lugar, aterrizó en la playa y parecía buscar comida. Él solo vigiló al pájaro durante su estadía. Un buen día l ave se elevó en los aires, se dirigió al mar y allí cayó del cielo directo al agua. Algún animal se lo comió al instante. El naufrago supo entonces que la esperanza era algo difícil de tener.

sábado, 3 de enero de 2015

Carpa Mágica

Había una vez una ciénaga que formaba un gran espejo de agua en la mitad de una región deprimida y sometida al calor. El cuerpo de agua era lo único que sostenía a la gente del pequeño poblado flotante ubicado en el extremo sur de la laguna.

En ese pueblo, hecho de casitas rudimentarias construidas sobre pilotes de madera de los grandes árboles de un bosque cercano, vivía un niño que todas las mañanas, con el resto de los hombres del pueblo, salía en una canoa a navegar por la ciénaga para pescar. A veces entraban por los ríos alternos pero la mayoría de las veces se ubicaban  en las márgenes de la ciénaga, a esperar.

La mayoría de peces que había todavía en el lugar eran pequeños. Los peces grandes se habían acabado hace muchos años. Esto había causado cierta hambruna en los habitantes del pueblo hasta que se dieron cuenta que lo mejor era compartir y saber consumir de la mejor manera lo poco que tuvieran para consumir.

Además Araki, el niño que pescaba, y otros del pueblo, recogían unos frutos rojos de los manglares de los que la gente también se alimentaba. Los habían descubierto un día en que el hambre era tanta que los hombres habían salido en mitad de la tarde, hora normalmente prohibida por el peligro al que se arriesgaban, desesperados por el hambre y la desesperanza.

Un buen día, Araki salió a pescar y se hizo en el mismo lugar de la ciénaga en el que se hacía siempre. Pero después de varias horas sin coger nada, prefirió ir a los manglares a buscar algunos frutos rojos para su madre y hermanos. Cuando ya tenía unas diez frutas en un costal, se dio la vuelta para volver a su punto de pesca pero entonces escuchó algo en el agua, como si algo se hubiera acabado de sumergir.

No era poco común que los niños jugaran en el agua a nadar y bucear pero eso sucedía siempre en las inmediaciones del pueblo, no en un punto tan lejano como este. El niño amarró el costal, todavía viendo el agua pero no sucedió nada. Cuando empezó a remar para salir a la ciénaga, se dio cuenta de que su canoa no se movía. Araki lo hacía más y más fuerte pero no pasaba nada, así que revisó con la mano la superficie de su canoa, metiéndola en el agua.

De pronto algo salió de abajo, saltando hábilmente. Araki pegó un grito y se echó para atrás, asustado. Nunca había visto algo así, tan grande y brillante y extraño. La criatura se metió al agua salpicando bastante agua, que le cayó en la cara a Araki, que estaba acurrucado en la canoa. Tanto fue el susto, que el niño se quedó allí durante varias horas, hasta que el sol se tornó naranja.

Cuando Araki regresó al pueblo, ya de noche, su familia estaba bastante preocupada. Fue tal la preocupación que incluso los más ancianos lo esperaban en su casa, para preguntarle sus razones para llegar a semejantes horas. Él se sentó, todavía temblando y les contó lo que había pasado.

La criatura que él había visto, a lo mejor de su entendimiento, era un pez. Pero no era un pez normal, como esos pequeñitos que él sacaba del agua al menos una vez por día, a excepción de ese día en el que no pescó nada sino un susto y unas cuantas frutas.

Lo más extraño del caso era que, para la sorpresa de todos, Araki había visto que la criatura brillaba. Al comienzo había pensado que se trataba de la luz del sol o de la incidencia de la luz en alguna extraña manera, pero no. En segundos pudo darse cuenta que era la criatura misma que era brillante, que emanaba su propia luz.

Cuando los ancianos le preguntaron como era la criatura, él dijo que le podía haber llegado a la cintura y que era casi tan ancha como su canoa. Además de su piel brillante, pudo ver que tenía bigotes. Sonaba bastante extraño pero estaba muy seguro de haber visto que la criatura tenía bigotes bastantes largos y gruesos.

Los ancianos le agradecieron por su testimonio y acto seguido se fueron de su casa, sin decir más. Lo mismo pasó con la gente que había venido a escuchar que era lo que ocurría. Minutos después solo estaban los miembros de su familia, a los que repartió los frutos rojos de los manglares. Había uno para cada uno y le alegró verlos comer aunque él personalmente no quería saber nada de comida. Por primera vez en mucho tiempo, se acostó sin comer nada ni pensar en encontrar alguna fantástica fuente de comida.

Esa noche, Araki no soñó con los banquetes de siempre, con las fastuosas y exóticas comidas que desde que recordaba había imaginado consumir. Esa noche lo que tuvo fue un sueño interminable, casi una pesadilla, en la que él estaba en la mitad del lago y la criatura saltaba por todos lados, como amenazándolo.

Al otro día, para sorpresa de Araki, todas las personas del pueblo salieron temprano a pescar. Esta vez no solo eran los hombres sino también las mujeres y los ancianos que habían estado en su casa. Todos fueron a la zona de los manglares, donde todo había ocurrido y muchos recorrieron los canales y riachuelos que había en la zona.

Pero nadie encontró nada, ni siquiera de los peces pequeños que a veces había. Incluso los frutos de los manglares habían desaparecido, a pesar de que el mismo Araki había visto varios el día anterior. Ya no había nada, ni pez brillante, ni ningún otro tipo de comida.

Desde ese día y por varios meses, la gente tuvo que racionar lo poco que habían guardado de pescas anteriores. Esto era difícil ya que el pescado se arruinaba con facilidad entonces después de un tiempo ya no quedaba nada para racionar. Tuvieron que alimentarse de algunas plantas acuáticas que todavía quedaban pero sabían horrible.

Y así pasaban los días, sin comida y con un calor inclemente, el que existía desde que allí habitaban seres humanos. Araki prefería pasear en su canoa que quedarse en casa. Esto por dos razones particulares: la tristeza de su familia y las quejas y los reclamos eran insoportables y navegar le ayuda a relajarse y a generar algo de brisa para su cuerpo.

En una de esas salidas, visitó de nuevo el lugar donde había visto al pez mágico (ahora lo llamaba así) pero obviamente nunca apareció. En todo caso, no había ido esperando que apareciera sino para ver alguna señal, algo que le indicara que significaba lo que había sucedido o que debía hacer para evitar que el pueblo muriera de hambre.

Ya muchos se habían ido, cogiendo sus canoas y cruzando la ciénaga hacia destinos desconocidos, lugares que ellos esperaban fueran más amables con ellos, con alimento y vivienda. Cuando la mitad de las personas se habían ido, los ancianos declararon que el pez mágico había sido un milagro y que debían esperar, con paciencia.

Araki escuchaba lo que decían pero era difícil pensar en irse de allí e intentar un lugar nuevo, sobre todo siendo el mayor de sus hermanos y solo con su madre para cuidarlos a todos.

Así que, como último recurso, decidió hacer un adorno con varias de las flores que crecían naturalmente en los márgenes de la ciénaga. Hizo una corona bastante vistosa y salió con ella a navegar hasta que llegó a la zona de los manglares. Allí arrojó la corona e hizo una pequeña oración, inventada por él: le pidió al dios de la ciénaga que les ayudase y no los dejase morir sin comida ni una vida digna.

Cuando terminó, Araki empezó a remar pero pronto se dio cuenta de que la canoa no avanzaba. Esperanzado, se volteó a mirar que era lo que pasaba y entonces lo vio de nuevo. Ya no estaba saltando ni moviéndose rápido. Estaba allí, dando vueltas alrededor de la corona que se hundía lentamente. Cuando las flores desaparecieron bajo el agua, el pez de color dorado miró a Araki a los ojos, como si estuviese viendo a su alma. Mantuvieron la mirada por un buen rato hasta que el pez se hundió, saltó sobre el bote de Araki y se hundió en el agua.

El niño sonrió, seguro de que lo sucedido era un buen presagio. Y estuvo en lo cierto. De repente, del agua, salieron  cientos y cientos de peces, como si los disparara un cañón del fondo del lago. Casi todos cayeron dentro de la canoa.

Fue así que empezó una nueva época para la gente del lago, que vio como el lugar en el que habían vivido por tanto tiempo de pronto volvió a la vida. Los manglares crecieron en un número, el agua parecía más limpia y miles de peces de alguna manera volvieron a la ciénaga.

Los pescadores preservaron sus costumbres de racionamiento y ahorro y así complacieron al dios de la ciénaga, siempre vigilante de la gente que vivía sobre su cabeza.