Era de noche pero la
oscuridad estaba lejos de ser total. Al fin y al cabo era el centro de la
ciudad y no dejaba nunca de estar bien iluminado, como si las sombras perdidas
en la oscuridad necesitaran algún tipo de competencia. Se podía oír el susurrar
del viento frío del invierno, así como el agua goteando por todos lados. La
lluvia había caído más temprano y había dejado charcos y humedad por doquier.
El goteo fue apagado entonces por el rumor de
unos pasos lejanos, que se fueron acercando al centro de la ciudad con bastante
prisa. El sonido de los tacones sobre las piedras de las calles resonaba
bastante por todos lados y era probable que más de una persona, medio dormida o
noctambula, hubiese escuchado el ruido que había roto con la paz de la noche.
La culpable era una mujer que llevaba un
pequeño bolso en la mano, con la correa rota. Una de sus medias veladas tenía
un par de agujeros y su maquillaje y cabello eran un caos. La mujer corrió
varias calles hasta que se detuvo en la plaza principal y se dio cuenta donde
estaba. Ella había estado tan distraída corriendo, escapando, que no se había
dado ni cuenta hacia donde lo había hecho. Se dejó caer en el andén que
enmarcaba la plaza y miro la torre del reloj que coronaba el edificio principal
del lugar.
El edificio estaba bien iluminado con una luz
blanca que lo hacia parecer como si fuera más de lo que era. No era la
residencia de un dios o de los ángeles, no eran una oficina de caridad o de
ayuda a los desposeídos. Era solo un edificio que hoy era un museo pequeño y
que otrora había jugado el papel de centro de recepción de esclavos traídos del
Nuevo Mundo.
No llegaban muchos pero los que se traían
servían como servidumbre en casas de alta alcurnia o simplemente eran
trabajadores en plantaciones nuevas en esa época como de naranjas u otros
frutos traídos con ellos en los barcos. Por ese edificio, hoy tan decente y tan
celestial, habían pasado personas al borde de la muerte que habían sido
consideradas menos que los cultivos que iban a ayudar a crecer y a cuidar.
La mujer miró por largo rato al edificio y
luego a los otros inmuebles que enmarcaban la plaza. Era como si fuese la
primera vez que estaba allí. Y casi lo era pues desde que había llegado a ese
país, no había tenido mucha oportunidad de pasearse por sus calles o conocer
las principales atracciones. Como los esclavos del pasado, ella también había
llegado a un edificio, una casa de hecho, en la que la habían recibido y
revisado para que desempeñara el trabajo del que hoy había huido.
El nombre que le habían dado era Kenia, pero
ella no venía de allí ni sabía nada de ese país. Sin embargo le habían dicho
que siempre dijera ese nombre y no el que tenía de verdad porque con los
clientes todo debía ser una fantasía, una charada tras otra, sin parar. Porque
la verdad era que a ellos les daba igual si se llamaba Kenia, Jessica o
Valeria. Ellos querían su cuerpo y por eso era que pagaban.
Kenia, o como fuere que se llamase, sabía bien
a lo que había venido cuando viajó desde su verdadero país y se instaló en esa
bien iluminada y bien planeada ciudad europea.
Lo sabía todo y se había preparado para ello mentalmente aunque eso no
quitaba que la primera vez fuese la más incomoda de su vida. Al mismo tiempo, había
sido su primera vez con quien fuere y ella trató de no darle importancia pero
ese evento siempre lo tiene, se quiera o no.
Eso sí, después todo fue más fácil o al menos
pasable. Había estado dos años trabajando y había visto de todo. Incluso la
habían arrestado una vez pero la habían dejado ir gracias al idiota que la
había contratado.
Pero ella no quería quedarse ahí toda la vida.
Aunque sabía lo que había venido a hacer, no había planeado hacerlo para
siempre. Su plan consistía en trabajar lo suficiente para ganar un buen dinero
y luego salirse de ese mundo y encontrar un trabajo decente, estudiar y luego,
si fuese posible, tener una buena familia. En el mundo no tenía a nadie y eso
había ayudado a su temeraria decisión.
Se quitó los tacones y las medias y puso los
pies con cuidado sobre el suelo empedrado de la plaza. Obviamente el suelo
estaba algo sucio pero no le importaba, solo quería sentir algo de frío en sus
adoloridos pies y así poder relajarse y quitarse de la cabeza todo lo que tenía
para pensar.
Se dio cuenta que era placentero estar en esa
plaza sola, con las luces iluminándolo todo. Era como si la ciudad misma le
diera a ella un regalo por su esfuerzo, como si todas las luces estuviesen
encendidas solo para ella. Por un momento imaginó que era otra, que bailaba en
una gran salón con muchos invitados, como las damas de las películas. Quería un
vestido rojo y estar maquillada y peinada para la ocasión. Tener un compañero
de baile decente e ideal, diferente a los hombres que conocía.
Pero entonces la realidad rompió su fantasía y
recordó que hombres como ese probablemente ni existían o al menos no en su
mundo y era su mundo el que le debía de importar porque no había otro al que
pudiese huir ahora mismo. No había nada para ella que no fuera la prostitución
y eso lo sabía bien. Tenía deudas y estaba amarrada a lo que hacía y a todo lo
que eso conllevaba. Soltarse, ser libre, no iba a ser jamás tan fácil como la
gente podía pensarlo.
Sacó de su bolso algo de papel higiénico y se
limpio un pie y luego el otro, después poniéndolos de vuelta a los tacones pero
sin medias. Se levantó torpemente sobre el suelo empedrado y empezó a caminar
hacia una de las calles que salían de la plaza. Era la opuesta a la que había
usado para entrar pero no lo había pensado siquiera. Solo quería seguir
caminando para siempre, como si eso pudiese hacerse.
Lo bueno, pensó, era que no estaba atrapada
físicamente como muchas de las chicas que encerraban en casas y las habían
trabajar hasta que las pobres eran victimas de algún crimen horrible o simplemente
lo hacían hasta que escapaban de alguna manera y nunca más se las veía. Ella
estaba segura de que las mataban y simplemente no se encontraban los cadáveres
porque a nadie le interesaba buscar prostitutas muertas. Y si se les
encontraba, no era algo para mostrar en los noticieros de la noche. País rico o
país pobre, las cosas a veces no son tan distintas.
Salió a una avenida y se dio cuenta que el
autobús nocturno debía de estar circulando. Caminó hasta la parada más cercana
y verificó si el servicio que pasaba le servía. Como le venía bien, se sentó a
esperar. Cuando miró la publicidad que había a un lado de la parada, se dio
cuenta lo mal que iba, el maquillaje por todos lados y el bolso roto, sin
medias y la blusa con manchas. Sacó otro poco de papel y se quitó el maquillaje
lo mejor que pudo, al menos para no parecer una maniática. Lo de la blusa era
más difícil.
Menos mal no era una noche fría porque había
dejado su abrigo en donde el cliente y no pensaba nunca más ir adonde ese
hombre. No solo uno de esos racistas que a la vez no lo son, sino que olía mal
y no porque sudara ni nada parecido sino porque su olor como ser humano era
inmundo. Su presencia podía pasar como la de un hombre de negocios respetable
pero ella sabía que cualquiera se sorprendería con lo retorcido de su mente.
Ella solo salió de allí apenas la bestia cayó
después de terminar. La pobre mujer se limpió la cara y un poco el cuerpo antes
de salir, asqueada de si misma y del hombre y de lo que hacía para poder vivir.
Cuando el bus llegó por fin, ella pagó su
pasaje con las monedas que tenía y entonces se dio cuenta que no había recibido
el pago por estar con ese animal. Quiso golpearse a si misma mientras se
sentaba en la parte trasera del bus, pero ya era muy tarde para eso. Ahora lo
importante era ver que pasaría mañana, como haría para pagar sus cosas, el
alquiler y todo lo demás. Además quería evitar el trabajo, al menos por un par
de días, y eso también estaría complicado, viendo que daba su teléfono a los
clientes que frecuentaba más a menudo.
En su viaje a casa, que duró casi una hora, se
dio cuenta que ese momento sola en la plaza había sido casi un milagro pues
había podido soñar despierta y respirar al menos una vez, cosa que jamás había
hecho en los dos años que llevaba en la ciudad. Trató de relajarse en el bus
también pero no pudo, pues al ver a través del vidrio mojado hacia la oscuridad
de la noche, solo podía ver sus errores, uno tras otro, y la promesa de que su
vida no iba cambiar de la noche a la mañana.