Lord Amersham era el hombre más distinguido
de toda la región. Era un héroe de guerra condecorado y eso que no era uno de
eso viejos que se preciaban de sus hazañas en los bailes y reuniones de
sociedad. No, Lord Amersham no llegaba todavía a los cuarenta y era el objeto
de deseo de cada una de las mujeres de Milshire. Claro está que nadie diría
esto nunca pues el deseo no era algo de lo que se hablara en voz alta. Pero así
era.
En el último baile, organizado por la familia
Winstone en honor a la presentación en sociedad de su hija Celia, Lord Amersham
había fascinado a todo el mundo con sus dotes de bailarín. Sus giros en el
baile grupal eran casi pecaminosos. Las mujeres se emocionaban con sus cintura
y, mejor dicho, con su trasero que venía siempre forrado de esos pantalones
clásicos de la época en que vivían.
Mister Farsy casi se atraganta con su copa de
vino cuando vio al Lord bailar con tal agilidad. Y es que, incluso a él, le
causó una sensación muy extraña. Cada contoneo de Amersham le valía un
movimiento en las regiones del sur de su cuerpo y pronto tuvo que encontrar
dónde sentarse. Agradeció la siempre aburrida conversación de Lady Ashmore, una
viejita que lo único que sabía contar era su aburrida vida en Londres, cuando
iba y visitaba a su nieta Cordelia. La pobre había sido famosa en la región por
ser una chica fea que, por alguna razón, había encontrado fortuna al casarse
con un barón que la puso a vivir como una reina.
Mientras Lady Ashmore contaba todo del más
reciente viaje a Ceilán de su nieta, el pobre Farsy experimentaba un montón de
sentimientos y sensaciones que no eran propios de la Inglaterra victoriana. Ya
que estamos, tampoco de la eduardiana ni de la isabelina. De ninguna Inglaterra
conocida o por conocer, ni de Thatcher, Brown, Cameron, ni de nadie. Pero esos
no contaban pues nadie los conocía y era mejor dejarlo así.
Luisa llegó al poco rato. Había estado
haciendo lo que mejor sabía hacer: informarse de todo el cotilleo de cada
esquina del país. Era la distraída esposa de Farsy y una mujer tan insulsa como
guapa. El condado entero había quedado fascina cuando se habían casado pues los
dos eras dos criaturas hermosas y la
boda fue como de ensueño, con flores por todas partes y una perfección que
rayaba en lo fastidioso.
Pero la verdad era que no había nada que
envidiar. Se habían casado porque sus familias lo habían arreglado todo. No
podían ser más disparejos: ella ni se enteraba de nada más que el chisme. Ni
siquiera sabía como era que se tenía a los hijos y eso que su madre lo había
explicado con detalle. Y él… Bueno, Farsy se sentía tan abochornado en el baile
que tuvo que pedirle a Luisa que se fueran. Argumentaba una calentura.
Al otro día, ya con sus emociones bajo
control, la pareja recibió la visita del padre y la madre de Luisa. Él era uno
de esos viejos para los que nada nunca es suficiente. Cada vez que venía
bombardeaba al pobre Farsy de preguntas que él ni sabía que significaban. Era
frustrante que solo fuese un comerciante ahora y que a nadie le importase mucho
su breve historia como soldado. De hecho, a nadie le interesaba porque era un
historial casi inexistente. Se había desmayado un par de veces y eso era todo.
Pero Farsy era un patriota y para él cualquier paseo por el ejercito tenía su
peso.
La madre de Luisa era igual que ella: una
máquina de chismes ambulante. Si no los sabía, se los inventaba. A Farsy no le
caían bien. De hecho, ni a sus padres. Y sin embargo todos convinieron en el
matrimonio de los hijos por razones meramente estéticas. Farsy, modestia
aparte, era un hombre alto y bien parecido, con cabello rizado y dorado, como
el de los ángeles. Y Luisa era delgada y con los ojos grandes y verdes, labios
algo gruesos y caderas anchas.
Pero cada uno prácticamente no había visto
nada del otro. La noche de bodas, en la que se supone que todo el mundo tiene
relaciones sexuales, ellos se quedaron hablando. Fue el día que Farsy supo que
su esposa sabía todo de todo el mundo y él lo agradeció pues no estaba listo.
Estaba muy nervioso, como siempre, y temía que no pudiese funcionar con su
esposa. Ella ni se dio cuenta.
Fue cuando la madre de Luisa y ella se
pusieron a hablar de Lord Amersham, que el pobre Farsy sintió de nuevo esos
bajos instintos que lo habían acosado en la fiesta. El padre de Luisa lo miró
como a una criatura enferma y le preguntó que le pasaba. Farsy argumentó que
era un dolor de estomago, por la comida de la fiesta. El hombre no contestó nada pero lo bueno fue
que no siguió hablando de “lo que hacían los hombres” y así pudo escuchar Farsy
que había rumores de boda. Sí, Lord Amersham parecía que por fin había sido
atrapado por las redes femeninas de la más joven de las chicas Beckett.
Las chicas Beckett eran prácticamente famosas.
Eran ocho chicas, cada una más hermosa que la anterior. La más joven debía
tener unos catorce años. ¿Y era ella la elegida para casarse con Amersham?
Farsy pensó que eso no tenía sentido y lo argumentó de viva voz, diciendo que
un hombre como Amersham, héroe de guerra y tan bien parecido, debía de tener una
mujer a su altura y no una chiquilla que no le llega ni a los talones.
Aunque se le quedaron
viendo, la poco rato celebraron su intervención y le dieron la razón. Amersham
era un orgullo local y nadie quería verlo mal casado con cualquier niña que le
pusieran delante. La madre de Luisa aclaró que era solo un rumor así que habría
que ver que pasaba con eso. El pequeño encuentro terminó bien y por primera vez
Farsy recibió una cariñosa sonrisa de su esposa, quién nunca lo había visto tan
interesado como ella por los asuntos sociales.
De nuevo hubo fiesta el fin de semana
siguiente. Esta la organizaban las mismísimas Becket, pues una de ellas se iba
a Londres a vivir con su esposo. Hay que decir que en la región todo se
celebraba pues era todo tan aburrido que no había otra manera de sobrevivir al
tedio de vivir sin una pizca de tecnología. Y como los viajes no eran para todo
el mundo y siempre eran largos y aburridos, no era algo que se pudiese contar,
como lo hacía Lady Ashmore.
Cuando llegaron en su carruaje, los recibió en
la puerta la hija Becket, su esposo y, allí de pie, inmaculado con su pecho
bien inflado y su cuerpo apretado, Lord Amersham. Era como una visión y fue en
ese momento, y no antes, que Farsy se dio cuenta que había algo malo con él. No
hacía sino mirarlo y no pudo evitar bajar la cabeza y detallar cada pliegue de
pantalones de Amersham: desde los pies hasta el pecho enorme que parecía querer
salir de la camisa que tenía puesta.
Pasaron al jardín y allí los Beckett habían
preparado la fiesta más bella en mucho tiempo. Aprovecharon el amable clima de
los primeros días de verano para hacer algo en el jardín, cubriendo solo la
parte de la comida con un toldo hecho de una tela enorme. El resto eran mesas
grandes, de esas que se veían en las cocinas. Algunos invitados no estaban muy
contentos pero otros se alegraron del cambio y empezaron a comer y beber de
inmediato.
Todo el mundo fue y, ya entrada la tarde, todo
el mundo estaba feliz y bailando y aplaudiendo. Era el evento del año y eso que
solo se trataba de una chica mimada yendo a Londres a ver su esposo trabajar
mientras ella seguro se encontraba un amante, más fácil de tener allí que en el
campo. Era lo que siempre pasaba.
Después de uno de los bailes, Farsy tuvo
urgencia de orinar pues había tomado mucha champaña. Fue al interior de la casa
pero no había nadie que le indicara donde estaba el baño. Y como estaba que se
hacía pues decidió, salir, dar un pequeño rodeo a la casa y orinar por allí
cobijado por la oscuridad. Rompió el silencio su torrente de liquido pero
entonces quedó paralizado cuando escuchó una voz a su espalda. De nuevo, los
bajos instintos se descontrolaron y, esta vez, con justa razón.
Nadie nunca supo porqué Farsy se había
demorado tanto en el baño, los criticones culpaban a la champaña de mala
calidad. Tampoco supieron la razón por la que Amersham había entrado a la casa
aunque se asumía que la joven Beckett tenía algo que ver. Y todos estaban de
acuerdo a que al amor no se le ponen barreras, si los padres lo consienten.
El caso es que nadie supo que Farsy y Amersham
vivieron su propia pequeña aventura apasionada en los arbustos de los Beckett,
de los que recogían frutas a veces y donde jugaban los niños. Nadie había
escuchado los gemidos de Darcy y las palabras fuera de época de Amersham.
Pero así fue. Y entonces la historia, que
desde el comienzo había sido poco parecida, cambió del todo hacia algo que
nadie después entendería bien pero con la que todo el mundo estaba cómodo. Al
fin y al cabo, eran solo dos tipos teniendo relaciones en medio de los
arbustos.