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viernes, 25 de enero de 2019

Reglas de vida


   La gente está tan acostumbrada a la rutina, a que todas las vidas sean iguales, que simplemente no entienden cuándo la vida de una sola persona se sale de ese carril que se supone todos debemos seguir. Se dice que esa persona es rara, se dice que es su culpa que no funcione su vida ya que no quiere mantenerse en esos carriles definidos o claros. Con el tiempo, algunos de esos “raros” han sido empujado dentro de los límites de la vida que todos conocemos, pero siguen habiendo personas que simplemente no se acoplan.

 Desde una edad temprana es evidente que todos van hacia un mismo lado, de la misma manera. La libertad es una ilusión después de la más tierna infancia. Cuando se pone a un niño en un centro de educación, eso inevitablemente lo interna en esas reglas que las personas han creado para vivir vidas “normales”. Desde la primaria los niños saben quienes son “raros” y cómo detectarlos. Hay gusto normales y gustos anormales, hay manera de hacer que se aceptan y maneras que simplemente no son aceptables.

 Esto empeora de manera grave en la adolescencia, pues los seres humanos saben que saldrán de la protección de sus padres al finalizar esa etapa y entonces todo será por su cuenta y no podrán depender de nadie para tener éxito en las reglas de la vida que han sido impuestas hace mucho tiempo, por personas que necesitaban una serie de normas que estabilizaran el mundo a su alrededor y lo hicieran tener mayor sentido. Ahí fue que la adolescencia adquirió esa importancia falsa que tiene hoy en día.

 Pero en todo caso pelean, pelean por sus vidas echando a unos a un hueco eterno del que tal vez nunca salgan. Claro que factores externos pueden tener incidencia en quitar a ciertas personas, a los anormales, del camino pero la vida no es buena ni mala, solo es. Así que muchas personas siguen y deben competir con aquellos que por su vida y su empeño han adquirido todo lo necesario para triunfar por encima de los demás, una y otra vez, sin detenerse un solo momento a cambiar su camino.

 Es impensable hacerlo. No ocurre y por eso los que están del lado equivocado del camino lo tienen muy difícil para de pronto entrar al camino donde existen los problemas pero no son tan graves como para los que viven en los bordes de la sociedad y de la existencia. Es una tontería negar que unas personas tienen ventajas que otros no tienen, pero hay quienes dicen que esto es mentira y otros deciden justificar estas diferencias, diciendo que no todos pueden tener acceso a las mismas ventajas pues entonces no habría personas en todos los niveles de trabajo y vida en el planeta, algo que ellos dicen es necesario.

 Es el puto trabajo el que termina de dividirnos, de clasificarnos y de hacernos nada más sino una etiqueta. Miren el caso, por ejemplo, de las amas de casa. Muchas personas hoy en día todavía no creen que sea un trabajo que merezca nombrarse en reuniones y fiestas como todos los demás, por el único hecho de que la persona no recibe un salario. Trabajar así no es algo que ellos crean que tiene valor alguno y aunque lo nieguen, una y otra vez, es algo que es porque ellos lo han hecho así.

 Y ni hablemos de la clasificación de las personas por la cantidad de dinero que ganen en un tiempo determinado. No es solo la cantidad de dinero que ganen por su salario contractual, sino también en cuanto tiempo se gana ese dinero. Es mucho más impresionante ganar una gran cantidad de dinero en un tiempo que se piensa limitado que ganarlo todo una vez por una razón o por otra. Clasificamos entonces a las personas así y las pensamos en referencia a lo que ganan. Lo que son o lo que piensan es irrelevante.

 El dinero es una de esas manos invisibles que mueve el mundo y siempre lo ha hecho. A la gente le gusta pensar que esto es algo reciente y que antes no sucedía, pero el poder y el dinero siempre han ido de la mano controlando todo lo que existe y lo que creamos y hacemos. Nuestra libertad siempre ha sido limitada y una bonita ilusión que permite que aquellos que siguen el camino principal piensen que su felicidad es plena y que no hay margen de duda para que lleguen a pensar que puede haber algo que no cuadra.

 Pero los que están en los márgenes y más allá, saben muy bien que todo o es tan bonito como lo cuentan. Claro que la vida tiene cosas buenas y cosas malas, pero es mucho más oscura cuando no hay luz y no demasiado clara cuando sí la hay. La vida es compleja, es una maraña de caminos y de ideas que nunca terminan y que nos hemos encargado de ir limitando día tras día, al ir restringiendo lo que somos y como podemos llegar a serlo. Dejamos de ser libres porque nosotros lo decidimos.

 Fuimos nosotros los que le cortamos las alas a la humanidad y lo hicimos porque sabíamos que no podíamos permitir que todos volaran demasiado alto. De nuevo, las personas pensaron que no todos tienen el derecho de poder volar por encima de los demás, sea por un tiempo limitado o por la duración de toda una vida. Y en esto muchos estuvieron de acuerdo incluso existiendo en lugares diferentes de la sociedad. Los ricos y los pobres acordaron que tienen que seguir existiendo ambos grupos porque no hay otra manera de seguir existiendo para ellos, no conciben el mundo de otra manera.

 Y sí, claro que muchas de las cosas que suceden son cumpla nuestra, de nosotros como individuos únicos e independientes. Al menos en gran medida. Somos nosotros los que tomamos las pequeñas decisiones, aquellas que pueden corregir el curso de nuestras vidas en ciertos momentos, sin importar si son decisiones exitosas o desastrosas. Es nuestra culpa cuando fracasamos y casi siempre es por nosotros que alcanzamos el éxito. No todos estarán de acuerdo pero en general esa es la realidad de las cosas.

 Por supuesto que cuando nuestra vida es un fracaso, en gran parte la culpa es nuestra. Somos nosotros los que decidimos ser diferentes, los que vimos que estábamos en los márgenes y decidimos seguir hacia allá, sin mirar que nos alejábamos cada vez más del centro que todos aspiran a seguir. Estuvimos completamente conscientes de que estábamos alejándonos de lo que todo el mundo debe hacer y hay que aceptar las consecuencias de esa decisión, lo que ocurre cuando nos empeñamos en ser distintos.

 Las cosas no funcionan igual porque no tenemos las cualidades para saber navegar las aguas de la vida, de la vida que se ha asignado a nosotros por quienes somos y de dónde venimos. Tenemos un destino definido y si no lo cumplimos, está claro que vamos a fracasar una y otra vez. La única opción que tenemos es tratar de volver al camino trazado pero eso es más fácil decirlo que hacerlo. Es casi imposible entrar en un lugar en el que nunca has estado y donde hay gente que compite contigo.

 Y no solo compite. No se trata de perder y ganar. Porque la verdad es que nunca se gana y siempre se pierde, de maneras diferentes e incluso los más exitosos. La meta siempre cambia de lugar y por eso hay que seguir y seguir y urge tener todas esas ventajas que se entregan en la infancia. No hay un final claro y fracasar o tener éxito no tienen ningún significado en el gran esquema de las cosas, es solo cuando lo experimentamos que creemos que tienen alguna importancia pero no la tienen.

 El caso es que todo esto causa el síndrome de la gran cantidad de fracasados que somos y vivimos en este mundo. Personas que no llegamos a ningún lado, que no somos nada más sino un estorbo y que nunca podemos ser lo que nadie necesita ni quiere ni busca. Solo somos y no suele ser fácil.

 Hacemos lo que tenemos que hacer y, en algún momento pasa una de dos cosas: o nos dejan en paz y nos dejan vivir en un rincón de este mundo o salimos de él por nuestra propia voluntad o, a veces, por la de algún otro. Es simplemente la realidad de las cosas, de lo que a veces no queremos ver.

viernes, 16 de noviembre de 2018

Mi nombre…


Mi nombre… Mi nombre no es importante. Es el mismo que tienen muchos otros millones. La verdad no sé si sean millones o cuantos millones sean exactamente, pero es un nombre bastante común y corriente así que confío en que seamos millones. El punto es que no tiene ninguna importancia. Podría llamarme de mil otras maneras y daría exactamente lo mismo. A lo que voy es que, como la mayoría de gente en este mundo, vivo en el anonimato. Nadie de verdad sabe quién soy. Creen que sí pero no.

 Es algo complejo de pensar. Saber y entender que tu existencia solo es relevante para un puñado de personas en el mundo y que todos ignoramos la existencia de tantos otros. Si estuviésemos de verdad conscientes de ello, creo que no podríamos pensar de manera adecuada, la vida sería una carga todavía más pesada y las posibilidades que tendríamos en la vida fluctuarían de manera precipitada. Al fin y al cabo, es bueno ser anónimos pero también tiene su aspecto complicado.

 Lo bueno es fácil de resumir: podemos hacer varias cosas sin que miles o millones de otras personas se enteren. Claro que esto no abarca lo ilegal, pero todo lo demás casi siempre queda en lo que llamamos “la vida privada”. Hoy en día esa vida privada puede tener varios aspectos públicos, como pequeñas ventanas que se les abre a la gente para que vean por un momento algo de lo que somos por dentro o al menos de lo que pensamos de vez en cuando. No lo hacen todos, por supuesto, pero es algo que existe.

 Lo malo de ser anónimo es que, en un mundo que se siente cada vez más grande, se nos hace más difícil interactuar los unos con los otros. Cada vez es más complicado tener una relación de pareja significativa o, para no ir tan lejos, tener una amistad verdadera que se base en algo más que en coincidencias geográficas. El anonimato nos quita la posibilidad de expandir más nuestra mente y también nuestro cuerpo, no impide abarcar más con nuestros limitados cuerpos y mentes humanas.

 Y sin embargo, así hemos vivido toda la vida, entre una cosa y la otra. Nos gusta tener secretos pero casi todos estaremos de acuerdo en que, la parte más divertida de un secreto, es revelarlo. Claro que siempre es preferible cuando el secreto revelado es nuestro, así no hay nadie que se enoje por nada. Pero rebelar la vida de los demás también tiene un interés algo prohibido que lo hace aún más interesante de lo que probablemente sea. Los secretos son cosas que casi nunca tienen gran importancia pero que la adquieren precisamente porque decidimos que es información clasificada.

 Por eso es que cosas como nuestros nombres o nuestros datos personales, tienen solo significado para efectos oficiales. Solo al gobierno le importa tener en cuenta todo eso. Pero a la gente le da un poco lo mismo. Solo los idiotas creen que por tener alguien un nombre pueden clasificar a una persona en una categoría determinada. Y peor aún es cuando las personas con ciertos nombres deciden hacer caso de esto y se comportan como las mejores ovejas en existencia. Es patético e inútil.

 Pero así es la humanidad. No podemos mentirnos y decir que todos tenemos el mismo valor y que todos tenemos el mismo potencial. Cualquier persona que piense de verdad sabe que eso no es cierto. Hay diferentes habilidades que diferentes tipos de personas poseen, eso es cierto. Pero eso no quiere decir, ni de cerca, que todos tengamos las mismas capacidades o qué, mejor dicho, todos en verdad podamos llegar a cumplir lo sueños que tenemos o a hacer realidad las esperanzas que tenemos para un futuro.

 Todos somos diferentes, en muchos niveles, y eso es en parte lo interesante de ser un humano. Esas cosas que nos apartan los unos a los otros, las que usan para clasificarnos como si fuéramos fruta en una fábrica, son detalles que nos definen y nos hacen, a cada uno de nosotros, una persona completamente distinta y válida precisamente por esas diferencias. Pero eso tampoco hace que todos seamos iguales. Somos únicamente iguales en que somos tan diferentes en nuestro intelecto, si es que eso tiene sentido.

 En cuanto a lo físico, es obvio que todos somos básicamente la misma cosa. Las mujeres, por lo general, tienen vagina y senos y los hombres, también por lo general, tienen pene y testículos externos. Esa es una verdad biológica pero todos sabemos, ahora más que nunca, que pueden existir excepciones y todo porque tenemos hoy en día la capacidad de modificarnos a nosotros mismos para estar más cerca de quienes somos en realidad. Corregimos lo poco que la naturaleza no hace bien a la primera.

 Y eso no debería hacer enojar a nadie ni debería causar debates interminables sobre cosas que casi nadie entiende nada, excepto aquellos involucrados. Solo deberíamos  darnos cuenta que no somos el paquete en el que vienen las cosas sino que somos las cosas que están adentro del paquete. Esas cosas son diferentes en cada uno, son únicas si se quiere pensar de esa manera. Y es en eso que deberíamos concentrarnos cada vez que nos enojamos con el mundo o con sus dioses, cuando queramos darnos esperanzas que no sean falsas sino que tengan un sustento en la realidad de la vida.

 Disculpen, a veces tiendo a irme por la tangente pero saben muy bien lo que quiero decir con este tema de la igualdad y de las diferencias. Hay temas que simplemente ya deberíamos estar muy viejos, como civilización, para seguir discutiendo. Nos estancamos en idioteces y no exploramos más allá, nos da miedo seguir a hacia lo más profundo de nosotros mismos porque sabemos que allá abajo no todo es esperanza y felicidad, no hay corazones y lindas sonrisas y cuerpos esculturales. Nada de eso.

 Allá abajo está otra parte de nosotros, aquella que ha sido moldeada por siglos de ser ignorada y por el hecho de no querer verla. Creo que así es como nacen los asesinos. Eso que hay en su profundidad se pudre porque nadie quiere reconocerlo. Y cuando algo tan hondo en tu ser empieza a dañarse, simplemente no hay vuelta atrás y se manifiesta en maneras que pueden causar grandes daños y perjuicios. De cierta manera, la sociedad misma ha creado a quienes la destruyen de vez en cuando.

 Si nos atreviéramos a ver en lo más profundo de nuestro ser, si cerrar los ojos ni voltear la cara, podríamos encontrar partes que siempre hemos considerado perdidas o inexistentes. Podríamos ser más hábiles para curarnos a nosotros mismos de aquellas aflicciones que con mucha frecuencia afectan nuestros sentimientos y nuestra manera de ver el mundo. Si fuésemos valientes, podríamos de verdad ayudar a las personas que lo necesitan, en vez de juzgarlos y creernos héroes sin serlo.

 La humanidad necesita dejar de lado su falsedad, esa cantidad de muros y fachadas que han construido a su alrededor para mantener todo como siempre ha sido. Nos cuesta entender que el punto mismo de la evolución es el de nunca quedarnos en el mismo sitio por mucho tiempo. Como seres humanos, estamos obligados a seguir adelante, a emprender nuevos desafíos y a constantemente explorarnos a nosotros mismos y no solo a lo que nos rodea. La evolución vienen desde adentro, no al revés.

 Hoy en día, estamos estancados en un mundo en el que muchos se niegan a dar un paso más hacia delante. Se han vuelto perezosos y cobardes, prefieren tener lo que tienen ahora, amarrarse a lo que conocen en vez de lanzarse a lo desconocido y descubrir miles de millones de nuevas cosas.

 Si seguimos igual, nuestra humanidad empezará a infectarse cómo esos sentimientos que no vemos en lo profundo. Y en un momento no habrá vuelta atrás para ninguno de nosotros. Será el fin de nuestra especie, habiendo sido incapaz de entender que debemos cambiar para avanzar cada vez más.

lunes, 29 de octubre de 2018

Allá


   Escondido debajo del vehículo, Juan trataba de controlar su respiración. Era una tarea casi imposible, un reto demasiado grande en semejante situación. Seguía escuchando disparos a un lado y al otro, los gritos se habían apagado hacía tiempo. Parecía que todos se alejaban, pero él no podía moverse de allí. No porque no quisiera, sino porque sus piernas y sus brazos no parecían querer responder. Era el miedo que lo tenía allí, contra el suelo, temblando ligeramente, con sudor frío mojando su ropa.

 Estuvo allí durante varios minutos más, hasta que de verdad se sintió lo suficientemente a salvo como para luchar contra su cuerpo y moverse. No fue fácil, el dolor parecía querer romperle el alma. Sus huesos y cada uno de los ligamentos que los unía lo hacían gemir de dolor. Pero se tragó ese trago amargo y se arrastró de donde estaba hacia la débil luz de la tarde.  No se había dado cuenta de que pronto caería la noche y con ella regresarían los peligros. En ese lugar no era saludable pasear a la luz de la Luna.

 Se recostó un momento en el carro e iba a empezar a alejarse cuando recordó que tenía su chaqueta adentro y, en ella, su billetera con todos los papeles para identificarse. Se volteó a abrir y a coger la chaqueta. Cuando la tuvo en la mano giró la cabeza a un lado y el instinto de vomitar lo asaltó sin que tuviese tiempo de pensar. Lo hizo allí en el coche y luego afuera. Su conductor, con el que había hablado durante un buen tramo del viaje, yacía muerto en su asiento, parte de su cabeza esparcida por el asiento del copiloto.

 No era una imagen fácil de quitarse de la mente y tal vez por eso Juan se alejó con más rapidez de la que hubiese pensado. Sabía que había más cuerpos por allí, de pronto los de las otras personas que habían estado a su lado durante el viaje desde la capital del departamentos hasta el sector donde iban a tener unas charlas de convivencia. Es raro, pero sonrió al pensar en esa palabra porque parecía ser la más inconveniente después de lo sucedido. Solo caminó, sin mirar atrás o a sus pies sino solo de frente.

 Pronto le dolieron los pies. A pesar de tener un calzado apropiado para caminar sobre una carretera sin pavimentar, el estrés durante el tiroteo lo había dejado demasiado cansado. Quiso descansar pero sabía que debía caminar hasta llegar a un lugar seguro. No podía dejarse liquidar tanto tiempo después, de una manera tan estúpida. Caminó como pudo, dando traspiés, con sudor marcado por todas partes y con lágrimas secas en su rostro. Olía el vómito y sabía que probablemente estaba también manchado de sangre. Pero todo eso podía esperar hasta que llegara a alguna parte.

 Tal vez fue dos horas después, o tal vez más, cuando dio una vuelta la carretera y pudo divisar algunas luces a lo lejos. Era un pueblo pequeño, un caserío, pero eso era mejor que nada. Incluso si estaba bajo control de quienes los habían atacado, podría tener tiempo de llamar por teléfono o contactar con su oficina de alguna manera. El celular no lo tenía, pues se lo había dado a una de sus compañeros justo antes del ataque. Ella quería ver si en realidad no había señal y él le había dado el aparato para que se diera cuenta por ella misma.

 Fueron otros quince minutos hasta que se acercó a las casas más cercanas. Pero no golpeó en ninguna de ellas. Tenía que saber elegir, no podía simplemente tocar en cualquier parte pues de pronto podía caer de vuelta en las garras de quienes habían querido matarlo o llevárselo al monte. Caminó hasta escuchar el sonido de gente, en la plaza principal. Era un pueblo horrible, de esos que aparecen de la nada sin razón aparente. Allí no llegaba la civilización y tampoco parecía que les hiciera mucha falta.

 Trató de pasar desapercibido pero la gente de pueblo siempre se fija en los que no pertenecen al lugar. Lo vieron moverse como fantasma y adentrarse en la tienda del lugar. Por suerte, tenía algunas monedas en la billetera y tenían allí un teléfono, de esos viejos, que podía usar para contactarse con su gente. Las monedas apenas alcanzaron para que su secretaria contestara. La había llamado a su casa, porque sabría que no estaría ya en la oficina. Acababa de llegar del trabajo y se mostró asustada de oír la voz de su jefe.

 Sin embargo, puso atención a lo que él pudo decirle en el par de minutos que duró la llamada antes de cortarse. Le preguntó a la mujer de la tienda el nombre del pueblo y ella se lo dio: Pueblo Nuevo. Típico nombre de un moridero. La secretaria tuvo todo anotado y la llamada terminó justo cuando tenía que terminarse. El hombre agradeció a la mujer de la tienda y preguntó que si tenía un baño para que él usara. La mujer lo miró raro pero lo hizo pasar a la trastienda. Al fondo de un largo pasillo había un baño sucio y brillante

   Juan se lavó la cara y tomó un poco de agua. Seguramente no era potable pero eso no podía importar en semejante momento. Enfrentar un mal de estomago parecía algo mínimo después de todo lo que había vivido. Se revisó el cuerpo, mirando si estaba herido de alguna manera, pero no tenía más que raspones y morados por todos lados. La ropa olía horrible pero no tenía con que cambiársela, así que la dejó como estaba, después de tratar de limpiar las manchas más grandes con un poco de agua de la llave. Era inútil pero hacerlo lo hacía sentirse menos mal.

 Como tendría que esperar, salió de la tienda, no sin antes agradecerle a la mujer. Cuando él estuvo en el marco de la puerta, la mujer le ofreció una cerveza, sin costo alguno, para que pudiera recuperar algo de energía. Él sonrió y agradeció el gesto. Se sentó frente a una mesita de metal barato y tomó más de la mitad de su cerveza de un solo golpe. No se había dado cuenta de cuanta sed tenía. Una bebida fría se sentía como un pequeño pedazo de salvación convertido en liquido. Era maravilloso.

 Miró a la gente en el parque, hablando casi a oscuras, a los niños que corrían por un lado y otro, y a la señora de la tienda que limpiaba una y otra vez el mostrador al lado de la caja registradora. Era uno de esos pueblos, en los que la vida parece enfrascada en un eterno repetir, en un rito rutinario que solo se ve interrumpido cuando se les recuerda en qué parte del mundo viven. Porque seguramente muchas de esas personas conocían a los bandidos que habían matado a unos y secuestrado a otros, unas horas antes.

 De pronto eran sus esposos e hijos, sobrinos y tíos. De pronto eran madres o abuelas, o incluso huérfanos. El caso es que todos se conocían o se habían conocido en algún momento de sus vidas. Y ahora vivían en ese mundo que no era sostenible, un mundo en el que no existe la ley y el orden sino que se confía en que las cosas estén bien solo por el hecho de que deben de estarlo. Sí, es gente simple pero eso no significa que sus vidas lo sean. Solo significa que es su manera de enfrentar sus circunstancias.

 Ellos sabían, en el fondo, que vivían en un pueblo condenado con personas que serían su fin. Pero pensar en eso en cada momento de sus días sería un desperdicio de tiempo y de energía. En sus mentes, no había nada que pudiesen hacer para remediar el caos en el que vivían y por eso era que preferían esa existencia pausada, como suspendida en el aire, casi como si quisieran que el tiempo se moviera de una manera distinta. Eran gente extraordinaria pues eran simples y esa era su fortaleza.

 El sonido de un helicóptero se empezó a escuchar a lo lejos y luego se sintió sobre las cabezas de todos. Juan tomó la botella de cerveza y tomó lo último que había en ella de un sorbo. Se puso de pie y salió al parque, viendo como el aparato sacudía los arbolitos que había por todos lados.

 Se posó como si nada en un sitio sin cables ni plantas. Juan se acercó y lo identificaron al instante. Sin cruzar más palabras, el hombre se subió y pronto el aparato volvió al oscuro cielo del fin del mundo, para encaminarse de vuelta a una realidad que estaba tan lejos, que parecía imposible entenderla.

viernes, 19 de octubre de 2018

Fragmentos


   La torre explotó en mil pedazos. Los extremistas habían ganado el día. Su plan, desconectar a la región de la red de telecomunicaciones, había sido un éxito completo. La resistencia no había podido organizarse bien y estaban demasiado ocupados viendo quien ocupaba el puesto de mando para notar que sus mayores enemigos estaban a la puerta y con nada más y nada menos que una bomba. Los pedazos de la torre, doblados y quemados, cayeron por los alrededores, sellando el futuro inmediato de la región.

 Los que resistían debieron de pasar a la oscuridad, a escondites lejanos y profundos en los que los extremistas no pudiesen encontrarlos. Los nuevos lideres se alzaron con rapidez e impusieron pronto sus ideas para un mejor país y una mejor sociedad. Se prohibieron las reuniones en el primer día del nuevo gobierno y para el segundo, se forzó a todos los hombres jóvenes a unirse a las fuerzas armadas. Al fin y al cabo, solo tenían autoridad sobre una región y lo que querían era tener control sobre todo lo que había sido el país.

 Un país lleno de hipócritas e imbéciles que había caído en varias trampas hasta que la última de verdad les pasó la cuenta de cobro. El comienzo del final fue una votación en las urnas, cosa que nadie hubiese previsto. Fueron las personas mismas las que eligieron su destino, el desorden y el caos completo en el que se sumió el país en meses. La guerra fue rápida y destructiva y dio por nacidas regiones aisladas, únicamente enlazadas por torres de comunicación que los extremistas derrumbaron a la primera oportunidad.

 Lo hicieron para tomar el control de formar más fácil, impidiendo que los demás pudiesen meterles ideas “raras” a la gente en la cabeza. Y como estas personas eran tontas, ignorantes y, de nuevo, hipócritas, jamás se resistieron a que los extremistas tomaran el poder. Se quedaron de brazos cruzados mientras que otros, pocos, se escondían entre el mugre de la guerra. Pronto los tuvieron marchando, cultivando a la fuerza y aprendiendo lecciones que no eran más sino un elaborado conjunto de mentiras.

 Incluso alguno que habían resistido se devolvieron a las ciudades con el tiempo, cansados de esconderse y de estar lejos de sus familias. Les importaba más su propio bienestar que la supervivencia de una sociedad decente y educada. Fueron los más grandes traicioneros de la historia del país, cosa que la historia jamás les perdonaría. Los verdaderos resistentes poco a poco huyeron hacia las zonas despobladas, donde el gobierno no ejercía autoridad alguna. Se escondieron entre el monte y aprendieron por vez primera como sobrevivir en lo salvaje, sin todo lo que habían tenido antes.

 Algunos, los más brillantes de entre ellos, crearon pequeñas antenas, de apenas unos cuantos metros de altura, para poder comunicarse con regiones que todavía no hubiesen sido conquistadas por los extremistas. Pero los esfuerzos parecían ser inútiles, pues nadie contestaba. Sus vidas eran tristes, cazando bajo la constante lluvia que ahora reinaba en los bosques o tratando de mantener casitas que podían caerse con el mínimo soplo del viento. Era una vida difícil, que los frustraba constantemente.

 Sus únicos momentos de paz, de una tranquilidad relativa, eran las noches en las que algunos contaban historias del pasado. Los más mayores todavía recordaban como era el mundo antes de la guerra. Siempre repetían que nunca había sido perfecto pero que muchas cosas indicaban que la humanidad podía llegar a ser mucho más de lo que era, pero que simplemente los seres humanos parecían estar más interesados en cosas personales o en temas que a nadie le ayudaban a nada. Eso generaba su presente.

 A los adultos les gustaban las historias sobre los personajes históricos y las grandes civilizaciones. Les fascinaba escuchar de los acontecimientos más importantes de la humanidad, así que como de sus curiosidades más interesantes. A los niños, por lo contrario, les parecían más graciosas y entretenidas las historias de ficción que se habían creado en esos tiempos. Ya nadie generaba ficción, por lo que para ellos era un mundo completamente diferente, una ventana abierta a mundos que les fascinaban.

 Las sesiones de historias empezaban, más o menos, a las ocho de la noche. Como no había electricidad ni relojes, la gente confiaba en el suave sonido de un ave de plástico para notificar que la sesión de la noche iba a empezar. El ave era un artículo encontrado en la selva, probablemente dejado atrás por alguien que huía. Sabían bien que el bosque estaba probablemente repleto de gente huyendo de las fuerzas extremistas, pero no era la mejor idea buscarlos y unirse porque eso podría llamar la atención del enemigo.

 Solo una persona contaba historias cada noche. La idea era que tuvieran historias para siempre y que todos aprendieran bien lo que habían escuchado, porque tal vez serían los encargados de repetir la historia en el futuro. Dependiendo del orador, se podían demorar entre dos y ocho horas contando una sola historia, dependiendo de su complejidad y del número de preguntas que hiciesen los espectadores. Por supuesto, la cosa siempre mejoraba cuando había muchas preguntas que responder. Eso le daba un nivel más a las historias, una realidad que las hacia más cercanas.

 En las ciudades, la gente no tenía el lujo de contarse historias en la noche. De hecho, cada familia debía permanecer en su unidad de vivienda todo el día, excepto durante las horas asignadas para el trabajo. Y todos trabajaban, sin excepción. No importaba la edad o el genero, no importaban las enfermedades o afecciones físicas, todo el mundo trabajaba en algo. Era la idea del gobierno que todos colaboraran para volver a tener una sociedad que funcionara como una máquina y eso solo podrían lograrlo entre todos.

 Se pensaría que la imagen del gobierno sería mejor entre la gente que gobernaban que entre los resistentes, pero la verdad esto no era así. Muchos llegaban a sus hogares a criticar al gobierno y a hablar pestes de lo que hacían y como lo hacían. Por eso ellos instauraron un sistema en el que si alguien delataba a un vecino, amigo o familiar, serían recompensados con una ración más grande de comida y otros objetos personales. Por supuesto, muchos vieron allí una oportunidad y las cárceles empezaron a abarrotarse.

 Con los nuevos ingresos gracias al trabajo de la mano de obra forzada, el gobierno pudo ampliar sus cárceles, así como su presencia en las ciudades. En cada esquina se instaló una cámara de seguridad de última generación, capaz incluso de ver a través de los muros más densos. No iban a meter cámaras en las casas de las personas, pues no querían tener títeres sino solo aquellos que de verdad quisieran el mismo país que ellos tenían en la mente. Y en poco tiempo, la mayoría de mentes contrarias estaban en las cárceles o en la selva.

 Allá lejos, más allá de las carreteras y las últimas conexiones eléctricas, los pequeños poblados rebeldes se mantuvieron. No crecieron en número ni en tamaño, tampoco que movieron mucho más de lo que ya se habían movido. No construían estructuras vistosas ni se internaban cerca de las regiones controladas por el gobierno. Simplemente vivían y no querían saber nada de quienes los habían traicionado. Había mucho dolor todavía, mucho resentimiento que jamás podría ser propiamente curado.

 En ese mundo, los rebeldes nunca quisieron retomar las ciudades ni nada por el estilo. No se enfrentaron al gobierno de manera frontal ni buscaron tomar su lugar. Eran personas que solo querían una vida tranquila y, de una manera o de otra, habían conseguido tenerla sin tener que recurrir a la guerra, a la muerte.

 Y como el poder aumentaba para los extremistas, se terminaron confiando demasiado y ese siempre es el problema con aquellos que se embriagan de poder. Creyeron que el enemigo había huido, cuando ellos mismos lo fueron creando poco a poco en las partes más oscuras de las cárceles más sórdidas.