Los bordes de las ventanas estaban cubiertos
de escarcha. La noche había sido muy fría y todo parecía indicar que el resto
del mes iba a ser exactamente igual. Alrededor de la pequeña casita, ubicada en
un claro de bosque, había un sinfín de charcos, grandes y pequeños, que habían
formado lodazales que hacían casi imposible el ingreso o salida de la casa.
Ciertamente era un lugar remoto y nadie nunca se habían molestado en arreglar
uno o dos detalles que hacía falta atender.
Adentro, el único hombre con vida en varios
kilómetros estaba calentando agua en una tetera vieja, bastante golpeada, que
parecía haber sido sacada directamente de un museo. El hombre se calentaba las
manos con el fuego que bailaba debajo de la tetera, mirándolo fijamente, como
si se fuera a escapar en cualquier momento. Tan distraído estaba que demoró en
reaccionar cuando la tetera empezó a pitar. No era algo bueno, pues se debían
evitar los sonidos fuertes.
Vertió el contenido de la tetera en una taza
igual de vieja y trajinada que la tetera y sopló repetidas veces hasta que se
atrevió a tomar. Se quemó la lengua por no saber esperar. Sostuvo la taza con
las manos cubiertas por guantes y, mientras esperaba a que se enfriase, miró a
su alrededor como si fuera la primera vez que se fijaba en lo que había dentro
de la pequeña cabaña. Se la sabía de memoria pero le gustaba jugar a ver si
había algo, algún detalle que se le hubiese escapado.
Era solo una habitación: en una de las
esquinas estaba la cama y una mesita de noche con tres cajones. Al lado de la
mesita había una armario viejo y ese ocupaba el resto de la pared. La cocina, o
más bien la única hornilla que tenía, estaba en la pared opuesta, junto a una
pequeña mesa y dos sillas. En una de las esquina de ese lado había una nevera
pequeña, de esas de hotel, conectada a la única toma eléctrica del lugar. La
puerta de la casa estaba en uno de las paredes más largas. De resto, no había
casi nada.
Eso sí, había muchas cobijas y abrigos hechos
de pieles de animales. Él no los había cazado ni nada por el estilo pero
seguramente el dueño anterior había utilizado la cabaña como base para su
afición a la cacería. Las pieles parecían ser de animales varios pero el hombre
jamás había querido averiguar más allá de la cuenta porque no estaba de acuerdo
con eso de matar animales por su piel. Aunque, ahora que estaba donde estaba,
no podía evitar encontrar la razón en esas acciones. Si no tuviera esas pieles,
estaría congelado y muerto en vida en aquel lugar perdido.
En cuanto a cazar, lo hacía todos los días.
Trataba de no pensarlo mucho o sino el estomago se le revolvía y eso siempre
era un problema aún mayor pues no tenía manera de comprar medicamentos y las
plantas que había por la zona poco o nada ayudaban a los sistemas internos del
ser humano. Debía comer lo que había y no pensar en su vida anterior que ahora
estaba muy lejos de él. Ahora debía comerse lo que encontrara, como lo
encontrara, fuese una ardilla o algo más grande.
A veces encontraba hongos y sabía que serían
más abundantes en la primavera, pero todavía faltaban un par de meses para eso.
Él había llegado hacía solo un par de meses, durante el otoño, así que no había
experimentado nada diferente al frío y la nieve en ese lugar. Siempre que lo
pensaba parecía que había estado allí desde hacía mucho más tiempo. Se sentía
como una eternidad y sus recuerdos eran como sumergirse en un lago oscuro que
ya no es posible reconocer.
La cabaña, lo quisiera o no, era ahora su
hogar. Lo que había tenido antes ya no existía o al menos no debía existir para
él. Había tomado la decisión de perderse en el bosque y no podía ya echarse
para atrás, era muy tarde para arrepentirse. En todo caso sabía que era lo
mejor pues nada en el mundo era para él. Lo había tenido que aprender casi a
los golpes pero por fin había comprendido que no todo es para todos, que no
todos somos iguales y que algunos deben tomar rutas alternas en la vida.
Apenas terminó el té, lavó la taza en un
cuenco de plástico enorme lleno de agua. Luego abrió el armario y, de la parte
baja, tomó una ballesta algo rudimentaria y un carcaj con unas pocas flechas
que él mismo había podido tallar a partir de algunos leños que había fuera de
la cabaña. Por la tormenta reciente, los maderos debían estar congelados e
incluso cubiertos hasta arriba de esa mugrosa mezcla entre nieve y barro.
Prefería no pensar si llegase a necesitar esa madera.
La calefacción que usaba era la hornilla que
mantenía prendida todo el tiempo, a excepción de cuando salía a cazar. El gas
que alimentaba el fuego llegaba de alguna parte, pero jamás le preguntó a la
persona que le brindó ese refugio de donde salía el gas. Solo lo usaba y listo.
Cuando la hornilla fallara, y algún día lo haría, sería el día de hacer
hogueras y depender de la madera pero ojalá pudiera pasar el invierno sin que eso pasara. Salió de la casa pensando en
ello y se internó rápidamente en el bosque, caminando torpemente pero sin
detenerse.
Caminó por una media hora. El bosque se hizo
más agreste a su alrededor e incluso más blanco. La nieve parecía haber
congelado todo el paisaje y eso no era nada bueno pues los animales debían
estar resguardados, lo que hacía casi imposible la casa. Empezó a caminar más y
más despacio hasta que llegó a otro claro, parecido al de su cabaña, pero
ocupado casi en su totalidad por un lago que parecía estar hecho de metal, pues
estaba congelado. Puso un pie y empujó. Todavía no había congelado por
completo.
La grieta que se formó al él apretar se fue
agrandando, hasta que apareció un hueco en la superficie del lago, tras el cual
se podía ver el agua fría que había debajo de la capa de hielo. Se quedó
mirando ese agujero por varios minutos hasta que se fijó que el tiempo pasaba y
no podía demorarse demasiado fuera de la cabaña. Bordeó el lago hasta llegar al
otro lado y allí se metió en el bosque de nuevo, mirando hacia arriba con
atención. Cuidaba cada paso, para no asustar a presas potenciales.
Al sentir un movimiento, alzó la ballesta y
disparó. Al instante hubo un ruido y algo cayó de un árbol. Era un hermoso
ejemplar de faisán, que por alguna razón, estaba en ese bosque. Peor para él.
Le sacó la flecha que tenía atravesada, lo cogió de las patas y volvió
caminando a la cabaña a paso firme, justo antes de que el sol bajara y se
ocultara detrás de los altos árboles que formaban el espeso bosque en el que
vivía aquel hombre cazador, misterioso y solitario.
El faisán entero fue su cena. Lo hizo en una
sartén después de desplumarlo y quitarles las partes que no se comían. Al final
de todo, no era mucho animal el que había para comer, pero era suficiente para
sobrevivir una nueva noche. Esas eran sus jornadas ahora: desayunar, pensar,
cazar, preparar y comer. Todo culminaba con un él metiéndose en la cama que
tenía, sin quitarse ni una sola prenda de ropa, donde se quedaba dormido después
de varias horas de mirar al techo y escuchar el bosque.
La hornilla se contoneaba cerca de él y muchas
veces las sombras que se formaban a su alrededor hacían que el hombre recordara
algunos pasajes de su vida anterior, de una vida que francamente ya no parecía
la suya. Era como si recordara una película que había visto muchos años, solo
que eran escenas que casi nunca se ven en las películas. Lo que más recordaba
era a su padre y a su madre, a sus hermanos también. Pero a nadie más. El resto
de personas siempre parecían, en los recuerdos y en los sueños, como sombras y
nada más. Después de un tiempo trataba de ignorar todo eso y simplemente
dormir. Recordar ya no servía para nada.