Toda la vida, Florencia había sabido que su
vocación en la vida era pintar. Desde muy pequeña ya sabía usar los diferentes
tipos de pinturas, las sabía mezclar y elaboraba imágenes con ellas. Sus padres
ponían cada dibujo en su cuarto, como si fuera un premio, para que cada persona
que visitase la casa viera lo talentosa que era su pequeña hija. Ya en el
colegio se destacaba por lo mismo aunque empezó a tener problemas con las
materias relacionadas con las ciencias. No les encontraba sentido alguno y prefería
hacer garabatos en su cuaderno durante las clases que ponerse a buscar cuanto
simbolizaba la x o que pasaba cuando una cosa y otra se mezclaban en química.
El hecho era que tampoco le daba mucha importancia al asunto porque sentía que
no era algo útil para su vida.
Y tenía razón. Pero de todas maneras sus
padres y sus profesores empezaron a hablar sobre como ella debía de poner más
atención y mejorar sus notas o sino podía tener que repetir el año escolar.
Esto no sentó nada bien con los padres que buscaron tutores para su hija y
dejaron de apoyar su arte como lo habían hecho antes. No era que le prohibieran
dibujar ni nada por el estilo, sino que dejaron de alabar su trabajo y de
apoyarla tanto como antes. No querían que su hija fuese de esos niños que
repiten años, que los demás juzgan como lentos o tontos. Así que tuvo tutores
que le metieron en su pequeña cabeza todo lo que tenía que saber. El año lo
pasó con notas decentes y las siguientes vacaciones de verano fueron las más
largas para Florencia, o al menos eso sentía.
A pesar de su logro, sus padres ya no apoyaban
su deseo de pintar y dibujar y demás.
Les pidió que la dejaran entrar a unos cursos de verano que había para aprender
a dibujar como lo hacen los japoneses en las historietas pero sus padres se
negaron y le recordaron que era mejor que se pusiera a estudiar y estuviera muy
atenta desde ya, porque no querían tener otra vergüenza como la de ese año. Lo
dijeron tal cual. Así que Florencia dejó de pedirles nada y siguió dibujando
pero cada vez menos.
Los últimos años de colegio fueron eternos. No
solo porque nunca entendió de verdad ninguna de las ciencias sino porque su
impulso se había perdido. Ya no era la misma niña eternamente alegre de antes.
Ahora rara vez se le veía reír o sonreír y sus amigos se podían contar con una
sola mano, algo que no era malo de por sí pero hay que tener en cuenta que ella
siempre había sido la que hacía grandes fiestas de cumpleaños con muchos niños
y actividades por doquier. Eso se acabó y nadie nunca preguntó porque. Ni los
niños ni sus propios padres se indagaron al respecto y, cuando ellos le
regalaron un viaje en crucero para celebrar su graduación, ella lo rechazó y
les dijo que prefería guardar el dinero para su carrera. Los padres,
estúpidamente, pensaron que era una decisión tomada desde su nueva madurez.
Pero no era así. Estaba amargada.
A la hora de escoger su
carrera, Florencia sintió que su amor por el arte revivía. Vio muchas
asignaturas y lugares en donde el arte era enseñado y pulido para que cada
alumno pudiese explotar su potencial. Todas eran buenas universidades y la
carrera resultaba muy barata a diferencia de otras. Pero sabía que sus padres
se iban a negar así que un día los juntó para hablarles al respecto. De nuevo,
ellos se sintieron orgullosos de tener una hija tan responsable. Ella les
presentó tres opciones y la idea era que ellos le aconsejaran cual sería la
mejor carrera para elegir. Estaba la de arte, la de diseño y la de
arquitectura. Ellos leyeron cada folleto, le hicieron preguntas y le dijeron
que lo iban a pensar.
Al otro día, y como sin darle mucha
importancia, su madre le dijo que habían hablado con su padre y habían decidido
que la mejor carrera era la de derecho. Florencia rió pero su madre la miró con
reprobación. La joven le dijo que esa
carrera ni siquiera estaba entre las opciones pero su madre le replicó que su
padre había averiguado que era la carrera más lucrativa en estos días y que
todo el mundo estaba estudiándola. Florencia le dijo a su madre que esas no eran
razones para elegir una carrera pero su madre la dejó callada cuando le confesó
que su padre había ido a inscribirla y que iba a volver en la noche con la
sorpresa.
Florencia lloró como una magdalena esa noche.
No bajó a cenar así que su padre nunca la “sorprendió” con la noticia.
Derecho? A ella que le importaba eso! No
quería tener nada que ver con ello y menos cuando había hecho tanto esfuerzo
juntando folletos y material para que ellos lo leyeran. Tenía que confesar que
desconocía a sus padres, que habían cambiado radicalmente desde que era
pequeña. De pronto querían lo mejor para ella, al fin y al cabo eran sus
padres, pero no era justo que hubiesen tomado la decisión así como así.
Pero lo habían hecho y el primer día de
universidad fue un infierno. Fue como volver a las eternas clases de
matemáticas donde, no solo no entendía nada, sino que no le importaba ni media
palabra que pronunciaba la gente. La mayoría de alumnos estaban emocionados de
estar allí y creían, tontamente, que todos llegarían a ser abogados al estilo
de los programas de televisión estadounidenses. Pero Florencia no. De hecho, se
dio cuenta de lo que podía hacer. Ese semestre se encargó, conscientemente, de
perder cada materia desastrosamente. Iba a castigar a sus padres de la manera
que más les iba a doler: el dinero. Y sabía que iba a funcionar.
Mientras lograba su cometido, Florencia era
como residuo nuclear. Nadie se le acercaba o al menos así fue hasta la mitad
del semestre, cuando conoció a una chica en el comedor de nombre Diana. Ella
vendía todo tipo de repostería y le contó que vendía sus pastelillos y galletas
clandestinamente en la universidad y también en su casa. Impulsada por la
venganza, Florencia le dijo que le podía ayudar a vender y eso hizo. Se
hicieron buenas amigas con Diana y decidieron pulir el negocio, poniéndole un
logo diseñado por Florencia y un nombre atractivo. Así empezaron las dos a
ganar dinero y pronto les iba también que Diana pensó en alquilar un local y
atender allí. Eso fue como un llamado a la liberación para Florencia.
Cuando por fin fracasó el semestre, sus padres
nunca preguntaron nada. Asumieron que como era ya una mujer hecha y derecha,
ella les contaría lo que pasara con la universidad. Le dieron el dinero para el
segundo semestre pero ella lo invirtió todo en el local. Lo arreglaron con
cuidado y se ubicaron en un barrio con buen movimiento. El éxito fue rotundo.
Diana estaba tan feliz que, habiendo conocido mejor a su compañera de negocios,
le pidió que volviera a dibujar y que lo podía hacer diseñando adornos o
individuales diferentes para cada persona. Y así fue.
Los padres de Florencia se dieron cuenta de
todo cuando un articulo al respecto salió en el periódico. Su salón de té, como
le habían puesto, era tan exitoso que les habían hecho muchas entrevistas. Pero
ellos no se alegraron por ella. Estaban decepcionados de descubrir lo que había
hecho en la universidad y le exigieron que volviera a estudiar. Lo único que
hizo Florencia fue devolverles el dinero de las matriculas de ambos semestres,
el perdido y el que nunca hizo, y cogió su ropa y se fue de la casa sin decir
nada. Ellos jamás trataron de detenerla o de ubicarla.
Se consiguió un pequeño sitio cerca a la
tienda y le dijo a Diana que esta era la primera vez que era feliz de verdad.
Nunca antes se había sentido verdaderamente completa y se lo agradecía. Aunque
podía ejercer su amor al arte, debía confesar que este había recibido
demasiados golpes como para que alguna vez volviera a ser tan destacable como
antes. Incluso ahora, podía ver que había perdido mucho de ese talento que
había mostrado de más joven. Pero eso ya no importaba. Las cosas cambian y no
se puede uno lamentar al respecto. Lo hecho, hecho está y hay que ver que otro
camino hay para seguir adelante porque eso es lo único cierto.
Las dos amigas crecieron juntas económicamente
y en cinco años tenían seis tiendas en la ciudad, algunas en sectores de altos
ingresos donde celebridades y personajes de la vida social iban a comer o tomar
algo en las tardes. La decoración de los sitios, mezclando diferentes estilos
pero siempre guardando ese aspecto de salón de té inglés, les había merecido
halagos e incluso premios. Sin embargo, lo que más le dolía a Florencia, era
ver que Diana todavía tenía a su familia al lado y que ellos estaban
orgullosos. Pero era entonces cuando Florencia inhalaba lentamente y luego
soltaba el aire, recordando que las cosas
no siempre son como las queremos.
Todas las noches trataba de dibujar de nuevo.
Unas veces podía, otra veces no y cuando podía el resultado no siempre era el
mejor. Era algo perdido. Pero tenía su negocio, tenía el placer de atender a
sus clientes, de adecuar los locales, de hacer los pastelillos y, lo mejor, de
tener una amistad a prueba de todo, incondicional y fuente de apoyo y consuelo.
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