El viaje desde la veterinaria hasta la casa
fue el más deprimente que jamás hubiesen hecho. Ninguno de los pasajeros de la
camioneta hablaba, ni siquiera parecía que respiraran. Estaban tan tristes y
tan confundidos, que no sabían que hacer o que decir o como actuar. Al fin y al
cabo que se les había muerto su querido Bigotes, el gato con el que habían
convivido por más de cinco años. No había muerto de vejez sino por una extraña
enfermedad que el da a los de su especie. Habían tenido que tomar la decisión
de ponerlo a dormir y eso los tenía pensativos a todos.
En el asiento trasero, iba el pequeño Nico.
Había llorado desde por la mañana, cuando encontró a Nico casi sin vida al lado
de su plato de comida y agua. Todas las mañanas el niño tenía la costumbre de
visitar al gato en su habitación al lado de la cocina. Lo encerraban allí por
las noches porque ya había sucedido que se salía a la calle sin previo aviso y
se pasaban un buen par de horas buscándolo por todos lados. Así que decidieron
cerrar la puerta en la noche y así enseñarle a Bigotes que no podía irse adonde
quisiera, cuando quisiera
Pero eso no había ayudado esta vez. La
enfermedad, al parecer, había avanzado lentamente por mucho tiempo y para
cuando Nico lo encontró estaba en un estado en el que ya no se podía hacer nada
por él. Fue difícil tatar de explicarle a Nico lo que pasaba. Lloraba tanto que
no se dejaba explicar lo que sucedía y cuando dejaba de llorar parecía que las
palabras no tenían sentido para él. Bigotes era su mejor amigo, dicho por él
mismo. La verdad era que el gato y el niño sí tenían una conexión especial,
poco común se podría decir.
Cuando durmieron a Bigotes, Nico empezó a
gritar y a patalear tan fuerte que muchas de las mascotas que esperaban ser
atendidas tuvieron una pequeña crisis nerviosa por el ruido y el alboroto. El
padre de Nico tuvo que sacarlo a la calle y allí calmarlo un poco. Quiso
comprarle un helado o caramelos pero el niño se negó, llorando como si tuviera
reservas eternas de lágrimas. Cuando volvieron adentro, ya todo estaba hecho y
la veterinaria tuvo la buena idea de que el niño pudiese despedirse de su
amiguito. Fue un momento muy duro para los padres y el resto de presentes.
Tuvieron que esperan un rato más pues en el
mismo lugar incineraban los cuerpos de las mascotas y daban los restos a la
familia para que pudiesen enterrarlas o lanzarlas en algún lugar especial o lo
que quisieran hacer. En el viaje de vuelta a casa, la cajita estuvo quieta en
el asiento al lado del de Nico, que le echaba miradas a la cajita y parecía
estar a punto de llorar de nuevo pero parecía controlarse y no lo hacía. Apenas
llegaron a la casa, Nico subió corriendo a su cuarto y se encerró allí sin
decir una palabra a sus padres.
Ellos tomaron la cajita y la pusieron en el
cuarto que había ocupado Bigotes. Incluso para ellos había sido una experiencia
dura pues en muchos de los recuerdos más alegres de la familia, Bigotes había
estado presente. Era la mascota de la familia y tenían miles de fotografías que
lo probaban. Nico tenía solo ocho años y para él ese gato había estado allí
toda su vida, compartiendo con él y jugando. Debía ser muy duro y los padres
trataron de discutir como hacerle entender que era algo normal y que no podía
ponerse triste por lo que había ocurrido.
Al parecer, Bigotes tenía una enfermedad que
atacaba a través de la sangre, haciendo que de un momento a otro no pudiese
caminar ni hacer ningún movimiento brusco. Era como si el cuerpo se le apagara
de un momento a otro. La veterinaria les explicó que era poco común pero que ya
lo había visto ocurrir y no había manera de prevenirlo o de hacer nada para
remediar la situación. La recomendación de cremarlo también fue de ella pues
pensaba que podía ser lo mejor cuando se trataba de enfermedades tan extrañas
como esa.
Esa noche, Nico no quiso bajar a comer. Ni
siquiera la promesa de dos bolas de helado con chicles fue suficiente para
convencerlo. No quisieron entrar de golpe al cuarto porque querían respetar el
duelo de su hijo pero cada cierto rato pasaban frente a la puerta y preguntaban
si estaba bien. Él siempre respondía, con la voz desganada y claramente cansado
y todavía muy afectado por lo que había pasado. Como era jueves, decidieron no
mandarlo a la escuela el viernes y que tuviesen tres días para procesar su
dolor por el gato.
El viernes no salió pero por lo menos dejó que
su madre le pusiera en el escritorio un plato con comida. Cuando ella lo buscó
más tarde, no había comido casi nada y se la pasaba en el suelo haciendo nada o
en la cama acostado sobre su pecho. Les rompía el corazón ver a su hijo así y
estuvieron a punto de llamar a un psicólogo infantil pero el papá de Nico dijo
que el luto era normal y que Nico debía procesarlo a su manera, sin apurarlo ni
nada por el estilo. Debía ser él el que les dijera cuando estuviese listo.
Para el sábado en la noche, Nico ya salió de
su habitación y se quedó con ellos en la sala para ver una película. A
propósito, su padre puso una que sabría que le gustaría y el niño se mantuvo
entretenido lo que duró la película pero en ningún momento soltó una carcajada
ni nada parecido. Pero estaba allí con ellos y eso era un avance. El fin de
semana terminó de manera similar aunque cuando lo acostaron el domingo por la
noche, Nico preguntó a sus padres que se sentía morir.
La pregunta los cogió fuera de base. No debía
haber sido así pero no sabían muy bien como responder. Tratando de ser
cuidadosos, le explicaron al niño que las personas solo morían una vez y que
por eso nadie sabía muy bien lo que se sentía. Además, no todos mueren igual
entonces por eso era muy difícil responder la pregunta. Entonces, Nico preguntó
si a Bigotes le había dolido la inyección de la doctora y ellos se apuraron a
decir que no, que seguramente había sentido mucho sueño y que así había
ocurrido todo. No preguntó nada más.
Al otro día ya tenía escuela. Cuando llegó en
la tarde parecía más alegre, más energético. Pidió tomar una leche con
chocolate y poder ver dibujos animados antes de hacer las tareas. Todo el
tiempo que estuvo en la sala se rió de las situaciones que veía y la madre
quedó sorprendida. Todo se explicó al otro día, cuando tuvo que ir a la escuela
y la profesora le contó que su hijo había preguntado en clase sobre la muerte.
Al comienzo había sido difícil responder pues no era una pregunta que hiciese
un niño de esa edad en la escuela.
Pero según la profesora, fueron los compañeros
de Nico los que empezaron a responder y a contar sus propias experiencias. La
mayoría había tenido mascotas y habían pasado por situaciones parecidas. Los
que no tenían mascota, habían tenido familiares que también habían enfermado y
muerto y le explicaron a Nico cada una de sus experiencias. La profesora no
intervino mucho pero se dio cuenta de que era el mejor espacio para el que
niños tan jóvenes hablaran de lo que la muerte era para ellos y como la percibían
en sus vidas.
Cuando sonó la campana del recreo, los niños
siguieron hablando del tema y ella tuvo que hacerlos salir para que tomaran
aire y comieran algo. Muchos siguieron discutiendo durante el recreo pero
cuando volvieron al salón de clase ya todo parecía haber sido hablado porque
pudo retomar el tema original de la clase sin ningún problema. El punto era que
Nico había superado la situación por el mismo, sin ayuda de nadie y haciendo
las preguntas correctas y a las personas correctas. Era eso lo que necesitaba
desde el comienzo.
El fin de semana siguiente fue el entierro de
las cenizas de Bigotes en el patio trasero de la casa. Nico no quiso lanzarlas
porque quería tenerlo cerca. Sus padres estuvieron de acuerdo. El mismo cavó el
huevo, echó las cenizas y tapó con tierra. Cada uno dijo algunas palabras y al
final la madre plantó algunas semillas que prometió a Nico crecerían para ser
flores hermosas que les recordarían a Bigotes para siempre. El niño sonrió y desde
ese día maduró un poco.
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