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viernes, 7 de septiembre de 2018

Cambio climático


   Lo primero que hice al llegar a casa fue quitarme la ropa y echarla toda a la lavadora. Luego, en mi habitación, me puse unos pantalones cortos de una tela muy cómoda y una camiseta tipo esqueleto blanca que tenía para cuando tuviese que hacer manualidades en la casa. No me puse zapatos ni medias, estuve descalzo todo el rato mientras hacía la comida y veía un poco de televisión al mismo tiempo. Las imágenes que pasaban en la pantallas eran desoladoras pero no del todo increíbles.

 Incendios voraces arrasaban árboles y casas, por todas partes. Al comienzo era solo en países con mucho bosque, donde las temperaturas estivales se habían disparado de golpe. Pero ahora en todas partes, incluso en los países donde se suponía que debía estar haciendo frío. Y no solo habían incendios sino muertos por todas partes a causa del calor tan insoportable que hacía durante el día. Durante la noche las cosas se calmaban un poco pero todo el asunto había causado una epidemia importante de insomnio.

 Además ya se estaban reportando más casos de virus peligrosos en zonas en las que antes jamás se había oído mencionar nada por el estilo. Fue un poco chocante ver todas esas imágenes mientras cocinaba. Tanto así que, cuando serví mi comida en la mesa, tomé el control remoto y cambié a un canal en el que estuviesen hablando de otra cosa. No le puse más atención al televisor, solo me gustaba tener una voz en la casa, alguien que hablase en voz alta para yo no tener que hacerlo. Sería un poco raro hablar solo.

 Comí mi pasta con albóndigas en silencio, a vez mirando el celular y otras veces mirando al televisor como quien mira una ventana. Cuando acabé de comer, me limpié el sudor de la frente y pensé seriamente en ducharme antes de salir. Pero algo me indico que sería un desperdicio de agua, puesto que estaría sudando en pocos minutos. Tenía una cita a la cual asistir pero tanto lío con el clima me había bajado un poco el ánimo en cuanto a lo que se refiere a relaciones interpersonales. No parecían prioritarias.

 Sin embargo, mientras lavaba los platos, él me llamó. Me sentí un poco raro, como si estuviese de vuelta en la escuela. Usaba el celular solo para enviar mensajes y cosas por el estilo, pero casi nunca para hacer llamadas. El solo sonido del timbre me fastidiaba. Contesté porque vi su nombre en el centro de la pantalla brillante. No sé que tipo de voz utilicé o si me escuchaba tan abatido como me sentía. El caso es que reafirmamos la hora y el lugar de la cita, así que ya no tenía opción de echarme para atrás. No era que no quisiera verlo, pero la verdad no moría por salir a la calle.

 Lo bueno, y esto es relativo, es que la cita era para media hora después del anochecer. En teoría, la calle estaría menos cálida que en el día. Sin embargo, era viernes y eso significaba que todos los lugares estarían a reventar. Era gracioso que la gente se quejara del calor todos los días pero no pareciera tener ningún problema con meterse en una discoteca empacada con cientos de personas, todas moviéndose al mismo tiempo. Era casi masoquista pero nadie parecía reconocerlo. La gente puede ser muy extraña.

 Decidí no ducharme y dejar que me conociera como estaba. Se supone que hay que esforzarse cuando se tiene una cita o algo por el estilo pero la verdad es que no me daban muchas ganas de lucirme. Había que ser realista y nosotros lo que queríamos era algo más estable que una simple relación sexual. De hecho, ya habíamos intimado y sabíamos que nos entendíamos bien en ese aspecto pero queríamos intentar algo nuevo, algo diferente que pudiese tal vez ofrecernos algo que no teníamos ya y que nos urgía.

 Yo hacía mucho no tenía una relación estable con nadie e intentarlo parecía ser una aventura divertida. Sabía que no tenía porqué ser así pero parecía la persona apropiada para intentarlo. Sin embargo, con el calor que hacía, no venía mal que me conociera sudando y quejándome, como era yo en realidad mejor dicho. Me puse ropa igual de cómoda pero un poco más agradable a la vista, así como zapatos y medias que fueran con el calor que igual se sentía en las noches. Algo de perfume fue mi último toque antes de salir.

 No había llegado a la escalera cuando la vecina salió de su apartamento, quejándose de una cosa y de otra. Cuando me vio, dijo casi a gritos que habían quitado el agua. Yo, por supuesto, no tenía como haberme dado cuenta. Iba a devolverme a mirar, pero el tiempo estaba contado y no quería llegar tarde. Le dije a la vecina que seguramente era algo temporal, aunque no me creí ni media palabra de lo que dije. Ya habían reportado tuberías reventadas por el calor en otros puntos de la ciudad, así que se veía venir.

 Lo malo de verme con él a la hora acordada era que de todas maneras tenía que salir de día. Hice una nota mental para recordar ese error en el futuro y caminé con paso lento a la parada más cercana de buses. Esperé poco tiempo pero dejé pasar al primer bus porque iba hasta arriba de gente y era evidente que no estaba funcionando el aire acondicionado. El segundo bus, al que me subí, iba solo un poco menos lleno pero al menos sí tenía una temperatura agradable. Así que aguanté mientras llegaba a mi destino. Creo que cuando bajé, lo hice casi empujando y corriendo del desespero.

 Me arreglé un poco el pelo, viendo mi reflejo en el vidrio de una tienda, pero no tenía mucho caso intentarlo. Fue entonces cuando escuché una explosión que me hizo agacharme y sentir algo de miedo. Sin embargo, pronto tuve respuesta acerca de la proveniencia del ruido: se había tratado de las llantas delanteras de un taxi, que habían estallado debido a las altas temperaturas del pavimento. Mucha gente gritaba exageradamente, al ver como el asfalto se había derretido casi por completo.

 Yo me quedé mirando solo un rato, en el que olvidé por completo la razón que me había sacado de mi casa. Caminé hacia el lugar de la cita pensando en todo lo que había visto ese día y desde el comienzo de la ola de calor. Era horrible como parecía que todo había cambiado de golpe, sin aviso, y hacia un destino que parecía francamente horrible. No era solo algo de calor sino un peligro serio para todos. Por estar pensando en ello, casi cruzo un semáforo sin tener el paso. Los ruidos de las bocinas me devolvieron al mundo real.

 Cuando llegué, el ya estaba allí. Y creo que fue en ese momento en el que me di cuenta de que había tomado la decisión correcta. Vestía una camisa muy linda, de color azul con motivos florales. Llevaba también un pantalón corto blanco y zapatos del mismo color con medias azules como la camisa. Se había peinado bien pero, como yo, tenía el sudor marcado ya por todos lados, incluso en las exilas. Se veía apenado pero yo solo sonreí como un idiota y lo abracé cuando estuvimos bien cerca, el uno del otro.

 Me propuso comer un helado y asentí como un tonto. Empezamos a hablar e, inevitablemente, el tema fue el clima. Me contó que en el hogar para adultos mayores donde vivía su abuela ya habían muerto cinco ancianos y parecía que las cosas se podían poner peor. Visitaba a su abuela con frecuencia porque le quedaba cerca y porque tenía miedo de lo que le pudiese pasar. Se limpió en un momento el sudor y me miró entonces a los ojos. Su expresión era de una profunda preocupación. Me hizo sentir mucho en segundos.

 De golpe, la luz en la calle pareció titilar. Se hizo menos intensa, luego más intensa y luego se apagó y no se volvió a encender. La gente gritaba y reía y hablaba y nosotros no dijimos nada. Seguimos caminando, incluso sabiendo que lo hacíamos solo por hacer algo, por movernos.

 La heladería estaba rellena. Estaban casi regalándolo todo pues sin electricidad el negocio no podía funcionar. Como él era alto, fue capaz de pasar la multitud y tomar dos helados para nosotros. Cuando me dio el mío, respondí a un impulso y le di un beso en la mejilla. Él respondió, en la casi oscuridad.

lunes, 4 de diciembre de 2017

No hay mal que por bien no venga

   El ruido en la calle era ensordecedor. No se podía pensar correctamente con tantos sonidos alrededor. No solo era la interminable fila de automóviles, cada uno usando el claxon en un momento diferente, sino también las voces de las personas, los motores de las motocicletas, los timbres de la bicicletas y el bramido de todos los vehículos combinados. Además, y como no era poco frecuente en aquella ciudad, se escuchaban también los sonidos de percutores de alta potencia, usados por obreros en la calle.

 El taxi hacía mucho tiempo que no se movía ni un milímetro y Susana empezaba a desesperarse. Normalmente no le importaban mucho los trancones puesto que estaba acostumbrada a ellos. Su solución había sido siempre salir muy temprano y simplemente usar el tiempo en el transporte público haciendo algo más. Pero ya habían pasado quince minutos desde que había terminado su única tarea pendiente y eso la hacía poner atención a su entorno, cosa que no era muy buena.

 Susana era de esa clase de personas que debe vivir en constante movimiento, haciendo algo con la mente o las manos. Si de pronto dejan de moverse o de pensar, simplemente se vuelven locos. No locos en el sentido tradicional sino que pierden el sentido de todo, parecen no saber donde están y se desesperan por cualquier detalle. Por eso no tener nada más que hacer en un lugar como ese era lo peor que le podía pasar a Susana y ella lo sabía muy bien, pues ya le había ocurrido antes.

 Sacó el celular del bolso y empezó a mirar si tenía mensajes o llamadas perdidas. Pero no había nada de eso, lo cual era sorprendentemente inusual. Pensó en llamar a su secretaria para saber que pasaba en la empresa pero recordó que era la hora del almuerzo y seguramente no habría nadie cerca del teléfono que le pudiese ayudar. Su comida ya la había consumido, así que eso era algo menos que podía hacer. Solo había sido una ensalada ya lista de supermercado y una limonada demasiado agria.

 Se inclinó sobre la división de los asientos delanteros y le preguntó al conductor si tenía alguna idea de porqué nada se estaba moviendo en la avenida. El tipo tenía los audífonos puestos y se los quitó al notar a Susana, que tuvo que repetir su pregunta. El hombre se encogió de hombros, y sin más, se puso los audífonos de nuevo. Susana entornó los ojos, hastiada de la gente que no tenía ni idea de cómo hacer su trabajo, y se echó para atrás, recostándose contra la silla. Su cita era en media hora pero quería llegar antes para causar una mejor impresión. Era su manera de hacer las cosas.

 Pasaron otros cinco minutos y Susana sacó de nuevo el celular de su bolso. Lo había guardado cuidadosamente y no sabía porqué, ya que era el único objeto con la capacidad de tranquilizarla un poco, aunque en ese momento no estaba funcionando mucho. Verificó la dirección a la cual se dirigía y luego abrió la aplicación de mapas que venía con el aparato. Su ojos se abrieron al darse cuenta que estaba a solo unas diez calles del sitio. Podía caminar tranquilamente para llegar.

 La mujer abrió el bolso de nuevo y guardó el celular de nuevo pero esta vez sacó su billetera y estiró una mano para tocarle el hombro al conductor. Este se quitó los audífonos y se dio la vuelta. Tenía cara de haber estado durmiendo. Susana ignoró esto y le dije que se bajaba y que le diera la tarifa. El hombre no dijo nada, solo tomó una tabla de plástico con números y le indicó a la mujer cuanto debía pagar. Ella sacó el dinero justo, se lo dio en la mano al hombre y salió del taxi con una sonrisa.

 Ya en la acera, respiró profundamente. Era muy distinto poder respirar un aire algo más puro que el de un automóvil, así la avenida se estuviese llenado lentamente de los gases de los coches. Pensó en que lo mejor sería tomar una calle perpendicular, en pendiente, para llegar adonde necesitaba ir. Llegó a un semáforo y cruzó y fue entonces que escuchó un estruendo más en la vía. Por un momento pensó que había sido alguna especie de máquina pero resultó ser un trueno lejano.

 No se había alejado mucho de la avenida cuando empezó a llover con fuerza. El viento se arreció de repente y Susana empezó a correr sin mucho sentido, pues no se fijaba para donde estaba yendo. Lo importante en ese momento era buscar un lugar para cubrirse. Lamentablemente para ella, la calle era más que todo residencial y tuvo que correr dos cuadras más para llegar a una zona de pastelerías y tiendas de artículos para el hogar. Entró por la primera puerta que vio, asustada por otro trueno, más cercano.

 Cuando se dio la vuelta, se dio cuenta que había entrado en una especie de casa de té. Estaba un poco oscuro por la tormenta en el exterior pero varias velas alumbraban el entorno. Varias personas comían postre, la mayoría eran personas mayores pero había también otros que parecían estar en alguna reunión de negocios o simplemente comiendo algo con un amigo. Susana caminó al mostrador, con el pelo escurriendo agua. Miraba lo que había disponible para comer aunque en verdad no tenía nada de hambre. La mujer que atendía, más joven que ella, la miraba con curiosidad.

 Susana fue a abrir la boca pero la cerró de nuevo. La verdad no sabía si quería quedarse mucho tiempo en el lugar. Pero al mirar la ventana que daba a la calle, se dio cuenta que ir caminando ya no era una opción. Era increíble la cantidad de agua que caía del cielo. Parecía como si no hubiese llovido nunca. El cielo se había puesto de un color muy oscuro y no se veía ya nada de gente en la calle. Sin embargo, las personas que había en la casa de té no parecían interesadas en el exterior.

 Por fin se decidió por un café y un pastelito pequeño que parecía no saber a nada. La mujer le cobró y Susana le pagó sin mirarla. No era algo consciente, sino algo que siempre hacía cuando interactuaba con la gente en lugares así. Su mirada fija estaba reservada para reuniones como la que pensaba tener en poco tiempo. Apenas pudo, tomó una pequeña mesa en un rincón y trató de arreglarse un poco el cabello. La misma cajera le trajo el café y el pastelito, que Susana dejó sin tocar por un momento.

 Lo primero era ver la hora. Faltaban ahora solo cinco minutos para la cita y el lugar, aunque no era lejos, era ahora inaccesible por la tormenta. Decidió llamar y preguntar por el hombre con el que tenía la cita, para disculparse, pero nadie respondió. La línea funcionaba pero nadie contestaba, ni siquiera el conmutador automático. Colgó y tomó algo de café. Su mirada estaba perdida, puesto que el negocio que iba a concretar hubiese significado algo muy importante para su empresa.

 Suspiró rendida y tomó el pastelito para darle un mordisco. La decepción de repente le había abierto el apetito. Era un pequeño bizcocho blanco con relleno verde y Susana se sorprendió con el sabor. Sonrió por primera vez en mucho tiempo, puesto que el bocado le había provocado un cierto calor en el corazón, o en el pecho. Donde fuera,  había sentido como si se hubiese tragado una barra energética de gran potencia, que no solo daba ganas de moverse sin una alegría bastante particular.

 Era como un optimismo extraño que la invadía y sabía que tenía que hacer algo con ello. Pensó en salir del lugar y enfrentar la tormenta o llamar de nuevo para ver si podía arreglar otra cita con el hombre. Pero la respuesta estaba mucho más cerca de lo que pensaba.


 A su lado, un hombre vestido de traje y corbata la miró, puesto que Susana se había  levantado de la silla y se había quedado quieta. Ella lo miró y soltó una carcajada. Era él con quién tenía la cita y resultaba que estaba allí, tomando algo con otra persona. Se saludaron de mano y empezaron a hablar.

viernes, 18 de agosto de 2017

Es algo difícil

   Cuando empecé a ir a la sicóloga, tengo que confesarlo, pensé que ya no había vuelta atrás. El hecho de tener que ir dos veces por semana a un lugar donde todos piensan que estoy loco o que estoy al borde del suicidio, era para mí la garantía de que mi vida jamás volvería a ser la misma y que lo que había pasado marcaría un antes y un después en todo lo que ha ocurrido desde el momento en que nací. Y es cierto, así ha sido. Pero también han pasado otras cosas que han cambiado mi visión de todo.

 La mujer de la que les hablo se llama Verónica. Es una de esas señoras de más de cincuenta años que cree que tiene veinte o algo por el estilo. Las faldas y tacones que se pone se le ven ridículos, pero supongo que si le gustan no importa. Sin embargo, siempre que la veo por primera vez, pienso en lo tonto que parece el hecho de que algo que ciertamente tiene algún problema sicológico me hable a mi de mis problemas mentales. Hay algo que no está bien en ese intercambio.

 Sin embargo, a juzgar por los títulos en su oficinas y por lo que el doctor Peña me dijo, es una mujer muy inteligente y brillante en su campo. Ha dado conferencias y ha escrito libros. Después de la primera cita que tuvimos me fui corriendo a una gran tienda departamental y en efecto sus libros de autoayuda están por todas partes. Pero no compré ninguno porque no tendría sentido teniendo a la persona misma frente a mí, martes y viernes de todas las semanas, anotando y escuchando.

 Eso es algo que no me gusta para nada. Ella asiente y mueve la cabeza, me indica que siga, me hace preguntas vagas y no mucho más. A veces siento que no estoy allí para mejorar sino para que me hagan algún tipo de pruebas. Pienso que soy solo un conejillo de Indias en uno de esos exámenes masivos que hacen para probar algo en la gente. No dudo que sea una mujer muy cualificada pero simplemente creo que un paciente necesita algo más que solo movimientos de cabeza.

 Lo más fastidioso no fue el hecho de contar lo que me había pasado. Es raro, pero ya se lo he contado a tanta gente en tantos contextos distintos, que me da un poco lo mismo. Solo lo hago de manera automática, sin cambiar nunca la historia. Hay cosas que ya no recuerdo y otras que vuelven en la noche, en forma de pesadillas. Pero lo que sale de mi boca es siempre lo mismo, como si lo hubiese ensayado por años. A veces me siento como un actor teatral, que ha memorizado las líneas de su personaje desde que se dio cuenta de que estar en un escenario era lo suyo.

 Solo hace poco conté una versión distinta de la historia.  Tal vez fue la manera en que abordamos el tema, tal vez fue la hermosa sonrisa de Martín la que me hizo armar las frases de otra manera. No tengo ni idea. El caso es que empecé a contarle mi historia un día y la terminé muchos días después. En ambos momentos tenía una cerveza cerca y por eso un día le dije a Verónica que me iba a volver alcohólico. Era una broma tonta pero ella se la tomó en serio y no me dejó de molestar con el tema durante toda la sesión.

 A Martín lo conocí de una forma muy rara. Él trabaja en una tienda de ropa para hombre que hay cerca de mi casa. Nunca había entrado hasta que un día de calor decidí echar un ojo a la ropa de baño que tenían allí. No me gusta meterme al mar pero si acostarme en la arena y leer algo mientras el sol me quema la piel. Fue allí donde hablamos por primera vez y me encantó que lo primero que me dijera es que le gustaba mucho mi cuerpo. Eso lo dijo cuando me probé uno de los bañadores.

 Me pareció inapropiado al comienzo y me sentí un poco demasiado consciente de mi mismo. Pero a los pocos minutos, me di cuenta de que esa era una cualidad que me gustaba en las personas. Esa honestidad brusca, esa manera tosca pero realista y considerada de preguntar las cosas y decir lo que se tiene en la mente. Desde ese momento supe que él era eso y después me enteré de que era mucho más. No demoró mucho puesto que, en la bolsa con la que salí de la tienda, dejó una tarjeta con su nombre y número de teléfono.

 Al otro día lo saludó por una de esas aplicaciones para conversar y estuvimos así varias horas. Es una suerte que mi trabajo no precise mucha concentración porque la verdad no hice más sino reírme de lo que decía y de las fotos que me enviaba. Estaba arreglando la ropa en los anaqueles y me decía cosas graciosas de algunas prendas. Al final de esa tarde, me preguntó si querría verlo para tomar algo y le dije que sí, sin dudarlo. Sobra decir que esa cita fue todo un éxito.

 Fue el viernes siguiente a esa cita cuando me di cuenta que no había pensando en Martín como algo más que un hombre muy especial. No sé como fue que Verónica lo percibió, pero me pidió imaginar como hablaría con una eventual pareja de lo que me había pasado. Me preguntó si mentiría o si diría la verdad o si mezclaría las dos cosas para hacer que todo fuese un poco menos raro. No supe que decir y la sesión terminó con un sermón largo y aburrido. No entiendo como me pueden decir como sentirme cuando nunca han pasado por lo que yo pasé.

 Sí, estaba borracho. Por eso el chiste le cayó tan mal a Verónica. Estaba ebrio y salí del bar en el que estaba con amigos sin despedirme de ellos. Mi casa era relativamente cerca pero no conté con que toda una calle estuviera sin luz y que un hombre aprovechara esa circunstancia para drogarme con un pañuelo. Me llevó a algún lado y allí hizo lo que quiso conmigo. Mi ser estaba dentro de mi cuerpo pero solo podía ver y sentir pero no reaccionar. No podía gritar y así hubiera querido, no hubiese podido.

 Me desperté al otro día, muy tarde, tirado en un callejón horrible de un barrio al que nunca quiero volver. Busqué a un policía y le conté lo que había pasado. Se burló de mí. Me miró como si fuese un niño hablando de monstruos y príncipes y simplemente me amenazó con meterme a la cárcel si seguía gritando en la calle. Pero grite más, asustando a la gente que pasaba por el lugar. No me importó nada. No sé de donde salió eso de mi, supongo que del instinto de supervivencia.

 Eventualmente alguien me ayudó, fui al hospital y el mundo supo lo que me había pasado. Hubo notas de prensa con mi nombre durante muchos días y me pidieron un sin número de entrevistas. Yo solo quería morirme y trata de suicidarme una vez, cortándome las venas de la manera menos mortal posible. Por eso me obligaron a ir a las citas con Verónica. Ya ha pasado un año y mi vida está mucho mejor que en ese momento. Incluso creo que está mejor que antes.

 Martín supo de lo que me había pasado porque nos tomamos una foto y el la subió a alguna red social. Allí una amiga de él me reconoció y básicamente le contó mi historia. En ese momento me sentí hundido de nuevo, humillado. No solo porque él supiera lo ocurrido sino porque yo no había tomado la decisión de decirle. Quería que fuese algo mío, una decisión tomada con cabeza fría. Pero no, de nuevo a la fuerza. Por eso él me preguntó sobre lo ocurrido y yo tan solo le conté todo.

 Le hablé de cada cosa, de cada detalle que recordaba. Ni con la policía fui tan detallado. Ellos me habían considerado un mentiroso y simplemente no creía en su falso sentido del deber. No me importaba la persona que me había hecho eso y no me importaban ellos. No me importaba nada.


 Cuando terminé de contar la historia, Martín me abrazó y me dijo que podríamos ir a la velocidad que yo deseara, que él esperaría porque estaba enamorado. Yo lloré, nos abrazamos y nos besamos. Mañana me va a acompañar adonde Verónica. Va a ser divertido porque no le he dicho nada de él. Deséenme suerte.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Rutina semanal

   Como todos los días que iba a la panadería, la señora Ruiz compraba pan francés, una caja llena de panes surtidos y un pastelillo relleno de crema para acompañar el café de las tarde. Como siempre, iba después del almuerzo, muy a las dos de la tarde. Le gustaba esa hora porque podía ver a las personas volviendo a sus puestos de trabajo. A veces compraba algo extra para comerlo sentada en alguna de las bancas del sendero peatonal que tenía que atravesar para llegar a casa.

 Cuando lo hacía, era porque el día era muy bello o porque en verdad quería ver a la gente pasar. Algunos parecían tener problemas serios, iban con la cabeza agachada y la espalda visiblemente tensionada. Otros iban de un lado a otro con una gran sonrisa en la cara, incluso reían. Siempre que veía a alguien así, se le pegaba la risa o se daba cuenta que estaba sonriendo sin razón aparente. Veía gente joven y gente mayor, mujer y hombres, empleados y dueños de empresas. Para ella era apasionante.

 Pero la mayoría de veces, prefería regresar pronto a su casa, en especial porque el clima no dejaba que se quedara mucho tiempo caminando por ahí. Los peores días eran sin duda aquellos en los que ni siquiera podía salir por culpa de la lluvia. Quedarse sentada en casa, viendo la televisión o en la sala tratando de leer mientras las lluvias golpeaban el vidrio de la ventana, no era su manera favorita de pasar un pedazo de la tarde. Ya se había acostumbrado a ver la cara de la gente e imaginar sus vidas.

 Tanto así, que mantenía un pequeño diario y anotaba algunas líneas todos los días. Esta era su tarea justo antes de preparar el café y comerse su pastelillo de crema. Todo su día estaba completamente ordenado, desde las siete de la mañana que se despertaba, hasta las once de la noche, hora en la que normalmente estaba en cama para dormir. Su rutina diaria estaba perfectamente definida. Algunas personas le decían que eso podía ser muy aburridor pero para ella era perfecto.

 La señora Ruiz era viuda y no tenía a nadie con quién compartir sus cosas, ni dentro de la casa ni fuera de ella. Su marido había muerto hacía menos de diez años de un ataque al corazón, cuando todavía era bastante joven, o al menos lo suficiente para estar disfrutando su pensión. Toda la vida había trabajado, desde muy joven, y durante un largo tiempo había buscado la jubilación para poder disfrutar de la vida. Sin embargo, fue meses después de dejar de trabajar cuando el ataque se lo llevó y condenó a la señora Ruiz a estar solo por una buena parte de su vida.

  Había hijos, un hija y una hoja para ser más exactos. Sin embargo, poco la visitaban. A ellos se les había vuelto rutina llamar una vez por semana y creían que con eso cumplían la obligación de estar en contacto con su madre. Solo venían físicamente cuando ella cumplía años o cuando necesitaban algo de dinero, pues su marido le había confiado todos sus ahorros y ella recibía el cheque de la pensión sin falta. Era gracias a ese dinero que podía vivir bien a pesar de no tener a nadie.

 También venía o, mejor dicho, se la llevaban los días de fiesta como Navidad y todo eso pero para ella era siempre un momento muy estresante porque pasaba de no ver a nadie a ver montones de personas, muchas veces gente que ni conocía. Le gustaba pero su cuerpo se cansaba rápidamente y no podía quedarse con los más jóvenes por mucho tiempo. Incluso jugar con sus nietos era un reto para ella y eso que le encantaba hacerlo porque se sentía muy a gusto con ellos.

 Pero eso casi nunca pasaba. Por esos sus salidas después de comer. A veces también salía por las mañanas pero eso solo cuando tenía alguna cita médica o cosas de ese estilo. Odiaba confesarlo pero le encantaba tener esa cita una vez al mes pues el doctor era muy amable con ella y muy guapo también. Era casi como un cita para ella. Además veía otra gente en el hospital y se distraía por algún tiempo más en la semana. Era triste estar feliz en un hospital pero le pasaba seguido.

 De resto, en casa solo tenía montones de libros y la televisión. En cuanto a los primeros, había leído ya un gran número. Su esposo había sido un ávido lector y había comprado muchos títulos a lo largo de los años. Había cuanto genero se pudiera uno imaginar, así como libros gordos y libros muy delgados. Había libros de arte llenos de imágenes y otros de letra pequeña y casi sin espacios para descansar la vista. Lentamente, todos ellos se habían vuelto parte de su rutina diaria.

 En cuanto a la televisión, no era algo que ella adorara. La gente piensa que a todos los adultos mayores les encanta ver la tele pero la señora Ruiz era la prueba de que eso no era cierto. Solo veía algunos programas y lo hacía de noche, cuando necesitaba estar cansada. Porque eso era lo que le provocaba la televisión: un cansancio completo con el volumen que tenía y las imágenes rápidas. Solo veía o trataba de ver una telenovela. Lo peor era cuando se terminaba una y comenzaba la otra, pues a veces se perdía con frecuencia en la trama.

 Los fines de semana eran tal vez sus días favoritos. El domingo era más calmado pero desde hacía años había decidido que el sábado sería su día de hacer lo que ella quisiera. Es decir, que lanzaría su rutina por la ventana, por un día, y haría solamente lo que se le ocurriera. Esto podía resultar en días muy distintos de una semana a otra y eso era precisamente lo que ella estaba buscando, algo de emoción y cambio en su vida, que era sin duda monótona y cansina.

 Muchas veces optaba por ir al cine. No iba siempre a la misma hora y después siempre comía algo en la enorme plaza de comidas del centro comercial que le quedaba más cercano a casa. Como podía caminar hasta allí, era perfecto para cuando quería distraerse con cualquier cosa. Las películas que elegía eran siempre diferentes y cada vez que lo hacía pedía el consejo de una joven cajera que conocía de siempre. La joven le explicaba que nuevas películas habían llegado y de que se trataban.

 Cuando era joven, a la señora Ruiz no le había interesado mucho ni el cine ni muchos de sus géneros como el terror o la ciencia ficción. Pero ahora que era mayor, le encantaba ver películas muy diferentes las unas de las otras. Un sábado era alienígenas asesinos, el siguiente una pareja enamorada en alguna ciudad europea y al siguiente una película llena de explosiones y artes marciales. Ninguna recibía su descontento, muy al contrario. Todas la hacían muy feliz.

 A veces, si todavía tenía energía después de la película y de comer, se ponía a pasear por el centro comercial. Recorría cada pasillo, sin importar si estuviera lleno de gente o más bien vacío. Le gustaba hacerlo pues así llegaba rendida a casa y dormía mucho mejor de lo normal. Le gustaba estar cansada para sentir que había tenido un día igual de agitado que los demás. Sentía a veces que nada había cambiado y, aunque eso obviamente no era cierto, la ilusión la hacía sentir plena.

 Los domingos los tenía reservados en su rutina semanal. Esos días siempre se vestía con sus mejores vestidos y se arreglaba como si fuera a ir a una fiesta. Pero esa no era la razón. Contrataba un servicio especial que la llevaba a su destino y las esperaba lo suficiente.


  Iba siempre con flores y se sentaba al lado la tumba de su marido por horas y horas, a veces solo la levantaba la lluvia o el frío de la noche que llegaba. Durante ese tiempo, hablaban largo y tendido, o esa era la idea. Los domingos eran solo para él.