Mientras alucinaba en mi cuarto, podía oír
los sonidos del exterior, que se mezclaban con aquellos que venían de mi mente.
Además estaban esos puntos brillantes y manchas de colores que podía ver
incluso en un cuarto cerrado y oscuro como el mío. Los puntos de luz eran como
pequeñas explosiones que estallaban cerca de mi cara y que me hacían pensar en
fuegos artificiales mal ejecutados. Todos parecían brillar con más intensidad
entre más cerca estaban de mi. Y las manchas podían ser de diversas formas: circulares,
alargadas, pequeños palitos distribuidos uniformemente por el espacio, con
colores surrealistas, invadiendo todo mi campo de visión.
Por eso prefería dormir, hubiera preferido
nunca despertar más y dejar de sentir lo que sentía y de ver esos malditos
puntos y esos brillos que tanto odio. Pedí la muerte infinidad de veces, sobre
todo cuando me despertaba con ganas de vomitar y de salir corriendo, así no
hubiera manera de salir. Solo había una pequeña ventana que me ayudaba a saber
si era de noche o de día, eso era todo. Esa maldita ventana fue la tortura más
grande de todas puesto que yo hubiese preferido no volver a saber nada del
mundo exterior, de la gente o de los sonidos que, afortunadamente, no se
colaban por esa ventana.
La comida no estaba mal, de hecho era muy
buena, pero sufría cada vez que recibía el plato por la rendija de la puerta.
Sabía que fuera lo que fuera, me iba a causar un gran malestar que no podría
calmar en días. Y tener el retrete a centímetros de la cama no ayudaba en nada.
Era un desastre y por eso quería que todo terminase, que no hubiese más comida
para mi, ni más ventana ni más nada.
Quería morir sentado en ese retrete o en mi cama o, lo mejor, durmiendo y
soñando alguna de esas horribles pesadillas que todavía tenían la capacidad de
hacerme despertar sudando.
No recuerdo cuanto tiempo estuve en esa celda,
en esa habitación. Solo recuerdo los sonidos de gente arrastrando los pies en
vez de caminar con propiedad, de cubiertos metálicos chocando contra el piso de
cemento, de voces lejanas y risas que parecían mal ubicadas en semejante lugar.
Esos eran los sonidos de la realidad. Luego estaban los de las pesadillas, que
me torturaban todos los días. Eran gritos y quejidos, chillidos y berridos de
los más horribles e inquietantes. Mi mente era un cementerio.
Lo bueno, lo único creo en todo el asunto, era
que mi vida no cambió en lo que parecieron ser años. No veía gente y eso me
alegraba porque tenía suficiente con las personas que veía en mi cabeza, los
que se presentaban en las noches más oscuras para torturarme y recordarme quién
era, como si fuera un juego sórdido y retorcido el evitar que se me olvidaran
todos esos rostros que alguna vez yo había apreciado sin duda. Me torturaban y
creo que eso hacía parte de lo bueno.
No quiero recordar el maldito día en que volví
a ver la luz. Yo confiaba, y quería, que la última luz en mi vida fuera la de
la luna que a veces, muy pocas, entraba por la pequeña ventana de mi
habitación. Nunca había deseado más. Pero ese deseo no me fue concedido.
Un día las puertas de todas las celdas se
abrieron y todos fuimos libres de irnos. Por lo que oí, mientras me tapaba con
mis cobijas, no había guardias ni nadie que evitara que la gente se fuera. Yo
me quedé en mi cama y me rehusé a dejar mi pequeña celda, mi pequeño espacio en
el mundo. Me quedé allí de espalda a la puerta abierta y creo que lo hice un
por un tiempo largo. Pude resistir salir.
De nuevo, veía algo positivo en que las
puertas se hubiesen abierto: ya no había más ruido que el de su mente en el
lugar. Esa prisión, o lo que fuese, estaba ya desierta. A diferencia de él, el
resto de inquilinos había tenido todas las intenciones de salir corriendo
apenas pudieran y eso habían hecho. Disfruté de ese silencio y pude dormir mejor
algunas noches más, hasta que las pesadillas parecieron volver de sus
vacaciones. Se ponían cada vez peores, más agresivas y violentas y yo me
despertaba gimiendo y gritando como un cerdo al que van a matar.
En una de esas fue que noté como el agua que
salía del pequeño lavamanos se había reducido hasta ser un hilillo
insignificante. Al día siguiente, ya no salía nada. Si no había agua allí, iba
a morir. Y creo que esa fue la primera vez en mucho tiempo que sonreí, Por fin
se me había proporcionado una manera de morir dignamente, de irme de este
maldito mundo sin mayores complicaciones, sin pensar en nada más sino en mi.
Agradecía tanto que temí volverme religioso antes de morir.
Los días pasaron y el efecto de la sequía se
tardó en entrar en mi cuerpo pero cuando entró trajo consigo más dolor y
alucinaciones. Más imágenes mentirosas y sonidos que no estaban allí. El
delirio era tal que no sabía, por momentos, si estaba despierto o dormido o si
todos los dolores que sentía por todo el cuerpo eran uno solo o varios o si no
estaban del todo allí, como yo que cada vez me alejaba más de la realidad, más
no de la vida.
En uno de esos delirios vi unos ángeles
hermosos, con cara de venir de una estrella lejana. Me cargaron gentilmente y
sentí calor y frío mientras pasaba de un lugar a otro. Flotaba entre ellos y me
sentía volando como uno de esos pájaros que no había visto en años. Me sentí
sonreír y supe en ese momento que por fin la muerte había venido y este era ese
último paseo antes de terminar con todo. Le agradecí que no me llevara de paseo
por mi vida sino que me diera una vuelta por los cielos y la paz.
No se imaginan mi decepción cuando desperté,
cuando abrí los ojos. Tenía ojos! Me dio rabia y un sentimiento enorme de culpa
y de odio y de todo lo malo que se pueda sentir en un momento así. Empecé a
llorar y a gritar y a pelear y golpee gente pero no me importó. Le lancé puños
y patadas, gritos e insultos. Le di a un par antes de que me sometieran bajo su
fuerza a punta de algo que me hizo dormir de nuevo pero de una forma extraña
pues solo recuerdo un sueño en blanco, con una textura extraña.
Cuando desperté de nuevo estaba amarrado a la
cama con lo que parecían cinturones de seguridad. No podían mover ni piernas ni
manos y mi primera reacción fue llorar. No solo por la luz que era
excesivamente brillante sino porque no había logrado mi cometido. Que tan
difícil era morir? Llevaba años intentándolo, una y otra vez pero nada parecía
servir. Yo solo quería que el dolor de mi alma y de mi cuerpo se fuera, quería
dejar de pensar y de sentir y de ver y de estar. Era eso tan malo, era ese un
crimen tan horrible?
Pareció que mis ángeles, quienes sea que
fueran, entendieron que no me gustaba la luz brillante porque dejaron de
encenderla y solo mantenían prendida una luz en el suelo, al nivel de los pies.
Amarrado como estaba, yo podía apreciar esa luz azulada, que menos mal no tenía
poderes sobre mi, ni la capacidad de hacerme saltar de la rabia. Creo que
aprendí a querer a esa luz como nunca antes quise a ninguna luz.
Por fin, un día me habló uno de los ángeles y
me decepcioné al ver que era tan solo una mujer. Simple y básica, como toda la
humanidad. Quería hacerme preguntas y que la ayudara con no sé que cosas. Yo no
dije nada, no respondí. Ella se sentó por varios días al lado de mi cama y me
bombardeaba con preguntas varias. Era un fastidio total, sobre todo porque la
gran mayoría de esas preguntas no tenía significado alguno para mí.
A quién le importaba si yo había tenido hijos,
o que color me gustaba o si había volado alguna vez en avión? Que tenía que ver
de donde eres, cual era mi nombre y si recordaba a mis padres? Era una
ridiculez completa y no le puse atención a nada, prefiriendo acomodarme lo
mejor posible con mis amarras y tratar de dormir y rezar por una muerte rápida
y sin dolor alguno. Creo que a esas alturas ya me la merecía.
Pero la mujer insistía e insistía hasta que un
buen día preguntó algo que me hizo saltar, que me colmó la paciencia.
- Cuando lo tomaron como
prisionero? Cuanto tiempo estuvo capturado?
Me quise lanzar contra ella pero no pude. Casi
le ladré, le quería arrancar los ojos por hacer semejantes preguntas tan
estúpidas. Escupiendo la mayor cantidad de saliva que podía, le contesté que yo
jamás había sido prisionero de nadie y que no me importaba cuanto tiempo había
estado allí. Lo único que había querido era que me aceptaran como preso. Los presioné
para que me encerraran con el resto y pudiese tener una vida tranquila con mis
pensamientos. Pero no, no había podido tener eso ni morir en paz.
La mandé a hacer cosas que creo que ella nunca
había escuchado. Entonces sentí una aguja entrar en mi brazo izquierdo. Caí en
la cama y, antes de cerrar los ojos, le dije al enfermero: “Que sea mortal”.