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miércoles, 21 de febrero de 2018

La sombra


   Dormía y me despertaba. Dormía y me despertaba. Era como sumergirme en una piscina y tener que saltar a otra inmediatamente después, como una maratón que nunca termina. Mi cuerpo estaba adolorido y mi mente no podía más. La situación era completamente extenuante y no parecía tener fin. De hecho, no podía recordar cuando había empezado todo pero lo que nunca olvidé era que había elegido apartarme de todo para poder lidiar con mis demonios internos, conmigo mismo.

 Era una casita pequeña, en la mitad de la nada. Me la habían vendido por cualquier dinero, lo que tenía encima. Era todo una sola habitación: la cama casi al lado de la estufa y un par de ventanas para dejar entrar la luz exterior. Al estar ubicada en una zona de montaña, la vista hacia fuera no era precisamente esperanzadora. La casita estaba ubicada en la mitad de un terreno en declive en el que solo crecía el musgo y alguna matita pequeña que trataba de ser más de lo que en realidad podía.

 No había pasado mucho tiempo desde mi mudanza cuando me atacó ese virus extraño. No sé si fue la comida o tal vez el hecho de que la casita no había sido limpiada ni cuidada apropiadamente en varios años, el caso es que en una horas, estaba tendido en la pequeña cama y no me sentía capaz de moverme más de lo necesario. Al otro día, ni siquiera podía moverme para ir “al baño”, una caseta desvencijada y triste que estaba en la parte exterior de la casita propiamente dicha.

 No voy a mentir: pensé que lo peor iba a suceder. Podía jurar que sentía mis entrañas gemir de dolor y que las sentía podrirse segundo a segundo. Era como si alguna especie de monstruo me estuviese carcomiendo desde adentro. La sensación era horrible y cuando llevaron las alucinaciones, la cosa se puso peor que antes. Ya no sabía que era verdad y que no. Todo parecía real a mi alrededor pero, cuando lo pensaba dos veces, dudaba de mi vista y de mis instintos más naturales.

 Había ventanas de algunas horas, a veces menos, en las que me sentía perfectamente bien. El cuerpo todavía adolorido y no con muchas ganas de caminar, pero al menos era capaz de ir hasta la despensa por algo de pan duro. El hambre que me daba en esos pequeños momentos de lucidez era increíble. Era entonces que recordaba los platillos que había disfrutado cuando vivía en mi casa, con mis padres. Lo había disfrutado todo y ahora esos pensamientos llegaban a mi como para burlarse, como si no fuera suficiente con sentir que el mundo se terminaba para mí.

 Las alucinaciones fueron de mal a peor hacia el cuarto día. No solo estaba visiblemente deshidratado y verdaderamente enfermo, sino que me pasaba el día hablando con seres y objetos inanimados. Recuerdo haber sostenido una muy interesante conversación con la tetera vieja que usaba para calentar el agua con la que me duchaba. Obviamente no me había lavado el cuerpo en días, pero la tetera insistía en que era una buena idea para alejar la enfermedad del cuerpo. Yo quería hacerle caso pero al final la ignoraba.

 Fue al llegar la quinta noche de mi enfermedad, cuando la puerta de la casita se abrió durante una tormenta. La montaña acumulaba seguido bolsas de lluvia y era el primer lugar en el que arreciaba la tormenta, al menos en esa región. En mis desvaríos, no sabía si la tormenta era de verdad eso o si eran un par de titanes peleando afuera. Incluso les pedí varias veces que se callaran, pues no me dejaban descansar. Fue en eso que entro la sombra, sin que yo le pusiese mucha atención.

 No sé porqué, pero esa noche dormí muchas horas, tanto así que al despertar ya estaba bajando el sol de nuevo. Recuerdo que no me moví de la cama pero sí sentí un olor muy particular en el aire. Era un aroma que no había olido desde hacía mucho tiempo. Una ola de calor recorrió mi cuerpo, haciendo sentir de verdad vivo por un breve momento. Era increíble que el olor del chocolate fuese capaz de dar vida, al menos de manera momentánea. Volví a dormir, con una sonrisa en la cara.

 Cuando desperté, la sombra me tenía en su regazo. Me había cubierto con una manta más gruesa que la que tenía en la casita y me sostenía como si fuera un bebé. Quise reírme y, por un tiempo, creí haberlo hecho. Sin embargo, ahora lo pienso y estoy seguro que estaba tan débil que no habría podido reír si lo hubiese querido. En todo caso, sentí que de alguna manera la situación había mejorado, sobre todo cuando la sombra me ofreció chocolate caliente y lo tomé a sorbos, sin más.

 La sombra estuvo conmigo varios días, no sé cuantos con exactitud. Me daba de tomar más chocolate y también comida como queso y pan, pero que sabían frescos y me hacían recordar lo fantástico que podía ser comer. La sombra también cantaba o al menos hacía algo que se le parecía bastante. El caso es que me hacía sentir seguro, como si nunca nada pudiera salir mal. En mis momentos de lucidez, sin embargo, ella nunca estaba. Era como si supiera que debía desaparecer para dejarme mejorar por mi mismo. Me gusta esa sombra, tan cariñosa y respetuosa.

 Al pasar los días, los momentos que tuve con la sombra se hacían cada vez más escasos. Por algún milagro de la naturaleza, empecé a mejorar notablemente. Ella venía cada vez menos y creo que incluso alguna vez la escuché hablar. Su voz, o lo que creo que era su voz, era profunda pero hermosa al mismo tiempo. También recuerdo haber tocado su rostro cuando estaba algo ido y lo único que puedo decir es que sonreí al sentirlo en mi mano, como si supiera quién era.

 Un día, de la nada, dejó de aparecer. Yo ya había mejorado y, en poco tiempo, estuve de pie y de vuelta a los trabajos diarios para evitar morirme de hambre. Casi me desmayo al ver que la sombra no había sido un producto de mi imaginación, pues mi alacena estaba llena de productos frescos y el pequeño cambo en el que sembraba vegetales estaba creciendo de una manera vertiginosa. Sabía que se lo debía a ese ser oscuro, a esa sombra que me había cuidado por tanto tiempo.

 Mejoré mucho y con el tiempo incluso bajé al pueblo y me hice ver de un doctor de verdad. Me dijo que lo que había tenido era grave y que le sorprendía verme vivo del todo. El doctor me revisó muy bien y me sorprendió al anunciar que había encontrado marcas de inyecciones en mis nalgas. Por lo que él podía concluir, solo me habían inyectado dos veces pero al parecer el medicamente utilizado había sido suficiente para combatir la enfermedad. Eso, y los especiales cuidados de la sombra.

 A él no le dije nada de la sombra, porque sabía que no entendería o que creería que me había enloquecido a causa de la enfermedad. Quería hablar con alguien acerca de la persona que me había salvado la vida, pues con cada hora que pasaba estaba más que seguro que no era un producto de mi imaginación sino que se trataba de un ser real, de carne y hueso. Mientras araba el campo o cuando hacía chocolate caliente, pensaba en la sombra y deseaba poder estar con ella de nuevo.

 Sin embargo, nunca regresó. Nunca recibí un mensaje escrito ni una señal de que alguien se acordaba de mí. Solo tenía los recuerdos de lo ocurrido y nada más. Sin embargo, me negaba a pensar que todo había estado en mi mente o que me habían abandonado.

 Pero, con el tiempo, tuve que aprender que tal vez eso era precisamente lo que había ocurrido. Tal vez había sido alguien que me había amado, alguien que quería cuidar de mi una última vez. Tuve que aprender a olvidar y a dejar ir, lentamente, el recuerdo de su voz y su tibia piel.

viernes, 11 de diciembre de 2015

No hay más

   Mientras alucinaba en mi cuarto, podía oír los sonidos del exterior, que se mezclaban con aquellos que venían de mi mente. Además estaban esos puntos brillantes y manchas de colores que podía ver incluso en un cuarto cerrado y oscuro como el mío. Los puntos de luz eran como pequeñas explosiones que estallaban cerca de mi cara y que me hacían pensar en fuegos artificiales mal ejecutados. Todos parecían brillar con más intensidad entre más cerca estaban de mi. Y las manchas podían ser de diversas formas: circulares, alargadas, pequeños palitos distribuidos uniformemente por el espacio, con colores surrealistas, invadiendo todo mi campo de visión.

 Por eso prefería dormir, hubiera preferido nunca despertar más y dejar de sentir lo que sentía y de ver esos malditos puntos y esos brillos que tanto odio. Pedí la muerte infinidad de veces, sobre todo cuando me despertaba con ganas de vomitar y de salir corriendo, así no hubiera manera de salir. Solo había una pequeña ventana que me ayudaba a saber si era de noche o de día, eso era todo. Esa maldita ventana fue la tortura más grande de todas puesto que yo hubiese preferido no volver a saber nada del mundo exterior, de la gente o de los sonidos que, afortunadamente, no se colaban por esa ventana.

 La comida no estaba mal, de hecho era muy buena, pero sufría cada vez que recibía el plato por la rendija de la puerta. Sabía que fuera lo que fuera, me iba a causar un gran malestar que no podría calmar en días. Y tener el retrete a centímetros de la cama no ayudaba en nada. Era un desastre y por eso quería que todo terminase, que no hubiese más comida para mi, ni más ventana  ni más nada. Quería morir sentado en ese retrete o en mi cama o, lo mejor, durmiendo y soñando alguna de esas horribles pesadillas que todavía tenían la capacidad de hacerme despertar sudando.

 No recuerdo cuanto tiempo estuve en esa celda, en esa habitación. Solo recuerdo los sonidos de gente arrastrando los pies en vez de caminar con propiedad, de cubiertos metálicos chocando contra el piso de cemento, de voces lejanas y risas que parecían mal ubicadas en semejante lugar. Esos eran los sonidos de la realidad. Luego estaban los de las pesadillas, que me torturaban todos los días. Eran gritos y quejidos, chillidos y berridos de los más horribles e inquietantes. Mi mente era un cementerio.

 Lo bueno, lo único creo en todo el asunto, era que mi vida no cambió en lo que parecieron ser años. No veía gente y eso me alegraba porque tenía suficiente con las personas que veía en mi cabeza, los que se presentaban en las noches más oscuras para torturarme y recordarme quién era, como si fuera un juego sórdido y retorcido el evitar que se me olvidaran todos esos rostros que alguna vez yo había apreciado sin duda. Me torturaban y creo que eso hacía parte de lo bueno.

 No quiero recordar el maldito día en que volví a ver la luz. Yo confiaba, y quería, que la última luz en mi vida fuera la de la luna que a veces, muy pocas, entraba por la pequeña ventana de mi habitación. Nunca había deseado más. Pero ese deseo no me fue concedido.

 Un día las puertas de todas las celdas se abrieron y todos fuimos libres de irnos. Por lo que oí, mientras me tapaba con mis cobijas, no había guardias ni nadie que evitara que la gente se fuera. Yo me quedé en mi cama y me rehusé a dejar mi pequeña celda, mi pequeño espacio en el mundo. Me quedé allí de espalda a la puerta abierta y creo que lo hice un por un tiempo largo. Pude resistir salir.

 De nuevo, veía algo positivo en que las puertas se hubiesen abierto: ya no había más ruido que el de su mente en el lugar. Esa prisión, o lo que fuese, estaba ya desierta. A diferencia de él, el resto de inquilinos había tenido todas las intenciones de salir corriendo apenas pudieran y eso habían hecho. Disfruté de ese silencio y pude dormir mejor algunas noches más, hasta que las pesadillas parecieron volver de sus vacaciones. Se ponían cada vez peores, más agresivas y violentas y yo me despertaba gimiendo y gritando como un cerdo al que van a matar.

 En una de esas fue que noté como el agua que salía del pequeño lavamanos se había reducido hasta ser un hilillo insignificante. Al día siguiente, ya no salía nada. Si no había agua allí, iba a morir. Y creo que esa fue la primera vez en mucho tiempo que sonreí, Por fin se me había proporcionado una manera de morir dignamente, de irme de este maldito mundo sin mayores complicaciones, sin pensar en nada más sino en mi. Agradecía tanto que temí volverme religioso antes de morir.

 Los días pasaron y el efecto de la sequía se tardó en entrar en mi cuerpo pero cuando entró trajo consigo más dolor y alucinaciones. Más imágenes mentirosas y sonidos que no estaban allí. El delirio era tal que no sabía, por momentos, si estaba despierto o dormido o si todos los dolores que sentía por todo el cuerpo eran uno solo o varios o si no estaban del todo allí, como yo que cada vez me alejaba más de la realidad, más no de la vida.

 En uno de esos delirios vi unos ángeles hermosos, con cara de venir de una estrella lejana. Me cargaron gentilmente y sentí calor y frío mientras pasaba de un lugar a otro. Flotaba entre ellos y me sentía volando como uno de esos pájaros que no había visto en años. Me sentí sonreír y supe en ese momento que por fin la muerte había venido y este era ese último paseo antes de terminar con todo. Le agradecí que no me llevara de paseo por mi vida sino que me diera una vuelta por los cielos y la paz.

 No se imaginan mi decepción cuando desperté, cuando abrí los ojos. Tenía ojos! Me dio rabia y un sentimiento enorme de culpa y de odio y de todo lo malo que se pueda sentir en un momento así. Empecé a llorar y a gritar y a pelear y golpee gente pero no me importó. Le lancé puños y patadas, gritos e insultos. Le di a un par antes de que me sometieran bajo su fuerza a punta de algo que me hizo dormir de nuevo pero de una forma extraña pues solo recuerdo un sueño en blanco, con una textura extraña.

 Cuando desperté de nuevo estaba amarrado a la cama con lo que parecían cinturones de seguridad. No podían mover ni piernas ni manos y mi primera reacción fue llorar. No solo por la luz que era excesivamente brillante sino porque no había logrado mi cometido. Que tan difícil era morir? Llevaba años intentándolo, una y otra vez pero nada parecía servir. Yo solo quería que el dolor de mi alma y de mi cuerpo se fuera, quería dejar de pensar y de sentir y de ver y de estar. Era eso tan malo, era ese un crimen tan horrible?

 Pareció que mis ángeles, quienes sea que fueran, entendieron que no me gustaba la luz brillante porque dejaron de encenderla y solo mantenían prendida una luz en el suelo, al nivel de los pies. Amarrado como estaba, yo podía apreciar esa luz azulada, que menos mal no tenía poderes sobre mi, ni la capacidad de hacerme saltar de la rabia. Creo que aprendí a querer a esa luz como nunca antes quise a ninguna luz.

 Por fin, un día me habló uno de los ángeles y me decepcioné al ver que era tan solo una mujer. Simple y básica, como toda la humanidad. Quería hacerme preguntas y que la ayudara con no sé que cosas. Yo no dije nada, no respondí. Ella se sentó por varios días al lado de mi cama y me bombardeaba con preguntas varias. Era un fastidio total, sobre todo porque la gran mayoría de esas preguntas no tenía significado alguno para mí.

 A quién le importaba si yo había tenido hijos, o que color me gustaba o si había volado alguna vez en avión? Que tenía que ver de donde eres, cual era mi nombre y si recordaba a mis padres? Era una ridiculez completa y no le puse atención a nada, prefiriendo acomodarme lo mejor posible con mis amarras y tratar de dormir y rezar por una muerte rápida y sin dolor alguno. Creo que a esas alturas ya me la merecía.

 Pero la mujer insistía e insistía hasta que un buen día preguntó algo que me hizo saltar, que me colmó la paciencia.

       -       Cuando lo tomaron como prisionero? Cuanto tiempo estuvo capturado?

 Me quise lanzar contra ella pero no pude. Casi le ladré, le quería arrancar los ojos por hacer semejantes preguntas tan estúpidas. Escupiendo la mayor cantidad de saliva que podía, le contesté que yo jamás había sido prisionero de nadie y que no me importaba cuanto tiempo había estado allí. Lo único que había querido era que me aceptaran como preso. Los presioné para que me encerraran con el resto y pudiese tener una vida tranquila con mis pensamientos. Pero no, no había podido tener eso ni morir en paz.


 La mandé a hacer cosas que creo que ella nunca había escuchado. Entonces sentí una aguja entrar en mi brazo izquierdo. Caí en la cama y, antes de cerrar los ojos, le dije al enfermero: “Que sea mortal”.