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viernes, 8 de febrero de 2019

Rompecabezas


   Abrazarlo así tan de repente causó en mi un efecto que no había esperado. Cuando me acerqué, lo hice lo más lentamente posible. Es decir que casi corrí hacia él. No tenía los brazos abiertos, pero para cualquier buen espectador todo lo que pasaba hubiese sido obvio. Fui el primero en estar allí, poco después de que el helicóptero aterrizara. Sabía que había sido un vuelo largo,  debía de estar cansado y seguramente no tenía muchas ganas de ver a nadie. La verdad es que yo no sabía qué pensar.

 Creo que precisamente por eso fue que me abalancé sobre él. Me acerqué rápidamente y simplemente lo abracé, como sólo una vez lo hice en todos los años en los que habíamos trabajado juntos. Pero esta vez fue diferente. No sólo por la manera en la que me aproximé, sino por la manera en la que él me respondió. Porque lo que sucedió fue que correspondió mi abrazo. Me apretó fuerte contra sí mismo y eso hizo que pudiese sentir su aroma, que desde hacía muchos años había aprendido a reconocer.

 Hundí suavemente mi nariz en la cobija que le habían dado en el helicóptero, la misma que cubría su cuerpo todavía sucio y oliendo a algo parecido a la barbacoa. No sé cuánto tiempo duró ese abrazo, no sé cuánto tiempo estuve allí. La verdad es que ya no  sé nada. Lo único que sé de verdad es que no tuve el tiempo suficiente porque, una hora o dos después, ya estaba en mi casa. Estaba sentado solo en la oscuridad de mi sala, pensando en lo que había sucedido y en si de verdad había sucedido. No sabía nada.

 Por supuesto, ella estaba allí. Era imposible que no lo hubiera estado. Era la que más había acosado a los periodistas, la que los había hecho ir hasta esa base militar para que le tomaran fotos. Y así, según ella, la gente de toda la ciudad y del país podría ver lo que había sucedido. Para mí esas acciones eran una estupidez. No era un misterio para nadie que ella me parecía una mujer muy simple, una de esas que esas que son académicamente superiores a la mayoría pero que, en el fondo, no tiene más que ofrecer sino ese vacío conocimiento.

 Me alegró ser el primero allí. Alegre de estar allí con él por algunos minutos, casi solos sobre ese muelle húmedo y frío. Me hizo recordar viejos tiempos o, mejor dicho, tiempos que habían pasado hacía muy poco. Cuando escuché sus tacones sobre el cemento supe que era hora de retirarme. Lo miré a los ojos y creo que él entendió lo que yo quería decir.  Sus ojos me miraron de vuelta, algo decepcionados pero también con un brillo nuevo, uno que jamás había visto en sus ojos. Tuve la sensación de que quería tenerme allí por más tiempo y creo que pude decirle, con la mirada, que yo también quería lo mismo.

Pero él acababa de llegar de una situación muy difícil.  Un secuestro no es algo fácil de sobrevivir y sobretodo cuando no tienen idea de cuándo van a soltarte, con que van a alimentarte o siquiera si van a tratarte como a un ser humano. Nunca se sabe. Yo estuve ahí el día que fue llamado a hacer su declaración oficial. Fui seleccionado como uno de los agentes que debían ser testigos ese día. Tengo que confesar que me gustó escuchar todo lo que había ocurrido de sus propios labios. Mejor así que leerlo en algún periódico.

 Por supuesto, ella también estaba allí. Siempre estaba allí, donde sea que él estuviera. Alguien me había dicho que había pasado la noche en su casa, que desde que había llegado se quedaba en su apartamento. Eso a mí no me constaba,  pero no podía juzgarlo ni decir nada acerca de ese tratamiento. Al fin y al cabo era un hombre adulto que debía tomar sus decisiones él mismo, no importaba en qué momento de su vida se encontrara. Y yo sabía muy bien que este no era el mejor momento para él.

 Todos escuchamos su testimonio en silencio. Se podía escuchar una mosca en la sala.  Su relato seguramente sería contado una y otra vez  en los tiempos venideros. Era todo muy emocionante al fin de cuentas: había sido secuestrado como agente encubierto durante una misión bastante arriesgada, había sido prisionero de sus captores por varios meses, trasladado de un lado a otro como si fuera una caja y  había sido liberado a través de una intervención militar que sólo ella había podido lograr.

 Creo que tal vez eso era lo que más me frustraba. Sabía que ella sería dueña de una parte de su vida por siempre. Él siempre sentiría que le debía algo, que le dio su vida. Y ante algo así, ¿qué se puede hacer? Al fin y al cabo jamás lo habíamos discutido de manera abierta. Todo lo que sentíamos, o mejor, lo que yo creía que compartíamos como sentimientos, habían sido cosas que ni siquiera habíamos hablado, que los dos solos suponíamos, que tal vez nos habíamos imaginado a raíz de todo.

 Tal vez era el trauma, tal vez el trabajo que nos estaba volviendo locos. No era algo fácil tratar con lo peor de lo peor, estar todo los días cerca de personas horribles capaces de hechos que una persona normal no creería posibles. Pero ahí estábamos nosotros, nuestro equipo completo, tratando de que esas amenazas a la vida de todos, dejaran de existir. Fue en algún momento durante todo eso cuando hicimos como si habláramos pero en verdad nunca lo hicimos. Nos mentimos a nosotros mismos sobre lo que sabíamos y lo que no, y ahora los dos teníamos miedo de hablar de aquello que era un misterio.

 Después de la audiencia, él se fue de manera apresurada. Obviamente se fue con ella, pero decidí no poner atención y seguir con mi trabajo. Pasaron dos meses y luego tres más. Nadie lo veía por ningún lado, pero nos decían que no había renunciado ni que había sido despedido. Algunos decían que lo único que quería era tomarse un tiempo. Nadie tenía idea de cuanto sería pero estaba claro que se trataba de un periodo largo. El tiempo pasaba y creo que todos lo extrañábamos más y más.

 Mi mayor sorpresa fue encontrarme con ella en la calle. Estaba completamente sola comprando ropa y con varias bolsas encima. La verdad es que, para ser exactos, no me encontré con ella. Lo que sucedió fue que la vi de lejos y decidí seguirla durante tal vez media hora. Iba de un lado al otro totalmente sola. Compró algunos pantalones en una tienda y después ropa interior sensual en otra. Eso me hizo hervir la sangre porque me hizo pensar en él. Por un momento pensé no seguirla más pero no lo podía dejar así.

 La dejé de seguir cuando entró un restaurante y se encontró allí con un hombre que yo no conocía. Era un tipo que, aunque suene gracioso, parecía ser su pareja perfecta. Y al parecer ellos mismos lo habían descubierto porque cuando se  vieron el uno al otro parecía que no podían quitarse las manos de encima. No sé porque sonreí en este momento o, mejor dicho, sabía muy bien porque lo hacía. Fue entonces cuando mis pies empezaron a caminar por sí mismos y me llevaron al lugar en el que necesitaba estar.

 Yo sabía muy bien dónde vivía pero nunca había ido al lugar. Una señora me dejó pasar  pensando que yo también vivía en el edificio.  Subí hasta el octavo piso y toqué su puerta. Me sorprendió que abriera tan rápido y es que se notaba que él mismo había acabado llegar. Su cara se iluminó al verme y la verdad es que la mía hizo lo mismo al verlo a él.  De nuevo, como en el puerto, nuestros cuerpos tomaron posesión de todo. Se encontraron el uno con el otro al instante. La única diferencia fue que esa vez se acercaron aún más.

 Esa misma noche me contó que estaba yendo al psicólogo. Al parecer tenía pesadillas muy graves y debía tomar medicamentos. Según me dijo, hacía mucho tiempo ya no vivía con ella. Se había dado cuenta que él no era la persona adecuada para ella. Así fue cómo empezamos a vernos más seguido, a veces para desayunar y otras veces para cenar. Lo acompañaba a la farmacia, al supermercado e incluso esperaba en la sala de espera de la psicóloga. Después de un tiempo, nos dimos cuenta que no tenía sentido vivir separados. La idea era poder oler su aroma, sin importar qué momento del día fuese. Nunca más tendríamos que preguntarnos qué pasaría si nos arriesgáramos.

lunes, 26 de marzo de 2018

Abre los ojos


   Una, dos y tres veces. Y luego seguí sin que me importara nada. Seguí y seguí hasta que dejé de sentir los dedos, las manos enteras. Mis brazos se entumecieron del cansancio y el dolor y fue entonces cuando por fin me detuve. En mi mente, para mí, habían pasado horas. Pero en realidad, todo había sido cuestión de minutos. Me di cuenta de que temblaba. Un frío helado me recorrió la espalda. Ese golpe contundente fue el que me despertó de mi enojo, de mi rabia y del dolor que me había cegado.

 Los nudillos los tenía destruidos. Me chorreaba sangre de ellos pero no demasiada. Los dedos temblaban con violencia y no podía estirarlos ni cerrar el puño por completo, no de nuevo. La sangre que cubría mis manos no solo era mía sino del tipo que tenía adelante, tirado en el suelo. Lo escuchaba llorar, moquear un poco e incluso decir algunas palabras de suplica. Pero, como hacía unos minutos, yo no escuchaba nada de lo que decía. No solo porque no me importaba sino porque había perdido ese sentido momentáneamente.

 Lo que oí primero, sin embargo, fue la sirena de una patrulla que se acercaba a toda velocidad. Tuve el instinto de correr, de alejarme de allí lo más rápido posible, pero recordé pronto que ese no era el plan, eso no era lo que había cuidadosamente preparado. No, debía quedarme allí y asumir lo que había hecho. De la nada, un chorro de rabia surgió de mis entrañas, probablemente lo último que tenía adentro. Usé ese impulso para patearlo un par de veces en el estomago, para evitar que él fuera quien se escapara.

 La policía por fin llegó y, como lo esperaba, me arrestaron. Uno de los uniformados quiso ponerme esposas pero prefirió no hacerlo por el estado de mis manos. Me miró fijamente y me dijo que me metiera en la parte trasera de la patrulla. Debió detectar que mis intenciones no eran diferentes, porque lo dijo de una manera calma, sin presiones. Yo hice lo que me pidió, pero no cerré la puerta porque no podía. Ellos revisaron al herido y llamaron una ambulancia. Esperamos hasta que llegó y se lo llevó al hospital.

 Por nuestro lado, fuimos a la comisaría. Lo primero que hicieron allí fue tomarme las fotos de rigor e identificarme. Fue un proceso rápido, sin ninguna sorpresa. Lo siguiente que hicieron fue enviarme a la enfermería para una rápida curación de mis manos, que vendaron, no sin antes usar una crema especial que al parecer ayudaría a que las heridas cerraran pronto. No me quejé en ningún momento ni me rehusé a nada. Miré a la cámara directo al lente para las fotos y pensé en todo menos en mi dolor mientras curaban mis manos. Cuando me metieron a la celda, inhalé profundamente.

 Allí estaba yo solo. Para ser una ciudad tan violenta y problemática, era un poco extraño que me metieran solo en una celda. Debía haber otras, supuse. Era el tipo de cosas que me ponía a pensar para no reflexionar demasiado. Porque si me ponía a pensar mucho en lo que había hecho, en mi plan, me arrepentiría en algún momento y dañaría todo de manera irremediable. Me senté en un banco metálico y allí contemplé por mucho tiempo el suelo y las manchas de sangre seca que allí había.

 Seguramente habían peleado allí una banda de vendedores de drogas o tal vez de habitantes de la calle. Es posible que algunos cuchillos se hubiesen visto envueltos en todo el altercado o incluso algo más sutil como una cuchilla para afeitar o algo por el estilo. Quien sabe cuanta gente había pasado por allí, de paso a la cárcel. Tal vez no eran tantos o tal vez muchos más de los que la mayoría de gente pensaba. No tenía ni idea pero todo el asunto me hizo pensar en la posibilidad de terminar encerrado para siempre.

 Me tranquilicé rápidamente diciéndome que sería un injusticia enviarme a la cárcel por golpear a un hombre. Al fin y al cabo, no lo había matado. Eso sí, no me habían faltado las ganas y debo admitir que mi primer plan había contemplado esa posibilidad. Pero mi abogada, con la que había hablado antes de planearlo todo, me había aconsejado no hacer algo tan extremo. Ella era de esos abogados que se mueve muy bien en el agua turbia pero sabía el tipo de persona que era yo y no quería verme envuelto en algo demasiado oscuro.

 Eso sí, no puedo decir que ella me diera ideas para nada. Ella solo escuchaba lo que yo tenía para decir y después de un momento me decía su opinión al respecto y las consecuencias legales que existirían en cada caso. Nunca me aconsejó nada en especifico, seguramente porque no era nada tonta y tenía claro que no podía arriesgarse a que yo la culpara, en el futuro, de ser la artífice de todo el plan. Pero la verdad era que yo no tenía ninguna intención de echarle la culpa a nadie más por mis acciones.

 Más allá de ser abogada, Raquel era una de mis pocas amigas. Me conocía bien y sabía de primera mano todo lo que había ocurrido en los últimos meses, comprendía bien mis motivaciones para hacer lo que quería hacer y jamás me quiso detener. De pronto ese era el único problema que tenía respecto a todo el asunto, y sí detecté ese nerviosismo en ciertas ocasiones, pero la última vez que nos vimos me dio un abrazo que fue más explicito que escribirme una carta de cuatro páginas. Ella sabía muy bien lo que yo quería y porqué. Creo que la aprecio más ahora que nunca antes.

 Un policía por fin vino y tomó mi declaración, junto con un enviado de la fiscalía. Conté todo lo que había ocurrido ese día, cómo había planeado desde el primer segundo de la mañana seguir a ese hombre, y esperar con paciencia hasta que estuviese completamente solo para hacer lo que quería hacer. Confesé haberlo secuestrado y llevado al lugar al que habíamos llegado, una fábrica abandonada en la mitad de la ciudad adónde nadie llegaría a menos que yo dijera donde estábamos.

 Y de hecho, eso fue exactamente lo que hice. Con anticipación, programé un correo electrónico que sería enviado a la policía y a otras entidades para que llegaran al lugar en el momento preciso en el que yo quería que llegaran. Debo confesar que mi calculo falló por algunos minutos, que fueron los que utilicé para patear al infeliz en el estomago. No me siento orgulloso de ese ataque de rabia pero tampoco me avergüenzo pues creo que tenía todo el derecho de hacer lo que hice.

 Fue entonces cuando les pedí que revisaran su cuenta de correo electrónico de nuevo. Había programado un segundo correo, esta vez conteniendo un video con toda la información que tanto la policía y la fiscalía, como miles de otros pudieran querer y necesitar para absolverme al instante. Además, el video se subió automáticamente a varias redes sociales y mi intención de hacerlo viral fue un éxito total. A esa hora, ya muchos sabían de mis razones e incluso me aplaudían por mi proceder.

 A la hora, Raquel vino a recogerme. Había quedado libre, a pesar de que todavía había algunos cargos contra mí, cargos de los cuales podría deshacerme con una increíble facilidad. Todos me miraban de camino al coche y cuando me bajé en mi edificio y subí a mi apartamento. Al parecer todos se habían quedado sin voz y yo no entendía que parte de todo el asunto los hacía quedarse así: sería lo que había sucedido, lo que yo había hecho o toda la situación? En todo caso, los entendía a todos, sin importar la razón.

 Nadie esperaba ver a un hombre rico, con familia y nombre, en un video casi pornográfico. Y no lo era porque el video no mostraba sexo consensuado entre dos adultos sino una violación. Poder obtener ese video me costó mucho más que sangre pero valió la pena.

 Destruí a un hombre por completo y lo único que tuve que hacer fue centrar la atención sobre mí, convertirme en un villano para entregarle al mundo el villano real. Lo que pensara la gente sobre mí no me importaba ya. Solo quería que la gente, por una vez, abriera los ojos.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Malditos idiotas

   Cuando me desperté, estaba en una cama conectado a una de esas máquinas que hacen ruidos repetitivos. Un par de tubos iban y venían y algunos otros estaban conectados a mis manos. Me dio ganas de rascarme apenas los sentí, pero no pude hacerlo porque el solo pensamiento de moverme hizo que todo el cuerpo me doliera, como si una descarga eléctrica de alta potencia pasara por todo mi cuerpo. El dolor fue amainando y fue justo cuando ya no me dolía nada cuando la enfermera entró a la habitación.

 Pensé, tontamente, que había venido porque de alguna manera la estúpida maquina había detectado mi dolor. Pero no, solo había venido a revisar que estuviese vivo, respirando y absorbiendo el suero al que estaba conectado. Quise fingir que estaba dormido. No supe porqué, pero creo que no estaba listo para que la gente supiera que había despertado, vuelto a este mundo de mierda que me había puesto en esa cama de hospital. Pero no pude hacerlo y ella salió apresurada de la habitación.

 En poco tiempo otra enfermera y un doctor vinieron a visitarme. Tuvieron para conmigo las palabras de siempre que dicen cuando alguien está en un hospital y las mismas preguntas estúpidas del estilo: “¿Se siente usted bien?”. Imbéciles, pensé. Pero no lo dije. De hecho, no podía hablar porque la garganta me dolía demasiado. El doctor ordenó que me trajeran algo de tomar y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía un hambre feroz y hubiese preferido un batido de carne al jugo de zanahoria que trajeron.

 Me lo tomé en silencio y solo, puesto que ya era tarde y nadie se quedó conmigo para ver si me tomaba el espeso liquido o no. No estaba feo pero el sabor o la consistencia del dichoso jugo no me importaba en lo más mínimo. Me lo tomé mirando por la ventana, como si pudiera ver algo. La verdad era que el otro lado parecía la boca de un lobo, completamente oscuro y sin ruidos que denunciaran exactamente donde estaba. Porque de idiota no me había fijado en la bata del doctor.

 Me quedé despierto varias horas, pensando en mi accidente. Me acordaba bien como se sentía su cuerpo cuando lo empujé al separador de la avenida y también recuerdo sentir como si se me viniera una montaña encima pero solo había sido un automóvil que había llegado al semáforo a alta velocidad. Por lo visto el color rojo no significaba nada para ese borracho o drogado o lo que fuese ese maldito desgraciado. No supe que pasó después pero la rabia no me dejó dormir en paz hasta que llegó la luz de la mañana. Tuvo un efecto de calmante y me dormí sin chistar.

 Los días en un hospital pasas lentamente. Debe ser lo mismo que en una cárcel, pues en ambos lugares se está en una pequeña habitación sin posibilidades reales de salir a dar una vuelta. En mi caso, no me dejaban salir porque no podía usar las piernas. No había quedado invalido pero había estado muy cerca. Todos los días venía un enfermero francamente atractivo y él era el encargado de hacer la terapia pertinente para que pudiese mover las piernas lo más pronto posible.

 Mi voz mejoró y pasados algunos días ya pude flirtear un poco con el terapeuta. El solo se ría o sonría y cambiaba de tema. Estaba seguro de que lo hacía sonrojar y eso era una indicación muy clara pero la verdad era que yo solo lo hacía por hacer algo, por sentir que todavía era la misma persona de antes. Además, no quería verme débil ante nadie y no había mejor manera de aparentar que haciéndome el chistoso todo el tiempo, con apuntes y preguntas tontas.

 Pero cuando se iba la gente, volvía a mi estado de casi depresión. Y digo casi porque dudo que haya sido igual a lo que viven muchos, que se sienten hundidos en un hueco del que no pueden salir. Mueven los brazos como locos y simplemente no logran salvarse a si mismos. No es mi caso o eso creo. Yo siento tristeza de lo que me pasó pero más que todo rabia hacia las dos personas que estuvieron en ese momento conmigo, los otros dos protagonistas de la historia.

 El conductor, alguien me dijo, se echó a la fuga antes de atropellarme. Eso era algo que yo no sabía e hizo que mi odio aumentara sustancialmente. Pero lo que me dio rabia, de esa que da ganas de demoler una pared a mordiscos, fue que la persona que yo había empujado no hubiese venido jamás a visitarme. Ni siquiera había preguntado por mi y cuando confronté a mi familia y a los pocos amigos que habían venido a verme, nadie decía nada, como si se tratase de un secreto de estado.

 Le pedí a mi hermana que me trajera mi portátil y obligué al guapo de la terapia a que me diera la clave del internet inalámbrico del hospital. Apenas pude, busque a la persona que salvé en internet y pude ver como se hacía el héroe en cuanta red social podía. Lo peor, era que todo el mundo se creía su ángulo de la historia, así hubiese sido yo el que lo había salvado. No tenía nada de sentido pero para atraer idiotas no hay que tener mucho sentido común, solo palabras atractivas. Palabras en las que nunca se me mencionaba, ni por error o confusión.

 Estuve cuatro meses en el hospital hasta que por fin pude mover las piernas. Tenía que seguir yendo a terapia pero eso no importaba, podía caminar y los pronósticos eran muy positivos. Abracé al guapo de mi terapeuta y le planté un beso en la boca que sorprendió a todos pero más que todo a él. Era mi última gran sorpresa, antes de irme a casa de vuelta a mi habitación y mis cosas. Debo decir que dejar el hospital fue duro, pues regresaba a la cruel vida diaria con el resto de mortales.

 Mi familia solo tenía para mí cariño y los más grandes cuidados. Les pedí que no se fastidiaran tanto estando pendientes de mi estado, puesto que debía avanzar yo solo para mejorar de verdad. Sin embargo, los dejé hacerme ricos postres y llevarme a restaurantes que me gustaban. Era mi momento para mimarme un poco, creo que me lo merecía. Tal vez no me merezca nada en esta vida pero me sentía cansado desde antes del accidente y aprovecharse de una tragedia personal no es tan malo.

 Al fin y al cabo, fue a mi que me levanto ese desgraciado del pavimento. Fui yo quien tuve las piernas casi rotas y fracturas por todo el cuerpo. Fue a mi al que me sangró la cara y otros lugares del cuerpo que prefiero no nombrar. Fui yo quién salvó a un imbécil de ser aplastado por un vehículo a alta velocidad. Así que algunos tendrán que disculpar mis ganas de vivir un momento de vida en tranquilidad, disfrutando de aquellas cosas que solo la buena vida y todo lo que ella implica, pueden aportar.

 Eventualmente dieron con el tipo que me había atropellado. Esta es una ciudad atrasada y llena de idiotas pero por alguna razón providencial, había una cámara de seguridad en un edificio frente al lugar donde me habían atropellado. Se veía todo con una claridad sorprendente y esa fue la pieza clave para dar con el paradero de quién resultó ser una mujer. Se había ido a esconder a otra ciudad pero pronto fue arrestada y se me pidió testificar en contra, algo que hice con todo el gusto.

 Fue a la cárcel, condenada por no sé cuantos años. La gente dice que debería perdonarla pero eso me parece una reverenda estupidez. Esa mujer hizo lo que hizo y lo primero que pensó no fue en ayudar sino en protegerse a si misma. Puede pudrirse en la cárcel.


 En cuanto a la persona que salvé, un día se me acercó en un cine y me pidió disculpas. Yo le dije que no tenía tiempo puesto que estaba en la mitad de algo importante. Tomé de la mano a mi terapeuta y la expliqué quién era la persona que me había saludado. “Nadie importante”, le dije.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Bajo la ventisca

   Los tanques de combustible explotaron con fuerza, enviando una bola de fuego hacia el cielo que alumbró todo lo que estaba alrededor. El color ámbar que inundó el lugar nunca se había visto en semejante lugar tan remoto y nunca se volvería a ver. La pequeña casa hecha de tejas de zinc y placas prefabricadas, el único indicativo de que algo había existido en ese lugar, dejó de existir en unos pocos segundos, completamente consumida por el fuego abrasador.

 Desde una colina cercana, un joven sin pelo miraba la escena, fascinado por los colores de las llamas que ardieron por largo tiempo antes de que el frío las apagara a punta de copos de nieve. Él no pensó en las personas que había allí, en los kilómetros de túneles y niveles enterrados debajo del bosque de tundra. Todos habían muerto ya o al menos pensó que eso sería lo ideal. Vivir para morir encerrado era algo que nadie merecía, ni siquiera esas horribles personas que trabajaban allí.

 Las marcas de la tortura sistemática estaban por todo su cuerpo. No sabía cuando lo habían internado allí pero sentía que había sido hacía mucho tiempo. Su celda era completamente oscura, desprovista de cualquier tipo de luz. Estando bajo tierra, era imposible saber que día era o que hora del día estaba viviendo. Después de un tiempo simplemente no importaba. Había dejado de pensar en esas trivialidades hacía mucho tiempo. Solo quería evitar volverse loco.

 En eso había sido algo exitoso y un fracaso, al mismo tiempo. Si bien todavía conservaba partes de su pasado y tenía a veces ganas de pelear y de rebelarse, la mayoría del tiempo era como un muerto en vida. Las pruebas que le hacían, fuese físicas o puramente medicas, lo cansaban demasiado. Después de algo así nadie tenía muchas ganas de idear planes de escape o algo parecido. Solo quería morir o al menos ese era un deseo que se le había metido en la cabeza hacía mucho rato.

 Cuando su mente estaba algo más clara, cosa que pasaba cuando sus captores no lo sacaban de la celda en mucho tiempo, pensaba que era casi seguro que no estuviese solo en ese lugar y que, tal vez, estuviesen jugando con él a un nivel mucho más profundo de lo que pensaba. Se le había ocurrido que tal vez ellos hubiesen influenciado en su mente para pensar en lo que pensaba y que tal vez revisaran su mente todos los días por medio de algún aparato instalado allí adentro. Podía ser solo paranoia pero cualquier cosa le parecía posible en esos momentos.

 Estaba claro que no era él quién había iniciado el caos. Él solo supo que el sistema eléctrico falló y las puertas de todo el lugar se abrieron para dejar paso libre a una evacuación completa. Cuando se atrevió a salir, vio acercarse a él llamas de un color naranja intenso. Corrió hacia el lado opuesto, eventualmente encontrando unas escaleras. Supo que subir era lo mejor que podía hacer. Estaba descalzo, vistiendo una de esas batas de tela que se usan en los hospitales.

 En el último piso vio, horrorizado, que no había acceso a la salida. Esas puertas, por alguna razón, permanecían cerradas. La gente que todavía estaba adentro gritaba y corría sin sentido, de un lado a otro. Él no sabía por donde era salida, por lo que se quedó quieto sin saber que debía de hacer. Se escuchaban explosiones lejos de él, en algún lugar muy por debajo. Salir de la celda parecía haber sido una buena idea, a pesar de que apenas se había abierto la puerta, el miedo lo había invadido.

 El exterior, el mundo que le esperaba le daba pánico. De hecho, ver a la gente correr de un lado a otro, lo había hecho quedarse quieto. Podía parecer una tontería, pero no quería llamar su atención, para bien o para mal. No quería que ninguna de esas personas lo ayudaran pero tampoco quería que lo vieran y aprovecharan para llevárselo con ellos, tal vez a otro siniestro lugar parecido al que estaba por terminarse. Esperó a que no hubiese nadie cerca y corrió por un corredor solitario.

 No tenía como saberlo pero su idea había sido la correcta. De lado opuesto de la edificación había unas largas escaleras que servían de ruta para el incendio, que ya consumía los cuerpos de varias personas, tanto trabajadores del lugar como prisioneros. Del otro lado no había nadie porque no había una escalera parecida. Lo que había allí era el sistema de ventilación que era estrecho y tenía un olor a gas bastante desagradable. Él descubrió un acceso en un armario de la limpieza.

 Tuvo que utilizar la poca fuerza que tenía para arrancar la rejilla. Cuando por fin pudo soltarla, cayó al piso con fuerza. Eso lo aturdió por un momento pero fue entonces cuando escuchó una voz. Era una voz clara y ensordecedora. Le hizo doler la cabeza la potencia que tenía. Lo extraño era que la puerta seguía abierta y no veía a la persona que gritaba. Solo sabía que sentía que la cabeza le iba a explotar. La voz decía que cosas horribles, alimentadas por rabia y dolor, sentimientos que Él pudo sentir por todo su cuerpo, erizando cada vello de su cuerpo.

 A pesar del dolor, el hombre se puso de pie y usó más de su supuesta escasa fuerza para treparse al acceso de la ventilación. La voz parecía alejarse de su cabeza, lo que hizo más fácil trepar por el frío metal del tubo. La bata médica se le rajó en varias partes. Para cuando llegó a la parte superior, estaba desnudo y sangraba de al menos dos dedos. Sin embargo, el sentir el aire puro y frío del exterior, le hizo sentirse aliviado por primera vez en mucho tiempo. Era como si en verdad fuese libre.

 Se dejó caer junto a la salida de la ventilación, disimulada debajo de un matorral enorme, rodeado de grandes árboles. Desde allí no se podía ver nada de lo que pasaba debajo de él. Para cualquier persona que pasara por ese lugar, sería otro día en el bosque helado. Como pudo, el hombre se puso de pie y se dio cuenta de que moriría del frío allí afuera. Por un momento, mientras daba tumbo entre los árboles, quiso volver a su celda que también era fría pero no así. El pensamiento se mantuvo con él, por largo tiempo.

 Fue entonces que vio la cabaña de zinc, sola y oscura y supo que debía ser la entrada al lugar donde había estado encerrado. Había algunos cuerpos tirados cerca de la puerta que parecía estar muy bien cerrada. Él se acercó corriendo a uno de ellos y lo despojó del abrigo y las botas. Seguramente le servirían mucho más a él, era otro problema solucionado sin intención alguna de encontrar una solución. Se vistió como pudo y empezó a caminar colina arriba, alejándose de la casa.

 Luego de ver el hongo de fuego elevarse por los aires, dio la espalda al lugar y empezó a caminar lentamente, sobre el lomo de una cordillera baja que parecía extenderse por varios kilómetros. Fue un buen rato después que escuchó de nuevo la misma voz que había hecho que le doliera la cabeza. Pero esta vez no estaba cargada de rabia o de dolor sino de miedo, de un tristeza profunda que pedía ayuda. Era raro decirlo pero la voz parecía llorar suavemente hasta que se apagó.

 Él se quedó allí, esperando a volver a escuchar la voz. Pero no pasó nada. Solo podía escuchar el viento y en su cabeza no sentía nada más que una ligera migraña por haber vivido tantas cosas en un lapso de tiempo de comprimido. Era lo normal.


 Comenzó a caminar al sentir que el frío se hacía más intenso. Cerró el abrigo lo mejor que pudo y comenzó a caminar a buen ritmo, trazando una senda entre la blancura eterna del bosque. Pronto el viento barrería sus rastros y los de su prisión.