Cuando Javier salió del avión, aprovechó
para estirar sus piernas y sus manos apenas bajó por la escalerilla del avión.
Las azafatas lo miraban riendo por lo bajo pero no había como no hacer lo que
estaba haciendo. Al fin y al cabo el viaje había tomado varias horas y eso solo
era el último tramo. Y todavía había más por delante pero desde ya podía decir
que su aventura estaba comenzando.
Al salir del aeropuerto, un hombre con cara de
pocos amigos, abrigado hasta la medula, lo encontró sosteniendo la foto que había
enviado a la agencia. Era de hecho la foto del pasaporte y la habían ampliado
varias veces y no se veía muy bien en el cartón que el hombre sostenía. Después
de haberse saludado, subieron la única maleta de Javier y emprendieron el
camino al hotel. Allí el hombre se despidió y le indicó, en inglés, que lo
recogería temprano al otro día.
Esa tarde, Javier organizó todo lo que debía
llevar en la mochila de expedición: no podía echar todo lo que había traído y
siempre lo había planeado. Había traído varios implementos para el cuidado
personal porque en la noche haría una limpieza profunda de sí mismo, ya que iba
a estar una semana entera por fuera, sin posibilidad de ducharse ni nada
relacionado a su estética personal. Decidió también dejar fuera algo de ropa
que vio que no iban a ser muy apropiados.
Cuando llegó la noche, comió algo en el
restaurante del hotel y luego se duchó por varios minutos, afeitándose después
así como usando bastante desodorante. Durmió como una piedra hasta que la
alarma del celular lo despertó a las cuatro de la mañana. Se bañó de nuevo,
arregló lo último de la mochila y cuando bajó su anfitrión ya estaba allí. En
la camioneta que manejaba se demoraron unos minutos hasta salir de la ciudad y
viajar por carretera por cerca de media hora hasta llegar a un parque donde
había un puesto de guardabosques. Allí, Javier se dio cuenta que había otros
viajeros ya listos para emprender la travesía.
Los reunieron a todos frente a la casa del
guardabosques y una mujer muy rubia y alta fue quien les habló en inglés y les
dijo como sería el recorrido y lo que debían esperar del recorrido. Les recordó
que no podían usar el flash de sus cámaras y que no estaba recomendado llevar
productos electrónicos aunque tampoco estaba prohibido. Javier apretó el
celular en la mano pero no lo sacó ni dijo nada. Cuando la mujer terminó su
discurso, les dijo que se alistaran ya que la caminata empezaba allí. Fue a
buscar su propia mochila y entonces empezaron a caminar. Javier se despidió de
su conductor, que pareció no verlo, y siguió al grupo.
No eran muchos. Además de la guía, solo había
una mujer que venía con su esposo. Eran franceses. Había un joven de la misma
edad de Javier que venía de Corea y dos hombres estadounidenses que parecían
tener mucha experiencia en este tipo de situaciones. Pero el grupo de hablaba
mucho entre sí. Era como si vinieran a competir, o algo por el estilo, pero
Javier no lo veía así. Él había ahorrado por mucho tiempo para hacer este
viaje. Era un fotógrafo consumado e ir hasta Kamchatka siempre había sido uno
de sus más grandes sueños.
Como pudo, se fue acercando hacia Si-woo, el
chico coreano. Lo bueno era que Javier sabía hablar bien en inglés y cuando lo
saludó el chico se asustó un poco pero empezaron a hablar a gusto, compartiendo
algo de sus vidas. Los demás hacían lo mismo, pero no entre ellos sino solo con
quienes habían venido. Como ellos dos estaban solos, era apenas normal que se
sintieran mejor hablando el uno con el otro. Si-woo era biólogo y había venido
porque para él también era un paraíso en la tierra esta península plagada de
volcanes y vida salvaje.
Después de un tiempo de caminata, salieron del
pequeño bosque a una extensa estepa plagada de flores de colores y algunas
plantan menores. La guía les avisó que pronto se detendrían para tratar de
tomar la foto de un zorro, que normalmente merodeaban por la zona. Cuando
llegaron a la parte más plana y estable de la estepa, se hicieron en grupo y
miraron para todos lados. Pero parecía que los animales o no estaba o no
pretendían interactuar con los viajeros. De todas maneras Javier tomó algunas
fotos y lo mismo hicieron los demás.
Algo de neblina había empezado a bajar de la
montaña, que era un volcán negro, y estaba cubriendo todo el lugar lentamente.
La guía apuró el paso ya que debían llegar al borde de una cañada para tener en
donde acampar. Pero a medio camino hacia allí, una tormenta se desató y casi no
pudieron seguir. Varios se resbalaron y no había manera de encontrar el lugar
para acampar. No venían árboles ni nada que los cubriera y poner tiendas de
campaña no les iba a ayudar de nada. Debían seguir caminando lo que más pudiera
hasta que la lluvia se detuviera o hasta que encontraran un lugar adecuado para
pasar la noche.
Entonces llegaron a la cañada pero ya no era
un pequeño riachuelo como habían visto en fotos. Era un torrente de agua que
llevaba ramas y plantas hacia el mar. En ese momento la guía les indicó un
camino para ir paralelo al torrente pero la pareja de franceses se acercaron
demasiado y se resbalaron, cayendo en el agua. Uno de los gringos corrió
rápidamente y lanzó una cuerda que tenía en su mochila. La mujer que había
caído logró tomarla pero su esposo se le fue entre los dedos y se lo tragó
prontamente la oscuridad de la noche.
Cuando pudieron sacarla, la mujer temblaba
como loca y no podía pronunciar palabra. Y así hubiera querido hablar lo más
probable es que no se le hubiera entendido nada, por la lluvia. La guía decidió
sacar un plástico de su mochila y les aconsejó a todos sentarse en el suelo y
cubrirse con el plástico. Ella intentaría llamar al guardabosques. Lo intentó
toda la noche, incluso después de que todos se durmieran. La lluvia se detuvo
en algún momento de la noche, así como sus intentos.
Uno de los gringos, el que venía con el que
había rescatado a la mujer, se despertó de golpe, gritando. Todos lo miraron
asustados. El hombre se cogía la pierna y de pronto quedó quieto, lívido. Su
cuerpo cayó al suelo por su propio peso y quedó ahí. El que venía con el lo
revisó y sacó de entre sus pantalones una serpiente que se le había metido en
la noche. Lo había mordido varias veces y parecía ser venenosa.
La guía empezó a llamar de nuevo pero nadie
atendía. Parecía que la lluvia había dañado todo. Como pudieron, tratar de retomar
el camino de vuelta pero la lluvia había cambiado el paisaje y parecía que por
loa noche ellos también habían perdido el rumbo. La mujer dijo que lo mejor era
cruzar el río en algún punto para llegar a un puesto al otro lado. Siguieron el
curso de la cañada hasta llegar a un lugar poco profundo donde uno a uno fueron
pasando tranquilamente. Después de unas horas, llegaron al otro puesto de
atención y, como lo esperaban, no había nadie. Pero sí había un teléfono y la
guía trató de contactar a alguien para que los ayudara.
De pronto, estando dentro de la cabaña, oyeron
un par de disparos y el sonido de aves asustadas. Se miraron los unos a los
otros y se dieron cuenta que solo el chico coreano y el gringo faltaban. Cuando
salieron, el chico tenía una pistola en la mano apuntando a su cabeza y el
cuerpo del hombre al lado. La guía le preguntó que había pasado pero el joven
respondió accionando el arma y suicidándose frente a todos. Ahora solo habían
tres personas, tres personas que no entendían que sucedía. La guía volvió al
teléfono y por fin contestaron. Ella no tuvo que decir nada; le contestaron que
ya habían enviado un helicóptero.
Cuando volvieron a la ciudad, se les informó
que la policía secreta había ocupado la oficina y por eso no habían contestado
antes. Resultaba que Si-woo era un hombre buscado en Corea por haber sido el
único testigo del asesinato de su madre, una política importante, por parte de
dos mercenarios norteamericanos. Entonces todos entendieron la actitud de unos
y otros y como la muerte del francés había sido un accidente inesperado. Todo
había pasado rápidamente pero casi en conjunción con los planes de venganza de
cada uno. Los gringos no habían hecho nada por temor y el chico coreano había
aprovechado esto para buscar una serpiente venenosa y ponérsela cerca uno de
ellos. Al fin y al cabo, sí era un biólogo.
Todos testificaron a la policía rusa y dejaron la ciudad apenas pudieron. En el avió ón de
vuelta, Javier empezó a escribir en un cuaderno lo que recordaba para no
olvidarlo. No podía creer el nivel de venganza, de miedo y de odio y, sobre todo, de paciencia que había habido para que todo lo que pasara tuviera que pasar sin que nadie se diese cuenta con antelación. El momento que tanto había anticipado, que iba a cambiar su visión de la vida, se había arruinado. Pero al final del día, si había cambiado su vida, solo que no de la manera deseada.