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viernes, 11 de noviembre de 2016

Natsukashii

   Apenas aterrizó el avión, empecé desesperadamente a revisar todo lo que tuviera que ver con la ciudad: el clima, el tráfico y otro sinfín de cosas que ya me sabía. Supongo que era porque hacía mucho tiempo que no iba allí, desde que había vivido durante un largo tiempo hacía más de diez años. Cuando tuve mi maleta en la mano, recorrí el camino que todavía me sabía de memoria hacia la estación del tren. Nada había cambiado excepto que ahora la parada del aeropuerto ya no era la terminal. Pero para el caso era lo mismo, según recordaba ese tren siempre iba lleno hasta la ciudad.

 Tuve que esperar un rato a que llegara el tren. Aproveché para verificar la dirección del hotel, uno que quedaba a solo unas calles del lugar donde había vivido. Me daba lástima solo tener dos noches allí pero el dinero que había gastado valía la pena. Avisé por el celular a Fran que ya había llegado. Él estaría apenas despertando pues era viernes, día de no trabajo para él y le fascina dormir como un oso todo el fin de semana. Y si no estoy yo para acosarlo para que salgamos o hagamos algo, entonces se la pasa en pijama todo el día sin hacer nada.

 Le escribí que lo amaba y que nos veríamos pronto. Dos noches no son mucho en una ciudad. El tren llegó y me aseguré de subir rápidamente pues sabía bien que el tren se llenaba bastante y ahora que la estación no era terminal, pues era aún peor. Logré sentarme en una de esas sillas plegables que ponen en la zona donde deben ir las bicicletas. A medida que el tren avanzaba, me sentía más y más emocionado. Era un sentimiento extraño que me llenaba pues no era solo felicidad sino una nostalgia extraña, casi melancólica.

 El tren cruzó la planicie que separa el aeropuerto de la ciudad. Como era verano, todavía había luz de sol y se podían ver las montañas. Recordé como me gustaba ir a caminar por esa zona. Me dolían mucho las piernas pero valía la pena por la vista y porque sentía que el mundo era solo mío cuando me paseaba por esos lados. Era una sensación tan extraña como la que sentía ahora que no veía ese lugar hacía tanto tiempo. De repente, el tren entró en un túnel y supe que habíamos entrado en la ciudad. Dos paradas más adelante, me bajé con una multitud.

 Tenía la opción de caminar unos 15 minutos o de tomar el metro. Me decidí por lo primero porque era la oportunidad perfecta de ver si la ciudad seguía igual o si algo había cambiado. Salí de la estación y confié solo en mis recuerdos, sin consultar el mapa en mi celular. Empecé a caminar por las calles que me sabía como la palma de mi mano. La verdad era que, aparte de algunos negocios que habían cambiado de dueño y algunas remodelaciones menores, el barrio que separaba la estación del hotel, estaba exactamente igual.

 También había vivido por esa zona y me di cuenta en un momento que no estaba caminando más, sino que me había quedado quieto, incrédulo de verlo todo de nuevo. Quería hacer rendir mi tiempo en la ciudad pero estar allí me producía muchas emociones que no podía explicar. Seguí caminando y pronto el calor me hizo dar cuenta de que debía llegar al hotel lo más pronto posible. Apuré el paso y estuve allí en unos minutos. Si algo me gustaba de esa ciudad, era que se caminaba muy fácil por ella y perderse era casi imposible.

 El hotel era uno de esos dirigidos a un público específico. No tengo ni idea porque lo elegí, sobre todo para solo dos noches. Supongo que fue el hecho de que durante todo el tiempo que viví allá, siempre pasaba por enfrente y quise saber como era por dentro. Y mi imaginación había acertado pues tenía todo el arte contemporáneo que había supuesto, más un diseño de vanguardia que me hacía sentir como si estuviese en la mitad de la semana de la moda o algo por el estilo. Me dieron en minutos la tarjeta de mi cuarto y subí casi corriendo para cambiarme y volver a salir.

 Me puse ropa más acorde al calor que hacía y salí a la calle para aprovechar el par de horas que había hasta que el sol de verano decidiese desaparecer. Esta vez si me dirigí al metro y compré un boleto de dos días. Seguía siendo más caro que el de diez viajes pero ese no tendría sentido en mi corta estadía. Me encantaba ver que el transporte seguía siendo tan eficiente como siempre. La gente en el tren estaba toda en lo suyo pero yo los miraba a todos y me sentía fascinado por cada cosa que veía, pues todo me llevaba a un pasado que no sabía que extrañaba.

 Cuando salí a la calle, el montón de gente en el centro me asustó por un instante. Se me había olvidado cómo era ver esa marea de gente ir y venir por todas partes. El estómago me rugió, lo que me ayudó a recordar que no me habían dado nada de comer en el avión y que mi desayuno no había sido precisamente el mejor. Decidí caminar por entre la multitud para encontrar un buen sitio para comer. Menos mal, no tuve que ir muy lejos para ello. Apenas a dos calles del metro encontré un restaurante con terraza, lo ideal para mi pasatiempo de ver gente pasar.

 La cena estuvo deliciosa. Como ahora tenía más dinero que cuando vivía allí, aproveché para pedir una entrada, un plato fuerte, un postre y complementarlo todo con un buen vino recomendado por el entusiasta mesero del lugar. Hablé con él de lo que recordaba y de lo que no y me dijo que esa ciudad parecía rehusarse a cambiar demasiado. Era muy distinta a mi ciudad natal, que cambia de cara completamente cada diez años. El que no la visite seguido, no la reconoce.

 Esa noche caminé mucho y solo paré de recordar y tomar fotos como turista cuando me di cuenta que ya era muy tarde. Al otro día tenía planes y no quería que cambiaran. Al llegar al hotel, vi una pareja en la recepción y tengo que confesar que me puse como un tomate cuando uno de ellos me miró y me guiñó un ojo. Eso me hizo sentir raro pero, en el ascensor, recordé que no era algo tan raro en esa ciudad. Era el único lugar donde la gente era tan abierta y se sentía tan libre como para hacer algo así. Por alguna razón, quise contárselo a Fran.

 Al otro día le escribí, mientras me ponía la ropa para ir a la playa. Ese sería mi destino durante la mitad del día. Me sabía la ruta de memoria todavía: caminaría solo un par de calles para llegar a la parada de autobús que me servía. Antes de salir verifiqué que la ruta todavía estuviese vigente, porque nunca se sabe. Pero veinte minutos después ya estaba en el bus, que estaba tan lleno como lo recordaba todo los sábados. No solo había locales yendo a la playa y al sector cercano sino varios turistas a los que se les notaba a leguas que no entendían mucho del lugar.

 Siempre me había hecho gracia eso, no sé porqué. Supongo que porque allí yo no me sentía perdido, en cambio en otros lugares sí me había ocurrido. Me quedé pensando en ello durante el recorrido y luego me arrepentí de no haber tomado fotos para que Fran las viera. Cuando me bajé del bus caminé durante unos cinco minutos a la playa, que seguía tan estrecha y abarrotada como siempre. Solo estaría un par de horas, así que me daba igual. Las aproveché para tomar algo de sol y ver si el tipo de gente que iba allí seguía siendo el mismo. Y sí.

Se sentía muy bien estar allí en la arena y cerrar los ojos para disfrutar de la caricia del sol que se sentía tan bien. Me di cuenta que hubiese querido tener a Fran conmigo pero ya tendríamos tiempo de hacer un verdadero viaje juntos. Esto solo eran dos días que había tomado de mi trabajo y no eran lo suficiente para volverlo a ver todo. Tomé el autobús de vuelta pero me bajé en el barrio en el que había vivido y lo recorrí todo. Estaba todavía la tienda para adultos en la que había comprado un par de cosas en ese entonces y decidí entrar.


 El tipo que atendía era modelo, se le notaba. Y era muy amable. Decidí comprarle a Fran una bermuda y unas medias que me gustaron mucho, que podía usar para hacer ejercicio o para… Bueno, para otras cosas. Sonreí todo el tiempo, mirando lo que había en toda la tienda e incluso mientras pagaba por lo que estaba comprando. El tipo me miró y sonrió también, preguntándome por qué lo hacía. Le dije que estaba sintiendo muchas cosas a la vez por el pasado pero el presente solo me hacía sonreír.

viernes, 7 de octubre de 2016

Paz

   Toda la gente sonríe. Es de los más extraño que he visto. Saludan de buena manera y se nota que no lo hacen por compromiso o porque les tocará por alguna razón. Lo hacen porque de verdad parecen estar motivados a hacerlo. Suena raro decirlo y puede que los haga parecer como monstruos pero es que la mayoría de veces las cosas no son así. O al menos no era así hasta hace unos meses en los que todo dio un vuelco bastante importante y ahora parece que todo el mundo siento en lo más profundo de su ser un compromiso con la calma.

 Al salir de la tienda también me doy cuenta de ello: la calle está llena de vehículos y, en otra época, todos estarían haciendo ruido como si este sirviera para empujar a los carros de adelante y hacer que el tráfico fluya. No, eso no pasa ahora. La masa de vehículos se mueven lentamente y en pocos minutos se diluye el tráfico pesado. Nadie hizo uso de su claxon ni de gritos ni de nada por el estilo. Era como ver una película de esas de los años cincuenta en que todo el mundo trata bien al prójimo. Excepto que los cincuenta fueron hace mucho tiempo.

 Aprieto mi mano alrededor de el asa de la bolsa de la tienda. Llevo algo de pan fresco, pasta, tomates y muchos otros ingredientes porque hoy soy yo el encargado de la cena. De hecho, comí algo ligero antes de venir a la tienda porque sé que va a quedar mucho para comer en la noche. Recuerdo esos tiempos en los que me cuidaba exageradamente haciendo mucho ejercicio de mañana y de noche. Ahora lo pasé todo a la mañana o sino no me da tiempo de hacer nada. Debo decir, con orgullo, que soy un hombre de casa y ese es mi oficio.

 Cuando pienso en eso siempre me da por mirar el anillo que tengo en el dedo anular de la mano derecha, la mano que ahora sostiene los alimentos. Peo no me distraigo por mucho rato porque o sino puede que me estrelle contra alguien o que tropiece contra algo. De hecho, como si fuera psíquico, me estrello contra un hombre gordo y voy a dar directo al suelo. Algunas de las cosas se salen de la bolsa y me pongo a recogerlas. Para sorpresa mía, una manos rojas me ofrecen mis tomates. Cuando miro su cara, es el hombre contra el que me he estrellado.

 Me disculpo y creo que soy yo el que está más rojo que nadie ahora. Le recibo los tomates y me disculpo de nuevo. Pero el hombre me dice que no es nada, que es algo que suele pasar y que tenga cuidado porque puede ser peligroso. Mientras el hombre se aleja, me le quedo mirando y pienso: ¿Qué le está pasando a la gente? Se oyen todos tan distintos, como a si todos los hubieran cambiado por unos muy parecidos pero mucho más calmados. Es casi la sinopsis de una película de extraterrestres. Sonrío para mi mismo y sigo mi camino.

 La tienda a la que voy me gusta porque vende los productos más frescos. Incluso la pasta está recién hecha ahí mismo. Lo único que no hacen son las cosas que ya vienen en envases pero de todas maneras es un lugar que siempre me ha encantado. Allí también me atendieron de la mejor manera el día de hoy y eso que antes había habido ocasiones en las que incluso la cajera parecía ignorar mi presencia frente a ella. Hoy, en cambio, una joven me siguió por todos lados recomendándome productos para usar esta noche.

 La verdad no sé que pasa pero sé que no me incomoda para nada. La gente solía ser grosera y cortante, como si todo el tiempo quisiera pelear con alguien, no importa si verbal o físicamente. De hecho, no era extraño oír discusiones en la calle o incluso en el mismo edificio donde vivo. En cambio ahora no se oye nada salvo las ocasionales risas o las alegrías y tristezas de los que ven los partidos de futbol, que no han cambiado en nada. En todo caso prefiero como son las cosas ahora aunque tengo que reconocer que no me acostumbro fácil.

 Mi hogar está bastante cerca de la tienda, a unos quince minutos caminando casi en línea recta. Siempre me ha gustado ver a la gente caminar por ahí, ver que hacen y que dicen y que hay en las calles en general. Me detengo siempre en varios locales para mirar lo que venden o para descansar un rato. No, no es que esté físicamente cansado sino que tengo tanto tiempo por delante que no quiero llegar tan rápido al apartamento. Es un día muy hermoso, de esos que casi no hay en una ciudad tan lluviosa y nublad como esta.

 Al sentarme en una banca, me doy cuenta del brillo del sol, de cómo acaricia el pasto y las caras de la gente. Es un sol gentil, no brusco ni invasivo. No me quema la cara sino que la acaricia con una suave capa de calor que a veces es tan necesario. De repente, a mi lado, se sienta una niña pequeña que lleva a su perrito amarrado con una cuerda rosa. Le sonrío cuando me mira y ella hace lo mismo. El perrito incluso parece sonreír también, aunque puede que eso sea más porque está cansado de caminar bajo el sol con su cuerpo peludo.

 Pasados unos segundos, me doy cuenta que la niña también descansa de su paseo. Y además me doy cuenta de otra cosa: está sola. Miro alrededor y no hay ningún hombre o mujer que parezca estar con ella. No hay nadie buscándola. La miro de nuevo pero esta vez está mirando un celular. Parece que mira un mapa o algo parecido. Trato de no mirar pero la situación es tan extraña que es casi imposible resistirse. Sin embargo, la niña se pone de pie de un brinco y empieza a caminar hacia la dirección opuesta a la mía. Sola, con su perrito detrás.

 Yo me pongo de pie poco después, cuando me rindo y dejo de tratar de entender como una niña tan pequeña puede estar por ahí sola, como si nada. La gente de verdad se ha vuelto loca o… O no. Ahora soy yo el que está siendo irracional. Ya en otros lugares del mundo he visto niños de esa edad con sus amigos o solos por la calle. Pero es aquí que me da pánico por ellos porque el pasado es así, nos somete a su voluntad incluso cuando, al parecer, no hay razones para temerle.

 Todavía me faltan unas cuadras más, en las que veo más personas. Hay ancianos que salen a aprovechar el hermoso sol de la tarde y mujeres embarazadas que hablan alegres con personas que aman. Hay más niños y grupos de hombre de corbata que hablan de algún partido y grupos de mujeres que hablan de lo que han leído en una revista. El chisme, al parecer, no es algo que muera tan fácil como las ganas de pelea. Supongo que la controversia siempre será atractiva, en su extraña manera. A mi no me interesa mucho que digamos.

 Mi edificio es alto y tiene dos torres. Cuando entro tengo que cruzar la recepción y luego un patio que separa esa zona de la torre donde vivo yo. En el patio hay juegos y en el momento que paso hay niños y niñeras. Todos me saludan, sin excepción. Yo hago lo mejor para ocultar mi sorpresa y saludar de la manera más alegre de la que soy capaz. No es que no pueda hacerlo sino que auténticamente sigo sorprendido por el cambio. Supongo que así somos los seres humanos, siempre tenemos esa capacidad innata de sorprender.

 Me subo al ascensor y justo detrás entra una mujer mayor. Ella vive en el quinto piso y yo en el décimo. En el viaje al quinto se pone a hablarme y me sorprende saber que ella también está contenta por el cambio. O sea que alguien más se ha dado cuenta. Me alegra de verdad saberlo y lo comento con ella y nos reímos. Pero el viaje se termina más rápido de lo previsto y me despido con una sonrisa verdadera y esperando que nos veamos pronto, ya que se siente bien saber quienes son los vecinos para poder confiar en ellos y no lo contrario.

 Cuando saco las llaves de mi bolsillo, oigo voces dentro del apartamento. Se supone que no hay nadie. Apenas entro, Andrés se me lanza encima y lo alzo en mis brazos, a pesar de que tengo la bolsa en la mano. Mientras nos abrazamos y él me cuenta algo de una película que estaba viendo, una mano toma la bolsa y me la quita. A él le doy un beso en los labios, más largo  que nunca. Me pregunta porqué estoy tan sonriente. Le digo que es un día muy hermoso y que no esperaba verlos tan pronto en casa. Anuncio la preparación de la cena. Antes de poner manos a la obra, los beso una vez más a cada uno, porque lo

viernes, 26 de febrero de 2016

Adicción

   Nunca hubo una razón en especial pero siempre terminaba pasando lo mismo, tanto así que tuvimos que ir a una profesional para saber si todo marchaba bien. Era preocupante que siempre cayéramos en el mismo vicio, casi a las mismas horas todos los días pero siempre de modos diferentes. La verdad no era algo que buscáramos, ninguno por su lado ni ambos por un acuerdo mutuo. No había nada de eso. Lo explicábamos así: como empezamos de manera clandestina, pues siempre teníamos un cierto miedo, un apuro particular y por eso la costumbre nunca se nos quitó. Alguna gente lo sabe y no le importa, algunos otros lo saben y nos miran como bichos raros. Y otros más no lo saben ni lo van a saber nunca porqué son cosas privadas al fin y al cabo.

 El caso es que, como le confesamos a la psicóloga, creemos ser adictos al sexo. Así de simple y claro. No, no estamos orgullosos de serlo. Sería lo mismo que estar orgullosos de ser diabéticos o de que nos gustara los espagueti a la boloñesa. Pero la verdad es que tampoco nos sentíamos mal por ello y la doctora nos dijo que posiblemente no hubiese nada malo con nosotros. Nos miramos a los ojos y no sabíamos si soltar una carcajada o echarnos a llorar. Bueno, al fin y al cabo ella ni nos conocía, ni sabía como éramos cada uno por su lado y en pareja.

 Le contamos cómo empezó todo. Trabajábamos juntos, en la misma oficina. Eso se acabó hace unos meses pues nos dimos cuenta que la gente empezaba a hablar y que el clima social se iba a poner muy pesado por lo que habíamos hecho. De nuevo, no era algo que nos enorgulleciera pero habíamos empezado como una pareja clandestina. Al comienzo nos caíamos mutuamente mal. Hasta nos echábamos miradas de odio cada cierto tiempo y evitábamos la presencia del otro. Pero un buen día al ascensor del edificio se le ocurrió averiarse y nos quedamos solos. Ambos pensamos que nos iban a lanzar a la garganta del otro y sí fue así pero no exactamente. Cuando salimos de ese ascensor nuestra visión del otro era completamente distinta.

 La psicóloga parecía estar a punto de reír pero retrajo su sonrisa cuando le explicamos que cada uno estaba en una relación por su parte y que empezamos a vernos a espaldas de personas que queríamos pero ya no amábamos como antes. Su expresión se endureció y, como una profesora de jardín de infantes, nos preguntó porqué lo habíamos hecho. Le dijimos que no había sido planeado pero que tampoco lo habíamos podido evitar. Las cosas eran como eran y no pudimos quitarnos las manos de encima del otro. Simplemente había un magnetismo, una fuerza más allá de nuestras capacidades que nos acercaba y nos hacía sucumbir a nuestros más bajos instintos. De nuevo, hay que decir que no estábamos orgullosos pero definitivamente estábamos felices.

 Entonces la doctora preguntó por cuanto tiempo habíamos mantenido nuestra relación en secreto. De nuevo nos miramos, pero esta vez fue con vergüenza, bajando la cabeza pero tomándonos las manos y apretando para darnos fuerzas mutuamente. Respondimos que fue todo un año, un año que, a decir verdad, fue fantástico. No solo nos enamoramos perdidamente sino que lo hacíamos en todas partes, incluso en la misma oficina. No podíamos decir que habíamos sido como conejos, eso sería incluso grotesco. Pero es justo decir que habíamos intentado quitarles el trono en el reino de los animales en celo.

 Nuestras parejas se enteraron casi al mismo tiempo y cuando eso sucedió no hubo tanto trauma y tanto drama como podía haber habido. Tampoco fue que todo fuera color de rosa pero hablando las cosas se solucionan y eso hicimos. Hablamos y ellos se dieron cuenta que las relaciones estaban ya muertas o por lo menos agonizando. Se habían acostumbrado tanto al rigor de la rutina que ya nada era emocionante y por eso nuestros escapes al deposito de materiales de la oficina eran como inyección de adrenalina que entraba directamente a la sangre y al cerebro con la fuerza de un ejercito.

 Sí hubo peleas, argumentos y discusiones. Pero no pasó de ser una semana pesada, de esas en que no se duerme ni se vive como una persona normal. Y suena mal pero nos teníamos el uno al otro. No dormíamos pero lo hacíamos en la misma cama, no cerrábamos los ojos pero nos hablábamos al oído y nos dábamos animo. Sí, también tuvimos mucho sexo y posiblemente fue muy bueno pero la conexión que establecimos fue tan importante que el sexo se convirtió entonces en solo una parte del todo, de toda esa gran estructura que llamamos amor.

 La mujer, sin explicación alguna, se secó una lágrima con un pañuelo. Al parecer la habíamos emocionado y ni nos habíamos dado cuenta. Pero volvimos al tema central de la visita: nuestra vida sexual. Empezó a ser aún más emocionante y mejor después de nuestras respectivas separaciones y de ahí en adelante fue sorpresa tras sorpresa y la verdad es que teníamos pocos limites, mejor dicho, teníamos aquellos limites que toda persona sensata y responsable tiene pero el resto de barreras las quemábamos todas juntos. Había fines de semana que no salíamos de casa porque como ya no trabajábamos juntos pues no había sexo en la oficina y lo compensábamos con maratones increíbles en una cama que era básicamente solo el colchón pues estábamos conscientes del ruido que hacíamos.

 La doctora tosió, interrumpiendo nuestro discurso, que parecía también tener una energía en constante aumento. Se disculpó y fingió que no había sido a propósito sino solo algo del momento. Continuamos.

 Compramos cuanto juguete se nos ocurrió, vimos algunas películas aunque la verdad teníamos más que suficiente con el otro en la cama. Bajamos aplicaciones en el teléfono que nos aconsejaban intentar posiciones nuevas y solo no deteníamos en un momento de la noche para comer algo, recargar baterías y, si acaso, estar un tiempo separados el uno del otro, así fuera por algunos metros. El descanso podía ser de hasta dos horas, pues era lo necesario para pedir un domicilio, esperar a que llegara (aunque a veces utilizábamos ese tiempo), recibirlo y comer.

 La doctora interrumpió de nuevo pero esta vez con una pregunta. Quiso saber si hablábamos mientras comíamos o si solo comíamos y ya. Le respondimos, un poco extrañados, que siempre hablábamos. Incluso durante el sexo no todo eran gemidos y gritos y palabras obscenas. Algunas veces estábamos con la situación tan controlada que podíamos compartir ideas, anécdotas del día que habíamos tenido o noticias que habíamos escuchado en alguna parte. Lo mismo hacíamos cuando comíamos, incluso nos tocábamos las manos y nos mirábamos a los ojos. Eso mismo hicimos en la oficina de la doctora, solo que también hubo una sonrisa y un brillo especial en nuestros ojos.

 Ella entonces preguntó que nos gustaba más del sexo? Las palabras que salieron de nuestras bocas se atropellaron unas a las otras pues respondimos al mismo tiempo. Con diferentes palabras, habíamos dicho exactamente lo mismo. Esta vez nos quedamos mirándonos las caras, un poco asustados pero más que todo apenados. Lo que habíamos dicho era simplemente que lo mejor de tener sexo era complacer al otro. La doctora pidió que elaboráramos sobre eso. Cada uno dio sus razones pero en concreto se trataba de que nos gustaba ver al otro feliz, ver al otro sentir placer y hacerlo sentir mucho más que bien. Eso era lo que preferíamos. No tanto hacerlo en un sitio o en otro o con mucha o poca frecuencia.

 Ella dio dos palmas solas y nos miró, feliz. Tenía una sonrisa tan grande en la cara que daba un poco de miedo y tuvimos que tener valor y preguntarle porque estaba feliz. Nos tomó de las manos y no explicó que la gente que solo busca tener sexo, quienes de verdad están obsesionados con ello, normalmente no sienten lo que sentimos nosotros. Buscan el placer efímero en el acto pero no complacer a nadie y es muy frecuente que no amen a la persona con la que comparten esos momentos. La doctora se puse de pie y nosotros también. Nos abrazó, cada uno por su lado, y dijo que no había nada que temer. Éramos una pareja envidiable, en sus palabras, y la única recomendación que nos hacía era tratar de hacer otras actividades que también tuvieran el mismo fin, el placer, para variar las cosas y no aburrirse.


 Eso fue lo que hicimos. Empezamos a jugar tenis, cosa difícil pues uno de nosotros no era muy deportista que digamos, y también nos propusimos hacer pequeños viajes cada cierto tiempo para compartir otro tipo de vida y no solo la de nuestros hogar. Pero lo cierto es que nos amábamos y que cuando nos mirábamos de una manera especial y nuestras manos, piernas o dedos se encontraban, teníamos el mejor sexo de nuestras vidas y de la vida de muchos otros. “Hacíamos el amor”, dicen que es mejor decir. Pero creemos que el sexo es también una hermosa palabra.

domingo, 7 de febrero de 2016

Hule

   No tengo ni idea de cómo habré dormido esa noche. Me atrevería a decir que como todas las otras noches de mi vida pero al parecer eso no sería muy cierto. No era todas las mañanas que me despertaba con un brazo colgando del cuerpo como si fuera uno de esos pollos de plástico que usan para bromas. Seguramente me acosté sobre mi brazo, algo que suena extraño y no sé exactamente como es, pero es la única explicación que tiene el hecho de que en vez de un brazo sano y normal tenga algo que se siente más como un pedazo de hule colgando de mi costado.

 Apenas me desperté lo sentí. O bueno, no lo sentí porque era como si lo hubieran arrancado o mutilado, no se siente nada. Solo ese peso extraño en el lado del cuerpo, como cuando te pones el abrigo encima de los hombros y las mangas cuelgan tontamente a los lados. Era más o menos así, excepto que con un solo brazo y que el peso que percibía era mucho mayor. Al fin y al cabo era carne y huesos y musculo y piel y demás. Intenté tocarlo para reanimarlo pero eso fue peor porque entonces sí lo sentía pero porque una descarga eléctrica recorría el brazo, torturándome.

 Lo cómico de la situación, que de hecho era desesperante, era que ese día debía ir al médico a dar una muestra de sangre. Jamás doy sangre voluntariamente pero esta vez me lo habían pedido a raíz de unos exámenes médicos obligatorios que había tenido que hacerme. Al parecer habían visto algo raro en mi sangre y querían repetir el proceso. Me dijeron que no bebiera nada de alcohol ni que consumiera drogas de ningún tipo y eso fue lo que hice. Pero, cosa importante, debían sacar la sangre del mismo brazo. Yo eso no sé porqué pero resultaba ser el brazo que días después colgaba inerte a mi lado.

 Me puse de pie, saliendo de la cama al frío de la mañana. Eso tampoco hizo mucho por mi brazo, que seguía sin responder ni reaccionar de ninguna manera. Traté masajearlo con suavidad pero más descargas electrificaron mi brazo y entonces ya no era hule sino una fuente de dolor horrible. Fue como un castigo por mi impaciencia pues el dolor se fue intensificando y me empecé a marear seriamente. Tuve que echarme en la cama de nuevo y respirar controladamente para tomar las riendas de la situación, que claramente no tenía.

 Cuando el dolor se detuvo, hice lo posible para no golpear el brazo contra ninguna superficie. Se me iba a hacer tarde entonces me entré a bañar y tuve el mayor cuidado mi brazo, como si me estuviese bañando con un bebé. No sé si fue el agua caliente o el vapor, pero por fin empecé mi brazo a reaccionar pero de nuevo fue a través del dolor. Fue como si se estuviera formando de nuevo ahí, en ese mismo momento. No cerré la llave del agua por temor a que sin ella el dolor fuera más intenso.

 Creo que estuve en la ducha mucho más de lo recomendado. Normalmente era muy cuidadoso con mi gasto de agua y electricidad pero con ese dolor tan tremendo me dio un poco igual lo que tuviera que pagar en el futuro. Quería que el dolor se fuera pronto. Entonces empezó como a cosquillear y decidí cerrar la llave. El dolor todavía era intenso pero por primera vez esa mañana pude sentir que mi brazo era algo más que solo una cosa colgando a mi lado. En verdad parecía sentir que se formaba rápidamente ahí a mi lado: podía sentir los nervios hilándose y los músculos tensionándose. Era simplemente horrible.

 Salí chorreando agua y apenas capaz de secarme el pecho y una pierna. No tenía tolerancia para hacer nada más. Desnudo como estaba me senté sobre la cama y esperé a que el proceso en el que estaba mi brazo concluyera. Miré mi reloj alarma y vi que tenía algunos minutos extra para no llegar tarde a mi cita en el médico. Decidí que lo mejor era aguantar el dolor e ir adelantando tareas. Fue mientras me ponía lo calzoncillos donde debían estar que sentí de golpe el hormigueo en mi mano, que todavía pesaba. Traté de moverla pero el mensaje al parecer no salió del cerebro o no llego a ningún lado pues ninguno de los dedos no se movió.

 En ese momento fue cuando el pánico en verdad me atacó pues no parecía ser algo muy normal que no pudiera mover los dedos. Eso sí, tampoco era normal que uno amaneciera con el brazo inerte pero al menos eso no molestaba como tal, en cambio el dolor en el brazo pero sin capacidad de mover los dedos era simplemente tétrico. Intenté varias veces mover cada dedo pero era inútil, seguramente tendría que esperar a que la sangre recorriera todo lo que tenía que recorrer para recuperar mi brazo. Y eso lo único que me decía era que algo definitivamente no estaba bien conmigo.

 Como pude me puse las medias, algo torcidas, y me decidí por el pantalón más suave y holgado que tenía. Hubiese sido imposible ponerme cualquier cosa apretada con mi limitación temporal y la verdad era que todo mi cuerpo estaba empezando a sentirse cansado por el esfuerzo. Ponerme la camiseta supuso otra corriente de dolor que me impidió tomar todo el contenido de una taza de café.

 Desayuno prácticamente no hubo, en parte porque no podía comer y en parte porque no tenía hambre. La verdad era que el estomago me daba más vueltas que nada y casi podía jurar que ese desayuno tan pobre podría resultar fuera de mi cuerpo en cualquier minuto, y eso era mucho decir. Ya listo para salir me revisé que tuviera todo y lo tenía excepto el control de mi brazo y el movimiento de mis dedos. Pero iba a una clínica así que seguramente podrían ayudar.

 Menos mal no era hora pico ni tampoco se demoró el bus en pasar. En poco tiempo estuve de camino, mirando por la ventana un poco desesperado por llegar. Me faltaban solo algunas calles cuando solté un gritito y varias, si no es que todas las personas en el bus se voltearon para mirarme. Había sido inevitable pues un corrientazo había recargado el brazo y ahora podía sentir como la electricidad recorría cada uno de mis dedos. Dolía demasiado y tuve que limpiar la humedad de mis ojos pues si no lo hacía seguramente lloraría del dolor y eso sería más para el público del bus. Así que una vez más, me contuve.

 Cuando me bajé del bus y empecé a caminar las cinco calles que me separaban de la clínica, tuve que dejar salir una lágrima y tratar de respirar lentamente para controlar el dolor. Era tan intenso que en un momento tuve que sentarme en el bordecito del jardín frontal de un edificio para descansar y tratar, una vez más, de ver si podía mover los dedos. Me llevé una sorpresa cuando mi índice se movió torpemente. Otra vez intenté y el índice y pulgar se movieron como marionetas.

 A riesgo de perder la cita, me quedé allí ante la mirada de los transeúntes chismosos, recuperando la movilidad de mis dedos. Pasados unos diez minutos, mi brazo ya se sentía normal aunque adolorido y mi mano empezaba a moverse lentamente, como un animal drogado. Era mejor así que de ninguna manera entonces me puse de pie y caminé lo que me quedaba hacia la clínica.

 Allí me anuncié y nadie dijo nada sobre la hora. Me senté a esperar un rato y cuando me llamaron me recibió la misma doctora de la vez anterior. Como un desesperado, empecé a contarle todo lo que había pasado desde que me había despertado. Incluso le dije que esa noche, a diferencia de muchas otras, no había tenido pesadillas ni nada por el estilo entonces que no entendía lo que estaba pasando. Dije tantas estupideces que en este momento ya no las recuerdo todas.

 La doctora estaba sorprendida y me tomó el brazo con cuidado y verificó con su tacto. El brazo estaba ya normal, los dedos algo torpes pero nada grave. Me miró a los ojos, todavía algo extrañada y me preguntó: “No tenías miedo de la cita de hoy?” Yo creo que al comienzo no entendí la pregunta porque en verdad no la entendí. Pero luego no la entendí porque no quise entenderla. Ella solo me miró y no dijo más. Tenía listos todos los instrumentos que necesitaba y sin demorar más, empezó a sacar sangre. Sacó dos tubitos completos, lo que me hizo sentir algo vacío, y los dejó a un lado. Encima de cada uno escribió “Test ELISA” y mi nombre.


 Me aconsejaron comer algo al llegar a casa pero simplemente no lo hice. No quería nada de nada y ya no me importaba mi brazo que estaba más normal que nunca. Ahora sí me había golpeado la realidad en la cara, cuando vi los tubos al lado de mi brazo antes inerte y cuando la doctora me habló en términos matemáticos. Todo retumbaba en mi cabeza y entonces cerré los ojos, rogando que cuando me despertara lo único que tuviera para preocuparme fuera un brazo dormido.