La verdad era que el tipo este tenía cara de
loco. No solo era el hecho de que estuviera montado en una ballena, cosa rara
desde el comienzo, sino que vestía un atado de hojas como pantalón corto y un
sombrero de paja con un hueco en la punta, en la cabeza. Tenía pulseras en ambas
manos, tantas que parecían formar una sola banda de colores alrededor de cada
muñeca y otras cuantas en los tobillos.
El animal se nos acercó suavemente, lo
suficiente para el hombre se subiera al barco. El animal pareció sumergirse y
luego retirarse un poco. Por lo visto no le gustaba la idea de estar debajo de
un barco, así como a nosotros no nos hacía gracia tener un animal de varios
metros de largo debajo nuestro. El hombre no parecía interesado en nosotros
sino en el barco y estuvo mirando un poco por todos lados, entrando a la cabina
de mando, después paseándose por toda la cubierta y finalmente revisando por la
borda, como si viera a través del agua. En todo el rato que estuvo con
nosotros, no dijo ni una sola palabra. Al final de su visita, hizo un ruido
extraño para acercar a la bestia, se subió e hizo el ruido otra vez.
Otro animal subió a la superficie cerca de al
barco. El hombre se lanzó al agua y entonces los dos animales nadaron bajo el
barco y lo cargaron en sus lomos. Nosotros, caímos al piso como tontos.
Rápidamente nos cogimos con fuerza a la baranda del barco y así estuvimos,
esforzándonos por no caer, durante aproximadamente una hora. Después de ese
tiempo llegamos a un banco de arena. Las ballenas dejaron el barco lo más cerca
de la playa y luego se fueron, sin más. Nosotros las vimos alejarse, a la vez
que saltábamos al agua poco profunda. Cuando las dejamos de ver, celebramos.
Unos rieron, otros gritaron y el capitán se puso a llorar. Eran muchas las
emociones.
Al fin y al cabo no era todos los días que
algo así sucedía. Nuestro barco se había quedado varado luego de una tormenta y
no sabíamos ni siquiera donde estábamos. Los aparatos estaban dañados y
habíamos tenido que racionar lo más posible hasta que el hombre de las ballenas
había llegado. Ciertamente no habíamos hecho nada para llamar su atención pero
sin embargo allí habían llegado y ahora nos habían traído a ese banco de arena.
Por lo que se veía alrededor, había más bancos y atolones cerca. Era probable
que todo formara parte de un archipiélago más grande, tal vez poblado. Y si
había gente, podríamos comunicarnos con la compañía pesquera para la que
trabajábamos. Ellos enviarían ayuda y estaríamos en casa pronto.
Lo más urgente era o arreglar el barco para
navegar o tratar de hacer uso de los botes salvavidas. Podríamos hacer una vela
uniendo tres de los botes naranjas y así navegar de isla en isla hasta que
encontráramos alguien que pudiera comunicarnos con tierra firme. Sin embargo,
ese día que llegamos solo comimos y recogimos algunos cocos de las pocas
palmeras que había. Decidimos nadar a un atolón algo más grande que estaba
cerca y dejar el barco en el banco de arena. En el atolón había más palmeras y
pudimos cazar algunos cangrejos, con gran dificultad. Nuestra medico nos
aseguró que no había problema en comerlos crudos, aunque hubiera sido mejor
tener fuego. Nuestro capitán, ya recuperado, intentó encender uno con hojas de
palmera y palitos pero fracasó estupendamente.
Dormimos a la intemperie, cubriéndonos con algunas
cobijas que pudimos sacar del barco en los botes salvavidas, junto con comida y
cosas que pudiéramos utilizar para hacer la vela. Al otro día ese fue nuestro
trabajo y nos sorprendimos al ver que el hombre de las ballenas estaba en el
atolón. Desde primera hora de la mañana, lo vimos sentado con las piernas
cruzadas, mirando al horizonte, por donde salía el sol. El hombre parecía
ignorar nuestra presencia. O tal vez estaba meditando o algo por el estilo. La
verdad nunca lo supimos. Un par de nosotros nos acercamos y le hablamos. Le
preguntamos su nombre, de donde venía y que estaba haciendo allí. Pero ni se
inmutó. Se rascó la barba un par de veces, pero eso fue todo.
Con algunas cobijas ligeras, telas y ropa
usada, pudimos hacer una colcha de retazos bastante grande, de unos tres metros
en cada uno de sus lados. Cosimos todo con el kit que tenía la doctora para
coser heridas y cortamos los sobrante con sus tijeras de cirugía. La vela quedó
bastante bien o al menos eso parecía. Lo siguiente era conseguir un palo o algo
donde izarla. Ese fue un problema porque no había nada parecido en el atolón.
Con los binoculares revisamos las demás islas cercanas pero no había nada que
pudiese servir en ninguna de ellas. Los troncos de las palmas eran muy grandes
y gruesos y las grandes hojas no servían para ello. Ese día nos dimos por
vencidos y decidimos dejar para el día siguiente la resolución del problema.
Era temprano todavía cuando terminamos y el
hombre de las ballenas no se había movido un centímetro. Mientras comíamos
peces que algunos habían pescado mientras los demás cosíamos la vela, algunos
juraron que el hombre se les había quedado mirando en ciertos momentos, pero
había vuelto a mirar al horizonte con rapidez. A la vez que dejábamos las
espinas de lado, discutimos la probabilidad de que el hombre de las ballenas
hubiera sido un naufrago de algún navío perdido en aguas cercanas. De pronto
había sobrevivido gracias a los enormes animales y por eso había decidido vivir
con ellas. De hecho, ahora que lo pensaban, no era posible que él estuviera
todo el tiempo con los cetáceos. Las ballenas podían sumergirse bastante pero
él seguramente no y no por tanto tiempo. Tenía que tener una casa o un lugar
donde al menos pudiese dormir.
La noche llegó de prisa y todos quedamos
dormidos con prontitud. El trabajo del día y el sol nos había extenuado. Al
otro día, agradecimos los galones de agua fresca que habíamos podido sacar del
barco. Había que racionarla con exageración pero era lo más sensato, ya que no
teníamos la más mínima idea de cuanto tiempo más permaneceríamos en la isla.
Decidimos separarnos en dos grupos para explorar las islas cercanas. Cada grupo
tomaría un bote salvavidas y usaría como remo una hoja de palma. Como éramos
once personas, lo más sensato fue que cada grupo fuese de cinco personas y uno
de nosotros se quedara en la isla, cuidando la vela que habíamos hecho y el
bote salvavidas que quedaba.
Cuando zarpamos, cada uno para una dirección
diferente, nos dimos cuenta que el hombre de las ballenas ya no estaba en su
puesto del día anterior. De hecho, parecía haber desaparecido en la mitad de la
noche. No pensamos más en él y seguimos nuestros camino. El grupo que revisó
las islas hacia lo que parecía el oeste no encontró nada en todo el día. Revisaron
cada islote pero no había sino lo mismo que en el que nos estábamos quedando.
Lo malo fue que encontraron también otras criaturas: eran tiburones, expertos
en buscar alimento en aguas poco profundas.
Los del grupo del este también encontramos
tiburones pero también los restos de un naufragio que parecía tener unos
cincuenta años. Parecía un barco pequeño de guerra, todavía con armas en la
cubierta y, para nuestro pesar, un esqueleto que todavía yacía en el lugar que
había muerto. Era horrible ver como alguien había muerto allí. Nadie dijo nada,
pero las esperanzas de salir del archipiélago bajaron sustancialmente ese día.
Volvimos al atardecer, al mismo tiempo que nuestros compañeros. No tuvimos
tiempo de saludarnos porque al ver nuestro islote, vimos que nuestro centinela
saltaba y nos apuraba.
Cuando llegamos, nos
abrazó a todos. Saltaba de felicidad y nos mostró una enorme barra delgada de
metal que había sobre el arena. Nuestro hombre nos contó que una de las
ballenas había vuelto con el hombre en su lomo que traía ese palo ligero de
metal. Solo lo entregó, hizo una venia y se fue sobre el enorme animal. Era la
pieza que nos faltaba para poder izar la vela y al otro día eso fue
precisamente lo que hicimos. Cuando estuvo todo listo, hicimos una comida
especial de cangrejo y pescado, en la que agradecimos la ayuda del mar y la
tierra, así como de nuestro misterioso amigo.
Zarpamos justo después y, al final del día,
nos alejamos del pequeño archipiélago de islotes. Navegamos toda la noche hasta
el d ía siguiente. Fue a primera hora de la mañana que nos dimos
cuenta que había dos islas enormes, una hacia el noreste y otra al sureste. Nos
dirigimos a la segunda porque pudimos ver sobre ella brillos extraños. En
efecto, como lo imaginamos, esos brillos eran de algunas casitas. Había gente y
nos recibieron como si fuéramos amigos, hermanos. Nos dieron de comer y nos
indicaron que había un bote que salía cada día hacía la isla más grande de la
esa pequeña nación insular. Allí había un aeropuerto pequeño que los conectaba
al mundo. Nos prestaron su radio y contactamos con la empresa que mandó un avión
privado a recogernos.
Cuando cenamos con los locales esa noche, les
contamos del hombre de las ballenas. Nos pareció extraño que se quedaran
mirando y luego, sin más, se rieran. Decían que era una leyenda del mar que
tenía siglos de existencia y que muchos náufragos juraban haber conocido al
mismo hombre pero miles de veces habían ido en su búsqueda y jamás lo habían
encontrado. Lo más raro fue cuando les comentamos donde habíamos estado durante
los últimos días. Según ellos, esos islotes simplemente no existían y así lo
pudimos comprobar cuando llegamos a casa. Sea como fuere, estábamos vivos
gracias a ese hombre, sus ballenas y su tierra inexistente.