Era una tontería, pero a Damián jamás le
había gustado cortarse el pelo. Sentía que ir a la peluquería era un
desperdicio de tiempo, que podía usar para adelantar algo de trabajo o
relajarse en casa viendo alguna película interesante. Pero tenía que ir porque,
como su madre le había dicho por teléfono, no podía presentarse como un
“pordiosero” al matrimonio de su prima más joven. Con frecuencia su madre le
recordaba que su prima tenía tan solo veinticuatro año y estaba recién salida
de la universidad. Damián, en cambio, tenía casi treinta años y vivía de lo que
había ahorrado en un trabajo que ya no tenía.
Vale la pena mencionar, y él siempre se lo
decía a su madre, que la empresa había quebrado por mal manejo del dinero. No
lo habían echado ni había renunciado sino que la empresa simplemente había
dejado de existir. Eso no parecía importarle a su madre, que había empezado a
presionar a Damián cuando su hija Gabriela se había casado el año anterior.
Antes, toda la atención de la madre había estado sobre ella pero ahora llamaba
a Damián a todas horas, como si fuera una entrenadora viendo el estado de su
único atleta.
La verdad era que Damián no pensaba en ir al
matrimonio pero Benilda, su madre, lo había amenazado tanto con las
consecuencias de no asistir que prefirió no ir en su contra. Lo hizo comprar un
traje, a pesar de la insistencia de él en que nunca lo iba a usar más ya que
era un hombre creativo y no una marioneta de oficina. Eso a ella poco le
importó. Dijo que siempre servía tener un buen traje, para ocasiones como bodas
y funerales. Damián rió cuando escuchó lo de los funerales, contestando lo
triste que sería para alguien verlo a él en traje y saber automáticamente que
alguien murió.
Cuando no estaba siendo acosado por las
preguntas incesantes de su madre, Damián prefería escribir y dibujar. Eran las
dos cosas que más le gustaba hacer y las únicas dos que sentía que hacía bien.
Los deportes eran un caso perdido para él, principalmente porque pensaba que
eran una idiotez. Y para los números no era precisamente un genio, cosa que le
había costado su primer trabajo como cajero en una tienda de ropa. Damián
también buscaba trabajo pero la verdad era que no se esforzaba mucho en ese
cometido. No era fácil encontrar ofertas de trabajo que buscaran gente
verdaderamente creativa. Todos apuntaban a tener alguien que se dejara manejar
porque eso era lo que querían las empresas pero no lo que quería Damián como
ser humano.
Cuando dejaba de quejarse de todo, porque así
era él, se quedaba callado e imaginaba lo que podría ser su futuro: un escritor
reconocido, un dibujante prolífico o incluso un gran actor o un cocinero de
renombre. Estas dos últimas cosas le llamaban la atención por dos de sus rasgos
más notorios: era un gran mentiroso, muy bueno. Todo el mundo se creía completo
lo que él decía, como si en la cara tuviese escrito que no podía mentir. En
cuanto a lo de la cocina, era algo que hacía con frecuencia. Vivía solo, en el
apartamento que antes había sido de su hermana, y allí cocinaba para sí mismo
todos los días e incluso para un par de fiestas que había organizado allí mismo
con sus amigos. Pero, siempre que volvía a la realidad, sentía que todo eso
eran solo sueños ridículos y que a nadie, o a casi nadie, se le presentaban
oportunidades tan grandes, tan fácilmente.
Otro fin de semana, a una semana de la boda,
doña Benilda arrastró a su hijo al centro comercial para comprar zapatos
“decentes”. Al parecer, ella no veía con muy buenos ojos que su hijo fuese a
usar zapatos deportivos negros con su traje nuevo. Ni siquiera cedió antes unas
botas negras, militares, que Damián conservaba como un tesoro. Nada de lo que
tenía le gustaba e insistió que debían ir a comprar unos nuevos. Después de un
recorrido largo y tedioso por varias tiendas, la madre de Damián por fin
encontró lo que buscaba: unos zapatos negros, que parecían hechos para un
hombre mayor de noventa años. Eran incomodos, feos y no muy baratos pero ella
los compró y Damián no pudo decir nada.
Le dijo que lo invitaba a almorzar, ya que no
parecía estar comiendo bien. La verdad era que Damián comía bastante pero lo
hacía ciertas horas y había dejado de comer cosas que le sentaban mal a su
estomago. Era increíble, pero su propia madre no tenía ni idea de lo que podía
y no podía comer. Con la bolsa de los zapatos y un par de bolsas de compras que
había hecho su madre. Se sentaron en una mesa de la plaza de comidas y su
madre, sin parecer dudar mucho, le pidió a Damián que le comprara una carne con
papas y ensalada en uno de los restaurantes. Damián le hizo caso y fue con pasa
lento hasta el lugar.
No había fila entonces el proceso fue rápido.
Le dieron una de esas alarmas circulares, y le dijeron que el pedido estaría
listo pronto. Desde la mesa, su madre le gritaba que usara el cambio para comprar
su comida. Damián ya no era como en la escuela, cuando sentía vergüenza de sus
padres si hacían algo ridículo pero en ese momento recordó el sentimiento. Se
dio la vuelta, le agradeció al encargado y empezó a caminar para ver que pedía.
En un local de comida saludable, había un joven jugando con un aparato
electrónico, cosa que a Damián le llamó la atención. Se dio cuenta que tenía un
menú bastante rico y decidió pedir algo.
Fue cuando se acercó al sitio y saludó al
empleado, que se dio cuenta de sus ojos. La sexualidad de Damián nunca había
estado exactamente definida pero en ese momento supo que le gustaba mucho ese
chico. Se quedó sin habla unos segundos hasta que subió la mirada y leyó en voz
alta el menú que quería. El empleado sonrió, visiblemente extrañado por la
actitud del cliente, y le cobró sin decir más. La transacción fue rápida y
justo en el momento, vibró la alarma del pedido de su madre. Sin decir nada se
fue pero a medio camino se dio cuenta que no tenía su cambio y tuvo que devolverse,
rojo de la pena, a pedírselo al empleado, que le sonrió divertido.
Esa noche, Damián soñó despierto de nuevo,
esta vez con el lindo empleado del restaurante de comida saludable. Solo se lo
imaginaba ahí frente a él, sonriendo, con sus ojos color miel bien abiertos y
esa sonrisa medio burlona que le había dirigido dos veces. Pero como todos los
sueños vividos de Damián, terminó sin conclusión y pro su propia decisión. Era
una idiotez soñar con cosas que no iban a suceder nunca, y estar con alguien
que lo comprendiera era igual de descabellado como soñar con ser un escritor
famoso. Simplemente eran cosas que jamás iban a suceder y que no valía la pena
pensar en ellas.
Pasaron los días hasta que, por fin, llegó la
hora del matrimonio de la prima joven de Damián. Su madre le exigió estar en el
lugar de la boda temprano. Apenas llegó, no lo dejó ni saludar a su padre, a su
hermana o a la novia sino que empezó a arreglarle el saco, la corbata e incluso
trató de pulirle los zapatos con un pañuelo y saliva. Pero afortunadamente todo
empezó rápido y tuvieron que sentarse y estar en silencio. Damián detestaba las
bodas porque siempre decían muchas idioteces, en un momento u otro. Pero
afortunadamente los novios parecían tener prisa de estar casados y la ceremonia
fue rápida.
En el salón donde se iba a celebrar la cena,
Damián se sentó en la misma mesa que sus padres, su hermana y el esposo de
ella. A Damián le caía bien él y, según le contó, conocía desde antes al esposo
de la prima casada porque jugaba futbol con su hermano. Señaló entonces otra
mesa para indicarle quien era el hermano del novio y Damián casi se cae de la
silla cuando se dio cuenta que era el chico del centro comercial, al que no le
había podido decir bien su pedido. Tratando de no sonar nervioso, le preguntó a
su cuñado que hacía el hermano del novio y le contó que había salido de la
universidad hacía unos años pero que no había encontrado trabajo estable. Tenía
un par de oficios de medio tiempo. Era músico.
De nuevo, Damián casi se ahoga y su cuñado le
pasó una copa de champagne, con la que brindaron por los novios. Los platos de
comida empezaron a ir y a venir y Damián se concentró en no mirar a la mesa del
chico, del que todavía no sabía el nombre. No quiso hablar más del tema con su
cuñado porque no quería que pensara que había más interés del normal, aunque
así era y Damián se concentraba mucho en no mirar. Habló con su hermana y su
cuñado de su nuevo apartamento, de sus trabajos, con su padre de la política
nacional y su madre tuvo oportunidad de quejarse de más cosas. Entonces los
novios interrumpieron mientras los meseros repartían el postre para anunciar su
primer baile como esposos.
Ellos bailaron primero y todos celebraron y
luego la gente se les unió, incluidos los padres de Damián y su hermana y su
cuñado. Se quedó solo y entonces perdió la voluntad y miró hacia la mesa que
tanto lo torturaba. Pero allí no había nadie. Todos se habían levantado. Miró
entre los bailarines, a ver si veía al chico pero no lo vio por ningún lado.
Seguramente se había ido. Aunque si era el cumpleaños de su hermano…
-
Hola.
El chico había llegado
por detrás, sin aviso. Damián quedó lívido. El chico se sentó a su lado y
empezó a hablar de las bodas y entonces Damián, lentamente, se unió a la
conversación. Así hablaron por horas hasta que la fiesta terminó y tuvieron que
ir todos a casa. Cuando llegó a su apartamento, Damián se dio cuenta que por el
miedo a lo que podría pensar, no le había pedido el número. Pero no importaba
porque entonces vibró su celular. Era un mensaje y Damián leyó:
-
Le pedí tu número a tu prima, mi cuñada. Estamos en
contacto. Buena noche. Felipe.
Damián sonrió y contestó sin dudar. Ya no más
dudas. Solo hacer.