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miércoles, 1 de abril de 2015

El matrimonio de la prima

   Era una tontería, pero a Damián jamás le había gustado cortarse el pelo. Sentía que ir a la peluquería era un desperdicio de tiempo, que podía usar para adelantar algo de trabajo o relajarse en casa viendo alguna película interesante. Pero tenía que ir porque, como su madre le había dicho por teléfono, no podía presentarse como un “pordiosero” al matrimonio de su prima más joven. Con frecuencia su madre le recordaba que su prima tenía tan solo veinticuatro año y estaba recién salida de la universidad. Damián, en cambio, tenía casi treinta años y vivía de lo que había ahorrado en un trabajo que ya no tenía.

 Vale la pena mencionar, y él siempre se lo decía a su madre, que la empresa había quebrado por mal manejo del dinero. No lo habían echado ni había renunciado sino que la empresa simplemente había dejado de existir. Eso no parecía importarle a su madre, que había empezado a presionar a Damián cuando su hija Gabriela se había casado el año anterior. Antes, toda la atención de la madre había estado sobre ella pero ahora llamaba a Damián a todas horas, como si fuera una entrenadora viendo el estado de su único atleta.

 La verdad era que Damián no pensaba en ir al matrimonio pero Benilda, su madre, lo había amenazado tanto con las consecuencias de no asistir que prefirió no ir en su contra. Lo hizo comprar un traje, a pesar de la insistencia de él en que nunca lo iba a usar más ya que era un hombre creativo y no una marioneta de oficina. Eso a ella poco le importó. Dijo que siempre servía tener un buen traje, para ocasiones como bodas y funerales. Damián rió cuando escuchó lo de los funerales, contestando lo triste que sería para alguien verlo a él en traje y saber automáticamente que alguien murió.

 Cuando no estaba siendo acosado por las preguntas incesantes de su madre, Damián prefería escribir y dibujar. Eran las dos cosas que más le gustaba hacer y las únicas dos que sentía que hacía bien. Los deportes eran un caso perdido para él, principalmente porque pensaba que eran una idiotez. Y para los números no era precisamente un genio, cosa que le había costado su primer trabajo como cajero en una tienda de ropa. Damián también buscaba trabajo pero la verdad era que no se esforzaba mucho en ese cometido. No era fácil encontrar ofertas de trabajo que buscaran gente verdaderamente creativa. Todos apuntaban a tener alguien que se dejara manejar porque eso era lo que querían las empresas pero no lo que quería Damián como ser humano.

 Cuando dejaba de quejarse de todo, porque así era él, se quedaba callado e imaginaba lo que podría ser su futuro: un escritor reconocido, un dibujante prolífico o incluso un gran actor o un cocinero de renombre. Estas dos últimas cosas le llamaban la atención por dos de sus rasgos más notorios: era un gran mentiroso, muy bueno. Todo el mundo se creía completo lo que él decía, como si en la cara tuviese escrito que no podía mentir. En cuanto a lo de la cocina, era algo que hacía con frecuencia. Vivía solo, en el apartamento que antes había sido de su hermana, y allí cocinaba para sí mismo todos los días e incluso para un par de fiestas que había organizado allí mismo con sus amigos. Pero, siempre que volvía a la realidad, sentía que todo eso eran solo sueños ridículos y que a nadie, o a casi nadie, se le presentaban oportunidades tan grandes, tan fácilmente.

 Otro fin de semana, a una semana de la boda, doña Benilda arrastró a su hijo al centro comercial para comprar zapatos “decentes”. Al parecer, ella no veía con muy buenos ojos que su hijo fuese a usar zapatos deportivos negros con su traje nuevo. Ni siquiera cedió antes unas botas negras, militares, que Damián conservaba como un tesoro. Nada de lo que tenía le gustaba e insistió que debían ir a comprar unos nuevos. Después de un recorrido largo y tedioso por varias tiendas, la madre de Damián por fin encontró lo que buscaba: unos zapatos negros, que parecían hechos para un hombre mayor de noventa años. Eran incomodos, feos y no muy baratos pero ella los compró y Damián no pudo decir nada.

 Le dijo que lo invitaba a almorzar, ya que no parecía estar comiendo bien. La verdad era que Damián comía bastante pero lo hacía ciertas horas y había dejado de comer cosas que le sentaban mal a su estomago. Era increíble, pero su propia madre no tenía ni idea de lo que podía y no podía comer. Con la bolsa de los zapatos y un par de bolsas de compras que había hecho su madre. Se sentaron en una mesa de la plaza de comidas y su madre, sin parecer dudar mucho, le pidió a Damián que le comprara una carne con papas y ensalada en uno de los restaurantes. Damián le hizo caso y fue con pasa lento hasta el lugar.

 No había fila entonces el proceso fue rápido. Le dieron una de esas alarmas circulares, y le dijeron que el pedido estaría listo pronto. Desde la mesa, su madre le gritaba que usara el cambio para comprar su comida. Damián ya no era como en la escuela, cuando sentía vergüenza de sus padres si hacían algo ridículo pero en ese momento recordó el sentimiento. Se dio la vuelta, le agradeció al encargado y empezó a caminar para ver que pedía. En un local de comida saludable, había un joven jugando con un aparato electrónico, cosa que a Damián le llamó la atención. Se dio cuenta que tenía un menú bastante rico y decidió pedir algo.

 Fue cuando se acercó al sitio y saludó al empleado, que se dio cuenta de sus ojos. La sexualidad de Damián nunca había estado exactamente definida pero en ese momento supo que le gustaba mucho ese chico. Se quedó sin habla unos segundos hasta que subió la mirada y leyó en voz alta el menú que quería. El empleado sonrió, visiblemente extrañado por la actitud del cliente, y le cobró sin decir más. La transacción fue rápida y justo en el momento, vibró la alarma del pedido de su madre. Sin decir nada se fue pero a medio camino se dio cuenta que no tenía su cambio y tuvo que devolverse, rojo de la pena, a pedírselo al empleado, que le sonrió divertido.

 Esa noche, Damián soñó despierto de nuevo, esta vez con el lindo empleado del restaurante de comida saludable. Solo se lo imaginaba ahí frente a i dirigido dos veces. ojos color miel bien abiertos y esa sonrisa medio burlona que le habolo se lo imaginaba ahél, sonriendo, con sus ojos color miel bien abiertos y esa sonrisa medio burlona que le había dirigido dos veces. Pero como todos los sueños vividos de Damián, terminó sin conclusión y pro su propia decisión. Era una idiotez soñar con cosas que no iban a suceder nunca, y estar con alguien que lo comprendiera era igual de descabellado como soñar con ser un escritor famoso. Simplemente eran cosas que jamás iban a suceder y que no valía la pena pensar en ellas.

 Pasaron los días hasta que, por fin, llegó la hora del matrimonio de la prima joven de Damián. Su madre le exigió estar en el lugar de la boda temprano. Apenas llegó, no lo dejó ni saludar a su padre, a su hermana o a la novia sino que empezó a arreglarle el saco, la corbata e incluso trató de pulirle los zapatos con un pañuelo y saliva. Pero afortunadamente todo empezó rápido y tuvieron que sentarse y estar en silencio. Damián detestaba las bodas porque siempre decían muchas idioteces, en un momento u otro. Pero afortunadamente los novios parecían tener prisa de estar casados y la ceremonia fue rápida.

 En el salón donde se iba a celebrar la cena, Damián se sentó en la misma mesa que sus padres, su hermana y el esposo de ella. A Damián le caía bien él y, según le contó, conocía desde antes al esposo de la prima casada porque jugaba futbol con su hermano. Señaló entonces otra mesa para indicarle quien era el hermano del novio y Damián casi se cae de la silla cuando se dio cuenta que era el chico del centro comercial, al que no le había podido decir bien su pedido. Tratando de no sonar nervioso, le preguntó a su cuñado que hacía el hermano del novio y le contó que había salido de la universidad hacía unos años pero que no había encontrado trabajo estable. Tenía un par de oficios de medio tiempo. Era músico.

 De nuevo, Damián casi se ahoga y su cuñado le pasó una copa de champagne, con la que brindaron por los novios. Los platos de comida empezaron a ir y a venir y Damián se concentró en no mirar a la mesa del chico, del que todavía no sabía el nombre. No quiso hablar más del tema con su cuñado porque no quería que pensara que había más interés del normal, aunque así era y Damián se concentraba mucho en no mirar. Habló con su hermana y su cuñado de su nuevo apartamento, de sus trabajos, con su padre de la política nacional y su madre tuvo oportunidad de quejarse de más cosas. Entonces los novios interrumpieron mientras los meseros repartían el postre para anunciar su primer baile como esposos.

 Ellos bailaron primero y todos celebraron y luego la gente se les unió, incluidos los padres de Damián y su hermana y su cuñado. Se quedó solo y entonces perdió la voluntad y miró hacia la mesa que tanto lo torturaba. Pero allí no había nadie. Todos se habían levantado. Miró entre los bailarines, a ver si veía al chico pero no lo vio por ningún lado. Seguramente se había ido. Aunque si era el cumpleaños de su hermano…

-       Hola.

 El chico había llegado por detrás, sin aviso. Damián quedó lívido. El chico se sentó a su lado y empezó a hablar de las bodas y entonces Damián, lentamente, se unió a la conversación. Así hablaron por horas hasta que la fiesta terminó y tuvieron que ir todos a casa. Cuando llegó a su apartamento, Damián se dio cuenta que por el miedo a lo que podría pensar, no le había pedido el número. Pero no importaba porque entonces vibró su celular. Era un mensaje y Damián leyó:

-       Le pedí tu número a tu prima, mi cuñada. Estamos en contacto. Buena noche. Felipe.


 Damián sonrió y contestó sin dudar. Ya no más dudas. Solo hacer.

jueves, 26 de marzo de 2015

Familia

  Me dejé caer en mi cama, exhausto del día que había tenido. Mi cuerpo, por alguna razón, sentía mucho dolor aunque no había hecho ningún esfuerzo físico notable. Solo me sentía abatido y no quería moverme mucho. Sin ponerle mucha atención al asunto, me quité los zapatos y subí mejor a la cama, abrazando la almohada y quedándome dormido. Por suerte, no tuve ningún tipo de sueño, nada que me molestara. Fue hasta bien entrada la noche que desperté y me di cuenta que afuera estaba muy oscuro y que casi no había ruido. Cuando miré mi reloj, era pasada la medianoche.

 Sentado en la cama, no quería moverme pero mi estomago rugía y no tuve más remedio que ponerme de pie e ir a la cocina, donde calenté una de esas comidas para microondas. Era una lasaña de carne. Cuando estuvo lista, la puse sobre un plato, cogí un tenedor y un jugo de cajita de la nevera y me fui con todo a la cama de nuevo. Dejé la comida sobre la cobertor, me quité los pantalones y las medias y me senté en la cama. Cogí el portátil del suelo, donde lo había dejado al llegar, y puse un episodio de una serie que no había podido ver antes.

 Mi cena fue interrumpida entonces por el sonido de mi celular, que también estaba en algún lugar del suelo. Decidí no contestar y mejor dejarlo para después. Además, quien llama después de la medianoche? Podía ser una emergencia pero no había nadie que me llamara por esa razón, al menos no aquí. Entonces podía esperar. No quería saber de nada de ni nadie y mucho menos si resultaba ser algo relacionado con el trabajo. “Que se jodan”, pensé. Había estado todo el día haciendo de todo y no iba a cambiar mis horas de sueño por más de lo mismo.

 Terminé de ver el capitulo de la serie al mismo tiempo que terminaba la lasaña. Después dejé el plato de lado y, mientras tomaba el jugo, miré por la ventana. De verdad que era una muy bonita vista la que tenía de la ciudad. Por estar en un barrio construido sobre una ladera, el apartamento tenía una vista privilegiada. Se podían ver miles de apartamentos, casas e incluso algunos barcos allá lejos, en el mar. Cuando terminé el jugo, cogí el plato y el tenedor y los llevé a la cocina. Tiré a la basura la cajita del jugo y lavé todo. Entonces, de nuevo escuché el sonido del celular.

 Cuando volví al cuarto ya no se escuchaba más pero de todas maneras lo saqué de mi mochila que yacía en el suelo y miré quien me había llamado. El sonido de fastidio fue tan obvio cuando vi la pantalla, que a nadie le habría sorprendido verme tirar el celular justo ahí. Lo mejor era volver a dormir y terminar con un día tan malo. Me demoré un poco conciliando el sueño y tuve que recurrir a la lectura en el portátil para por fin tener algo de sueño. Por culpa de mi siesta anterior, esta vez el sueño fue pesado y no sentí haber descansado nada cuando me desperté al día siguiente.

 Lastimosamente, tenía que levantarme temprano para ir a clase y luego a trabajar, entonces no hubo manera de seguir tratando de dormir. De nuevo, cuando ya estaba por salir, el celular empezó a vibrar en mi bolsillo. Había tenido la buena idea de quitarle el sonido pero de todas maneras era estresante sentir que vibraba como loco. No, no iba a contestar. Para que me llamaba? Que tenía que decirme ahora? No, no más. Ya tenía demasiado con todo lo que se me venía encima como para echarle encima este problema, o mejor, molesto inconveniente.

 Cuando llegué a clase, por fortuna, pude distraerme con algunos conceptos interesantes que empezábamos a ver. Teorías e historias interesantes, que daban rienda suelta a la imaginación, que era lo que más me gustaba. De hecho todavía lo es pero ahora trato de que la imaginación no tome control del todo. Ya lo hice una vez y no resultó nada bien. La clase era larga pero pasó rápidamente. Apenas tuve tiempo de intercambiar algo de charla con mis compañeros y comer algo ligero antes de salir corriendo adonde estaba mi pequeño puesto de trabajo.

 La verdad era que no tenía un trabajo muy interesante. Básicamente estaba encargado de ordenar el constante lío de papeles y archivos y objetos que tenían un poco por todas partes. Había un archivista oficial en el lugar y ese era mi jefe, que parecía tener cosas mucho más interesantes que hacer, que ayudarme a clasificar miles y miles de documentos, cuyos montones parecían nunca cambiar de tamaño. Lo malo de todo es que nadie parecía apreciar mi trabajo y todos siempre sugerían que se debería organizar el archivo, como si eso no fuera lo que yo había estado haciendo.

 Es frustrante, siempre, hacer cosas y darse uno cuenta que nadie lo aprecia. No es que yo haga cosas para que los demás me noten pero sí estaría bien que la gente al menos reconociera mi esfuerzo. Pero en fin, son idiotas en todo caso. Así pasaba horas, desde el almuerzo hasta la hora de la cena, organizando documentos que la verdad era que a nadie le importaban. Los que más consultaban siempre habían estado bien organizados. Los demás, el mar de papel que faltaba por archivar, ese nadie venía a verlo. De pronto era precisamente por el desorden pero la verdad era que no importaba.

 Cuando pude salir de allí, por fin, caminé con rapidez al bar más cercano. Después de todo era viernes y mi cuerpo necesitaba relajarse bastante. Tomaría un par de copas más y luego me iría a casa, a dormir más de la cuenta, para despertarme tarde al otro día y hacer algo que me alegrara la vida. Pero no pude hacer nada de eso porque el teléfono empezó a vibrar de nuevo. Harto de todo contesté y lo primero que hice fue gritar.

-          - No me jodas más!

 Y colgué. Estaba harto de él, no quería saber nada ni de él ni del pasado ni de nada. Ya estaba harto del tema y este no era el mejor momento para hablar de nada de eso. Tomé dos vasos más de vodka con jugo de naranja y, cuando hube terminado el tercero, alguien me tocó la espalda y era él. Quería golpearlo en la cara pero me di cuenta que eso solo le serviría a él. Preferí darme la vuelta y pedir uno más antes de irme. Se sentó a mi lado y no dijo nada. No pidió un trago ni me miró, solo se quedó ahí mirando al vacío. Yo me tomé mi último trago a sorbos y cuando terminé me puse de pie pero entonces él me tomó del brazo y no tuve más remedio, pensé, que lanzarle mi puño a la cara.

 Su nariz pareció explotar, sangre por todos lados. Todos nos miraban. Contrario a lo que uno pensaría, él no respondió mi golpe sino que se quedó allí, mirándome mientras uno de los empleados del sitio le pasaba un trapo para limpiarse y detener la hemorragia. Me quisieron sacar pero les dije que no me tocaran y que ya me iba. Salí del lugar sin prisa, caminando lentamente e inhalando el frío aire de la noche. Tenía los ojos llorosos pero no me iba a dejar vencer por un recuerdo, por algo que ya había ocurrido y no había manera de arreglar o de olvidar. Él no tenía derecho de venir y cambiar mi vida.

 Cuando me di cuenta, había caminado tanto que tuve que detenerme. Traté de recordar para donde debía dirigirme para ir a casa pero entonces él apareció de nuevo. Tenía en la mano el pañuelo blanco ensangrentado con el que había tratado de sanar su nariz, que estaba visiblemente torcido. Ya no parecía tan tranquilo como antes de que lo golpeara. Me tenía rabia y yo a él. Por fin podía sentir que tenía una competencia a mi nivel, una rabia y un dolor igual que el mío.

-           - Deja de seguirme. – le dije.
-           - Porque no me dejas acercarme?
-           - No me interesa lo que quieras decirme.

 Me di la vuelta ya caminé hacia una estación de metro. Él me siguió, de nuevo en silencio. Ya en el andén del lugar, donde habían algunos otros pasajeros noctámbulos, se me acercó y me abrazó. Fue algo tan imprevisto, tan extraño, que al comienzo no lo rechacé. Sentía su calor y su gesto me lo hizo recordar todo. Entonces, ese dolor del pasado, me hizo empujarlo y mirarlo con mis ojos llenos de lágrimas. No podía aguantar más, tenía que dejarlo salir o podría morir.

 Se me acercó de nuevo y me abrazó como antes, como si él no hubiese sido el hermano de la persona que más había yo amado en el mundo sino como si fuera parte de mi familia. Lo apreté con fuerza porque no quería sentir que se alejaba, no quería dejar de sentir esa conexión que, mágicamente, parecía volver a mi. Esa persona ya no estaba pero su hermano sí y me amaba y yo a él porque compartíamos nuestro cariño con alguien más. Entendí entonces que por eso me acosaba, por eso me seguía e insistía.


 Él sabía, mucho antes que yo, que iba a necesitar de alguien para pasar este trago amargo de la vida. Y que mejor que la familia para ayudarme en este oscuro pero necesario viaje.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Mirarte a los ojos

Martín se había vestido con su mejor ropa, toda planchada y limpia. Había seleccionado varias prendas y se las había probado frente a un espejo, viendo como le quedaba cada cosa. Por celular, recurría a la ayuda de su amiga Lorena, tomándose foto y pidiéndole comentarios respecto a cada conjunto.

Nunca antes había hecho nada por el estilo y estaba más que nervioso. Era como ese sentimiento e inseguridad, miedo y ansia que se siente al tener una entrevista de trabajo. De hecho, si uno lo miraba desde cierto punto de vista, era como una entrevista excepto que en vez de un trabajo podría conocer a alguien increíble.

Por lo menos sabía que el otro chico, Damián, tenía mucho de increíble. Por eso era que le había pedido a Lorena primero su correo y luego su número. De lo primero se retractó, ya que hubiera sido un poco extraño y loco enviarle un correo a un desconocido o agregarlo por alguna red social. Parecería como si estuviera desesperado o desequilibrado y definitivamente no quería parecer como nada de los dos.

Su amiga Lorena conocía muchas personas, seguramente miles y miles. Y no era una exageración: ella organizaba eventos. Tenía su propia compañía que alquilaba salones, bandas y hacía el catering para multitud de reuniones, eventos familiares y demás compromisos sociales. Le iba más que bien y todo era porque era ella misma: a veces regañaba pero siempre era dulce y sabía que la gente hiciese lo que ella decía sin que nadie dudara de ella.

Un día, hacía unos tres meses, había celebrado una fiesta pero en su apartamento. Un lugar hermoso y bastante grande. La fiesta era, en esta ocasión, para ella. Celebraba su cumpleaños número treinta y muchas de las personas con las que había trabajado y amigos que había hecho en los último seis años, habían venido a celebrar con ella. Había bastantes regalos, comida deliciosa (sus platillos favoritos) y buena música. Nada podía ser mejor.

Martín llegó allí más por respeto a su amiga que por físicas ganas. De estas últimas, no tenía muchas. Para él las fiestas se habían ido tornando en algo tedioso, algo que por cualquier medio debía evitar. Odiaba que lo halagaran con falsas afirmaciones como "Como estás de delgado!" o cosas por el estilo. Siempre había sido flaco, no era algo de sorprenderse.

Como había barra libre, empezó con un trago y luego con otro y así hasta que ya habían sido demasiados destornilladores. Fue así que dio tumbos hasta llegar a la barra donde estaba la comida y se propuso servirse algo grasoso, para ver si se quitaba algo de la borrachera de encima.

Fue entonces cuando lo vio. Hoy, Martín puede jurar que en ese momento su ebriedad se desvaneció casi por completo, al ver los profundos ojos de un chico que estaba a su lado, también buscando comida. Solo cruzaron miradas por un momento pero para Martín, fue eterno. Se le que quedó mirando, como hipnotizado. Ni se hablaron, ni se volvieron a mirar. El chico solo sirvió algo de arroz chino y pollo en su plato y se fue a su mesa.

Martín sirvió lo mismo, como pudo, y volvió a su asiento, sin perder de vista el del chico, que no estaba muy lejos. Mientras comió e incluso mientras hablaba con otros invitados, lanzaba miradas para ver que hacía el chico. A veces hablaba con alguien, a veces reía, a veces bailaba y otras tomaba algo, solo. En esos momentos, Martín quiso tener la valentía para acercarse y decir algo. Pero simplemente no podía. No quería arriesgarse a quedar en ridículo y mucho menos en un lugar tan lleno de gente.

Su borrachera le hizo ir, ya a la madrugada, al baño. Cuando salió, el otro chico se había desvanecido en la noche. De verdad, ya no se sentía tomado. Había sido ese hombre, y la comida, como un remedio para él.

Cuando se despertó en su casa al otro día, desayunando en silencio acompañado de su gato Pepe, pensó en llamar a Lorena y pedir el número del chico de la fiesta. Pero apenas tuvo el celular en su mano, se arrepintió. Se vería desesperado y torpe, pensó él. Además el tipo parecía de esos que solo están al alcance de unos pocos y, aunque la autoestima de Martín no había recibido golpes serios, sabía que no era precisamente irresistible.

Para dejar de pensar en el asunto, se dirigió al baño y se duchó con agua caliente. Trató cantando y exfoliando su piel con un trapo especial y una fuerza que dejó su piel roja. Pero simplemente no podía quitarse al chico de su mente. Tanto que tuvo que calmar su mente para no tener que aliviar su emoción allí mismo.

Cuando salió de la ducha, buscó de nuevo el teléfono. Pero de nuevo, no hizo nada. Y así se pasó los siguientes días: quería llamar pero de nuevo lo atacaba el miedo al ridículo. Y pensaba en que no había nada malo si no pasaba nada pero se arrepentía al pensar que posiblemente el chico tuviera novio o, peor, que ni siquiera estuviera interesado en los hombres.

En cuestión de un mes, no dejó de pensar en el asunto ni en el chico que solo había visto por unas horas, con el que ni siquiera había hablado una sílaba. Se imaginaba invitándolo a comer algo, a pasear, hablando. Pero siempre eran sueños. Cuando se despertaba, Martín se volvía en el más pesimista de los hombres: pensaba que seguramente un chico así ni siquiera viviría en una ciudad tan insignificante como en la que él vivía ni estaría interesado en un chico como él.

Pasaron dos meses, sí, dos meses completos antes de que el destino cruzara a Lorena con Martín. Fue en un café, del que él salía y ella entraba. Con su característica candidez, ella le ofreció pagarle algo de beber o de comer para que conversaran. Ella tenía una cita pero no sería hasta dentro de una hora y necesitaba el café. Así que hablaron y, sin quererlo pero sin retenerlo dentro, Martín le preguntó por el chico de la fiesta,

Resultaba que sí vivía en la ciudad, son sus padres. No tenía trabajo en el momento. Ella lo había conocido por unos amigos mutuos. La verdad era que no sabía mucho más. De hecho, él era un acompañante de una de sus invitadas a la fiesta y por eso estaba allí.

Martín entonces le confesó que deseaba conocer al chico y Lorena, de nuevo tan amable, le dijo que le ayudaría pero que sería difícil ya que no era alguien cercano ni conocido.

Durante el mes siguiente, Lorena lo contactó para irle diciendo cosas: había hablado con su amiga, el chico no aparecía, estaba de viaje, era algún tipo de artista,... Datos sueltos de una vida que por, alguna razón, Martín quería conocer.

A veces se sentía mal, porque parecía como un loco con el tema, siempre ansioso de ver algún mensaje o llamada perdida de Lorena, con alguna nueva información. Había muchos peces en el agua, como decían, pero él solo quería conocer a ese pez del arroz chino. Simplemente no lo podía explicar.

Eso fue hasta que un buen día Lorena lo llamó con una sorpresa: había concertado una cita con el chico ella misma. Se debían ver en una cafetería. No sabía por cuanto tiempo ni en que circunstancias, pero era lo mejor que había podido hacer. Martín le agradeció a Lorena su bondad y de inmediato le envió flores a su casa como agradecimiento.

El día de la cita, Martín llegó con su mejor ropa, perfumado, arreglado al último detalle. Resaltaba bastante en la cafetería. A la hora concertada entró y, al no ver ninguna cara conocida, compró un café. Cuando se giró para mirar de nuevo, vio una mano llamándolo desde una de las mesas. Era él. Y en ese momento supo que la bebida no había tenido nada que ver.

Se sentó y empezaron a conversar. El chico de lo mucho que le había sorprendido la llamada de Lorena y Martín disculpándose por su insistencia. El chico le decía que no había problema. Tenía una cara triste, algo melancólica. Martín le preguntó si se sentía bien y el chico respondió que venía de una reunión donde le habían negado considerar una de sus obras para publicación.

Entonces, empezaron a conocerse mejor. Fue como si ese detalle, ese intimo vistazo a su vida hubiera sido el espacio perfecto para empezar a entrar. Tomaron café y comieron y rieron y hablaron de cosas serias. Hacia el final de la cita, Martín acompañó al chico a su parada de bus. Y allí le confesó lo siguiente:

 - Es una estupidez pero, desde el primer momento que te vi, quise buscarte. Y hoy, por fin cumplí esa meta.

El chico lo miro a los ojos, como aquella noche, y le preguntó:

 - Cual es tu meta ahora?

Martín sonrió. Ya sabía la respuesta a esa pregunta.

 - Seguir mirándote a los ojos.