Podrá no parecer algo muy apasionante pero
el mundo de las plantas es simplemente maravilloso. Hay tantas especies, tan
variadas con brillantes colores y extraños comportamientos, que es imposible no
enamorarse de alguna de ellas. Eso, al menos, era lo que pensaba Martín Jones,
hijo de un renombrado naturalista británico y de una aguerrida luchadora por
los derechos de los animales. Naturalmente, al conocerse sus padres, se habían
enamorado al instante pero les tomó algún tiempo tener hijos. De hecho, Martín
era el único.
Había terminado hacía poco la carrera de
biología y ahora estaba especializándose en botánica en Londres, desde donde
había salido de viaje con un grupo de naturalistas de la universidad a la
jungla de Borneo. Indonesia es el corazón de aquellos que aman las plantas.
Martín quería conocer en persona un aro gigante, a veces llamadas flores
cadáver por su asqueroso olor. Estaba
tan entusiasmado que en el avión hacia Jakarta solo leyó y releyó su libro sobre
el tema y no dejó de acosar a todos los demás con todos los detalles de cada
planta extraña que pensaba documentar. Además, quien sabe, podría descubrir
alguna nueva especie.
Ese era su sueño desde el comienzo. Hacer un
aporte a la ciencia que lo pusiera en el mapa de los botánicos más destacados
junto a muchos de sus ídolos y, por supuesto, junto a sus padres. Ellos todavía
se dedicaban a amar la naturaleza, viajando por todo el mundo dando
conferencias, trabajando para la televisión pública e incluso colaborando con
documentalistas para diversos proyectos relacionado a la naturaleza. Mientras
su hijo llegaba a Banjarmasin, ellos estaban en la tundra canadiense.
Martín no tenía a nadie más sino a sus padres.
De resto, solo tenía una tenía en Estados Unidos y otra en Japón. Su único tío
había muerto en un accidente automovilístico y no había tenido hermanos. Tenía
primos pero jamás los había visto y sus abuelos, por ambos padres, estaban
muertos hacía ya buen tiempo aunque su padre siempre le contaba historias de su
abuela paterna, una mujer que tejía su propia ropa, cazaba su comida y había
vivido casi toda su vida como una pionera en el desierto de Mojave.
Más que nada, lo que Martín quería era tener
una vida igual que la de sus padres o que las de sus ídolos en el mundo de la
ciencia. Todos hablaban de grandes aventuras y descubrimientos, de tantos tipos
de vivencias que era difícil no querer lo mismo. Quería ser igual que todos
ellos e incluso mejor, dejando una huella imborrable en la botánica. Este era
su primer viaje serio, después de varias expediciones por su cuenta con la
única compañía de Maxwell, un perro ovejero que había estado con él por muchos
años. Pero el animal ya no estaba y debía afrontar este viaje como un
profesional.
Después de un largo y doloroso viaje por
carretera, llegaron al borde de la selva donde fueron atendidos con amabilidad
por una tribu que tenía su asentamiento a algunos metros de los primeros
grandes árboles de la selva impenetrable. Como ya era tarde, Martín solo pudo
oler la selva y para él fue suficiente para aguantar hasta el día siguiente.
Comió la cena ofrecida por los indígenas y se acostó rápidamente, pensando en
levantarse temprano para tener el mejor primer día posible.
De hecho, fue su compañero quien lo levantó.
Al parecer, Martín estaba más cansado de lo que había pensado y se les había
hecho algo tarde. Por lo que pudo ver mientras se cambiaba, estaba lloviendo
ligeramente pero no había nada de viento.
Cuando estuvieron todos listos, siguieron a uno de los guías locales y
empezaron la larga caminata del día. Como habían comenzado tarde, iban a volver
pasado el atardecer así que no podían demorarse más de lo necesario. Pasados
los primeros minutos, varios de los científicos pudieron ver varias de las criaturas,
sobre todo insectos así como árboles inmensos y flores hermosas. Martín
apretaba tan fuerte el obturador de su cámara que se arriesgaba a fracturarse
un dedo.
Pero no importaba nada porque estaba en su
elemento. O al menos lo estuvo hasta que, por estar tomando fotos al borde de
una cañada, resbaló sobre una roca cubierta de musgo y se torció un tobillo.
Trató de hacerse el valiente y lo primero que hizo fue revisar la cámara que no
tenía ni un solo rasguño. En cambió él tenía la pierna sangrando porque se
había cortado con una piedra afilada y, además, no podía caminar. El dolor era
demasiado. Se disculpó con sus compañeros pero ellos le dijeron que era algo
que solía pasar. El grupo decidió regresar, cuando no pasaba de la una de la
tarde.
Mientras una de las mujeres de la tribu
atendía a Martín, los demás se dedicaron a clasificar su trabajo y a planear el
día siguiente, que de paso iban a iniciar al as cuatro de la mañana para evitar
perder tiempo. El joven botánico les prometió acompañarlos y, en efecto, fue el
primero en levantarse al día siguiente. Pero no hubo manera de que los
acompañara porque su tobillo se había hinchado y el dolor era peor que el día
anterior. El grupo lo dejó con la tribu y Martín se sintió el fracaso más
grande del mundo por no poder acompañarlos.
Les había arruinado el primer día y no quería
hacer lo mismo el segundo. Por eso no protestó pero se odió a si mismo por no
poder hacer nada. Eran dos semanas en Borneo y cada día era esencial para
clasificar y documentar pero como lo iba a hacer si no podía ni caminar. Uno de
los hombres indígenas, que hablaba algo de inglés, le explicó que venía un
médico en camino para atenderlo. Martín no quería pero sabía que no podía
negarse, no estando tan lejos. Sabía que era un esfuerzo para el médico ir
hasta allí y no quería hacer que alguien más perdiese su tiempo por su culpa.
El médico llegó justo después del almuerzo. Lo
revisó brevemente, le puso una inyección y le pidió dos días completos de
descanso. Martín le dijo que necesitaba salir de expedición al día siguiente
pero el médico le dijo que eso solo empeoraría su tobillo. Tenía que descansar
y moverse lo menos posible. Cuando el grupo llegó pasada la tarde, todos muy
contentos, Martín no quiso hablar con ninguno de ellos. Ronald trató de hablar
con él pero el joven botánico se hizo el dormido. No quería ver en sus caras la
alegría del día, no cuando los envidiaba tanto.
Al día siguiente, el grupo se fue de nuevo.
Martín solo se dio cuenta horas después, cuando se despertó. Decidió bañarse,
cosa que no había hecho desde el día que había salido de casa. La mujer
indígena que lo había ayudado antes le hacía señas para que no se moviera mucho
pero el solo le sonreía y hacia señas de que todo iba a estar bien. La mujer le
prestó una sillita de plástico y le mostró un sitio, detrás de las casas, donde
podía bañarse con tres baldes llenos de agua que le trajo sin mayor dificultad.
Él se lo agradeció y esperó a que estuviera lejos para quitarse la ropa.
Siempre teniendo cuidado de su pie, se sentó
sobre la sillita de plástico y se echó encima el primer baldado de agua. Estaba
fría pero apenas para el calor que hacía tan temprano en cercanías de la selva.
Mientras sacaba del pantalón un jabón pequeño que había traído de casa, notó
los sonidos que salían de los altos árboles cercanos. Casi se cae de la sillita
cuando, mientras se echaba jabón por las piernas, un animalito pequeño,
parecido a un mono, salió de entre los árboles. Parecía buscar algo por el
suelo. Martín se echó agua con cuidado para no asustarlo pero la criatura se
volvió hacia él y lo miró un buen rato hasta que se cansó y se fue.
Martín sonrió ante el particular evento. Se
puso de pie como pudo, utilizó el jabón en sus partes intimas y en el resto del
cuerpo y, cuando se dispuso a vaciar el último balde sobre su cabeza, vio que
el animalito había vuelto con otros dos. Todos lo miraron a él y luego se
dedicaron a husmear el suelo. Martín recordó algo y despacio se agachó a buscar
en su bermuda a ver si lo que quería estaba allí. En efecto, había guardado una
de sus cámaras desechables en uno de los muchos bolsillos. La sacó con cuidado
y se sentó en la sillita de plástico.
Los animalitos ni se inmutaron de los
movimientos que hacía Martín y solo se dedicaron a buscar por el suelo. Uno de
ellos por fin encontró una semilla y se la comió. Parecieron acelerar el paso a
raíz de esto. Menos mal, la cámara no tenía flash. El acercamiento que se podía
hacer no era el mejor pero los animalitos se veían. Martín les tomó varias
fotos hasta que los animales lo notaron y uno de ellos se le acercó. Le tomó
fotos estando a apenas dos metros. De repente, voltearon a mirar a la selva
como si hubieran escuchado algo, que Martín no había oído. Al rato, penetraron
la selva y no volvieron más.
Martín estaba muy contento y solo se puso su
bermuda para volver adonde la mujer y devolverle los baldes y la sillita. Quiso
preguntarle si conocía a los animalitos pero ella no hablaba su idioma. Les
contó a sus compañeros cuando volvieron, como una anécdota interesante y cómica
pero ninguno de ellos río, de hecho un par lo miraron sombríamente. Al parecer,
esos dos habían venido buscando a dichos animalitos, antes avistados pero nunca
documentados con propiedad. Resultaba que Martín había hecho un descubrimiento científico
y ni se había dado cuenta. Y por mucho tiempo, sus colegas se burlaron porque
lo había hecho desnudo y mojado.