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martes, 4 de noviembre de 2014

Odio

El odio es un sentimiento grande y poderoso, igual que el amor. Los dos casi nunca se ven la cara, casi nunca se enfrentan y sentirlos al mismo tiempo podría ser fatal para alguien.

El odio es incontrolable, indomable y muchas veces no sé puede explicar. Eso sí hay que hacer la diferencia entre algo que odiamos y algo que simplemente no nos gusta. Son cosas bastante distintas.

Aunque frecuentemente no se pueda explicar con facilidad, el odio siempre tiene razones para existir. No es algo que nada más surja o ocurra. Nunca sucede así. El odio es como una planta, que crece desde que es una semilla, plantada por alguna acción, propia o de otros, que va creciendo y creciendo y que debemos saber manejar.

Claro que se puede eliminar aunque es un proceso largo y difícil, en el que la persona tiene que invertir todo su ser si esperar que todo vaya con calma. Al contrario, enfrentarse al odio para eliminarlo implica comprenderlo, estudiarlo y eso jamás es fácil. No lo es porque nos enfrenta casi siempre a nosotros mismos, a nuestras debilidades y secretos más profundos.

Pero es algo que de vez en cuando, debemos hacer: preguntarnos si hemos sentido odio. Estamos muchas veces tan ocupados persiguiendo al amor que no sabemos si hemos sentido otras cosas. Al fin y al cabo la experiencia humana no solo se trata de sentir aquello que nos agrada sino también conocer lo que no repele, lo que no podemos soportar.

Hace falta que cada cierto tiempo reflexionemos sobre el odio, si lo hemos sentido o no. Algunas personas son incapaces de sentir algo tan fuerte. Es para ellos algo imposible ya que les suena como algo muy definitivo y duradero. De hecho el amor es menos atemorizante, no solo porque sea un "buen" sentimiento, sino porque nadie sabe cuanto dura.

También es difícil cuando resulta que aquello que más detestamos es algo que de verdad antes quisimos con muchas ganas y el destino simplemente se negó a dárnoslo. Esto puede acarrear graves problemas, no solo mentales para la persona que los siente sino para su entorno. Muchos han tomado decisiones apresuradas a raíz de sentimientos de este calibre.

Es cierto que muchas veces usamos la palabra a la ligera. "Odio comer cebolla", "me cae mal, la odio" y así. Como si fuera algo muy fácil. De hecho la gente lo aminora, como si sentir odio te hiciera mejor, más fuerte o más atrevido. Nada de eso es cierto. Normalmente el odio real viene con dolor y nadie quiere sentir dolor, no el dolor de verdad.

Así que piensen, que odian ustedes? Yo puedo cerrar mis ojos, respirar y reflexionar en ello y se me vienen varias cosas a la mente. Pero como dije antes, hay que clasificar. El odio es algo fuerte, insoportable, que está ahí siempre y que, aunque se olvide por un tiempo, vuelve.

Parece muy fácil decirlo pero lo más sano es aprender a vivir con ese odio. Así como se aprende a vivir después del amor, el odio es algo que se debe entender y dejar ser. Muchas veces esto puede llegar a causar que el odio desaparezca por completo, lo que no es fácil, pero se puede lograr.

Muchas veces el odio va ligado al perdón y eso es algo que no se puede dar a ligera. Muchas personas perdonan sin más, pensando que el dolor va a aminorar por haber sido "tan buena persona". Pero resulta que a la química de nuestro ser le interesa muy poco si somos buenas o malas personas. Lo que interesa es que en realidad estemos dando pasos hacia adelante y no hundiéndonos en un mismo sitio.

El perdón duele, porque es apartar el odio y tratar de ver más allá de él. Y nuevamente todo va relacionado a entender lo que ha pasado y encontrar maneras de que todo pueda avanzar, en verdad caminar hacia adelante.

El odio es dolor pero el dolor, obviamente, no es odio. Hay muchos tipos de dolor y algunos están relacionados a sentimientos agradables como el amor o el placer. No es por nada que existen personas como los masoquistas, quienes sienten un placer especial con su sufrimiento físico. Ese dolor no tiene nada que ver con el del odio, que duele no en el cuerpo sino más profundo.

A veces para vencer al odio lo mejor que podemos hacer es aprender a conocernos a nosotros mismos. En el mundo de hoy la gente se escapa de sí misma, corriendo a lo que es seguro. Ahí es cuando se pierde la verdadera identidad, la originalidad e incluso la creatividad.
Una persona creativa casi nunca es alguien que siga al rebaño, ni que piense que siendo igual todo será mejor. Esas personas no son creativas sino complacientes.

Eso sí, la creatividad no va ligada al dolor, no. Pero sí va ligada a la comprensión de sí mismo y eso muchas veces toca esos odios privados, que todos sentimos pero preferimos combatir cada uno por nuestro lado. Es verdad que solo nosotros podemos luchar contra lo que tenemos adentro, nadie nos puede ayudar. Pero no hay ninguna ocasión en que los consejos sobren y menos si se trata de gente conocida, cercana.

Debemos aprender a saber quienes somos, como individuos. El mundo hoy en día es de masas, de grupos, la individualidad hace mucho tiempo se diluyó en olas y mareas de gente irreconocible, anhelando y pidiendo, sin saber nada de nada.

El odio, como cualquier otro sentimiento, hace parte de nosotros, de nuestra vida. Y la mejor manera para estar en paz con uno mismo es siendo sincero con la única persona con la que compartimos todos: nosotros mismos.

Es un proceso largo, de años. Es muy difícil para todos entender que la vida no es la misma para todos y que es un proceso largo y elaborado. Ni los adultos ni los más jóvenes comprenden esto. No se trata de madurez, ya que esta es relativa. Se trata de exploración, de entendimiento y de conocer el mundo que somos nosotros, que muchas veces ignoramos frente al ruido del planeta.

Es imposible decidir no sentir. Tenemos que hacerlo, es nuestra responsabilidad. Pero en vez de martirizarnos por ello, aprendamos de las situaciones y de aquello que no queremos ver a la cara pero está ahí. El odio, de una manera, no es nuestro enemigo sino el resultado de nuestra asombrosa capacidad para sentir.

domingo, 19 de octubre de 2014

Ricardo Villamil

La leyenda cuenta que Ricardo Villamil fue uno de los miles de hijos de españoles con indigenas. Aunque lo poco común era que su padre era indígena y su madre española. El padre había sido el jefe de su tribu y la mujer era hija de un comerciante de especias, más que todo exportando clavo y canela.

Pero este no era el aspecto que todos recordaban de Ricardo. La historia que todos conocían, y algunos todavía recuerdan, es la de su expedición al interior del país, en ese tiempo poco explorado, con uno que otro asentamiento, casi siempre un caserío de mala muerte.

La idea de Ricardo era aumentar el poder de la empresa que iba a heredar de su abuelo. Siendo su único descendiente, no podía negarse a dejarle hasta el último centavo y cada papel con su firma para que la empresa siguiera existiendo. Conociendo al viejo avaro que era su abuelo, sabía que nunca sería capaz de dejar derrumbar su imperio, que él mismo había heredado de sus ascendientes.

Ricardo había llegado en cuestión de dos semanas, casi un record en la época, al borde de la llanura, donde empezaba la jungla espesa y los mitos más locos sobre la tierra desconocida. Eso, francamente, no le interesaba. En el camino fue formando su equipo hasta encontrar 20 hombres dispuestos a adentrarse con él en la selva.

También viajaba con ellos una cocinera negra, que él conocía hacía años. La había convencido diciéndole que todos dependerían de ella para comer comida real y no porquerías de la selva. La idea del viaje no le importaba, solo nutrir a los demás.

Y así llegaron al borde de la selva y se abastecieron de comida, armas y demás cosas que pudieran necesitar. Se hicieron al río en una gran embarcación y siguieron el curso fluvial por kilómetros y kilómetros.

Para Ricardo este tramo del viaje fue el más tedioso ya que tenía que esperar y esperar. No había nada más que hacer sino repasar planos pasados, informes de tribus autóctonas y avisos de exploradores y otros personajes que frecuentaban la selva para conseguir comida.

Ya conocía de memoria las leyendas: una mujer que buscaba a sus niños matando hombres perdidos, el hombre que era jaguar o caimán o un oso y, por supuesto, la gran ciudad pérdida que muchos decían que existía pero que nadie vivo podía decir que había visitado.

En la travesía por el río pararon algunas veces, recolectando frutas, hierbas y cortezas de árboles. Todo podía servir. La idea era volver con todo a la costa y allí ver que se podía hacer con cada material. Al fin y al cabo allí estaban los equipos científicos necesarios para saber de que estaban hechos los materiales.

En el bote tenía una cabina para él solo y allí un cofre donde guardaba todo. Ya ansiaba volver, a pesar de no haber llegado al lugar donde muchos reclamaban haber visto poderosos animales y plantas exóticas. Extrañaba a sus padres, que ahora tenían el peso de la empresa encima.

A veces pensaba que los tiempos estaban cambiando y su familia era ahora menos discriminada pero sabía que el mundo no era así, era cruel y duro. Lo había notado cuando había cortejado a una joven dama hija de comerciantes de pieles. Ella misma le dijo que no podía dejar que la vieran con él.

Y así ocurrió con otras más hasta que se cansó y decidió montar la expedición. Era un viaje necesario para el negocio, pero también era una oportunidad perfecta para escapar de todo un tiempo, ver otros espacios, y encontrarse un poco en un mundo que no estaba hecho para él.

Un buen día desde el bote pudieron ver montañas, más bien montes por su altura, y tenían formas extrañas. Eran mucho más altas que la planicie de la selva y era planas por encima. Algunas tenían los costados en pendiente brusca y otros eran más suaves.

Unos pocos se quedaron para resguardar el bote, entre ellos la cocinera que dijo que no le interesaba ir a escalar pero que le trajeran carne roja para las comidas de los próximos días.

Ricardo se armó con un fusil y varias bolsas de piel de panza de oveja, ideales para guardar las preciosas plantas que encontraría. Dejaron las colinas para el último día y se dedicaron a buscar por entre los montes y las cuevas. Encontraron bastantes animales salvajes que, después del primer día, se mantuvieron al margen de los extraños.

En el tercer día encontraron las ruinas de lo que parecía un pueblo o un asentamiento. Habían círculos de rocas, claramente las bases de casas. Había también un rectángulo gigante de piedras y, a un lado del pueblo, varios montículos con piedras alargadas clavadas encima. Todas tenían caras talladas, cada una diferente a la otra.

Ricardo y otros calcaron los rostros e hicieron dibujos. Esto les tomó demasiado tiempo por lo que tuvieron que acampar esa noche allí. Ricardo no podía dormir. Se sentó sobre su cobija y escuchó la jungla: ruidos de monos, un rugido en la lejanía y, entonces, una canción. La escuchó por varios minutos hasta que la aprendió.

Al otro día le preguntó a la cocinera que hacía cantando en la noche y ella le dijo que jamás cantaba, no desde la muerte de su hijo. Además, había dormido desde temprano. Ricardo se extrañó pero no prosiguió la conversación. Era el penúltimo día y decidieron explorar una cueva grande que habían visto.

Los hombres entraron primero y espantaron a los murciélagos. La cueva brillaba en la oscuridad y no había mucho más que ver hasta que se adentraron en la roca y encontraron un recinto que parecía natural y, a la vez, se notaba la presencia humana. Había dibujos por todos lados y más piedras con caras. En la roca había hoyos, seguramente para antorchas o algún tipo de fuego.

Y allí escuchó de nuevo la canción. No sabía de donde provenía pero la voz era femenina, sin duda. Cuando le preguntó a los demás si escuchaban la canción, le dijeron que no sabían de que estaba hablando.

El último día subieron a uno de los montes. Escalaron con dificultad, casi cayendo al vacío varias veces. Pero había dos hombres experimentados y ayudaron al resto. Solo ocho subieron y exploraron uno de los montes. La vista era hermosa: la selva parecía una enorme alfombra de la que solo sobresalían montes como en el que estaban ahora y otras formaciones más oscuras, a lo lejos.

Y entonces uno de los hombres gritó y todos fueron con él. Había encontrado otro circulo de rocas con caras y, en el centro, había un montículo de tierra: era un entierro. Lo más extraño es que este entierro tenía una lapida y la inscripción estaba en números y alfabeto romanos. La enterrada era una mujer, europea por el nombre, muerta hacía unos cien años. Imposible, parecía.

Entonces se escuchó la alarma del barco que consistía en golpear un plato de metal. Algo malo ocurría. Ricardo supo entonces que no regresaría pronto a su hogar.