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martes, 27 de enero de 2015

Literatura

   La habitación del hotel era hermosa, mejor de lo que Tomás hubiera esperado. Y no es que esperara algo particularmente malo o siniestro sino que siempre pensaba que su agente no tenía ni la más remota idea en cuanto a hoteles se trataba. Ya le había ocurrido, en París y en Los Ángeles, que había encontrado con que el hotel que había elegido su encargada era peor que un nido de ratas. Pero bueno, la gente aprende de sus errores y esta era sin duda la prueba.

 Desde su habitación, Tomás podía ver la cordillera de los Andes extendiéndose no muy lejos de él. No podían ser más de cincuenta kilómetros que lo separaran de las nieves ya casi no tan perpetuas de los Andes chilenos. No sabía de que lado quedaba el Aconcagua pero seguramente no estaría lejos. Siempre había querido ser uno de esos grandes aventureros pero su cuerpo y su energía no eran los necesarios para una persona que necesitara  estar de un lado para otro, caminando sobre agua, piedras y demás.

 Sonrió solo, pensando que por ponerse a caminar un par de kilómetros ya le salían cosas en los pies. Ciertamente no podría aguantar un ascenso duro. Además aquello de acampar no era algo que le agradara mucho: el solo pensamiento de dormir en un espacio pequeño con otras personas y no poder bañarse en más de dos días, se le hacía horrible. Si algo tenía de bueno la civilización, eran los baños. Y él no cambiaba un baño bien equipado por nada del mundo.

 Después de pasearse fascinado por toda la habitación, Tomás decidió cambiarse y salir a dar una vuelta por los alrededores. Mónica, su asistente, lo había llamado para decirle que hoy no habría nada más sino una cena a eso de las nueve de la noche en el hotel así que tenía prácticamente cinco horas para hacer lo que quisiera. Y la verdad era que, aunque el vuelo había sido largo, no estaba cansado. Al salir del lobby lo golpeó un viento frío, seguramente proveniente de la montaña. Se contentó al recordar que había empacado ropa para el invierno, que ya estaba por entrar a la región.

 Al caminar por la avenida que tenía enfrente, Tomás hizo una nota mental para agradecerle a Mónica y a su agente del perfecto trabajo que habían hecho eligiendo el hotel: los andenes eran amplios, había mucho comercio y árboles. No había mucho tráfico tampoco. Será que su libro era tan exitoso como para pagar una buena ubicación? Esto pensó el escritor mientras caminaba sin rumbo. Era posible. Al libro no le había ido del todo mal y siempre podían haber sorpresas, especialmente después de dos fracasos con la critica.

 Habían sido voraces. Esa era la palabra. Se habían comportado como hienas sedientas de sangre y, al parecer, Tomás había sido elegido como su próxima víctima.  En esos largos y tediosos artículos de critica literaria, hablaban de cómo su estilo de escritura dañaba las bases de la literatura castellana y no sé que más tonterías. El escritor solo pensó, sin decirle a nadie, que esos viejos estaban demasiado bien amarrados al pasado y tenían problemas viendo que las cosas ya no eran como hacía cincuenta años.

 El escritor levantó la cabeza y vio que estaba en un cruce de semáforo. En frente tenía un gran edificio de vidrio pero no parecía haber nada más allá así que giró a la izquierda y siguió su paseo por una pequeña avenida, esta sí más transitada. La gente parecía querer protegerse del viento y muy pocos estaban manteniendo conversaciones con alguien más. Era sorprendente, pero no había gente ni hablando por teléfono móvil.

 Esos viejos, anacrónicos y sin importancia ya, lo habían desechó en más de un par de publicaciones. Incluso, en televisión, leían párrafos de sus obras y se burlaban, como si fuera su juego preferido. Era horrible, recordó Tomás. Era miserable y se sentía aún peor que eso. Como era posible que la gente fuera así? Porque no solo fueron esos dos viejos horribles sino que todo el que leía, como buena sociedad consumista, creía en lo que veía impreso en toda publicación. Era deprimente ver como gente que por algún milagro de la vida podía leer, se burlaba de su obra como si fueran conocedores intachables.

 Tomás llegó entonces a otro cruce y, del otro lado, vio un enorme edificio o, mejor, era un conjunto de edificios. El principal parecía tener la forma de un cuadrado enorme y era, sin lugar a dudas, un centro comercial. Pero una esquina estaba uno de los edificios más altos que él hubiese visto. O sería que había visto más altos? Probablemente. Pero el pensar y reflexionar hacía que cosas así, se vieran diferente.

 Lo primero que hizo después de cruzar fue comprar un café bien caliente en una popular cafetería y luego se puso a caminar por todo el centro comercial. Mónica le había mencionado que tendría una firma de libros en un centro comercial. Sería este? Había mucha gente por todos lados y todo tipo de tiendas. Sin duda sería un excelente lugar para lanzar su nueva publicación. Era una historia de ficción histórica, basada en las experiencias de los prisioneros homosexuales en los campos de concentración nazi. No era un tema que llamara mucho la atención pero Tomás lo había encontrado fascinante.

 Precisamente investigando para este nuevo libro había podido viajar a la ciudad de Cracovia. El viaje lo había pagado él de sus ahorros y había ido solo. No quería que nadie interrumpiera la experiencia. Era casi como ir al Vaticano, algo que tenía que hacer con el más profundo respeto. Sin embargo, algo le pasó que no tenía nada que ver con su investigación. En una pequeña librería cerca del museo del campo, Tomás se puso a hojear una que otra publicación. Le gustaba tener algo ligero para leer en sus viajes y ya estaba cansado de los que tenía en su portátil.

 De repente una joven mujer, mirando libros en la misma parte que él estaba, se puso a hablar en un tono más alto de lo normal con un amiga con la que venía. Seguramente era polaco porque Tomás no entendía ni media palabra de lo que decían. Alguna idea tenía del alemán o del ruso pero lo que hablaban, estaba casi seguro, no era ninguno de esos dos. Se sonrojó cuando se dio cuenta de que la chica que más hablaba lo miraba a él y, sutilmente, lo señalaba. Tomás trató de no fijarse pero era casi imposible: la librería estaba todo menos abarrotada.

  Entonces las dos chicas se le acercaron y con una sonrisa le preguntaron:

-       Tomás Grosez?
-       Gómez, sí.

 Las chicas rieron y entonces una de ellas sacó un usado libro del interior del abrigo que tenía puesto. Para sorpresa de Tomás, el libro era una de las noveles que habían sido duramente criticadas hasta hacía poco. Ver una copia le hacia doler un poco la cabeza. En menos de un segundo, pensó que las chicas estaban riendo porque habían conocido al autor un libro especialmente pésimo y criticado por todos. Seguramente le pedirían que lo firmara para tener una prueba de que habían conocido al atroz escritor.

-       Ex darme libro. Yo gustar mucho tu.

 Las dos chicas rieron de nuevo.

-       Tu escribe firma?

 Y le estiró el libro a Tomás que lo tomó, lo firmó robóticamente y les dio a las chicas una sonrisa atontada. Entonces, cuando ellas parecían irse, el escritor les preguntó si en verdad les había gustado el libro. Tuvieron que comunicarse en inglés para entender mejor pero, en resumidas cuentas, la chica que tenía el libro decía que se había identificado con el personaje que él había creado: era una mujer que iniciaba decida y luego se veía derrotada por la vida. La chica decía que el libro la había ayudado a no decaer y a seguir adelante.

 Cuando se dio cuenta donde estaba, Tomás sonrió sorprendido. Mientras pensaba en la lectora agradecida que le había dado un impulso a su ambición de ser un mejor escritor, sus pies lo habían paseado por todo el centro comercial hasta que quedó frente a una librería. En efecto, era allí donde presentaría su libro. Había afiches en la entrada al sitio y algunas copias ya estaban siendo vendidas. Tomás sonrió. No había nada como ver su nombre en la tapa de un libro que esperaba ser comprado. Y se alegró aún más cuando un joven, de la mano de otro joven, compró una copia para cada uno.


 De vuelta en el hotel, cambiándose a una vestimenta más apropiada para cenar con gente de una editorial, Tomás pensó que era un hombre muy afortunado. El ser bueno o malo en algo no era el punto. El punto era intentar hacer lo que más le gustaba y disfrutar de cada ganancia, como la hermosa vista del atardecer que estaba viendo desde su habitación.