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lunes, 26 de noviembre de 2018

Humanos


   No, la vida nunca ha sido justa. Es gracioso cuando alguien se arrodilla y le pide a Dios explicaciones, argumentando que lo que pasa no es “justo”. El concepto de justicia es uno que los seres humanos inventamos para prevenir que unos pasen por encima de los otros, para hacer que todos seamos iguales bajo otro concepto inventado que es el de la ley. Creamos cosas que nunca antes existieron para sentir que el mundo vive en un equilibrio constante alrededor nuestro, lo que es una ilusión.

 Aunque es cierto que el mundo se equilibra a si mismo, son las fuerzas naturales las que hacen esto y muchas veces se toman un buen tiempo para llegar a un equilibrio verdadero, no es algo instantáneo. Los seres humanos, cuando nos dimos cuenta de que la naturaleza podía ser un poco lenta para solucionar problemas, tomamos el toro por los cuernos e inventamos unas cuantas reglas que todos debíamos respetar para evitar un desequilibrio que pusiera en peligro nuestra existencia y supervivencia en un mundo hostil.

 Con el tiempo, y bajo esas reglas, el mundo comenzó a ser nuestro y ya no teníamos que poner demasiada atención a lo que la naturaleza pudiera lanzarnos pues nuestra inteligencia se adelantaba a la lenta progresión natural y podía, con facilidad, adelantarse a lo que pudiese ocurrir. Por eso ya no le tememos de verdad a la naturaleza o por lo menos no era así cuando no habíamos destruido tanto en nuestro mundo que la naturaleza tuvo que ponerse en pie para empezar a pelear, a protestar de forma cada vez más notable.

 Le volvimos a temer a la lluvia y al viento porque fuimos nosotros los que atacamos primero. La naturaleza era solo ella, era lo que es y nada más. Pero nosotros llegamos, pensamos y destruimos, sin nada más que decir. Y tuvimos la osadía de pensar que el mundo era nuestro y que podíamos hacer lo que se nos diera la gana, pues uno hace lo que quiera en su casa. Estábamos equivocados y ahora lo vemos casi a diario y por todas partes. No somos dueños de nada, ni siquiera de nosotros mismos.

 Inventamos cosas, físicas e imaginarias, para hacernos la vida cada vez más fácil. Pero lo que hacemos es seguir destruyendo y no nos damos cuenta. Tenemos una vocación increíble, como seres vivos, de ir mucho más allá de lo que somos. No estamos contentos con ser lo que somos y nada más, queremos cada vez más y más y más y no nos detenemos en la meta que nos ponemos sino que luego pasamos a otra y a otra y así hasta que morimos y alguien más debe tomar nuestro lugar.  Es el ciclo de vida que hemos creado para nosotros mismos, otra ilusión que no existía y nos hemos asignado.

 No contentos con destruir la naturaleza que nos dio la vida, ahora apuntamos a nosotros mismos. Las leyes, las reglas y todas las demás maneras de limitarnos, están haciendo que la creatividad, que es la que nos caracteriza y separa de los demás animales sobre este planeta, se esté limitando cada vez más a lo que un grupo de nosotros quiere y necesita, dejando de lado mucho de la imaginación originales del ser humano. En otras palabras, estamos destruyendo lo que nos hizo un ser distinto a todos los demás en existencia.

 Creemos que lo hacen unos es correcto porque siempre los hemos seguido, tal vez porque se han ganado un lugar entre los más brillantes o entre los más aventureros. Posiblemente, sea porque los que tienen más dinero suelen tener una voz a la que se la da más importancia. El caso es que no decimos nada cuando, poco a poco, nuestras voces se van apagando porque ellos así lo han pedido. No peleamos cuando vemos, en el día a día, como todo está construido para que no reflexionemos, a menos que sea útil para “todos”.

 Lo peor viene cuando algunos de nosotros empezamos a repetir lo que dicen esos a los que hemos dado mayor importancia. Repiten y repiten. Se convierten en una versión humana de los pericos o los loros, seres que en verdad no reflexionan demasiado sino que solo viven por impulsos. De hecho, y siendo justo con las aves, muchas de ellas muestran algún grado de comprensión de ciertas situaciones. Algunos de nosotros ni siquiera tenemos eso. Solo atacamos cuando lo creemos necesario y repetimos y repetimos.

 Los que lo hacen, lo hacen por miedo. Se les ha asustado una y otra vez con el cuento de que, si dejamos que la gente haga lo que quiera, pronto será todo un caos y terminaremos por volver a la naturaleza, donde la mayoría no quiere volver. Le temen a lo salvaje, a lo que no se puede controlar, a aquellos impulsos básicos que residen en el interior de todo ser humano. No quieren volver a ese estado primordial del ser humano en el que nada se puede controlar y todo está bajo el reino de lo natural, lo más básico.

 Somos seres temerosos, temblamos con cualquier cosa. Incluso en nuestros primeros días como especie éramos débiles y tuvimos que crear sociedades y entidades, así como reglas para poder florecer como lo hicimos. Todo se lo debemos a la naturaleza, de nuevo, que nos dio cerebros que podían hacer mucho más de lo que jamás se había visto en este mundo. Y lo que hacemos hoy con ese regalo es limitarlo para que solo haga unas pocas cosas, las que hemos decidido calificar como “aceptables”.  Creamos de paso grupos marginales, formados por aquellos que no consideramos parte de la sociedad.

 Antes eran los artistas y luego fueron los músicos y con el tiempo se empezaron a definir por sus modas que se salían de la norma. Todas esas personas eran de la clase que la sociedad en general no consideraba aceptable. Eran los cerebros que habíamos querido apretar y limitar y simplemente no habíamos podido. Y se les echó la culpa de no querer ser parte de la comunidad de seres humanos con mismos valores y leyes y reglas y se les puso aparte, se les atacó y se trató de eliminarlos como se pudiera.

 Aquí aparecen todos esos odios que tenemos el uno por el otro, como seres humanos. Cuando odiamos a un negro siendo blancos o cuando odiamos a los blancos al ser indígenas o golpeamos a un hombre por tener sexo con otro hombre. Todos esos odios han sido alimentados por la verdadera bestia, por el monstruo creado por el hombre llamado sociedad. Le hemos dado poder a algunos y ahora ellos lo usan para controlar y para decirnos a quienes debemos atacar después. Porque nunca termina, solo cambia un poco.

 Nos creemos superiores a los animales salvajes, creemos ser mejores que ellos porque hablamos y pensamos pero la realidad es que usamos nuestra boca para decir cosas que no importan y utilizamos el cerebro como nos han pedido que se use. Atacamos a los que no responden a esas normas sociales, a los que no viven la vida que todos han vivido. Los que no quieren lo mismo que el grupo mayoritario, entonces son raros y deben saber lo que son. Se les ataca, se les aminora y se le quitan las oportunidades al instante.

 Los seres humanos somos seres que nos hemos dejado llevar y ahora no somos más que una sombra de lo que pudimos haber sido. Todavía se piensa que seremos algo increíble en el futuro, que revolucionaremos este rincón del universo y que todo seguirá girando alrededor nuestro, porque nosotros somos los únicos que importamos. Nos vemos yendo más allá de las estrellas, todavía con las mismas reglas, los mismos valores y respondiendo al mismo grupo central, al monstruo, que dicta cómo y qué debemos ser.

 Pero ese momento pasó. El momento en el que podíamos tener la oportunidad de hacer algo por nosotros, de evolucionar a un ser aún más avanzado, ya pasó. Seguiremos cambiando, obviamente, si es que no nos matamos los unos a los otros antes de la naturaleza nos de ese último impulso.

Porque aunque la odiemos y le tengamos miedo, la naturaleza es la madre que no nos quiere dejar, la que nos da vida y nos acoge cuando morimos. No llegaremos a ser nada espectacular, tal vez solo una bolsa de carne que piensa. Pero tuvimos la oportunidad. La desperdiciamos pero la tuvimos.

martes, 27 de enero de 2015

Literatura

   La habitación del hotel era hermosa, mejor de lo que Tomás hubiera esperado. Y no es que esperara algo particularmente malo o siniestro sino que siempre pensaba que su agente no tenía ni la más remota idea en cuanto a hoteles se trataba. Ya le había ocurrido, en París y en Los Ángeles, que había encontrado con que el hotel que había elegido su encargada era peor que un nido de ratas. Pero bueno, la gente aprende de sus errores y esta era sin duda la prueba.

 Desde su habitación, Tomás podía ver la cordillera de los Andes extendiéndose no muy lejos de él. No podían ser más de cincuenta kilómetros que lo separaran de las nieves ya casi no tan perpetuas de los Andes chilenos. No sabía de que lado quedaba el Aconcagua pero seguramente no estaría lejos. Siempre había querido ser uno de esos grandes aventureros pero su cuerpo y su energía no eran los necesarios para una persona que necesitara  estar de un lado para otro, caminando sobre agua, piedras y demás.

 Sonrió solo, pensando que por ponerse a caminar un par de kilómetros ya le salían cosas en los pies. Ciertamente no podría aguantar un ascenso duro. Además aquello de acampar no era algo que le agradara mucho: el solo pensamiento de dormir en un espacio pequeño con otras personas y no poder bañarse en más de dos días, se le hacía horrible. Si algo tenía de bueno la civilización, eran los baños. Y él no cambiaba un baño bien equipado por nada del mundo.

 Después de pasearse fascinado por toda la habitación, Tomás decidió cambiarse y salir a dar una vuelta por los alrededores. Mónica, su asistente, lo había llamado para decirle que hoy no habría nada más sino una cena a eso de las nueve de la noche en el hotel así que tenía prácticamente cinco horas para hacer lo que quisiera. Y la verdad era que, aunque el vuelo había sido largo, no estaba cansado. Al salir del lobby lo golpeó un viento frío, seguramente proveniente de la montaña. Se contentó al recordar que había empacado ropa para el invierno, que ya estaba por entrar a la región.

 Al caminar por la avenida que tenía enfrente, Tomás hizo una nota mental para agradecerle a Mónica y a su agente del perfecto trabajo que habían hecho eligiendo el hotel: los andenes eran amplios, había mucho comercio y árboles. No había mucho tráfico tampoco. Será que su libro era tan exitoso como para pagar una buena ubicación? Esto pensó el escritor mientras caminaba sin rumbo. Era posible. Al libro no le había ido del todo mal y siempre podían haber sorpresas, especialmente después de dos fracasos con la critica.

 Habían sido voraces. Esa era la palabra. Se habían comportado como hienas sedientas de sangre y, al parecer, Tomás había sido elegido como su próxima víctima.  En esos largos y tediosos artículos de critica literaria, hablaban de cómo su estilo de escritura dañaba las bases de la literatura castellana y no sé que más tonterías. El escritor solo pensó, sin decirle a nadie, que esos viejos estaban demasiado bien amarrados al pasado y tenían problemas viendo que las cosas ya no eran como hacía cincuenta años.

 El escritor levantó la cabeza y vio que estaba en un cruce de semáforo. En frente tenía un gran edificio de vidrio pero no parecía haber nada más allá así que giró a la izquierda y siguió su paseo por una pequeña avenida, esta sí más transitada. La gente parecía querer protegerse del viento y muy pocos estaban manteniendo conversaciones con alguien más. Era sorprendente, pero no había gente ni hablando por teléfono móvil.

 Esos viejos, anacrónicos y sin importancia ya, lo habían desechó en más de un par de publicaciones. Incluso, en televisión, leían párrafos de sus obras y se burlaban, como si fuera su juego preferido. Era horrible, recordó Tomás. Era miserable y se sentía aún peor que eso. Como era posible que la gente fuera así? Porque no solo fueron esos dos viejos horribles sino que todo el que leía, como buena sociedad consumista, creía en lo que veía impreso en toda publicación. Era deprimente ver como gente que por algún milagro de la vida podía leer, se burlaba de su obra como si fueran conocedores intachables.

 Tomás llegó entonces a otro cruce y, del otro lado, vio un enorme edificio o, mejor, era un conjunto de edificios. El principal parecía tener la forma de un cuadrado enorme y era, sin lugar a dudas, un centro comercial. Pero una esquina estaba uno de los edificios más altos que él hubiese visto. O sería que había visto más altos? Probablemente. Pero el pensar y reflexionar hacía que cosas así, se vieran diferente.

 Lo primero que hizo después de cruzar fue comprar un café bien caliente en una popular cafetería y luego se puso a caminar por todo el centro comercial. Mónica le había mencionado que tendría una firma de libros en un centro comercial. Sería este? Había mucha gente por todos lados y todo tipo de tiendas. Sin duda sería un excelente lugar para lanzar su nueva publicación. Era una historia de ficción histórica, basada en las experiencias de los prisioneros homosexuales en los campos de concentración nazi. No era un tema que llamara mucho la atención pero Tomás lo había encontrado fascinante.

 Precisamente investigando para este nuevo libro había podido viajar a la ciudad de Cracovia. El viaje lo había pagado él de sus ahorros y había ido solo. No quería que nadie interrumpiera la experiencia. Era casi como ir al Vaticano, algo que tenía que hacer con el más profundo respeto. Sin embargo, algo le pasó que no tenía nada que ver con su investigación. En una pequeña librería cerca del museo del campo, Tomás se puso a hojear una que otra publicación. Le gustaba tener algo ligero para leer en sus viajes y ya estaba cansado de los que tenía en su portátil.

 De repente una joven mujer, mirando libros en la misma parte que él estaba, se puso a hablar en un tono más alto de lo normal con un amiga con la que venía. Seguramente era polaco porque Tomás no entendía ni media palabra de lo que decían. Alguna idea tenía del alemán o del ruso pero lo que hablaban, estaba casi seguro, no era ninguno de esos dos. Se sonrojó cuando se dio cuenta de que la chica que más hablaba lo miraba a él y, sutilmente, lo señalaba. Tomás trató de no fijarse pero era casi imposible: la librería estaba todo menos abarrotada.

  Entonces las dos chicas se le acercaron y con una sonrisa le preguntaron:

-       Tomás Grosez?
-       Gómez, sí.

 Las chicas rieron y entonces una de ellas sacó un usado libro del interior del abrigo que tenía puesto. Para sorpresa de Tomás, el libro era una de las noveles que habían sido duramente criticadas hasta hacía poco. Ver una copia le hacia doler un poco la cabeza. En menos de un segundo, pensó que las chicas estaban riendo porque habían conocido al autor un libro especialmente pésimo y criticado por todos. Seguramente le pedirían que lo firmara para tener una prueba de que habían conocido al atroz escritor.

-       Ex darme libro. Yo gustar mucho tu.

 Las dos chicas rieron de nuevo.

-       Tu escribe firma?

 Y le estiró el libro a Tomás que lo tomó, lo firmó robóticamente y les dio a las chicas una sonrisa atontada. Entonces, cuando ellas parecían irse, el escritor les preguntó si en verdad les había gustado el libro. Tuvieron que comunicarse en inglés para entender mejor pero, en resumidas cuentas, la chica que tenía el libro decía que se había identificado con el personaje que él había creado: era una mujer que iniciaba decida y luego se veía derrotada por la vida. La chica decía que el libro la había ayudado a no decaer y a seguir adelante.

 Cuando se dio cuenta donde estaba, Tomás sonrió sorprendido. Mientras pensaba en la lectora agradecida que le había dado un impulso a su ambición de ser un mejor escritor, sus pies lo habían paseado por todo el centro comercial hasta que quedó frente a una librería. En efecto, era allí donde presentaría su libro. Había afiches en la entrada al sitio y algunas copias ya estaban siendo vendidas. Tomás sonrió. No había nada como ver su nombre en la tapa de un libro que esperaba ser comprado. Y se alegró aún más cuando un joven, de la mano de otro joven, compró una copia para cada uno.


 De vuelta en el hotel, cambiándose a una vestimenta más apropiada para cenar con gente de una editorial, Tomás pensó que era un hombre muy afortunado. El ser bueno o malo en algo no era el punto. El punto era intentar hacer lo que más le gustaba y disfrutar de cada ganancia, como la hermosa vista del atardecer que estaba viendo desde su habitación.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Sin perdón

Fue fácil. El odio es gasolina barata y rinde bastante. Solo es necesario recordar, revivir, sentir otra vez lo que se sintió en un punto y listo. Si se hace bien, se tendrá como impulsar las más locas de las acciones, incluso matar.

Eso fue lo que hizo él. Recordó como tuvo que huir de su hogar, recordó como lo utilizaron una y otra vez, como lo obligaron a hacer cosas que no quería. Solo tuvo que recordar como dejó de ser un ser humano para convertirse en algo más que un animal rastrero y vil que se alimentaba de los restos que los demás tenían el candor de dejarle.

Así, fue muy fácil. Solo tuvo que hacerlo con elegancia, con cierta atención al detalle que resultaba ser muy difícil ya que, si por el fuera, le hubiera pegado un tiro en la cabeza o incluso lo hubiera ahorcado con una de esas estúpidas corbatas que siempre llevaba, haciendo de alto empresario. Y como fuera que lo hubiera matado, lo hubiera disfrutado, cada momento. le habían robado su humanidad y ahora tenían que pagar. Él ya lo había hecho.

Entonces lo envenenó. Siempre tomaba algo de licor y esta vez no fue diferente. El chico simplemente fue complaciente. De esa manera pudo mezclar el licor con el veneno, sin que se dudara de él. Según le habían dicho, era un veneno muy raro, de un animal de la profunda selva del Amazonas. Con solo unas gotas se lograba el cometido. Y lo mejor de todo, para él al menos, era que el veneno actuaba lentamente y, así, no dejaba rastro alguno de su presencia en el cuerpo.

Lo vio retorcerse, pedir ayuda, tratando de hablar pero sin que ni una sola palabra saliera de su boca. Y él lo disfrutó. No había manera de que sintiera culpa, vergüenza ni mucho menos lástima. Ese hombre sabía lo que había hecho y el chico lo había investigado: había mucho más que violaciones en su historial. El hombre era un rata y las ratas son una plaga.

El chico desapareció después de eso. El cuerpo fue encontrado y se pensó que había muerto de un ataque al corazón. Obviamente encubrieron todo lo relacionado con el deceso ya que el hombre tenía mucho poder y nadie quería que se propagara el correcto rumor de que se acostaba con menores de edad.

Nuestro chico no era menor pero eso no le había impedido ser víctima de los hombres que creían que su poder y dinero les daba una inmunidad que no se habían ganado. Y por eso ahora ese hombre estaba muerto y el chico había cambiado de ciudad y, ojalá, de vida.

Durante mucho tiempo atendió en restaurantes y bares. Y lo hizo muy bien, tanto que muchos de sus jefes lo creían indispensable para el correcto funcionamiento de sus establecimientos. Lo necesitaban y, aunque no lo sabían, él a ellos. Esa nueva estabilidad era la base de lo que buscaba: vivir en paz, tranquilo y sin el afán de sentirse perseguido a cada momento.

Lamentablemente, hay vidas que nacen descarriladas. No tiene nada que ver con un dios ni con la mala suerte, sino con el azar de la vida. Alguien, una mujer dedicada a su trabajo, que siempre había querido resaltar y estar a la vista de sus superiores, había decidido investigar un poco más la muerte del politico en el motel y entonces nuevas pistas le hicieron pensar que podría haber sido un asesinato. Y como siempre, siempre hay alguien viendo y no le fue fácil concluir quien había sido y cual podría ser su paradero.

Pero a esta mujer lo que más le llamaba la atención de todo no era el crimen como tal sino las razones. Al hombre no le habían robado un centavo. De hecho, sin considerar sus indiscreciones, el hombres había ayudado con varias iniciativas para ayudar a las personas que no tenían ingresos fijos, a los pobres. Probablemente era la culpa que lo atormentaba pero era una situación que merecía una explicación.

Así fue que la joven policía llegó al restaurante en el que trabajaba el chico que al verla, creyó que su paz estaba rota, terminada de un hachazo por alguien más. No iba a mentir si la mujer preguntaba las preguntas correctas y eso hizo.

Él le confesó que ese hombre había sido su cliente por los últimos seis años, al menos una vez por mes. Le dijo cuanto lo odiaba, ya que el no tenía poder de decisión sobre que clientes tenía. Alguien más manejaba eso. De hecho, para ese momento nadie sabía que poco menos de una gota de veneno había llegado a una botella de agua consumida por la mujer dueña del motel. Una persona que vivía del sufrimiento de los demás. El chico había puesto ese poco en el agua que la mujer siempre tomaba. Lo otro que nadie sabía todavía era que había un cuerpo sin reclamar en la morgue: era esa mujer, muerta de un ataque al corazón en una sala de cine. Nadie iba nunca a reclamar ese cuerpo y con eso había contado él.

Lo que sí le contó a la mujer policía fue que él había matado con veneno al politico, él lo había planeado y no estaba arrepentido. Pero le aseguró que ella nunca tendría pruebas y que él tenía mucho más que pruebas de un asesinato. Le pidió que se fuera y que la contactaría pronto.

Pasada una semana, la mujer recibió un paquete por correo. Adentro del sobre había un solo artículo: un celular. Era de esos que ya nadie usa, de los que pueden caer varios pisos y no se rompen ni sufren un solo rasguño. La mujer revisó el sobre y vio que la dirección de envió era en la ciudad, no en donde vivía el chico asesino.

Pero al prender el aparato y revisar un poco tuvo lo prometido: pruebas de un crimen mayor, si es que hay crímenes peores que otros. Había fotos tomadas con la cámara del aparato. Era obvio que eran tomas deficientes, borrosas, con una definición bastante baja pero se notaba con claridad quienes eran los sujetos de las fotos.

En poco tiempo, la reputación de uno de los honorables politicos del país había sido destruída. Y había sucedido gracias a la policía y al trabajo de una sola agente que fue condecorada. Todos los niños víctimas fueron encontrados y se les prometió mejorar su situación. Aunque esa fue una verdad a medias, sus vidas mejoraron respecto al pasado, a un pasado al que no tenían ninguna intención de volver.

Y él tampoco quería volver a eso. Después de volver a la ciudad para enviar el viejo celular que el hombre usaba para contactarse con la mujer que arreglaba los encuentros, un celular imposible de rastrear, el chico dejó de nuevo la ciudad, esta vez hacia un nuevo destino.

Fue al aeropuerto y viajó al país vecino, donde entró con facilidad. Allí cambió todo de su vida e hizo una nueva. Consiguió trabajo y al poco tiempo entró a estudiar. Hizo amigos por primera vez e incluso se enamoró, también por primera vez.

Pero el pasado siempre estaba allí. No importaba cuanto cambiara fisicamente, cuantos documentos falsificara o con quien se redimiera, todo lo que había sucedido estaba siempre con él. Nunca, jamás, sintió remordimiento. Eso hubiera sido traicionarse a si mismo. Lo único que sentía ahora era agradecimiento, ya que una segunda oportunidad era única.

Eso sí, nunca dejó de mirar sobre su hombro. Había tenido que dejar buena parte de su humanidad para poder seguir viviendo. Lo único que tenía por hacer era hacer que ese sacrificio valiera la pena.