La habitación del hotel era hermosa, mejor de lo que Tomás hubiera
esperado. Y no es que esperara algo particularmente malo o siniestro sino que
siempre pensaba que su agente no tenía ni la más remota idea en cuanto a
hoteles se trataba. Ya le había ocurrido, en París y en Los Ángeles, que había
encontrado con que el hotel que había elegido su encargada era peor que un nido
de ratas. Pero bueno, la gente aprende de sus errores y esta era sin duda la
prueba.
Desde su habitación, Tomás podía ver la cordillera
de los Andes extendiéndose no muy lejos de él. No podían ser más de cincuenta
kilómetros que lo separaran de las nieves ya casi no tan perpetuas de los Andes
chilenos. No sabía de que lado quedaba el Aconcagua pero seguramente no estaría
lejos. Siempre había querido ser uno de esos grandes aventureros pero su cuerpo
y su energía no eran los necesarios para una persona que necesitara estar de un lado para otro, caminando sobre
agua, piedras y demás.
Sonrió solo, pensando que por ponerse a
caminar un par de kilómetros ya le salían cosas en los pies. Ciertamente no
podría aguantar un ascenso duro. Además aquello de acampar no era algo que le
agradara mucho: el solo pensamiento de dormir en un espacio pequeño con otras
personas y no poder bañarse en más de dos días, se le hacía horrible. Si algo
tenía de bueno la civilización, eran los baños. Y él no cambiaba un baño bien
equipado por nada del mundo.
Después de pasearse fascinado por toda la
habitación, Tomás decidió cambiarse y salir a dar una vuelta por los
alrededores. Mónica, su asistente, lo había llamado para decirle que hoy no
habría nada más sino una cena a eso de las nueve de la noche en el hotel así
que tenía prácticamente cinco horas para hacer lo que quisiera. Y la verdad era
que, aunque el vuelo había sido largo, no estaba cansado. Al salir del lobby lo
golpeó un viento frío, seguramente proveniente de la montaña. Se contentó al
recordar que había empacado ropa para el invierno, que ya estaba por entrar a
la región.
Al caminar por la avenida que tenía
enfrente, Tomás hizo una nota mental para agradecerle a Mónica y a su agente
del perfecto trabajo que habían hecho eligiendo el hotel: los andenes eran
amplios, había mucho comercio y árboles. No había mucho tráfico tampoco. Será
que su libro era tan exitoso como para pagar una buena ubicación? Esto pensó el
escritor mientras caminaba sin rumbo. Era posible. Al libro no le había ido del
todo mal y siempre podían haber sorpresas, especialmente después de dos
fracasos con la critica.
Habían sido voraces. Esa era la palabra. Se
habían comportado como hienas sedientas de sangre y, al parecer, Tomás había
sido elegido como su próxima víctima. En
esos largos y tediosos artículos de critica literaria, hablaban de cómo su
estilo de escritura dañaba las bases de la literatura castellana y no sé que
más tonterías. El escritor solo pensó, sin decirle a nadie, que esos viejos
estaban demasiado bien amarrados al pasado y tenían problemas viendo que las
cosas ya no eran como hacía cincuenta años.
El escritor levantó la cabeza y vio que estaba
en un cruce de semáforo. En frente tenía un gran edificio de vidrio pero no
parecía haber nada más allá así que giró a la izquierda y siguió su paseo por
una pequeña avenida, esta sí más transitada. La gente parecía querer protegerse
del viento y muy pocos estaban manteniendo conversaciones con alguien más. Era
sorprendente, pero no había gente ni hablando por teléfono móvil.
Esos viejos, anacrónicos y sin importancia ya,
lo habían desechó en más de un par de publicaciones. Incluso, en televisión,
leían párrafos de sus obras y se burlaban, como si fuera su juego preferido.
Era horrible, recordó Tomás. Era miserable y se sentía aún peor que eso. Como
era posible que la gente fuera así? Porque no solo fueron esos dos viejos
horribles sino que todo el que leía, como buena sociedad consumista, creía en
lo que veía impreso en toda publicación. Era deprimente ver como gente que por
algún milagro de la vida podía leer, se burlaba de su obra como si fueran
conocedores intachables.
Tomás llegó entonces a otro cruce y, del otro
lado, vio un enorme edificio o, mejor, era un conjunto de edificios. El
principal parecía tener la forma de un cuadrado enorme y era, sin lugar a
dudas, un centro comercial. Pero una esquina estaba uno de los edificios más
altos que él hubiese visto. O sería que había visto más altos? Probablemente.
Pero el pensar y reflexionar hacía que cosas así, se vieran diferente.
Lo primero que hizo después de cruzar fue
comprar un café bien caliente en una popular cafetería y luego se puso a
caminar por todo el centro comercial. Mónica le había mencionado que tendría
una firma de libros en un centro comercial. Sería este? Había mucha gente por
todos lados y todo tipo de tiendas. Sin duda sería un excelente lugar para
lanzar su nueva publicación. Era una historia de ficción histórica, basada en
las experiencias de los prisioneros homosexuales en los campos de concentración
nazi. No era un tema que llamara mucho la atención pero Tomás lo había
encontrado fascinante.
Precisamente investigando para este nuevo
libro había podido viajar a la ciudad de Cracovia. El viaje lo había pagado él
de sus ahorros y había ido solo. No quería que nadie interrumpiera la
experiencia. Era casi como ir al Vaticano, algo que tenía que hacer con el más
profundo respeto. Sin embargo, algo le pasó que no tenía nada que ver con su
investigación. En una pequeña librería cerca del museo del campo, Tomás se puso
a hojear una que otra publicación. Le gustaba tener algo ligero para leer en
sus viajes y ya estaba cansado de los que tenía en su portátil.
De repente una joven mujer, mirando libros en
la misma parte que él estaba, se puso a hablar en un tono más alto de lo normal
con un amiga con la que venía. Seguramente era polaco porque Tomás no entendía
ni media palabra de lo que decían. Alguna idea tenía del alemán o del ruso pero
lo que hablaban, estaba casi seguro, no era ninguno de esos dos. Se sonrojó
cuando se dio cuenta de que la chica que más hablaba lo miraba a él y,
sutilmente, lo señalaba. Tomás trató de no fijarse pero era casi imposible: la
librería estaba todo menos abarrotada.
Entonces
las dos chicas se le acercaron y con una sonrisa le preguntaron:
-
Tomás Grosez?
-
Gómez, sí.
Las chicas rieron y entonces una de ellas sacó
un usado libro del interior del abrigo que tenía puesto. Para sorpresa de
Tomás, el libro era una de las noveles que habían sido duramente criticadas
hasta hacía poco. Ver una copia le hacia doler un poco la cabeza. En menos de
un segundo, pensó que las chicas estaban riendo porque habían conocido al autor
un libro especialmente pésimo y criticado por todos. Seguramente le pedirían
que lo firmara para tener una prueba de que habían conocido al atroz escritor.
-
Ex darme libro. Yo gustar mucho tu.
Las dos chicas rieron de nuevo.
-
Tu escribe firma?
Y le estiró el libro a Tomás que lo tomó, lo
firmó robóticamente y les dio a las chicas una sonrisa atontada. Entonces,
cuando ellas parecían irse, el escritor les preguntó si en verdad les había
gustado el libro. Tuvieron que comunicarse en inglés para entender mejor pero,
en resumidas cuentas, la chica que tenía el libro decía que se había
identificado con el personaje que él había creado: era una mujer que iniciaba decida
y luego se veía derrotada por la vida. La chica decía que el libro la había
ayudado a no decaer y a seguir adelante.
Cuando se dio cuenta donde estaba, Tomás
sonrió sorprendido. Mientras pensaba en la lectora agradecida que le había dado
un impulso a su ambición de ser un mejor escritor, sus pies lo habían paseado
por todo el centro comercial hasta que quedó frente a una librería. En efecto,
era allí donde presentaría su libro. Había afiches en la entrada al sitio y
algunas copias ya estaban siendo vendidas. Tomás sonrió. No había nada como ver
su nombre en la tapa de un libro que esperaba ser comprado. Y se alegró aún más
cuando un joven, de la mano de otro joven, compró una copia para cada uno.
De vuelta en el hotel, cambiándose a una
vestimenta más apropiada para cenar con gente de una editorial, Tomás pensó que
era un hombre muy afortunado. El ser bueno o malo en algo no era el punto. El
punto era intentar hacer lo que más le gustaba y disfrutar de cada ganancia, como la hermosa vista del
atardecer que estaba viendo desde su habitación.