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martes, 8 de septiembre de 2015

Breve vuelta a clases

   Cuando me desperté, sentía que no había dormido absolutamente nada. Apenas pude ponerme de pie, fui al baño y me miré la cara por varios minutos, casi quedándome dormido de pie otro rato. Pero me eché algo de agua en la cara y suspiré, resignado. Abrí la llave de la ducha y esperé a que se calentara el agua. Una vez adentro me puse a pensar, en nada en particular pero los cinco minutos que tenía para bañarme se pasaron volando por esta distracción. Me puse ropa bastante rápido por el frío que hacía tan temprano y entonces fui a la cocina a ver que había para desayunar. Me serví algo de cereal con yogur, pues la leche siempre me había caído mal y comí en silencio, como si esa fuese mi última comida en este mundo. Después de terminar fui al baño de nuevo y me cepillé los dientes.

 Una vez más, antes de salir, me miré en el espejo y agradecí estar algo dormido porque o sino todavía estaría tremendamente nervioso. Pero cuando salí a la calle con mi mochila en la espalda, el frío ayudó a despertarme por completo. Caminé hacia la parada de mi autobús y tuve que esperar unos diez minutos para que pasara. Tenía el tiempo justo para llegar pero igual recuerdo haber pensado que el servicio de buses era pésimo. Menos mal el vehículo no estaba lleno y la gente no empezó a bajarse hasta que yo tuve que hacerlo. Me bajé justo en frente del lugar, aunque tuve que darle la vuelta a la manzana para entrar por la puerta principal. En ese momento sí que atacaron los nervios, haciéndome sentir un vacío raro en el estomago.

 Cuando llegué a la portería, saqué de mi mochila la identificación que me habían entregado la semana anterior. El celador me saludó como si trabajara en el lugar desde hace quince años, con varios saludos y ya casi en el punto de la exageración. Cuando entré al recinto, el frío parecía no quererse retirar de encima mío. Sentía la columna vertebral como si fuese de hielo o de algún metal, incapaz de tomar calor. Caminé dos pasos y entonces frené en seco. Agradecí que nadie estuviera allí porque parecía un tonto, con una pierna en el aire y con cara de loco. Pero me había detenido así porque no sabía si debía presentarme primero en la dirección o si debía seguir derecho al salón de clases o que era lo que debía ser.

 Menos mal, justo en ese momento, la profesora que había conocido la semana pasada me saludó y me invitó a seguirla al salón de profesores. El lugar tenía un olor increíblemente fuerte, una mezcla entre café y cigarrillo Era un poco difícil de asimilar pero entonces la mujer se fue hasta un gran panel de caucho que había en una pared. Allí estaban todos los horarios de profesores. Era la manera más sencilla de encontrar mi salón y así de no perderme la primera clase que debía impartir. Porque debí empezar por ese lado: yo regresaba a mi colegio, en el que había estudiado hacía años, para enseñar. Y la primera clase empezaba en algunos minutos así que la profesora me explicó como llegaba y partí al trote.

 El edificio era enorme pero ciertamente no había tenido necesidad de correr para llegar a tiempo. Los niños normalmente se quedaban abajo haciendo filas por cada clase y era su profesor principal el que los subía a sus salones. Era algo así como una tradición. Mientras yo ponía mi mochila sobre el enorme escritorio de madera, recordaba las varias veces que yo había hecho esa fila allí abajo. Siempre había hecho frío, como hoy, pero también siempre había estado nervioso pues era uno de esos momentos en los que uno no sabía si había quedado en el mismo salón de la gente que le caía bien o si había quedado aislado de sus amigos. Era un poco tortura tener que leer las listas y darse cuenta si el año empezaba bien o empezaba mal. Respiré y espere que este empezara bien.

 La primera que entró fue una maestra de cierta edad, seguida de un grupo de casi treinta niños y niñas. Ya eran grandes, pues rondaban los dieciséis años de edad, al fin y al cabo yo les daba clase solo a los mayores. Había sido algo así como una de mis condiciones para trabajar allí. Cuando estuvieron todos sentados, la maestra se despidió de ellos y me lanzó una mirada que no supe interpretar en el momento: era de advertencia o era de desinterés? En todo caso allí estaban y era hora de comenzar mi primera clase de literatura, que yo había diseñado para ser más interesante que cualquier otra clase que esos niños hubieran recibido.

 La clase empezó con una simple pregunta: “Leyeron un libro durante las vacaciones?”. Las personas que alzaron la mano fueron una diez. Hubiera querido preguntar porque los demás no lo habían hecho pero no creí que juzgarlos fuese una buena manera de empezar. Así que pregunté que habían leído. La mayoría respondió con título de obras populares, algunas más cercanas a mi conocimiento que otras. Solo un niño, visiblemente dedicado al estudio, respondió que había leído tres libros, dos de los cuales habían sido en otros idiomas y eran obras de hacía casi doscientos años. Sin reprimirme, lo felicité por su dedicación y entonces les expliqué las bondades de leer y de tener una imaginación activa.

 Mientras hablaba, pues ya me sabía de memoria lo que estaba diciendo, observé a los niños  y me di cuenta de las varias personalidades que había en el lugar: había unos que me miraban con pereza, como poniendo atención pero a medias. Otros que anotaban hasta las pausas que hacía y otros más que no ocultaban su sueño. De hecho, uno que estaba atrás estaba claramente dormido. Así que, como quién no quiere la cosa, tiré una regla metálica que había traído a propósito y el alumno se despertó de golpe. Les dije que conmigo iban a leer pero también a entrenar su imaginación. Así que les pedí sacar una hoja y escribir un cuento de una página. Les di media hora, lo que quedaba de clase, para hacerlo.

 Yo quería dos bloques seguidos pero no hubo manera de lograrlo. Como era nuevo, solo tenía tres grupos así que era muy fácil de manejar pero los horarios de otros profesores simplemente no habían cuadrado con lo que yo quería hacer. Al final de la media hora fueron entregando sus cuentos y el último en hacerlo fue el chico dormido de la fila de atrás. No le dije nada, pero era obvio que iba a quedarse dormido en su próxima clase. Ese día no tenía que dar más clase así que regresé a casa y leí los cuentos. Me puso algo triste la falta de creatividad de algunos que, o no parecían tener el don de contar una historia o simplemente habían plagiado lo que se les había ocurrido de alguna película o videojuego. Menos mal yo era joven, así los sorprendería con mis anotaciones.

 El martes tuve bloque con mi segundo grupo, el miércoles con el tercero y el jueves la segunda parte del grupo del lunes. Era un horario  fácil de manejar y me quedaban libres las mañanas de los domingos para corregir exámenes y trabajos. A medida que el año escolar avanzaba, traté de darle a los niños algo de interés por la creación de una obra y no solo por el análisis de una. Les dije que, aunque el interés de la clase era que pudieran entender la literatura, la mejor manera de hacerlo era que ellos se convirtieran en escritores. Algunos fueron adquiriendo entusiasmo y se les notaba por su interés. A otros parecía darles lo mismo entrenar su imaginación.

 Había un caso especial, el de una niña muy brillante, que simplemente yo no entendía. Se leía los libros asignados con una rapidez impresionante, los analizaba de manera brillante e incluso hacía propuestas sobre significados y enlaces en las obras. Pero cuando entregaba trabajos de imaginación, eran simplemente pésimos. No había nada de creatividad, nada de lanzarse a buscar ideas nuevas o de hacer algo nuevo con lo viejo. Cansaba leer lo que ella escribía pues era obvio que había sido igual de tedioso para ella escribirlo. Se notaba que lo que había hecho, lo había escrito con el aburrimiento más grande de la vida y sin interés. Todos los demás profesores adoraban su genio pero para mi eso no era suficiente.

 Para el trabajo de fin de primer trimestre, les pedí que me entregaran un relato de cuatro páginas en el que el personaje principal fueran ellos mismos. Era una ejercicio muy buen de auto-reconocimiento y serviría para entrenar su capacidad de creación. Con el dolor de ver lo buena que era en todo lo demás, tuve que reprobarla por su historia en la que no había nada de ella, no había interés ni pasión ni nada. Ella se quejó, argumentando que el texto era del largo adecuado y que su personaje era ella pero yo le dije que el relato no iba a ningún lado, que ella no parecía interesada en su propia historia y que había mucho más en este trabajo que el conocimiento de que escribir y que no. Había que sentirlo y ella lamentablemente no lo hacía.


 Los profesores e incluso la directora del colegio, criticaron fuertemente mi calificación de la joven. Decían que a alumnos tan distinguidos, que hacían que las notas generales subieran en áreas científicas como las matemáticas y otras ciencias, debían de tener un cierto permiso para pasar una que otra materia que, la mayoría pensaba, no era tan importante con las demás. Eso me pareció un insulto y le dije a la directora que me parecía el colmo que enseñaran relleno, pues al parecer eso pensaban que eran sus clases así como las de arte, música e idiomas. La mujer quedó de piedra cuando le hablé de frente, diciéndole que una niña genio no es genio si solo maneja números pero no maneja su imaginación. Sobra decir que no terminé mi periodo en el colegio. Ya habría otro lugar donde no hubiera prioridades educativas, fueran por un alumno o por una asignatura.

lunes, 17 de agosto de 2015

Tormenta de nieve

   Por mucho que buscamos por toda la casa, solo había un control para los videojuegos. Hubiera podido jurar que tenía otro pero no, no estaba por ningún lado. Eso quería decir que teníamos que hacer otra cosa o simplemente jugar de a uno. Él dijo que no le importaba, con tal de poder distraerse un poco. Le di el control y le dije que el primer turno era de él. El juego que estaba en el aparato era bastante simple, de deportes. Tenía que hacer como si jugara tenis u otros deportes. Normalmente era un juego muy divertido pero más aún cuando se jugaba con otras personas. Él empezó a jugar y yo solo miré, tratando de no aburrirme por hacer nada. Cada tanto miraba por la ventana y me daba cuenta que afuera todo parecía ponerse peor.

 La nieve caía por montones y el vidrio estaba tan empañado que no se veía mucho más que la nieve que caía inmediatamente al lado del vidrio. De pronto sentí un ligero empujón y era él, que me empujaba ligeramente con el control. Decía que había terminado su ronda y que era mi turno. Entonces jugué y me distraje un rato, aunque fue difícil verle el lado divertido al asunto con él diciéndome que hacer y como. Alertándome antes de lo que debía hacer y haciendo ruidos de frustración cuando no lo lograba. Si hubiera tenido que elegir a propósito un compañero de encierro, ciertamente jamás lo hubiera elegido a él. Siempre me había caído un poco mal pero ahora estaba desarrollando ese odio más allá de lo establecido.

 Trabajábamos juntos y él había tenido la brillante idea de entregarme unos papeles urgentes en mi casa, durante una tormenta de nieve. Según él había sido porque quería deshacerse de ellos y no tenerlos cerca porque eran de mucho valor y no quería perderlos y que luego lo reprendieran por culpa mía. Cuando lo dijo, tuve ganas de ponerle el sobre con los papeles de sombrero pero solo los tomé y fue entonces cuando se fue la luz y la tormenta entró con toda su fuerza. Nunca antes había yo estado en una situación así. Le dije que entrara, puesto que afuera se iba a congelar. Él me hizo caso pero no sin mirar a mi casa como si fuera el peor lugar en el que hubiese puesto un pie.

 No le ofrecí nada más sino mi sofá y esperar. No hablamos en todo el rato, excepto cuando me pidió que le indicara donde quedaba el baño. Se lo señalé y usé solo una palabra. Traté de fingir que podía seguir lo que estaba haciendo, pero lamentablemente estaba viendo una película y sin energía, no había como. Fue toda una noche sin nada de luz. Iba a decirle que tomara lo que quisiera de la nevera pero lo pensé y era mejor no darle alas. Hice dos sándwiches y le di uno a él sin decir nada. Creo que le gustó pero no dijo nada. Yo me fui a dormir a mi cama y él en el sofá, con una cobija que yo tenía a la mano. No dormí muy bien esa noche.

 Al otro día ya había electricidad pero las noticias seguían siendo malas: la tormenta era severa y se le aconsejaba a la gente no salir a menos que fueses absolutamente necesario. No había transporte público y el aeropuerto estaba cerrado. Fue entonces que se me ocurrió la idea de jugar con el videojuego, ya que él no quería ver la película que yo estaba viendo. Pero esa diversión no duró mucho, pues él se quejó que todo se ponía más lento así. Yo me enojé y casi le dije que se largara de mi casa, pero entonces mire por la ventana y tuve que tragarme todo ese resentimiento. Decidí mejor dedicarme a hacer el almuerzo sin decir nada. Pensé en hacer algo simple, como pasta a la boloñesa, pero entonces él llegó por detrás, con sugerencias y criticas. Con razón nadie lo quería en la oficina!

 Me dijo que la carne debía ser cocinada de cierta manera o sino no se mataba correctamente a las bacterias que vivían en ella. Yo no le contesté, preferí hacer las cosas como siempre las hacía y, cuando él se dio cuenta, empezó a tomar cosas por su lado y dijo que iba a hacer una ensalada para acompañar la pasta. Yo no le dije que sí o que no, la verdad me daba lo mismo con tal que dejara de hablar. Estuvimos en silencio cocinando un buen rato hasta que nos cruzamos y nos miramos a la cara. Por un segundo, pude ver que su cara tenía algo de vergüenza en ella pero más que todo estaba algo pálido. En el momento no dije nada y solo me dediqué a sacar los platos y a servir.

 Comimos también en silencio, aunque me levanté en un momento para prender el televisor y ver que nuevas noticias había. Previsiblemente, la tormenta seguía igual y no parecía que fuera a mejorar antes de la noche. El reportero en las imágenes parecía estarse congelando en la mitad de la calle y yo agradecí tener un lugar donde sentirme tibio. De repente, él se aclaró la voz y me dijo que la pasta había quedado muy buena. Yo al comienzo no le entendí y solo asentí. Al fin que solo era carne, salsa de lata y pasta. No era nada del otro mundo. Entonces fue que lo miré y estaba más blanco que antes y entonces se desmayó y cayó al suelo. Yo corrí hacia él y le miré la cabeza, viendo que no se hubiera golpeado muy fuerte.

 Se había lastimado un poco pero lo más grave era que estaba muy blanco y no estaba consciente. Lo único que se me ocurrió fue revisar su ropa, la que tenía puesta así como una chaqueta que había dejado en el espaldar de otra de las sillas del comedor. En ella había una cajita pequeña que decía insulina. Pero no tenía aplicador ni nada por el estilo. Corrí al baño y por suerte tenía una aguja, de cuanto había comprado para hacer algunos adornos de navidad. Menos mal no estaba usada. Me apuré al comedor, saqué un poco del liquido de la botellita y le subí la camiseta. Tontamente, vi que tenía un muy buen cuerpo y casi se me olvidaba lo que tenía que hacer. Pinché un poco de su carne e inyecté.

 Me quedé mirándolo a ver si reaccionaba y fue solo al cabo de un rato que respiró profundamente, como si hubiera acabado de salir a la superficie del mar después de mucho nadar. Le dije que era mejor no levantarse, así cogí una de las almohadas de mi sofá y se la puse bajo la cabeza. No sé porqué, él me cogió la mano. Parecía asustado y estaba algo frío.  Me apretaba con fuerza pero no decía. Yo le acaricié un poco la cabeza y noté que todo su cuerpo estaba frío. Se me ocurrió entonces ayudarlo a ponerse de pie y llevarlo a mi cama. Allí lo arropé lo mejor que pude y le dije que era preferible que descansara para poder recuperar fuerzas. Él me tomó la mano antes de que yo saliera de la habitación y me dijo “gracias”.

 Me senté en el comedor y acabé mi comida, mientras leía el papelito que había dentro de la caja de insulina. Cuando recogí los platos, me di cuenta de que él había comido casi todo antes de desmayarse. Limpié todo y entonces me di cuenta que no había nadie más conmigo en la habitación, así que por no sentirme solo, decidí ver como estaba el enfermo. Estaba durmiendo profundamente, haciendo solo algo de ruido al inhalar con fuerza por la nariz. Miré por la ventana y me dio más frío del que tenía. Y como era mi casa, no tuve dudas cuando me acosté al lado de él, debajo del cobertor, y me quedé dormido casi al instante. Fue de esas veces que se duerme poco pero es placentero y sin sueños tontos.

 Cuando me desperté, ya era de noche y la nieve todavía caía, aunque menos que antes. Me iba a levantar de la cama para ir a ver en el televisor si las cosas habían mejorado pero me di cuenta que no podía. Resultaba que tenía un brazo fuertemente puesto sobre mi estomago y era el de él. Me había pasado el brazo y me sostenía con fuerza. No quería despertarlo pero quería salir así que traté de girarme hacia él para ver si eso lo alejaba pero no resultó porque él estaba despierto. Nos miramos a los ojos por un rato, sin decir nada, y entonces él se me acercó y me dio un beso. Fue suave, como hacía mucho no había sentido un beso. Además, se mano apretó un poco mi cintura y fue entonces cuando olvidé todo y me acerqué más.

 Horas después, estábamos todavía en esa cama pero la ropa estaba por todos lados del cuarto. Estábamos despiertos y abrazándonos con fuerza, compartiendo el calor. Entonces él se acercó a mi oreja y me agradeció por lo de la insulina. La había acabado de comprar porque ya no tenía pero si tenía agujas en casa. Era una suerte que yo hubiese tenido una para utilizar. Yo le dije que no era nada. Entonces me confesó que yo le gustaba mucho desde hacía mucho, pero que era más fácil hacerse el hostil conmigo. Le pregunté porqué y me respondió que porque las personas como yo siempre se creían más de lo que eran cuando alguien les ponía atención. Entonces me di la vuelta y le pregunté como eran las personas como yo.


 Me dijo que yo era muy seguro y muy guapo y yo me reí. Jamás me hubiese considerado ninguno de los dos. Él solo me miró y nos besamos de nuevo. Entonces me dijo que tenía hambre y lo invité a ir, sin ropa, a la cocina. Hacía mucho frío pero no nos separamos mucho el uno del otro. Comimos y hablamos de nuestras vidas, de nuestras familias. Y allí empezó todo.

jueves, 30 de julio de 2015

El peor invierno

   Era tal el frío que cada noche tenía que dormir con más ropa puesta que la que se ponía para salir. Era un poco molesto tener que usar doble media, dos sacos y tener que apretar la bota de los pantalones con las medias para evitar la entrada del aire frío. No llegaba al extremo de usar gorro y guantes pero hubiese entendido completamente que alguien recurriera a ellos para poder dormir mejor en semejante clima. Raúl, por su lado, tenía que revisar todas las noches que su habitación estuviese bien aislada del resto del apartamento. El viento lograba colarse por todos lados y él sufría bastante con el viento frío que parecía querer conquistar el mundo aquel invierno. No había como escapar de él.

 Peor aún era salir a trabajar. Tenía que soportar al tráfico encerrado en su automóvil, con una calefacción deficiente y tratando o de no quedarse dormido o de no morir congelado. Un día el vehículo no encendió más y tuvo que llamar a un especialista que se lo llevó por una semana, durante la cual tuvo que ir todos los días al trabajo en bus, algo que tenía su lado bueno ya que el calor de la gente hacía que el transporte público fuese al menos llevadero mientras uno estaba subido en el transporte. La gente temblaba por todos lados y todo el mundo estaba de acuerdo en que ese era el invierno más duro desde hace muchos años. Aunque tal vez eso no fuese cierto, sí se percibía de aquella manera y la gente solo esperaba que la primavera llegara lo más pronto posible.

En el trabajo, donde Raúl nunca se quitaba la chaqueta, cada vez atendía menos personas. Parecía que la gran mayoría de los compradores estaban quedándose en casa, tratando de no morir congelados. En ese momento tuvieron que agregarlo a todo el lío, ese factor. La gente no iba y estaban sacrificándose yendo a trabajar en semejantes clima para nada. Pero el jefe nunca dijo nada, nunca pensó en que podría ayudarlos dándoles un día libre o al menos dejarlos salir más temprano para evitar el tráfico de la tarde. No, no hacía nada por ellos. Se estaban empezando a harta de la situación hasta que un día la ciudad amaneció cubierta de blanco y todo tuvo que cancelarse pues nadie podía ir a ningún lado.

 La verdad fue algo bastante curioso porque todo el mundo tuvo que quedarse en casa y ver que hacía. Lo mejor era que la gente podía pasar el día en la cama, sin hacer nada más que dormir o ver televisión o alguna película. Los que lo pasaban mejor era los que tenían pareja y tenían la fortuna de vivir juntos. Se abrazaban y listo, era mejor que todo. En todo caso muchas personas, como Raúl, habían tenido la premonición de comprar buena vestimenta y demás así que él iba a estar perfectamente. Ese día, no salió de la cama y solo se dedicó a dormir lo que más pudiera y a conocer la geografía de su cama, un concepto inventado que era muy apreciado por quienes no podían dormir mucho.

 La sorpresa fue que la nieve no se fue al día siguiente y tuvieron que dar dos días más de paro para la gran mayoría de oficinas. Solo aquellos que trabajasen en entidades públicas o bancos tenían que ir a sus trabajos. Raúl, siendo vendedor de automóviles, no tenía que ir a ningún lado así que sacó su cobija eléctrica y durmió unas doce horas seguidas, hasta que le dio hambre. Mientras cocinaba, tiritando un poco, pudo ver por la ventana que la situación no estaba mejorando. La tormenta de nieve parecía arreciar y pensó que muchas personas tal vez tendrían que quedarse a dormir en sus trabajos pues no era muy factible que todos pudiesen llegar hasta sus casas en semejante situación.

 Raúl no era de esos que las noticias pero esa segunda noche en casa se vio obligado a verlas para informarse de lo que pasaba. Al parecer, ya había muerte mucha gente por el frío, más que todo gente mayor y bebés. Los hospitales estaban teniendo grandes problemas con la calefacción y se decidió dejar un día libre más, aprovechando el fin de semana para esperar a que todo mejorara. Al tercer día eso no parecía posible pues, cuando Raúl se levantó de la cama a orinar, se dio cuenta que ahora había una espesa neblina que no le dejaba ver mucho más allá de su ventana. Normalmente tenía una bonita vista de la calle pero eso ahora había sido reemplazado por una cortina blanca, muy espesa.

 Decidió comer en la cama y ponerse una camiseta más debajo de la ropa, pues podía jurar que la temperatura había empezado a bajar aún más. Las noticias no decían si esto estaba pasando en otro lado pero era previsible pensar que no solo allí estuviesen teniendo semejantes problemas. Pero jamás supo a ciencia cierta pues se fue la luz por un día entero durante esos días de paro por invierno. No había luz para la cobija eléctrica y la calefacción dejó de funcionar también. Le tocó a Raúl hacer algo así como un pequeño campamento en su cama, con comida incluida, para poder soportar el frío tan severo. Era increíble que hubiesen llegado a tanto, pero ahí estaba.

 Tembló con fuerza durante todas las 24 horas y pensó, aunque sin ningún tipo de confirmación, que estaba ya enfermo. Temblaba a veces de manera muy violenta y sentía que sus pies eran dos hielos que incluso se resbalaban en el piso como los de verdad. En un momento intentó masajearlos para inducir algo de calor pero dejó de hacerlo porque solo se estaba infringiendo dolor. Era una situación muy frustrante y sabía que él no podía ser el único que se sentía tan mal. De hecho, era obvio que estaba peor pues nunca habían tenido calefacción en casa. Peor aún estaba la pobre gente de la calle, que debían estar desmayándose del hambre y el frío.

 Al rato de prometerse a sí mismo que donaría dinero o ropa o lo que fuera apenas terminara el invierno, la electricidad volvió y con ella un visitante. Oír el timbre de la portería era algo poco común para Raúl y aún más raro era el hecho que no tuviese la más mínima idea de quien se trataba. Era un hombre que decía conocerlo del trabajo pero que no trabajaba con él. Decidió que lo mejor era abrigarse bien y decirle que iba a bajar. Que estuviera congelándose no era razón para dejar entrar a cualquier aparecido a su casa y las cosas solo podrían empeorar si un desconocido se colaba así como así y quien sabe que hacía con sus cosas o con él mismo. Se puso una chaqueta gruesa y botas y bajó con las llaves, temblando ligeramente por las ráfagas de viento.

 Cuando llegó a la portería y abrió la puerta, el tipo que estaba del otro lado se entró de golpe y le dijo que el frío afuera era infernal y que si hubiese podido evitar salir en esa situación lo habría hecho. El hombre se presentó, diciendo que su nombre era Antonio Páez y que venía a su casa porque tenía algunas preguntas que hacerle. Raúl iba a decir algo pero entonces el tipo sacó su billetera y le mostró su identificación. Como había pensado, el decir que lo conocía era solo un truco. El tipo era policía y tenía el descaro de venir en la mitad de una tormenta para hacer que Raúl hablara de algo de lo que seguramente no entendía ni sabía nada. Si hubiese sentido más calor, habría dicho algo.

 Resultaba que, al parecer, alguien estaba robando de la compañía y pensaban que yo tenía que saber algo, pues a veces ayudado con la contabilidad, cuando había que hacer todos los impuestos. La verdad era que Raúl no era que fuese bueno para todo eso peor la cosa era que tenía un orden tan bien logrado, que cualquier tarea que la asignaran siempre la hacía de manera que cualquiera la entendiera con facilidad tiempo después. La entrevista con el policía tomó unos quince minutos, tras los cuales el tipo parecía estar convencido de que Raúl no tenía ni idea de lo que él le estaba hablando. Cuando se iba a ir, se dieron cuenta de que la puerta se había congelado.

 Probablemente la nieve se había acumulado y había quedado sellada. Los dos hombres empujaron por varios minutos pero fue imposible hacer que se abriera. Lo único que podía hacer Raúl era invitar al tipo a su casa y hacer algo de café para pasar el momento. Como había regresado la electricidad, pudo calentar el café pero el teléfono no servía ni la red móvil así que no hubo como llamar a alguien que abriera la puerta. Al comienzo Raúl no habló nada con Antonio pero al pasar de las horas se dieron cuenta que nadie iba a venir a abrir la puerta. La tormenta estaba empeorando una vez más y para las seis de la tarde supieron que Antonio iba a quedarse a pasar la noche.


 Raúl sacó cobijas de todos lados y una bolsa de dormir que alguna vez había usado en un campamento. Antonio le agradeció e hizo su cama junto a la de Raúl, ya que esa habitación era la más tibia y no podía dejarlo en la sala donde el viento parecía asaltar desde cada lado. Así fue que Raúl pasó la noche hablando y haciendo amistad con un policía, que con el tiempo se convertiría en uno de sus mejores amigos.

lunes, 8 de junio de 2015

Desolado

   El edificio tenía ocho pisos de altura, cada piso una sección diferente de la tienda. Un piso para hombres, otro para mujeres, otro para zapatos, otro para comida y así. No había nada que vendieran que no se pudieran encontrar allí y lo más probable es que si no hubiera algo era porque o no existía o no lo tenía todavía y podían buscarlo en tiempo record. En sus buenos tiempos, la tienda había sido el mejor lugar de la ciudad para ir de compras, ya que tenía tanto marcas genéricas como marcas de lujo y, aunque era un poco más caro que una tienda normal, era bastante práctico por tener todo bajo un mismo techo.

 Pero hoy en día, el edificio tenía plantas creciendo un poco por todas partes y la humedad se estaba comiendo cada rincón poco a poco. De hecho, el primer piso estaba inundado y no sé sabía bien porque. El grupo que caminaba por la ciudad buscando donde vivir, que hacer y como hacerlo, recordó que la tienda todavía estaba allí y decidieron visitarla.

 Hay que mencionar que el mundo no era ya lo que había sido. Muchas de las personas habían desaparecido o muerto durante las batallas de hacía unos años. Solo pequeños grupos de personas sobrevivían todavía, peleándose por lo poco que quedaba. Ya no había cultivos de nada y la producción en cadena que había sido el orgullo de tantos ya no existía. Las fábricas habían sido destruidas o, como la tienda, habían empezado a ser consumidas por la naturaleza. Y el frío gobernaba, casi por todos lados.

 El grupo mencionado consistía de trece personas. Eran hombres y mujeres que se habían ido uniendo poco a poco, a lo largo de varios kilómetros de recorrido. La verdad era que no querían llegar a ningún sitio en especial. No había una meta a cumplir o un logro especial al final de la línea. De hecho, no había final de línea porque tendrían que estar siempre en movimiento, buscando que comer y como sobrevivir hasta que sus cuerpo no tuvieran más opciones que caer al suelo y empezar a pudrirse lentamente.

 Fue la idea de una de las mujeres, llamada Carmen, la de buscar la tienda. Les contó que en los buenos tiempos allí había de todo y que no tendría porque haber cambiado. Obviamente mucha de la comida estaría dañada y algunas prendas de vestir estarían enmohecidas por el paso del tiempo, pero era mejor que nada. Antes de que ella sugiriera la tienda, nadie más sabía que hacer. Algunos había sugerido caminar hacia el mar, hacia el sur donde hacía más calor, pero eso tomaría días o semanas y con una niña pequeña en el grupo eso sería difícil. Además, otros grupos podían estar cerca o los podrían seguir hasta cercarlos en algún lugar para matarlos y eso no era lo que querían.

 Así que se encaminaron hacia la tienda y, tal como Carmen la recordaba, estaba allí un poco dañada y decaída pero existía y eso era lo más importante. El grupo se separó apenas entraron, cada uno relajándose al ver tanto lujo y tantas cosas reunidas. Era una visión que ya no había en ningún lado y verlo allí parecía como ver una de esas fotos de los libros de historia que muestran cosas que fueron pero ya no son, cosas que el pasado tuvo pero el futuro olvidó o simplemente no quiso retomar.

 Después de caminar lentamente sobre la superficie mojada del primer piso, se decidió que cada persona podía hacer lo que quisiera en las próximas horas pero que al caer el sol se reunirían en el último piso, donde podrían dormir y en la mañana decidir que hacer. Cuando se separaron, un sentimiento de felicidad se propagó lentamente. Nadie celebró, ni sonrió ni saltó ni nada por el estilo. La gente ya no hacía eso. Pero sintieron ese calor especial en el corazón, ese calor que se siente al descubrir algo nuevo o al estar en las puertas de un descubrimiento.

 Las mujeres se dirigieron primero al piso de calzado para mujer. Algunas habían caminado varios días en zapatos que les hacían doler los pies. Todas se descalzaron y empezaron a mirar la variedad que había. Tantos colores que ya no se veían y diferentes diseños. Era imposible no pensar que el pasado había sido mejor. Como iba a ser el presente mejor que el pasado cuando ya no había nada, cuando la creatividad que había motivado a los constructores de este edificio ya no existía?

 Un par de mujeres se dirigieron de ahí a la zona de electrónicos y encontraron lo que buscaban: un masajeador de pies automático. Contentas, volvieron al piso de calzado y jugaron un buen rato con el aparato, turnándose para que cada una lo pudiese probar. Los hombres, mientras tanto, se habían dispersado más. Algunos buscaban chaquetas que abrigaran más, para los fríos vientos que ahora soplaban. Otros buscaban armas, las que fueran, para tener como alimentarse y defenderse. Y otros miraron los aparatos electrónicos, muchos de los cuales ya ni funcionaban pero era fascinante verlos de todas maneras.

 El tiempo pasó y hacia la media tarde se reunieron el piso de la comida, donde habían habido varios restaurantes así como venta de productos listos para llevar a casa. Mucha de la comida estaba dañada pero ya el olor de lo podrido ni existía. Buscaron con cuidado y vieron que había comida en lata o empacada al vacío y alguna estaba todavía buena o al menos se podía utilizar. Hicieron un circulo grande en el que comieron cosas que habían encontrado en la tienda y otras que habían ido recogiendo en su larga caminata. Había más que todo frutas pero también productos hechos con harina, bebidas gaseosas (que no tomaban hace años) y dulces variados.

 Para ellos, fue un festín. Ya nadie comía así y nunca más nadie volvería a comer así. Todos los que estaban en el circulo habían hecho sacrificios y habían sufrido perdidas dolorosas. Pero tenían en común que no miraban al pasado muy seguido. Lo recordaban y les dolía, eso claramente, pero no se dejaban dominar por él ni lo pensaban demasiado. Esto era porque no querían quedarse estancados en un punto, así como le había pasado a la humanidad. Todos estaban de acuerdo que esa había sido la razón para la guerra y el odio. La gente había perdido la inventiva y solo se fijaba entonces en las diferencias, en lo que los separaba. Entonces, sin nada más que hacer, se empezaron a matar como locos.

 El mundo hoy en día era para los pocos que habían quedado, para gente diferente pero ahora unida bajo un ideal de supervivencia. Fue ese anhelo por seguir viviendo que había llevado a otros grupos a ser más violentos y agresivos. Ese era el caso del grupo que entró en la tienda mientras ellos comían en circulo. Menos mal, y por alguna extraña razón, algo cedió al peso de los años y se derrumbó en el primer piso, cayendo sobre uno de los hombres agresivos y haciéndolo gritar. Esto alertó a quienes comían, que rápidamente recogieron todo y se escondieron en las escaleras de emergencia, que parecían una cueva de la oscuras que eran. Se reunieron todos allí, mientras unos pocos sostenían armas para defender si era necesario.

 La espera era horrible porque duraba y duraba y no pasaba nada. No podían ver a su atacantes pero sabían que estaban allí. En silencio, fueron bajando piso tras piso. Tuvieron máximo cuidado de no hacer ningún tipo de ruido. En el tercer piso, los vieron de lejos. Estos tenían rifles y otros tipo de armamento. Definitivamente, siempre iba a haber gente con más sed de violencia y sangre que otra. En ese punto pasaron con cuidado, porque no estaban muy lejos. Pero, afortunadamente, no se dieron cuenta.

 Cuando el grupo llegó al primer piso, pudo abrir una salida que habían usado los antiguos trabajadores de las bodegas de la tienda. Era una salida a una calle lateral, por la que el grupo se escapó y cruzó la calle con rapidez. Arriba en la tienda, el grupo armado se dio cuenta de que los habían burlado pero ya no había como seguirlos o cazarlos. No era de tanta importancia, más aún cuando los habían llevado a semejante sitio, con tantas cosas que podrían ser utilizadas para lo que ellos necesitaban.

 El grupo pacifico cruzó varias calles, con Carmen a la cabeza, hasta que llegaron a un río. En la parte baja del mismo había un barco enorme que parecía haber sido antes un restaurante y nunca utilizado de verdad como barco. Todos subieron y exploraron el lugar: estaba desierto, sin comida ni nada útil. Pero sí tenía gasolina. Entonces tal vez si se había desplazado, al menos distancias cortas, en el pasado. Rompieron a patadas el pontón que unía al barco con el borde del río y encendieron la máquina. Rugió como un león enfurecido por un rato pero luego se calmó y empezó a ir río abajo, ayudado por la corriente.


 Iban ahora hacia el mar. Pero no hacia el que querían ir, donde había calor y tal vez alimento. No, se dirigían al norte, donde el frío era más fuerte. Tal vez allí no hubiera grupos agresivos. O quien sabe… El caso es que tenían que hacer algo, no podían quedarse quietos.  En cuestión de horas habían dejado la ciudad atrás y pensaban ahora en el futuro. Todos en el barco estaban contentos de tener más tiempo de vida pero ahora pensaban que tanto tiempo podría ser si era bien sabido que el norte era tierra del hielo y la muerte.