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miércoles, 14 de junio de 2017

El castillo en la colina

   El camino hacia el castillo había sido despejado hacía varias horas por cuerpos móviles de la armada, que habían continuado marchando hacia la batalla. A lo lejos, se oían los atronadores sonidos de las baterías antiaéreas móviles y de los tanques que, hacía solo unas horas, habían destruido la poca resistencia del enemigo en la base de la colina. El pequeño grupo de científicos y expertos de varias disciplinas que venían detrás de los equipos armados, tomaron la ruta que se encaminaba al castillo.

 En el camino no vieron más que los restos de algunos puestos que debían haber estados ocupados por soldados del bando opuesto. En cambio, las ametralladoras y demás implementos bélicos habían sido dejados a su suerte. Era una buena cosa que decidieran entrar al castillo junto a algunos de los hombres armados que los habían acompañado hasta allí. Parecía que el enemigo se estaba ocultando dentro del castillo y no en el camino que conducía hacia él.

 Los historiadores, expertos en arte y demás estuvieron de acuerdo en que no se podía bombardear el castillo. No se le podía atacar de ninguna manera, pues se corría el riesgo de que al hacerlo se destruyera mucho más que solo algunos muros de piedra que habían resistido ochocientos años antes de que ellos llegaran. No se podía destruir para retomar, eso era barbárico. Así que lo mejor que podían hacer era despejar el camino y ahí mirar si el enemigo seguía guardando el lugar o no.

 El camino que subía la montaña tendría un kilometro de extensión, tal vez un poco más. La enorme estructura estaba situada en la parte más alta de la colina, que a su vez tenía una vista envidiable hacia los campos de batalla más allá, hacia el río. Era allí donde la verdadera guerra se haría, pues el enemigo sabía bien que no podía resistir en las montañas o en terrenos difíciles de manejar. El sonido de las explosiones era ya un telón de fondo para los hombres que se acercaban a la entrada principal de la estructura.

 El castillo, según los registros históricos, había sido construido a partir del año mil doscientos para defender la pequeña cordillera formada por una hilera de colina de elevaciones variables, de la invasión de los pueblos que vivían, precisamente, más allá del río. Era extraño, pero los enemigos en ese entonces eran básicamente los mismos, aunque con ciertas diferencias que hacían que se les llamara de otra manera. Cuando llegaron a la puerta, vieron que el puente levadizo estaba cerrado, lo que quería decir que era casi seguro que había personas esperándolos adentro.

 Dos de los soldados que venían con ellos decidieron usar unas cuerdas con sendos ganchos en la punta. Los lanzaron con precisión hacia la parte más alta del muro y allí se quedaron enganchados y seguros. Con una habilidad sorprendente, los dos soldados se columpiaron sobre el foso (de algunos metros de ancho) y al tocar sus pies el grueso muro empezaron a subir por el muro como si fueran hormigas. Verlos fue increíble pero duró poco pues llegaron a la cima en poco tiempo.

 Adentro, los hombres desenfundaron sus armas y empezaron a caminar despacio hacia el nivel inferior. Lo primero que tenían que hacer era abrir el paso para que los demás pudiesen entrar y así tener la superioridad numérica necesaria para vencer a un eventual enemigo, eso sí de verdad había gente en el castillo. El problema fue que ninguno de los soldados conocía el castillo ni había visto plano alguno de la estructura. Así que cuando vieron una bifurcación en el camino, prefirieron separarse.

 Uno de los dos llegó a la parte del puente en algunos minutos y fue capaz de accionar la vieja palanca para que el puente bajara. Despacio, los expertos, sus equipos y los demás soldados pudieron pasar lentamente sobre el grueso pontón de madera que había bajado para salvar el paso sobre el foso. Sin embargo, el otro soldado todavía no aparecía. El que había bajado el puente explicó que se habían separado y que no debía demorar en aparecer puesto que él había llegado a la entrada tan deprisa.

 Sin embargo, algo les heló la sangre y los hizo quedarse en el lugar donde estaban. Un grito ensordecedor, potenciado por los muros y pasillos del castillo, se escuchó con fuerza en el patio central, donde todos acababan de entrar. El grito no podía ser de nadie más sino del soldado que había tomado un camino diferente. Pero fue la manera de gritar lo preocupante pues el aire mismo parecía haber sido cortado en dos por la potencia del sonido. Incluso cuando terminó, pareció seguir en sus cuerpos.

 Los soldados se armaron de valor. Sacaron armas y prosiguieron por la escalera que había utilizado el que les había abierto. Los llevó hacia la bifurcación y tomaron el camino que debía haber seguido el soldado perdido. Caminaron por un pasillo interminable y muy húmedo hasta que por fin dio un giro y entonces vieron una habitación enorme pero mal iluminada. Esto era muy extraño puesto que a un costado había una hilera de hermosas ventanas que daban una increíble vista hacia los campos y, más allá, el río de donde venían atronadores sonidos.

 De repente, se escuchó el ruido de algo que arrastran. Mientras la mayoría de los soldados, que eran unos quince, miraban el ventanal opaco, ocurrió que el que les había bajado el puente ya no estaba. Había guardado la retaguardia pero ahora ya no estaba con ellos sino que simplemente se había desvanecido. El lugar era un poco oscuro así que uno de los hombres sacó una linterna de baterías y la apunto al lugar de donde venían. El pobre soldado soltó un grito que casi le hace soltar la linterna.

 En el suelo, había un rastro de sangre espesa y oscura. Pero eso no era lo peor: en el muro, más precisamente donde había un giro que daba a la bifurcación, había manchas con formas de manos, hechas con la misma sangre que había en el suelo. Lo más seguro, como pensaron todos casi al mismo tiempo, era que el soldado que los había encaminado a ese lugar ahora estaba muerto. El enemigo sin duda estaba en el lugar, de eso ya no había duda. Lo raro era que no los hubiesen escuchado.

 Uno de los soldados revisaba la sangre en el suelo, tomando prestada la linterna de su compañero. Con algo de miedo, dirigió el haz de luz sobre su cabeza y luego al techo del pasillo que había recorrido. No había nada pero algo que le había hecho sentir que, lo que sea que estaban buscando ahora, estaba en el techo. Una sensación muy rara le recorrió el cuerpo, haciéndolo sentir con nauseas. Su malestar fue interrumpido por algunos gritos. Pero no como él de antes.

 Tuvieron que volver casi corriendo al patio inferior, pues los gritos eran de alerta, de parte de los científicos y demás hombres que se habían quedado abajo. El líder de los soldados bajó como un relámpago, algo enfurecido por lo que estaba pasando, al fin y al cabo tenía dos hombres menos en su equipo y no tenía muchas ganas de ponerse a jugar al arqueólogo ni nada por el estilo. Cuando llegó al patio estaba listo para reprenderlos a todos pero las caras que vio le dijeron que algo estaba mal.


 Uno de los hombres mayores, un historiador, le indicó el camino a un gran salón que tenía puerta sobre el patio central. Los hombres habían logrado abrir el gran portón pero lo habían cerrado casi al instante. El líder de los soldados preguntó la razón. La respuesta fue que el hombre mayor ordenó abrir de nuevo. Del salón, salió un hedor de los mil demonios, que hizo que todos se taparan la cara. La luz de la tarde los ayudó entonces a apreciar la cruda escena que tenían delante: unos treinta cuerpos estaban un poco por todas partes, mutilados y en las posiciones más horribles. Sus uniformes eran los que usaba el enemigo. De repente estuvo claro, que algo más vivía en el castillo.