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lunes, 22 de diciembre de 2014

El mundo murió, y nadie se había dado cuenta

Por el bien de todos. Eso fue lo que dijeron. Había que llevarlos allí, por el bien de todos.

Juana ya no era la misma desde ese episodio de su vida. Ya no veía las cosas de la misma manera. Había dejado de ser una joven ingenua para convertirse en una mujer amargada y taciturna, aburrida de la vida.

Se había casado muy pronto, eso era cierto. Apenas salió de la universidad, se casó con su novio. Apenas tenía 22 años y él 24. Pero estaban enamorados y habían sido novios durante toda la carrera. Conocían las diferentes facetas del otro y se habían aceptado. Así que con el consentimiento de sus padres, celebraron un matrimonio civil, con una fiesta que siguió con pocos amigos, solo la gente más cercana.

Dos años después, se llevaban a Francisco, su marido. Argumentaban que había violado varias de las normas de navegación en internet y era desde ya considerado un peligro para la sociedad. Ella no entendía nada y eso fue lo que más la afectó.

Todos creemos conocer a quienes más amamos pero la verdad es que muchas veces no tenemos la más remota idea de quienes son. Y aunque esto es cierto y Juana lo sabía, ella también sabía que conocía a la perfección a su esposo y sabía que no había nada que él ocultara que pudiera ser tan grave.

El estado y la sociedad habían cambiado lenta pero obstinadamente en los últimos años. El cambio había sido tan lento que casi no lo habían notado. Pero cuando Juana quiso visitar a su esposo en la cárcel, entendió que el mundo en el que vivía era otro, muy diferente al que ella tenía en su mente.

Cuando llegó a la prisión, la recibieron con gestos desafiantes. Nadie cooperaba ni le decían donde estaba su marido. Ese día, esa primera vez, le dijeron que ella no tenía derecho alguno de ver a su marido ya que él había violado códigos muy estrictos. Juana perdió el control, gritando que debían enjuiciarlo, debían darle una oportunidad para probar su inocencia.

Para su sorpresa, eso ya había ocurrido. En estos días, los juicios eran expresos o, en otras palabras, se celebraban apenas el delincuente hubiese sido llevado a la prisión. No esperaban a que tuviera un abogado ya que le asignaban uno que, por obvias razones, no podía hacer mucho por la persona. Lo máximo, era tratar de aminorar su tiempo de condena. De resto, no había caso.

Juana habló con familiares y amigos abogados pero todos le explicaron que la ley no estaba con ellos. Aunque nadie sabía muy bien cual era la razón de la condena, entendían que había sido algo relacionado al comportamiento de Francisco en internet y solo ver una página que "marcaban" como prohibida, podía dar hasta cinco años de cárcel.

Lo primero que hizo la mujer entonces fue revisar todas las posesiones de su marido. La situación era tan grave, que violar la privacidad de su esposo era lo de menos. Revisó por horas la computadora portátil que él siempre usaba. Había bastantes documentos del trabajo, que ella no entendía, y búsquedas casuales en Internet.

Después de un rato, encontró varias páginas pornográficas. Chicas de todo tipo teniendo sexo en varias situaciones. Incluso había escenas en las que Juana jamás hubiera ubicado a su marido, pero al parecer eso era lo que le gustaba. Buscó más y más y encontró búsquedas y salas de chat en las que su marido había entrado y entendió que era lo grave que él había hecho.

La mujer buscó entonces al mejor abogado en existencia. Sacó sus ahorros y los de él y los puso a su disposición pero el hombre le explicó que en casos así la condena no se podía impugnar. El Estado no permitía que "depravados sexuales", como creían que era Francisco, estuviesen sueltos en las calles. Jamás lo dejarían ir.

Juana entonces le pidió que la ayudara a encontrar los detalles del caso, del juicio, de todo lo relacionado con el arresto. Y, lo que más quería, era ver a su esposo.

Lo primero no fue difícil: el Estado subía con frecuencia los datos personales y demás detalles de los juicios relacionados con crímenes por internet, para así alertar al resto de la población. El abogado y Juana revisaron el documento colgado en el portal principal del Ministerio del Derecho, como era conocido ahora. Tenía unas cincuenta páginas, en las que se registraba la dirección del hogar de la pareja, los datos físicos de Francisco y los detalles de al menos dos años de navegación por internet. Lo habían estado vigilando, como probablemente lo hacían con todo el mundo.

El abogado le explicó que muchas veces el Estado no podía con todo, y le relegaba el trabajo a los hackers que trabajaban feliz mente a cambio de cuantiosas sumas. Su marido había cometido un error, era cierto. Pero estaba pagando demasiado por ello.

Cuando revisaron el acta del juicio y del arresto, Juan comprobó lo que había encontrado por su cuenta: Francisco había sido arrestado por buscar mujeres jóvenes en internet. Nunca, según lo que pudo ver por las miles de hojas y seguimientos, buscó niñas, ni siquiera chicas de 18 años. Nunca dijo nada que ella hubiera considerado grave, depravado. Le gustaban las chicas jóvenes, eso era todo. Pero el Estado no lo había visto así. Y por eso fue sentenciado tras quince minutos de juicio. Juana lloró al ver la condena que había recibido.

Tras varios meses, en los que Juana lentamente había caído en la tristeza y el desespero, el abogado le pudo conceder su deseo de ver a su marido. Las condiciones eran ridículas pero no tenía sentido protestar de ninguna manera. Lo haría como ellos querían porque necesitaba hablar con él. Tendría que venir a la prisión y ser revisada dos veces para luego pasar a un cuarto estéril en el que se reuniría con su esposo, bajo la vigilancia de dos guardas de seguridad.

De nuevo, se sintió humillada y vulnerada al máximo, cuando un hombre y una mujer la revisaron de pies a cabeza, cacheando cada parte de su cuerpo, tal vez buscando armas o regalos prohibidos. Después de eso, sintió lágrimas en su cara pero se las secó rápidamente ya que era la hora que tanto había esperado. La metieron en un cuarto pequeño, con una mesa y dos sillas. Mientras se sentaba, entraron los dos guardas. Y esperó. Y mientras lo hacía notó cámaras en todas las esquinas del lugar y supo que seguro había micrófonos por todos lados.

La espera se alargó por lo que pareció una eternidad. Hasta que la puerta se abrió: un hombre grande cruzó el umbral. Halaba a Francisco y lo sentó en la silla frente a Juana. Ella instintivamente quiso tocarlo pero un guarda se le lanzó encima y la retuvo. No estaba permitido el contacto físico. Ella inhaló y lo miró bien: del Francisco que conocía ya no había mucho. Estaba pálido, casi verde, con los ojos inyectados de sangre. Tenía moretones en la cara y el labio roto.

Como pudo, Juana se contuvo y no lloró ni gritó ni hizo nada más que decirle a su marido que sabía las razones por las cuales estaba allí. Le dijo que sabía que él no había cometido ningún crimen, sabía que él no era quien decían otros que él era. Los guardas oían con atención, seguramente esperando órdenes.

Le dijo que lo amaba y que jamás se olvidaría de él. Le prometió que esperaría los cuarenta años ya que sabía que él era su alma gemela y no necesitaba nada más en su vida. Entones una lágrima rodó por la cara del hombre, que parecía demasiado lastimado mentalmente para decir nada más.

Pero Juana no pudo cumplir su promesa. Poco tiempo después de su corta visita al hospital, tuvo una crisis nerviosa grave y se suicidó tomando un frasco de pastillas. La suerte de Francisco no fue muy distinta: el mismo día de la visita, él sonrió caminando por un pasillo. Y entonces otros internos, e incluso algunos guardias, lo mataron a golpes.

El mundo murió, y nadie se había dado cuenta.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Amigas

Martina y Carolina eran excelentes amigas. Desde el primer momento de la carrera universitaria, habían decidido sentarse juntas, comer juntas y ayudarse mutuamente, en lo que fuera necesario. Naturalmente, surgió una amistad bastante fuerte a la que pronto se añadió Carmen. Para el final de la carrera, las tres eran inseparables y eran conocidas por trabajar siempre de la mano, sin dejar a ninguna de lado.

Pero mientras Martina y Carolina habían permanecido en el país, para trabajar en el caso de una y para seguir estudiando en el caso de la otra, Carmen había decidido salir del país y probar suerte en España.

El tiempo ya había pasado, casi dos años para ser exactos, y llegaba el día en que Carmen se reuniría con sus amigas después de tanto tiempo. Habían decidido citarse en un popular restaurante para así comer algo y luego tal vez irían a un bar, dependiendo del ánimo de cada una.

Martina y Caro llegaron primero. Aunque cualquiera hubiera pensado que no tenían nada de que hablar, siendo amigas siempre tenían algún tema, así fuera sobre alguien que no conocían personalmente, alguna película o un chisme de última hora.

Fue en esas que Carmen llegó y sus amigas no podían estar más sorprendidas. Hay que decir que Carmen nunca había sido fea ni mucho menos pero lo cierto es que jamás había mostrado interés en la moda, el maquillaje o en arreglarse para nada o nadie más allá de lo estrictamente necesario. Era una chica dedicada al trabajo y, en principio, para eso precisamente había dejado el país: para especializarse y trabajar.

Pero la que llegaba parecía otra. Si ella no la conocieran tan bien, hubieran jurado que una mujer bastante glamurosa había decidido entrar en el restaurante. Tenía un vestido que le llegaba a medio muslo, de estampado de piel de leopardo. Llevaba unos altos, y por lo visto caros, tacones rojos y todo está complementado con un abrigo café y un bolso amarillo pálido. Entre todo lo que tenía puesto, hubiera podido alimentar a un pueblo pequeño, sin exagerar.

Mientras la saludaban de beso y se abrazaban, Martina se dio cuenta de que algo más había cambiado: su cuerpo parecía diferente pero no sabía exactamente que era.

Carolina llamó al mesero y ordenaron un aperitivo para antes de comer. Le recomendaron a Carmen una piña colada sin alcohol, ya que ella no tomaba pero las sorprendió diciendo que prefería un martini de manzana.

Empezaron entonces a charlar, aunque la conversación siempre se enfocaba en Carmen. Le preguntaron que hacía, que contaba y ella respondía que sus estudios le habían servido bastante y ahora vivía en Barcelona, trabajando para la compañía que tenía su novio.

En ese momento las dos amigas intercambiaron miradas, mientras ella las miraba. Un novio? Barcelona? Y... que era eso otro?

Cuando Carmen empezó a hablar de nuevo, se dieron cuenta de lo que era: su acento. Era una mezcla extraña entre el acento español y el que ella había tenido toda la vida. Ahora que se daban cuenta, era un poco molesto al oído ya que sonaba como alguien que hubiera aprendido español hacía dos días.

Le preguntaron por el novio y desde cuando vivía en Barcelona. El mesero interrumpió y cada uno pidió su plato deseado. Otro mesero llegó entonces con los tragos y Carmen bebió un buen sorbo de golpe.

El tema cambió tanto, que para cuando llegaron los platos principales, estaban riendo recordando todos los chicos que habían conocido en la universidad. Decían lo que sabían de la vida actual de cada uno de ellos y con cuales hubieran querido tener algo, así fuera pasajero.
Martina aprovechó la oportunidad para preguntar otra vez sobre el novio de Carmen y esta respondió que lo había conocido en su especialización. Habían congeniado tanto que ella lo había seguido a Barcelona, de donde era el individuo.

Carolina entonces casi se ahoga con su comida pero no porque estuviese caliente sino porque notó, por fin, que Carmen tenía un anillo bastante vistoso en la mano. Era bastante costoso, sin duda. Ella sabía de joyería y sin preguntar tomó la mano de su amiga y miró el anillo de cerca. Martina se dio cuenta también y entonces Carmen confeso que estaba comprometida y su viaje respondía a la visita de su novio para pedir la mano de ella oficialmente a sus padres.

Las chicas las felicitaron con besos y abrazos. Pero la reacción de Carmen no fue tan alegre. De hecho,  algunas lágrimas salieron de sus ojos. Dijo que desde que se había ido muchas cosas habían cambiado para ella. Les confesó que no había terminado sus estudios y que estaba trabajando en la empresa de su novio a manera de regalo de él a ella, no porque hubiese presentado una entrevista o nada parecido. Finalmente, sacó su celular y les mostró una imagen de su novio. Las chicas quedaron en shock.

El hombre de la foto tenía, por lo menos, veinte años más que Carmen y no era uno de esos cincuentones atractivos, para nada. Esta vez, las chicas no dijeron nada ya que veían que por fin podían ser tan naturales como antes, cuando eran tan cercanas.

En su acento de siempre, Carmen dijo que se había dado cuenta que nunca había hecho nada de lo que le gustaba: la elección de la carrera la habían hecho sus padres así como la decisión de viajar. Ella solo quería que la dejaran en paz y en parte por eso había decidido casarse con un hombre que le podía dar lo que quisiera y que, al fin y al cabo, la quería.

Carolina le preguntó si ella quería al hombre de la foto pero ella no respondió. Solo cambió de tema, preguntándole a Martina sobre su blog de moda.

El tiempo pasó de esa manera y cuando terminaron, las chicas invitaron a Carmen a tomar algo antes de ir a sus respectivas casas pero ella se negó. Les dio un abrazo fuerte a cada una y les dijo que las quería mucho y que trataría de mantener el contacto. Ellas quedaron en silencio, sin saber que responder o decir.

A Carmen la recogió un automóvil particular y se fue. Carolina y Martina no la volvieron a ver sino muchos años después, pero esa es otra historia.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Día D

Había alistado todo hasta el último detalle. El día anterior había pasado por el supermercado para preparar los ingredientes de su comida favorita: la lasagna de vegetales. Había salido un poco caro, al comprar solo productos de primera calidad, pero bien valía la pena.

Cuando Roberto llegó a su hogar ese día, empezó a planear todo como si se tratase del recibimiento de una reina o de un jefe de estado: tenía el menú listo con 3 platos suculentos y un vino excelente, tenía lista la nueva ropa que se había comprado antes de ir al supermercado y solo faltaba hacer el aseo general de su hogar.

La tarde del viernes, apenas llegó del trabajo, se dedicó a limpiar el polvo, barrer el piso, trapearlo, limpiar los baños y las ventanas, cambiar la ropa de cama, pulir con esmero cada utensilio de la cocina y sacudir los tapetes por el balcón.

También echó a lavar ropa y reorganizó un poco el lugar, para hacer de todo el momento algo placentero.

La hora de llegada de su novia al aeropuerto se la había aprendido de memoria: las 6 de la tarde. Era perfecto ya que pasarían 30 minutos desde su salida de los filtros de seguridad hasta que llegase a su apartamento. Había contratado un servicio especial para que la recogiera y así no pensara en irse a su casa ni nada por el estilo.

Hacía un año que no se veían ya que ella había tomado un curso de coreano y había encontrado una oportunidad laboral en Seúl que no podía rechazar. El contrato era por un año pero si les gustaba su desempeño le renovarían su estadía. Y Roberto estaba listo para ello: había ahorrado bastante para poder irse a vivir con ella. Siendo arquitecto, sabía que no habría problema en conseguir trabajo en ese país y con su buen nivel de inglés sobreviviría mientras estudiaba el idioma local.

Sí, Roberto estaba profundamente enamorado de su novia. La había conocido en la universidad y desde el primer momento la había adorado. Desde entonces habían pasado cuatro años y él seguía igual de enamorado que siempre.

Esta reunión se le había ocurrido desde el mismo día en que se había despedido de ella en el aeropuerto. Incluso les había comentado su plan a los padres de ella y ellos, felices, habían estado de acuerdo. Todavía más cuando él les había confesado que tenía en mente pedirle a su hija que se casara con él.

El anillo lo había comprado hacía un mes, cuando se había decidido a hacerlo. Le había costado varios meses de paga pero él ya no se fijaba en precios ni en lo que le costaba conseguir o comprar algo. Todo lo hacía por el amor que le tenía a su novia, a su futura mujer. No había nada que no hiciese por ella.

El día en que ella llegaba, Roberto se despertó temprano y salió a trotar una hora: todo este año se había esforzado en hacer ejercicio. Nunca le había disgustado su panza y amaba la comida pero ella había sugerido que entrara en un gimnasio con ella y él creía que eso le alegraría mucho, cuando lo viera y notara los varios kilos que había perdido.

Después de ejercitarse, Roberto limpió un poco más todo su apartamento. No se bañó sino hasta tarde para estar impecable cuando ella llegase. La lasaña estuvo lista pronto, así como un delicioso volcán de chocolate y una ensalada con nueces y frutas exóticas. Todo lo probó y certificó que fuera perfecto. Puso a enfriar en hielo el vino francés que había comprado, alistó la mesa con copas, platos, cubiertos y servilletas. El toque final eran dos velas que emanarían un delicioso olor dulce que sabía que a ella le gustaría: adoraba su perfume con olor a fresas.

Hacia las cinco de la tarde por fin se duchó, usando un jabón liquido del cual detestaba el olor pero como había sido un regalo de su novia, prefirió usarlo para complacerla. Se vistió con unos boxers que alguna vez ella le había regalado y con su ropa nueva que estaba simplemente impecable. Se afeitó con cuidado y se peinó lo mejor que pudo.

Y entonces esperó. Casi dos horas porque estuvo listo muy pronto y el avión ni siquiera había llegado cuando él se sentó a esperar.

Pasadas las siete de la noche, sonó el citófono en su apartamento: era ella. Hizo los últimos arreglos, más que todo salidos del nerviosismo, y entonces timbraron.

Cuando abrió su amor pareció crecer. La hizo entrar, preguntó porque no tenía su equipaje pero no esperó por la respuesta. La abrazó y la besó y le dijo lo feliz que estaba de verla. Tomó su abrigo y la hizo sentar a la mesa.

Pero ella no parecía igual de contenta. Él sirvió la ensalada y puso un plato en cada puesto. Le dijo que la amaba y que esperaba que fueran muchos años más juntos.

Ella respondió poniéndose de pie y pidiendo que la escuchara, que la dejara hablar. Parecía enojada aunque Roberto pensó que era por lo largo del viaje.

 - Hice todo esto para ti.
 - No quiero esto. Lo siento.
 - Estás cansada? Mi cama tiene nuevas sabanas. Son de...
 - Eso no importa. Me escuchas, por favor?

Él asintió y entonces ella se soltó diciendo que apenas había llegado a Seúl había conocido a un joven empresario y que desde entonces había estado con él, como su novia y que planeaba casarse con él apenas ganaran más dinero. Dijo que había vuelto para contarle a sus padres y para invitarlos a conocer Corea y a su novio.

Roberto no entendía. No podía hablar pero su cara lo decía todo.

Ella siguió: le dijo que ya no lo quería desde antes de irse pero que no había tenido el valor para dejarlo con el corazón roto. Se había dado cuenta que hubiera podido ser mejor si lo hubiera hecho pero que solo había aceptado que el servicio especial la trajera allí para hacerlo de una vez.

Por fin, Roberto dijo algo: Porqué?

Ella le respondió que había dejado de quererlo porque el parecía estar enamorado del amor y no de ella. Necesitaba alguien que se impusiera, que peleara con ella, no alguien que aceptara todo y se quedara callado. Necesitaba que su vida fuera entretenida, diferente y Roberto no era alguien que le brindase eso. Incluso dijo que el último año juntos había sido aburrido y que no había dicho nada porque sabía que lo dejaría pronto.

Y tan rápido como llegó se fue, sin decir nada más. Y allí quedó Roberto, destrozado y siendo menos de lo que había sido siempre, ya que tontamente le había dado todo de sí a alguien y no se había quedado con nada para sí mismo.