La esfera seguía caliente al tacto, aunque
no tan caliente como debería de haber estado después de estar más de diez
minutos en un horno de fundición. Era increíble como semejante objeto tan
pequeño, liso y redondo se resistía a ser destruido, como si fuera mucho más
importante que cualquier otra cosa en el mundo. Era una esfera dorada y pesaba
en la mano según la persona que la cargara. Era algo muy curioso, pues ya había
sido comprobado que muchas personas no eran capaces de levantarla del suelo,
mientras que otros podían jugar con ella cómodamente.
Nadie sabía de donde había salido el objeto.
Uno de sus dueños pasados, un escritor especialmente curioso, se dedicó a
trazar la línea temporal del objeto pero no llegó muy atrás y los que la
tuvieron después se encontraron con el mismo problema. De hecho, la gente en el
siglo XXI se las vio negras para descifrar su existencia, pues las huellas
humanas no quedaban impregnadas en la esfera. Por mucho que la tocaran, así la
mano estuviera fría o caliente, húmeda o seca, no había manera de dejar marca
alguna sobre el pequeño objeto. Era como si se negara a ser contaminada.
Y eso no solo era con las huellas sino en
general. La esfera había pasado de un lugar a otro a través del tiempo, de
estar en cofres señoriales a encerrada bajo vidrios protectores. Pero nadie
podría haberlo sabido pues la esfera parecía tener una conciencia más allá de
su pequeño tamaño. Nadie se lo explicaba ni se lo preguntaba pero no existían
registros, en ninguna parte, de la existencia de dicho objeto. En ningún museo
donde había estado había registro de la esfera, ni en colecciones privadas, ni
siquiera en correspondencia electrónica. El objeto borraba sus pasos.
Desde hacía mucho algunos de sus dueños habían
notado como, si se le sacudía por un tiempo definido, se podía escuchar dentro
de la esfera algo así como un murmullo. Era como lo que sucede con las
caracolas en las que se puede oír el mar, aunque lo que se oye es el viento
pasando por los diferentes compartimientos de la estructura. Pero la esfera no
era una estructura, al menos no de manera visible para el ser humana. Y sin
embargo se escuchaban esos extraños sonidos. Uno de sus dueños reflexionó
diciendo que le sonaba como el mar y otro dijo que eran voces, no una, sino muchas
voces hablando pero sin distinguirse.
Hubo quienes usaron todo tipo de herramientas
y métodos para poder abrir la esfera. La intriga a veces los volvía locos, y
querían saber definitivamente que era lo que poseían y si había algo en el
interior que cambiara su visión de lo que pensaban del objeto. Pero ni las
armas más potentes ni los líquidos más nocivos fueron capaces de abrirla. Meter
la esfera en una fundición había sido la idea de uno de sus desesperados
dueños, pero tampoco había funcionado.
La esfera cambiaba de manos con regularidad y
no era que pudiera moverse sola o algo por el estilo sino que todos sus dueños
tenían la costumbre de perderla o de morir inesperadamente. Muchos se
castigaban diciendo que eran torpes y la habían dejado en algún lado
perdiéndola tontamente. Eso le había pasado a una de las reinas europeas, que
reclamaba haberse dejado la esfera en uno de sus carruajes. Incluso ejecutaron
a dos de sus conductores por sospecha de robo pero jamás pudieron probar nada
al respecto.
Ahí, de nuevo, aparecía esa extraña voluntad
que tenía la pequeña bola. Era como si ella quisiera que la perdieran, como si
quedarse demasiado con un solo ser humano fuese demasiado para ella. Sus
actitudes habían sido extrañamente documentadas por su propietario más
duradero. Había sido un monje de la Edad Media, enclaustrado en un monasterio
alejado de todo, que había encontrado la esfera en uno de los campos que
abastecía a todos los monjes con cereales.
Justo era su nombre y él fue dueño de la
esfera por unos cincuenta años, más tiempo que ninguna otra persona que, de
hecho, le bastó para estudiar el objeto lo mejor que pudo y sacar varias
conclusiones. Sus notas se perdieron en el tiempo, seguramente por voluntad de
la esfera, pero es casi seguro que Justo descubrió esa fuerza que residía
dentro del objeto dorado. Se le perdió varias veces pero siempre la recuperó
hasta que murió y alguien la robó del monasterio.
Él concluyó, poco antes de morir, que sí eran
voces provenientes de la esfera y, siendo un hombre religioso, concluyó que
esas eran las almas en el purgatorio pidiendo al Señor que las ayudara a
ascender a los cielos para estar cerca de Él. Esto, por supuesto, fuero
conjeturas hechas por una persona de una época con rasgos bastante marcados. Aunque
muchos más que oyeron los sonidos declararon que eran las voces de los
demonios, otros más dijeron que eran seres humanos muertos o incluso personas
al otro lado del mundo. Incluso un científico teórico de renombre que fue dueño
del a esfera por ocho años, creyó que con ella podría probar la existencia de
varias dimensiones.
No era difícil entonces que la esfera
intrigara tanto a los seres humanos. Aquellos que podían manipularla con
facilidad, a menudo establecían una relación especial con el objeto,
guardándolo cerca o incluso teniéndolo consigo en la cama por las noches. Una
joven pobre que fue su dueña por trece años ponía la esfera siempre bajo la
almohada y así dormía mejor, con su calidez y su especie de ronroneo constante.
La joven veía a la bola como su objeto más preciado y fue el peor momento de su
existencia cuando esta desapareció de repente.
Las muertes alrededor de la esfera eran
comunes, incluso se había manchado de mucha sangre en diversas ocasiones pero,
como pasaba con el resto de manchas, simplemente no quedaba impregnada en su
lisa superficie. Por supuesto había habido gente enloquecida que había matado
por tener posesión del objeto, pero en esos casos la bola no duraba ni un año
en su siguiente hogar. Aunque parecía que generaba la muerte, la esfera parecía
escapar de ella, alejándose de cualquier caos y prefiriendo quedarse en hogares
más calmados, sin tanta excitación.
Había sido adorno, juguete sexual, juguete,
amuleto y muchas cosas más. En sus superficie limpia había querido asentarse el
polvo de la Historia, pero la esfera parecía no estar cómoda con la idea de
hacer parte de ella. No quería ser una posesión más y jamás lo había sido de
verdad. Siempre era un préstamo temporal y siempre era una evolución tras otra,
a veces acelerada y a veces a paso lento.
Por todo el mundo la habían visto y la esfera
no rechazaba de ninguna manera porque no temía al ser humano como tal si no a
su capacidad de pensar siempre en lo que lo podía destruir. Se podía creer que
eso era lo que reflexionaba la esfera antes de desaparecer, de impulsar su
desaparición de una de las grandes casa donde había residido o incluso de las
chabolas donde también se había asentado por largos periodos de tiempo.
Si los registros se hubiesen preservado, se podrían
haber trazado rutas a lo largo de mapas y se podrían haber creado líneas
temporales. Pero aún así, jamás se podría haber predicho adonde iba a ir la
esfera después o cual era su verdadero origen. Estas dos cosas eran los
secretos más profundamente guardados en referencia a esa pequeña bola dorada.
Como el material siempre parecía nuevo, era
poco probable que el creador original hubiese tallado su nombre o una marca
especial para catalogarlo como suyo. Y como era de una forma tan genérica no
había manera de atribuirle el objeto a ninguna civilización en particular. Lo
único que podía hacerse, y ni siquiera era algo que ayudara mucho, era concluir
que había sido hecha en algún lugar donde hubiera oro. Pero incluso eso era
discutible porque muchos de sus dueños habían dudado de que ese material fuera
de hecho oro. Lo parecía pero tal vez no lo era.
Mujeres y hombres fueron sus poseedores y la
esfera siguió allí, en un rincón, a un lado de los eventos de la Humanidad. Y
cuando no hubo más humanidad, la esfera simplemente se quedó sola y las voces
dentro de ella dejaron de hablar, conscientes de que no habría nadie más, jamás,
que pudiese escucharlas.