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viernes, 7 de septiembre de 2018

Cambio climático


   Lo primero que hice al llegar a casa fue quitarme la ropa y echarla toda a la lavadora. Luego, en mi habitación, me puse unos pantalones cortos de una tela muy cómoda y una camiseta tipo esqueleto blanca que tenía para cuando tuviese que hacer manualidades en la casa. No me puse zapatos ni medias, estuve descalzo todo el rato mientras hacía la comida y veía un poco de televisión al mismo tiempo. Las imágenes que pasaban en la pantallas eran desoladoras pero no del todo increíbles.

 Incendios voraces arrasaban árboles y casas, por todas partes. Al comienzo era solo en países con mucho bosque, donde las temperaturas estivales se habían disparado de golpe. Pero ahora en todas partes, incluso en los países donde se suponía que debía estar haciendo frío. Y no solo habían incendios sino muertos por todas partes a causa del calor tan insoportable que hacía durante el día. Durante la noche las cosas se calmaban un poco pero todo el asunto había causado una epidemia importante de insomnio.

 Además ya se estaban reportando más casos de virus peligrosos en zonas en las que antes jamás se había oído mencionar nada por el estilo. Fue un poco chocante ver todas esas imágenes mientras cocinaba. Tanto así que, cuando serví mi comida en la mesa, tomé el control remoto y cambié a un canal en el que estuviesen hablando de otra cosa. No le puse más atención al televisor, solo me gustaba tener una voz en la casa, alguien que hablase en voz alta para yo no tener que hacerlo. Sería un poco raro hablar solo.

 Comí mi pasta con albóndigas en silencio, a vez mirando el celular y otras veces mirando al televisor como quien mira una ventana. Cuando acabé de comer, me limpié el sudor de la frente y pensé seriamente en ducharme antes de salir. Pero algo me indico que sería un desperdicio de agua, puesto que estaría sudando en pocos minutos. Tenía una cita a la cual asistir pero tanto lío con el clima me había bajado un poco el ánimo en cuanto a lo que se refiere a relaciones interpersonales. No parecían prioritarias.

 Sin embargo, mientras lavaba los platos, él me llamó. Me sentí un poco raro, como si estuviese de vuelta en la escuela. Usaba el celular solo para enviar mensajes y cosas por el estilo, pero casi nunca para hacer llamadas. El solo sonido del timbre me fastidiaba. Contesté porque vi su nombre en el centro de la pantalla brillante. No sé que tipo de voz utilicé o si me escuchaba tan abatido como me sentía. El caso es que reafirmamos la hora y el lugar de la cita, así que ya no tenía opción de echarme para atrás. No era que no quisiera verlo, pero la verdad no moría por salir a la calle.

 Lo bueno, y esto es relativo, es que la cita era para media hora después del anochecer. En teoría, la calle estaría menos cálida que en el día. Sin embargo, era viernes y eso significaba que todos los lugares estarían a reventar. Era gracioso que la gente se quejara del calor todos los días pero no pareciera tener ningún problema con meterse en una discoteca empacada con cientos de personas, todas moviéndose al mismo tiempo. Era casi masoquista pero nadie parecía reconocerlo. La gente puede ser muy extraña.

 Decidí no ducharme y dejar que me conociera como estaba. Se supone que hay que esforzarse cuando se tiene una cita o algo por el estilo pero la verdad es que no me daban muchas ganas de lucirme. Había que ser realista y nosotros lo que queríamos era algo más estable que una simple relación sexual. De hecho, ya habíamos intimado y sabíamos que nos entendíamos bien en ese aspecto pero queríamos intentar algo nuevo, algo diferente que pudiese tal vez ofrecernos algo que no teníamos ya y que nos urgía.

 Yo hacía mucho no tenía una relación estable con nadie e intentarlo parecía ser una aventura divertida. Sabía que no tenía porqué ser así pero parecía la persona apropiada para intentarlo. Sin embargo, con el calor que hacía, no venía mal que me conociera sudando y quejándome, como era yo en realidad mejor dicho. Me puse ropa igual de cómoda pero un poco más agradable a la vista, así como zapatos y medias que fueran con el calor que igual se sentía en las noches. Algo de perfume fue mi último toque antes de salir.

 No había llegado a la escalera cuando la vecina salió de su apartamento, quejándose de una cosa y de otra. Cuando me vio, dijo casi a gritos que habían quitado el agua. Yo, por supuesto, no tenía como haberme dado cuenta. Iba a devolverme a mirar, pero el tiempo estaba contado y no quería llegar tarde. Le dije a la vecina que seguramente era algo temporal, aunque no me creí ni media palabra de lo que dije. Ya habían reportado tuberías reventadas por el calor en otros puntos de la ciudad, así que se veía venir.

 Lo malo de verme con él a la hora acordada era que de todas maneras tenía que salir de día. Hice una nota mental para recordar ese error en el futuro y caminé con paso lento a la parada más cercana de buses. Esperé poco tiempo pero dejé pasar al primer bus porque iba hasta arriba de gente y era evidente que no estaba funcionando el aire acondicionado. El segundo bus, al que me subí, iba solo un poco menos lleno pero al menos sí tenía una temperatura agradable. Así que aguanté mientras llegaba a mi destino. Creo que cuando bajé, lo hice casi empujando y corriendo del desespero.

 Me arreglé un poco el pelo, viendo mi reflejo en el vidrio de una tienda, pero no tenía mucho caso intentarlo. Fue entonces cuando escuché una explosión que me hizo agacharme y sentir algo de miedo. Sin embargo, pronto tuve respuesta acerca de la proveniencia del ruido: se había tratado de las llantas delanteras de un taxi, que habían estallado debido a las altas temperaturas del pavimento. Mucha gente gritaba exageradamente, al ver como el asfalto se había derretido casi por completo.

 Yo me quedé mirando solo un rato, en el que olvidé por completo la razón que me había sacado de mi casa. Caminé hacia el lugar de la cita pensando en todo lo que había visto ese día y desde el comienzo de la ola de calor. Era horrible como parecía que todo había cambiado de golpe, sin aviso, y hacia un destino que parecía francamente horrible. No era solo algo de calor sino un peligro serio para todos. Por estar pensando en ello, casi cruzo un semáforo sin tener el paso. Los ruidos de las bocinas me devolvieron al mundo real.

 Cuando llegué, el ya estaba allí. Y creo que fue en ese momento en el que me di cuenta de que había tomado la decisión correcta. Vestía una camisa muy linda, de color azul con motivos florales. Llevaba también un pantalón corto blanco y zapatos del mismo color con medias azules como la camisa. Se había peinado bien pero, como yo, tenía el sudor marcado ya por todos lados, incluso en las exilas. Se veía apenado pero yo solo sonreí como un idiota y lo abracé cuando estuvimos bien cerca, el uno del otro.

 Me propuso comer un helado y asentí como un tonto. Empezamos a hablar e, inevitablemente, el tema fue el clima. Me contó que en el hogar para adultos mayores donde vivía su abuela ya habían muerto cinco ancianos y parecía que las cosas se podían poner peor. Visitaba a su abuela con frecuencia porque le quedaba cerca y porque tenía miedo de lo que le pudiese pasar. Se limpió en un momento el sudor y me miró entonces a los ojos. Su expresión era de una profunda preocupación. Me hizo sentir mucho en segundos.

 De golpe, la luz en la calle pareció titilar. Se hizo menos intensa, luego más intensa y luego se apagó y no se volvió a encender. La gente gritaba y reía y hablaba y nosotros no dijimos nada. Seguimos caminando, incluso sabiendo que lo hacíamos solo por hacer algo, por movernos.

 La heladería estaba rellena. Estaban casi regalándolo todo pues sin electricidad el negocio no podía funcionar. Como él era alto, fue capaz de pasar la multitud y tomar dos helados para nosotros. Cuando me dio el mío, respondí a un impulso y le di un beso en la mejilla. Él respondió, en la casi oscuridad.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Sentir


  Me desvestí tranquilamente, disfrutando del sol tibio que brillaba en el momento y de la brisa tranquila que parecía calmar las olas al momento de llegar a la orilla. Dejé todo bien arreglado, junto a mi mochila, y me encaminé entonces hacia el agua. Lo hice despacio, sentía que el momento era casi un ritual o una experiencia mucho más allá de todo lo físico que había estado viviendo durante el último mes. Esta era la primera vez que me sentía en calma, que podía estar en paz, que de verdad estaba completo.

 Cuando el agua tocó mis pies, me sorprendió que no era muy fría pero tampoco caliente, era perfecta. Estuve con los pies allí enterrados un buen rato, mirando a un lado y al otro de la prístina playa, esperando que la magia se rompiera en cualquier momento. Pero no pasó nada. Los matorrales y palmeras temblaron ligeramente a causa del viento y yo elevé la mirada al cielo, contemplado ese inmenso manto azul que no tenía ni una sola manchita de color blanco por ninguna parte.

 Inhalé profundo y seguí metiéndome más en el mar, hasta que el agua ocultó mi genitales y me llegó más arriba del ombligo. La temperatura del aire y del agua eran perfectas, como si alguien hubiese preparado ese baño tan especial solo para mí. Era tan agradable, que cerré los ojos y me dejé mecer ligeramente por el agua. Se sentía como volver al vientre materno, como esas mañanas de invierno en las que estás en la posición perfecta en la cama y simplemente no te atreves a moverte, por temor a romper el momento ideal.

 Cuando abrí los ojos, nada había cambiado. Respondiendo a un impulso, hice un clavado inexperto y me hundí en el agua salada. Lo hice con los ojos abiertos, sin miedo de que después se pusieran rojos y me ardieran. Ya me preocuparía después por mi vista. Por ahora tenía que aprovechar ese momento que tenía en el paraíso. Nadé alegremente de forma paralela a la playa. El agua se sentía perfecta recorriendo mi cuerpo libre. De vez en cuando cerraba los ojos, pensando en quedarme allí por el resto de mis días.

 Cuando salí del trance, me di cuenta de que estaba lejos de mis pertenencias. Pero no me importó. Las miré de lejos y luego me zambullí de nuevo, intentando sentarme en el fondo marino. Quería escuchar el sonido del mar desde su base o al menos desde la zona más profunda que pudiese alcanzar sin que mis oídos se sintieran a punto de estallar. Lo logré por un rato y fue muy agradable. Me hundía y salía y me hundía y salía. No sé cuanto tiempo estuve haciendo esa rutina. Solo sé que él estaba allí cuando emergí una de tantas veces. Y me miraba, fijamente.

 No sentí miedo. No les miento y créanme que me sorprende no haber sentido algo de temor en aquel momento. Pero el punto es que cuando lo vi, solo supe que debía salir del agua para verlo más de cerca. Era casi como si se hubiese aparecido un ser  de otro mundo y yo tuviese que hablar con él para aprender algo que no sabía lo que era, pero que seguramente se escondía en la elusiva y fascinante mente de la criatura. Salí lentamente del mar, sin apuros y sin ningún tipo de sensación.

 Cuando estuve cerca, pude ver que tenía el cabello castaño claro pero con varias parte de un rubio oscuro muy atractivo. Tenía cejas gruesas y oscuras y unos ojos casi negros que me hacían sentir extraño. Sus manos y pies eran grandes y él mismo era más alto que yo. Normalmente, me hubiese sentido avergonzado por eso, porque siempre me he sentido inseguro por mi apariencia física. Pero en ese momento nada de eso se me pasó por la cabeza. Solo lo miraba con curiosidad, como si nunca hubiese visto alguien parecido.

 Nadie dijo nada. Él tenía una mochila en la espalda y la dejó al lado de la mía. Venía descalzo. Me miraba fijamente cuando se quitó la camisa sin mangas, los pantalones cortos y la ropa interior. No los dejó arreglados en el suelo, como lo hice yo, sino que los tiró a un lado como si no pretendiera usarlos nunca jamás. Nos quedamos viéndonos el uno al otro por un rato, sin mover un solo músculo ni decir nada. Era como un desafío algo extraño, como una pequeña batalla que se libraba sin un solo movimiento.

 Fue al rato que yo sentí el impulso de volver al agua. Él me siguió y pronto estuvimos los dos alejados de la orillas, moviendo brazos y piernas para mantenernos a flote. Solo nuestras cabezas eran visibles y ellas seguían enfocadas en el otro. A veces rompíamos la conexión pero la retomábamos a los pocos segundos. Fue en ese momento que me di cuenta de que lo que pasaba no era muy normal que digamos. Pero fue como si alguien alejado de mi lo dijera en un susurro. No hice caso.

 Estuvimos allí nadando y mirándonos el uno al otro por un largo rato. El agua no cambiaba de temperatura y el aire tampoco. Era todo tan agradable y sin embargo era de esperarse que pronto el sol empezara a bajar y entonces se haría la oscuridad en ese paraíso oculto del mundo. Él debió pensar lo mismo porque, cuando me miró de nuevo a los ojos, se le dibujó una sonrisa en el rostro. Yo respondí igual y ese fue el primer momento en que sentí esa vieja vergüenza de antes. Solo por un momento, como un chispazo, pero la sentí como siempre en el pasado, en situaciones no muy diferentes a esa.

 Sin hablar, decidimos volver a la orilla. En efecto, el sol empezó a bajar lentamente por el cielo despejado. Nos sentamos en la orilla para verlo, uno al lado del otro, frente a nuestras pertenencias. Era muy agradable estar allí, con la fina arena bajo nuestros cuerpos y el calor del sol secándonos el agua de mar del cuerpo. Nunca me había sentido tan libre como en ese momento, o tan feliz. Era una sensación tan variada e increíble que simplemente sería inútil tratar de explicarla en simples palabras.

 Pasado un tiempo, el hombre de las cejas oscuras tomó mi mano y la apretó ligeramente. Yo respondí igual. Luego entrelazamos los dedos y jugamos un buen rato, tocándonos el uno al otro pero sin pasar de la muñeca. No solo era obviamente muy sensual sino que se sentía muy bien interactuar de esa manera, sin vocabulario innecesario. Nuestras miradas y el tacto podían hablar muchísimo más de lo que nosotros lo hacíamos. Era una comunicación más profunda y, en cierto sentido, más verdadera.

 Fue cuando me di cuenta de que, debajo de la barba de algunos días y el pelo desarreglado, mi compañero de playa era un hombre que nunca hubiese creído que podría acercarse a mí en el mundo real. Me di cuenta de que era uno de esos hombres físicamente perfectos, de esos que no tienen que preocuparse por nada, pues los cánones de belleza dictan que las personas que tienen ese aspecto físico no serán ni pueden ser juzgadas de la misma manera que los demás. Y esa es una verdad que no admite peros.

 Así y todo, él se acercó cuidadosamente y me dio un beso suave en los labios. Yo me acerqué también y puse una de mis manos sobre su costados. Los besos continuaron, cada vez más profundos e intensos, en cada vez más lugares del cuerpo y de maneras diferentes. No demoramos mucho en tener sexo, un sexo intenso y liberador pero que se sentía como algo mucho más que solo tener relaciones sexuales, que una simple penetración. Era algo que debía pasar, algo que debía de suceder y por eso se sentía tan bien.

 Terminamos cuando el sol tocó el mar. Nos besamos un poco más y nos fuimos separando lentamente. Él se puso de pie primero. No lo vi vestirse ni nada. Simplemente seguí mirando el agua. Cuando el Sol se había ido, el también ya no estaba, ni sus cosas. Yo suspiré, nada más.

 Me quedé un rato allí, abrazado por una oscuridad débil, pues la luna inundaba con su luz todo lo que había por ese rumbo. No quería irme pero sabía que nadie puede estar allí para siempre. Quise guardarlo todo en mi mente para jamás olvidarlo y poder sentirme así alguna vez, de nuevo.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

La esfera

   La esfera seguía caliente al tacto, aunque no tan caliente como debería de haber estado después de estar más de diez minutos en un horno de fundición. Era increíble como semejante objeto tan pequeño, liso y redondo se resistía a ser destruido, como si fuera mucho más importante que cualquier otra cosa en el mundo. Era una esfera dorada y pesaba en la mano según la persona que la cargara. Era algo muy curioso, pues ya había sido comprobado que muchas personas no eran capaces de levantarla del suelo, mientras que otros podían jugar con ella cómodamente.

 Nadie sabía de donde había salido el objeto. Uno de sus dueños pasados, un escritor especialmente curioso, se dedicó a trazar la línea temporal del objeto pero no llegó muy atrás y los que la tuvieron después se encontraron con el mismo problema. De hecho, la gente en el siglo XXI se las vio negras para descifrar su existencia, pues las huellas humanas no quedaban impregnadas en la esfera. Por mucho que la tocaran, así la mano estuviera fría o caliente, húmeda o seca, no había manera de dejar marca alguna sobre el pequeño objeto. Era como si se negara a ser contaminada.

 Y eso no solo era con las huellas sino en general. La esfera había pasado de un lugar a otro a través del tiempo, de estar en cofres señoriales a encerrada bajo vidrios protectores. Pero nadie podría haberlo sabido pues la esfera parecía tener una conciencia más allá de su pequeño tamaño. Nadie se lo explicaba ni se lo preguntaba pero no existían registros, en ninguna parte, de la existencia de dicho objeto. En ningún museo donde había estado había registro de la esfera, ni en colecciones privadas, ni siquiera en correspondencia electrónica. El objeto borraba sus pasos.

 Desde hacía mucho algunos de sus dueños habían notado como, si se le sacudía por un tiempo definido, se podía escuchar dentro de la esfera algo así como un murmullo. Era como lo que sucede con las caracolas en las que se puede oír el mar, aunque lo que se oye es el viento pasando por los diferentes compartimientos de la estructura. Pero la esfera no era una estructura, al menos no de manera visible para el ser humana. Y sin embargo se escuchaban esos extraños sonidos. Uno de sus dueños reflexionó diciendo que le sonaba como el mar y otro dijo que eran voces, no una, sino muchas voces hablando pero sin distinguirse.

 Hubo quienes usaron todo tipo de herramientas y métodos para poder abrir la esfera. La intriga a veces los volvía locos, y querían saber definitivamente que era lo que poseían y si había algo en el interior que cambiara su visión de lo que pensaban del objeto. Pero ni las armas más potentes ni los líquidos más nocivos fueron capaces de abrirla. Meter la esfera en una fundición había sido la idea de uno de sus desesperados dueños, pero tampoco había funcionado.

 La esfera cambiaba de manos con regularidad y no era que pudiera moverse sola o algo por el estilo sino que todos sus dueños tenían la costumbre de perderla o de morir inesperadamente. Muchos se castigaban diciendo que eran torpes y la habían dejado en algún lado perdiéndola tontamente. Eso le había pasado a una de las reinas europeas, que reclamaba haberse dejado la esfera en uno de sus carruajes. Incluso ejecutaron a dos de sus conductores por sospecha de robo pero jamás pudieron probar nada al respecto.

 Ahí, de nuevo, aparecía esa extraña voluntad que tenía la pequeña bola. Era como si ella quisiera que la perdieran, como si quedarse demasiado con un solo ser humano fuese demasiado para ella. Sus actitudes habían sido extrañamente documentadas por su propietario más duradero. Había sido un monje de la Edad Media, enclaustrado en un monasterio alejado de todo, que había encontrado la esfera en uno de los campos que abastecía a todos los monjes con cereales.

 Justo era su nombre y él fue dueño de la esfera por unos cincuenta años, más tiempo que ninguna otra persona que, de hecho, le bastó para estudiar el objeto lo mejor que pudo y sacar varias conclusiones. Sus notas se perdieron en el tiempo, seguramente por voluntad de la esfera, pero es casi seguro que Justo descubrió esa fuerza que residía dentro del objeto dorado. Se le perdió varias veces pero siempre la recuperó hasta que murió y alguien la robó del monasterio.

 Él concluyó, poco antes de morir, que sí eran voces provenientes de la esfera y, siendo un hombre religioso, concluyó que esas eran las almas en el purgatorio pidiendo al Señor que las ayudara a ascender a los cielos para estar cerca de Él. Esto, por supuesto, fuero conjeturas hechas por una persona de una época con rasgos bastante marcados. Aunque muchos más que oyeron los sonidos declararon que eran las voces de los demonios, otros más dijeron que eran seres humanos muertos o incluso personas al otro lado del mundo. Incluso un científico teórico de renombre que fue dueño del a esfera por ocho años, creyó que con ella podría probar la existencia de varias dimensiones.

 No era difícil entonces que la esfera intrigara tanto a los seres humanos. Aquellos que podían manipularla con facilidad, a menudo establecían una relación especial con el objeto, guardándolo cerca o incluso teniéndolo consigo en la cama por las noches. Una joven pobre que fue su dueña por trece años ponía la esfera siempre bajo la almohada y así dormía mejor, con su calidez y su especie de ronroneo constante. La joven veía a la bola como su objeto más preciado y fue el peor momento de su existencia cuando esta desapareció de repente.

 Las muertes alrededor de la esfera eran comunes, incluso se había manchado de mucha sangre en diversas ocasiones pero, como pasaba con el resto de manchas, simplemente no quedaba impregnada en su lisa superficie. Por supuesto había habido gente enloquecida que había matado por tener posesión del objeto, pero en esos casos la bola no duraba ni un año en su siguiente hogar. Aunque parecía que generaba la muerte, la esfera parecía escapar de ella, alejándose de cualquier caos y prefiriendo quedarse en hogares más calmados, sin tanta excitación.

 Había sido adorno, juguete sexual, juguete, amuleto y muchas cosas más. En sus superficie limpia había querido asentarse el polvo de la Historia, pero la esfera parecía no estar cómoda con la idea de hacer parte de ella. No quería ser una posesión más y jamás lo había sido de verdad. Siempre era un préstamo temporal y siempre era una evolución tras otra, a veces acelerada y a veces a paso lento.

 Por todo el mundo la habían visto y la esfera no rechazaba de ninguna manera porque no temía al ser humano como tal si no a su capacidad de pensar siempre en lo que lo podía destruir. Se podía creer que eso era lo que reflexionaba la esfera antes de desaparecer, de impulsar su desaparición de una de las grandes casa donde había residido o incluso de las chabolas donde también se había asentado por largos periodos de tiempo.

 Si los registros se hubiesen preservado, se podrían haber trazado rutas a lo largo de mapas y se podrían haber creado líneas temporales. Pero aún así, jamás se podría haber predicho adonde iba a ir la esfera después o cual era su verdadero origen. Estas dos cosas eran los secretos más profundamente guardados en referencia a esa pequeña bola dorada.

 Como el material siempre parecía nuevo, era poco probable que el creador original hubiese tallado su nombre o una marca especial para catalogarlo como suyo. Y como era de una forma tan genérica no había manera de atribuirle el objeto a ninguna civilización en particular. Lo único que podía hacerse, y ni siquiera era algo que ayudara mucho, era concluir que había sido hecha en algún lugar donde hubiera oro. Pero incluso eso era discutible porque muchos de sus dueños habían dudado de que ese material fuera de hecho oro. Lo parecía pero tal vez no lo era.


 Mujeres y hombres fueron sus poseedores y la esfera siguió allí, en un rincón, a un lado de los eventos de la Humanidad. Y cuando no hubo más humanidad, la esfera simplemente se quedó sola y las voces dentro de ella dejaron de hablar, conscientes de que no habría nadie más, jamás, que pudiese escucharlas.