Ya estaba sentado en el sofá, sonriendo, viéndolos reír. Contaban sus historias uno a uno, dándose momentos para reflexionar, para preguntar, para reír de nuevo o para hacer silencio. Era como si lo hubiesen hecho así durante tanto tiempo que romper la rutina ya no era una posibilidad.
Me removía en mi asiento, algo incomodo por estar en un lugar en el que jamás había puesto un pie. Pero no solo era esta la razón, la verdad era que mi anfitrión, el dueño de la casa de ladrillo, era alguien que me inquietaba pero a la vez me llamaba la atención.
No recuerdo bien como ni donde nos conocimos. Lo único que sé es que ese día estaba allí, con su familia y con él, contando historias como si nos conociéramos de hace años.
Las pocas veces que me miraba, mientras su familia compartía otros recuerdos entre ellos, sentía que su mente se adentraba en mi, como si se tratara de un veneno. Su mirada no era verdaderamente aterradora pero si sobrecogía con facilidad, poniéndome la piel de gallina.
Estaban sus abuelos, sus padres, su hermana y los hijos de ella. Y yo. Y él.
La noche llegó a la casa de ladrillo y su madre y hermana habían preparado algo de comer. En todo ese tiempo me sentía como un fantasma. Ellos poco me miraban y muchos menos me hablaban. El único que me perforaba con la mirada, a ratos, era él, el dueño de la casa.
Ya tarde su familia se fue a dormir pero yo me había quedado en la sala de estar, sin nada que hacer. Como siempre en estos casos, no sabía muy bien que hacer ni adonde ir o, viendo el caso, si debería irme.
De pronto se me acercó, me tomó de la mano, y me llevó debajo de la casa. El sótano no era muy amplio y olía a humedad. Me haló ligeramente hacia a un lado y entonces lo vi.
Había un espacio en la pared. No era excavado como los de las películas de fugas sino un pasillo, de ladrillo como la casa, que llevaba hacia algún otro lado.
Sin decir nada, me soltó la mano y se adentró en el pasillo. Traté de seguirlo por el estrecho corredor pero apenas toqué la piedra roja, varios pensamientos atacaron mi mente. Pero no eran pensamientos míos.
Imágenes de mi anfitrión se mezclaban con escenas borrosas y oscuras de gritos y quejidos, gemidos y respiraciones aceleradas. No eran mis pensamientos, eran sus recuerdos.
Me dejé caer al piso y estiré la mano para alcanzarlo pero ya estaba muy lejos dentro del corredor y yo no podía moverme. Las imágenes me habían causado un gran dolor de cabeza y no había manera de detenerlo.
Sin querer me apoyé en el muro y, de nuevo, sus recuerdos atacaron mi mente. Esta vez vi sangre, sentí el dolor de sus víctimas y sus gritos me perforaban los tímpanos.
Me empecé a golpear con fuerza la cabeza, buscando expulsar las oscuras imágenes de mi mente. Pero solo logré hacer retumbar mi mente con los dolorosos sentimientos que no me dejaban.
De pronto, sentí como si un demonio se apoderara de mi. Seguí golpeándome para expulsarlo a él y a los sombríos productos de mi atormentado ser. Me golpee la cara, el pecho, el estomago y mi pelvis.
Caí al piso sangrando, y ahí, por fin, todo terminó. Al poco tiempo retomé mi vida, todavía sintiendo en mi al terrible hombre de la casa de ladrillo.