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jueves, 16 de julio de 2015

De vuelta

   Martín y Valeria entraron al lugar lentamente. Valeria parecía estar a punto de explotar y Martín parecía querer salir corriendo. Estaba claro que para ambos la experiencia era totalmente diferente. Apenas subieron los escalones, vieron a muchos conocidos. Algunos los miraban de arriba abajo como si fueran dos escarabajos gigantes, y otros los saludaban con una efusividad que Valeria tomaba como sincera y Martín como la falsedad más grande en todo el recinto. Se acercaron a una mesa donde había un gran libro que firmaron con sus nombres y después pasaron a la mesa de vinos donde Martín se tomó una copa sin respirar, casi ahogándose en el proceso. Tal vez esa era su meta.

 Todos estaban en el recibidor del lugar. La gente hablaba en pequeños grupos y todo volvía a parecerse a como cuando estaban en el colegio y era hora de almorzar. No solo la gente peleaba por las mejores mesas, que en verdad no existían, sino que también decidían, como si se tratase de un club tremendamente exclusivo, quién y porque se sentaban en cada espacio. A Valeria no le molestaba. Tan pronto tuvo su vino se fue casi corriendo adonde una amiga que no veía hacía años y empezaron a hablar como si el tiempo no hubiese pasado. Martín, en cambio, se quedó al lado del vino y decidió permanecer en ese punto de ventaja por toda la noche si era posible. Todavía no entendía como era que Valeria lo había convencido de venir y menos aún de vestirse para semejante evento pero allí estaba y no había nada que pudiese hacer al respecto.

 Observó a su alrededor y se dio cuenta que habían adornado el lugar con demasiados detalles: globos de colores, cintas y, en donde había espacio en las paredes, había fotografías de la época en la que estaban en el colegio, hacía ya más de 10 años. Martín tomó su segunda copa de vino, bebió un poco y se puso a mirar las fotos. La mayoría mostraban siempre al mismo grupo de personas, sonriendo y fingiendo que vivían el mejor momento de sus vidas. Aunque para ellos tal vez sí lo era… Martín siempre había pensado que en secreto todo habían odiado la escuela tanto como él pero la verdad era que eso no podría ser del todo cierto.

 Observó las fotos como para quemar tiempo y entonces vio que Valeria ya no hablaba con la amiga de antes sino con otra y que hacía señas para llamar la atención de Martín. Pero él, francamente hastiado del lugar y la compañía, fingió atender una llamada y salió hacia un corredor lateral y subió unas escaleras. Allí ya estaría fuera del alcance de la vista de su amiga y de cualquier otro que quisiera fingir que le interesaba su vida. Tomó algo de vino y de nuevo observó el lugar, dándose cuenta que nada había cambiado, ni los colores pasteles de los muros, ni las ventanas que parecían de manicomio ni las escaleras con las que era tan fácil tropezarse. Parecía un edificio congelado en el tiempo.

 Fue cuando miraba para arriba que escuchó voces y pensó que alguien se acercaba de la reunión pero por el corredor no había nada. Era en el segundo piso. En parte por curiosidad pero también como por hacer algo, Martín subió los escalones y escuchó con atención. Las voces venían de uno de los salones, que parecían cerrados con llave. Dos personas hablaban pero la verdad era que no era una conversación sino más bien… Martín casi suelta una carcajada cuando se dio cuenta que las personas allí dentro estaban teniendo relaciones o al menos estaban en algo muy apasionado. La mujer parecía más controlada que el hombre, que a veces gemía de una manera que le causaba mucha gracia a Martín.

 De pronto, a lo lejos, se escucharon varias voces y los pasos de la gente. Debían estar entrando al teatro. Martín se quedó escuchando unos segundos, que casi le valieron ser atrapado pero afortunadamente corrió lo más en silencio que pudo y llegó hasta Valeria que lo miró como si estuviera loco. Se sentaron en la misma mesa, con amigas dos amigas de ella que venían con sus esposos y empezaron a hablar de alguna trivialidad. Martín miraba con atención la puerta para ver quienes entraban con cara de placer o de culpa, podía ser cualquiera de las dos, pero no pude terminar de ver porque el profesor que hacía de maestro de ceremonias dejó caer el micrófono y dejó a la gente sorda por un momento.

 El teatro era de superficie plana y solo la parte donde se desarrollaba el espectáculo era más alta. El auditorio sí era como un teatro más común pero tenían este otro espacio para practicar diversas cosas como conferencias y demás. El caso es que había muchas mesas por todo el espacio y, mientras todo el mundo reía de algún chiste del viejo profesor, Martín miraba cada mesa, buscando signos de quienes podrían haber sido los amantes del salón de clase. Su búsqueda fue de nuevo interrumpida, cuando el profesor empezó a cantar, cosa que lo sacó de su tarea y le recordó lo ridículo del evento. Jamás en su vida había pensado en los profesores del colegio como seres humanos normales y la verdad era que no quería empezar a hacerlo.

  Mientras el hombre cantaba o hacía algo que francamente no me interesó (al fin y al cabo había sido profesor de matemáticas), Martín volvió a mirar a las mesas y por fin vio una mujer que tampoco se reía sino que revisaba su maquillaje en un pequeño espejo. De pronto era ella una de las del salón. La verdad era que Martín no recordaba su nombre, como le pasaba con la mayoría, pero sabía que debía conocerla. De pronto no habían estado en el mismo grupo cuando la graduación pero seguramente la debía haber visto en algún momento. De pronto la mujer subió la miraba y se quedaron viendo unos segundos hasta que de nuevo el profesor dejó caer el micrófono y empezó la cena como tal.

La comida era tal como la recordaba. Parecía que no habían contratado ningún servicio de catering decente sino que más bien le habían puesto nueva tarea a las señoras de la cafetería. Martín recordaba cuando ellas a veces le ponían algo más de comida en el plato y le guiñaban un ojo. Eran unas mujeres muy amables pero la comida que hacían era como para una cárcel. Mientras Valeria seguía ampliando su número de amigos, Martín comió en silencio y olvidó por completo el asunto de los amantes del salón. La comida, la gente, el ambiente, todo le hizo recordar su tiempo en el colegio y lo infeliz que había sido muchas veces pero también esos pequeños triunfos que a veces ocurrían.

 Recordó esas respuestas acertadas en algunas clases, algunas conversaciones interesantes y su gran anhelo por vivir una vida espectacular, donde todo valiera la pena y no fuese como allí, donde nada parecía tener un sentido coherente. Sus pensamientos fueron interrumpidos por una de las chicas en su mesa, que le preguntó si era el novio de Valeria. Él sonrió y le contestó que de hecho él tambin ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽cho eo de Valeria. El s pensamientos fueron interrumpidos por una de las chicas en su mesa, que le preguntMartones, vién se había graduado de la escuela y entonces la chica lo miró detenidamente y después siguió hablando con los demás. Eso hubiese afectado a Martín en cualquier otra ocasión pero la verdad era que toda esa gente, excepto Valeria, no eran nada para él y jamás lo habían sido. Eran desconocidos y así quería que se quedaran.

  Cuando llegó el postre, una gelatina extraña, Martín se quedó mirando a una mesa cercana y pudo ver que un tipo enviaba mensajes de texto como si no hubiera un mañana. Escribía rápidamente, como nunca nadie lo había hecho, o al menos no que Martín hubiese visto. El tipo sudaba un poco en la frente y su pareja no parecía darse cuenta de lo apurado que estaba. Ese debía de ser el hombre que no podía estarse callado en el segundo piso. Martín sonrió al darse cuenta que la gente todavía podía ser interesante cuando quería. Cuando terminaron con el postre, el profesor subió de nuevo y, esta vez, empezó a alabar a algunos alumnos, Obviamente, a los que les había ido bien con él.

 Uno a uno fueron sonriendo hipócritamente hasta que mencionó el nombre de la mujer del espejo y entonces Martín supo quién era: resultaba que no era un alumna sino una profesora joven que era, nadie más y nadie menos, que la esposa del profesor de matemáticas. Sin ningún reparo, Martín sonrió y fue la primera vez en tantos años que todos se voltearon a mirarlo. Aunque sintió algo de nervios al comienzo, recordó que no le debía nada a nadie y se puso de pie. Les dijo a todos que había reído porque entre ellos habían un secreto pero que prefería dejar que cada uno lo descubriera a su manera. Les deseo un buen sueño esa noche y nada más. Ni suerte, ni besos, ni nada más.


 Cuando todo terminó, Valeria le dijo que iba a ir con una s amigas por unos cocteles y que si quería ir, a lo que Martín respondió previsiblemente que no. Se despidieron y él subió a su automóvil pero antes de arrancar el hombre nervioso, el del celular, se acercó a la ventanilla golpeando con suavidad. Martín sonrió de oreja a oreja y lo saludó. El tipo temblaba como una hoja y al final no pudo decir ni media palabra. Se fue y Martín arrancó, llegando a casa en poco tiempo. Allí estaba su pareja quién le preguntó como le había ido. Martín recordó sus vivencias en el colegio, su soledad, la negligencia de todos y el rencor que sentía todavía. Pero luego respiró y sonrió. Entonces, solo se limitó a contestar: “En mi vida vuelvo a ese nido de locos”. Luego se dieron un beso y se fueron a dormir.

jueves, 4 de junio de 2015

Cuadrados de limón

   Lo primero que hizo Amanda al llegar a casa fue ir al patio y cruzarlo todo hasta donde estaba el lago. En el muelle que había se subió a una pequeña barquita y remó sola hasta que estuviese lejos de la orilla. Entonces, sacó el arma del bolso y la dejó caer suavemente sobre el agua. Sabía muy bien que no era un lago profundo pero nadie tenía porque sacar nada de allí. Menos mal había usado guantes al momento del disparo, evitando tener que limpiar el arma lo que le hubiera tomado mucho más tiempo. La neblina de estas horas de la mañana había cubierto su pequeño paseo por el lago. Remó de vuelta a casa antes de que la vieron algunos ojos imprudentes.

 Cuando entró en casa vio en el reloj de la cocina que era las nueve de la mañana. Quién sabe si ya habrían descubierto el cuerpo. Pero no, no era algo en lo que tuviese que pensar. La verdad era que no se arrepentía pero preocuparse no era algo fuera de lo común. Subió a la habitación y se sentó en la cama a revisar que el bolso no oliera a humo o algo por el estilo. Lo guardó cuando no encontró nada. Se quitó los zapatos altos y la ropa bonita con la que había ido a la reunión de padres a las siete de la mañana. De eso hacía ya dos horas pero parecía más el tiempo.

 Revisó también el estado de su ropa pero no había rastro de pólvora o sangre o suciedad de ningún tipo. Al parecer sí había sido tan cuidadosa como lo había pensado. Se quitó todo y se puso algo más cómodo y entonces empezó su rutina de todos los días: limpió el polvo de todos los cuartos de la casa, aspiró después y barrió las hojas de la entrada y el patio trasero. Al mediodía, cuando ya se había bañado luego de sudar por hacer tanta limpieza, empezó a hacer el almuerzo. Tenía varios libros de recetas y hoy era el día ideal para hacer pasta ya que su marido cumplía años y era su comida preferida.

 Empezó a picar tomates y cebollas y fue mientras lo hacía que sonó su celular. Lo había traído después de ducharse de su cuerpo y lo cogió después de limpiarse las manos. Era la escuela para preguntarle si estaba bien. Ella respondió que sí e indagó sobre la razón de la llamada. La mujer del otro lado de la línea estaba a punto de llorar, diciéndole que habían encontrada muerta a la señora Palma, una de las mamás más dedicadas en el colegio y una de las más queridas también. Inconscientemente, Amanda apretó la mano con la que sostenía el celular, sus nudillos tornándose blancos. La mujer del colegio le dijo que, al parecer, la había asaltado en la calle y le habían disparado.

 Al rato colgó, un poco impaciente de haber escuchado a la mujer llorar como una magdalena y como si hubiese estado hablando de una virgen o una santa o quién sabe que. Le daba rabia pensar que, ahora más que nunca, pusieran en un pedestal a ese mujer ridícula. Pero Amanda tomó un respiro y prosiguió con el almuerzo, que era más importante. Puso algo de música y prosiguió picando tomates y cebolla, calentado agua y cocinando una rica lasaña. Tenía carne molida y muchas verduras, tal como le gustaba a su esposo. Ella podía decir, con toda seguridad, que seguía tan enamorada como en el primer día. Él era su príncipe azul y siempre lo había sido, desde el primer momento en el que se había conocido. Tenía dos hijos: un chico de trece años y una nena de siete. Eran su adoración.

 Pensando en su familia, tuvo el almuerzo listo para cuando llegó la pequeña Lisa del colegio. Le sirvió un pedacito de lasaña, la mayoría guardada para la noche. En el comedor, hablaron juntas del día en el colegio de Lisa y lo que había aprendido. La verdad era que Amanda siempre había querido tener una hija, una pequeña mujercita con quién hablar y compartir secretos tontos y hablar de tonterías. Sabía muy bien la razón: cuando ella era pequeña tenía muchas amiguitas pero en casa solo a un hermano mayor que obviamente no compartía sus mismos gustos. Ahora en cambio, en la tarde, las dos chicas se la pasaban haciéndose peinados u hojeando revistas, eso sí, después de haber hecho la tarea.

 Después del almuerzo, Lisa subió a hacer los pocos deberes que tenía y Amanda lavó los platos. Entonces se le vino a la mente de nuevo lo sucedido: como había seguido a la mujer hasta su casa, caminando, y le había disparada sin mayor contemplación. Su arma tenía silenciador y por eso no había alertado a nadie. El arma había sido un regalo de su padre, un gran aficionado a las armas y a la caza. La verdad era que a ella todo eso nunca le había gustado pero no se podía negar que las armas de vez en cuando tenían una utilidad y eso había sido comprobado esa misma mañana.

 No la odiaba ni nada por el estilo. La verdad de las cosas era que no la conocía tanto como para odiarla. Pero sí resentía esa actitud de superioridad, esas ganas de controlar todas las reuniones de padres como si ella tuviera más derecho que otros de opinar. Era una mujer prepotente y desagradable y la única razón por la que muchas otras se le acercaban era porque sabían lo llena de dinero que estaba. Y no era que ella les fuera a dar nada sino que podían colarse, gracias a ella, a uno de los varios clubs a los que estaba afiliada y que eran una razón de estatus en el barrio, que era de gente de clase media alta. La mujer era considerada rica y esa era la única razón por la que la mayoría de la gente la trataba como si fuese realeza.

 Secando los platos, Amanda pensó que eso había terminado. Sí, la mujer estaba casada y tenía hijos. Pero ese no era el problema de Amanda, eso debía haber pensado esa mujer antes de burlarse de ella y de sus postres cada vez que hacía algo para las ventas de caridad que organizaba el colegio. Y la vez pasada, hacía solo una semana, había sido la gota que había rebosado el vaso. Amanda había hecho unos deliciosos cuadrados de limón, una receta que su madre le había enseñado y que, con los años, había innovado para hacerla más interesante y deliciosa. Pero esa estúpida mujer y algunas de sus rapaces amigas habían venido a su puesto en una de las ventas de caridad solo para burlarse de lo simplón de su receta. Ellas no tenían que cocinar nada porque estaban a cargo de la supervisión de todo el evento pero aún así esa mujer había traído unos bocados de café con chocolate y todos los alababan a pesar de ser secos y amargos.

 La burla hacia Amanda había durado toda la tarde, con una mirada de superioridad y habiéndose vestido con la ropa más cara que tenía para que todas las otras mamás le preguntaran donde había comprado eso y otras preguntas estúpidas que no venían al caso. Al final del evento, Amanda era uno de las mejores vendedoras pero no ganó ninguno de los premios porque esa mujer los daba y mientras lo hacía pasaba frente a ella tentándola y repitiendo algún comentario mordaz sobre sus cuadrados de limón. Amanda no lo había tomado bien y había guardado ese rencor muy profundo hasta que esa mañana había explorado.

 Lisa bajó al rato para jugar. Se peinaron el pelo mutuamente y pusieron una película de las que le gustaba a su hija. En esas llegó su hijo a quien le preguntó como había ido el colegio. Como típico adolescente, respondió con un gruñido y subió de una vez a su habitación, sin decir nada más. Su hijo era más como su esposo o al menos como él decía que había sido cuando joven: algo tímido, huraño y con intereses fuera de los que tenían la mayoría de chicos a esa edad. Amanda entendía ya que esa era parte difícil del proceso de crecer. A veces hablaba con él y él se abría lo suficiente pero por periodos cortos de tiempo. En todo caso, no había que empujar.

 A las siete de la noche llegó su marido. Se dieron un beso en la entrada y apenas entró en la casa lo recibieron con la canción de cumpleaños y una torta hecha por Amanda el día anterior adornada con varias velitas. El hombre las sopló todas y les agradeció a todos por la bienvenida. Se sentaron a la mesa y Amanda sirvió la lasaña para cada uno, esta vez una porción generosa. Para beber, los mayores tenían vino tinto y los pequeños jugo de naranja. Comieron y bebieron contentos, todos recordando anécdotas de otros cumpleaños. Cuando llegó la hora del pastel, los dos niños le entregaron regalos a su padre, así como Amanda que le dio un reloj nuevo que había comprado con algunos ahorros. El hombre estaba muy contento.

 La fiesta terminó tarde. Los niños se fueron a dormir y los dos adultos quedaron solo. Amanda besó aún más a su esposo, en parte por el alcohol y en parte porque quería tenerlo cerca. Pero él interrumpió todo con la noticia de la muerte de esa mujer. Amanda le comentó de la llamada que había recibido del colegio. Él solo dijo que la mujer nunca le había caído muy bien y prosiguió a besar a su esposa. Así estuvieron por un buen tiempo hasta que Amanda le dijo que debía limpiar mientras él se ponía cómodo en la habitación. Amanda lo hizo todo lo más rápido posible para estar con su marido que siempre había sido un excelente amante.


 Pero después de tener sexo, cuando él ya se había dormido, ella seguía despierta, con los ojos muy abiertos. Seguía pensando en esa mujer y en como viva o muerta seguía en su cabeza, como un tumor que se negaba a desaparecer.