Nunca hubo una razón en especial pero
siempre terminaba pasando lo mismo, tanto así que tuvimos que ir a una
profesional para saber si todo marchaba bien. Era preocupante que siempre
cayéramos en el mismo vicio, casi a las mismas horas todos los días pero
siempre de modos diferentes. La verdad no era algo que buscáramos, ninguno por
su lado ni ambos por un acuerdo mutuo. No había nada de eso. Lo explicábamos
así: como empezamos de manera clandestina, pues siempre teníamos un cierto
miedo, un apuro particular y por eso la costumbre nunca se nos quitó. Alguna
gente lo sabe y no le importa, algunos otros lo saben y nos miran como bichos
raros. Y otros más no lo saben ni lo van a saber nunca porqué son cosas
privadas al fin y al cabo.
El caso es que, como le confesamos a la
psicóloga, creemos ser adictos al sexo. Así de simple y claro. No, no estamos
orgullosos de serlo. Sería lo mismo que estar orgullosos de ser diabéticos o de
que nos gustara los espagueti a la boloñesa. Pero la verdad es que tampoco nos
sentíamos mal por ello y la doctora nos dijo que posiblemente no hubiese nada
malo con nosotros. Nos miramos a los ojos y no sabíamos si soltar una carcajada
o echarnos a llorar. Bueno, al fin y al cabo ella ni nos conocía, ni sabía como
éramos cada uno por su lado y en pareja.
Le contamos cómo empezó todo. Trabajábamos
juntos, en la misma oficina. Eso se acabó hace unos meses pues nos dimos cuenta
que la gente empezaba a hablar y que el clima social se iba a poner muy pesado
por lo que habíamos hecho. De nuevo, no era algo que nos enorgulleciera pero
habíamos empezado como una pareja clandestina. Al comienzo nos caíamos
mutuamente mal. Hasta nos echábamos miradas de odio cada cierto tiempo y
evitábamos la presencia del otro. Pero un buen día al ascensor del edificio se
le ocurrió averiarse y nos quedamos solos. Ambos pensamos que nos iban a lanzar
a la garganta del otro y sí fue así pero no exactamente. Cuando salimos de ese
ascensor nuestra visión del otro era completamente distinta.
La psicóloga parecía estar a punto de reír
pero retrajo su sonrisa cuando le explicamos que cada uno estaba en una
relación por su parte y que empezamos a vernos a espaldas de personas que
queríamos pero ya no amábamos como antes. Su expresión se endureció y, como una
profesora de jardín de infantes, nos preguntó porqué lo habíamos hecho. Le
dijimos que no había sido planeado pero que tampoco lo habíamos podido evitar.
Las cosas eran como eran y no pudimos quitarnos las manos de encima del otro.
Simplemente había un magnetismo, una fuerza más allá de nuestras capacidades
que nos acercaba y nos hacía sucumbir a nuestros más bajos instintos. De nuevo,
hay que decir que no estábamos orgullosos pero definitivamente estábamos
felices.
Entonces la doctora preguntó por cuanto tiempo
habíamos mantenido nuestra relación en secreto. De nuevo nos miramos, pero esta
vez fue con vergüenza, bajando la cabeza pero tomándonos las manos y apretando
para darnos fuerzas mutuamente. Respondimos que fue todo un año, un año que, a
decir verdad, fue fantástico. No solo nos enamoramos perdidamente sino que lo
hacíamos en todas partes, incluso en la misma oficina. No podíamos decir que
habíamos sido como conejos, eso sería incluso grotesco. Pero es justo decir que
habíamos intentado quitarles el trono en el reino de los animales en celo.
Nuestras parejas se enteraron casi al mismo
tiempo y cuando eso sucedió no hubo tanto trauma y tanto drama como podía haber
habido. Tampoco fue que todo fuera color de rosa pero hablando las cosas se
solucionan y eso hicimos. Hablamos y ellos se dieron cuenta que las relaciones
estaban ya muertas o por lo menos agonizando. Se habían acostumbrado tanto al
rigor de la rutina que ya nada era emocionante y por eso nuestros escapes al
deposito de materiales de la oficina eran como inyección de adrenalina que
entraba directamente a la sangre y al cerebro con la fuerza de un
ejercito.
Sí hubo peleas, argumentos y discusiones. Pero
no pasó de ser una semana pesada, de esas en que no se duerme ni se vive como
una persona normal. Y suena mal pero nos teníamos el uno al otro. No dormíamos
pero lo hacíamos en la misma cama, no cerrábamos los ojos pero nos hablábamos
al oído y nos dábamos animo. Sí, también tuvimos mucho sexo y posiblemente fue
muy bueno pero la conexión que establecimos fue tan importante que el sexo se
convirtió entonces en solo una parte del todo, de toda esa gran estructura que
llamamos amor.
La mujer, sin explicación alguna, se secó una
lágrima con un pañuelo. Al parecer la habíamos emocionado y ni nos habíamos
dado cuenta. Pero volvimos al tema central de la visita: nuestra vida sexual.
Empezó a ser aún más emocionante y mejor después de nuestras respectivas
separaciones y de ahí en adelante fue sorpresa tras sorpresa y la verdad es que
teníamos pocos limites, mejor dicho, teníamos aquellos limites que toda persona
sensata y responsable tiene pero el resto de barreras las quemábamos todas
juntos. Había fines de semana que no salíamos de casa porque como ya no
trabajábamos juntos pues no había sexo en la oficina y lo compensábamos con
maratones increíbles en una cama que era básicamente solo el colchón pues
estábamos conscientes del ruido que hacíamos.
La doctora tosió, interrumpiendo nuestro
discurso, que parecía también tener una energía en constante aumento. Se
disculpó y fingió que no había sido a propósito sino solo algo del momento.
Continuamos.
Compramos cuanto juguete se nos ocurrió, vimos
algunas películas aunque la verdad teníamos más que suficiente con el otro en
la cama. Bajamos aplicaciones en el teléfono que nos aconsejaban intentar
posiciones nuevas y solo no deteníamos en un momento de la noche para comer
algo, recargar baterías y, si acaso, estar un tiempo separados el uno del otro,
así fuera por algunos metros. El descanso podía ser de hasta dos horas, pues
era lo necesario para pedir un domicilio, esperar a que llegara (aunque a veces
utilizábamos ese tiempo), recibirlo y comer.
La doctora interrumpió de nuevo pero esta vez
con una pregunta. Quiso saber si hablábamos mientras comíamos o si solo
comíamos y ya. Le respondimos, un poco extrañados, que siempre hablábamos.
Incluso durante el sexo no todo eran gemidos y gritos y palabras obscenas.
Algunas veces estábamos con la situación tan controlada que podíamos compartir
ideas, anécdotas del día que habíamos tenido o noticias que habíamos escuchado
en alguna parte. Lo mismo hacíamos cuando comíamos, incluso nos tocábamos las
manos y nos mirábamos a los ojos. Eso mismo hicimos en la oficina de la
doctora, solo que también hubo una sonrisa y un brillo especial en nuestros
ojos.
Ella entonces preguntó que nos gustaba más del
sexo? Las palabras que salieron de nuestras bocas se atropellaron unas a las
otras pues respondimos al mismo tiempo. Con diferentes palabras, habíamos dicho
exactamente lo mismo. Esta vez nos quedamos mirándonos las caras, un poco
asustados pero más que todo apenados. Lo que habíamos dicho era simplemente que
lo mejor de tener sexo era complacer al otro. La doctora pidió que elaboráramos
sobre eso. Cada uno dio sus razones pero en concreto se trataba de que nos
gustaba ver al otro feliz, ver al otro sentir placer y hacerlo sentir mucho más
que bien. Eso era lo que preferíamos. No tanto hacerlo en un sitio o en otro o
con mucha o poca frecuencia.
Ella dio dos palmas solas y nos miró, feliz.
Tenía una sonrisa tan grande en la cara que daba un poco de miedo y tuvimos que
tener valor y preguntarle porque estaba feliz. Nos tomó de las manos y no
explicó que la gente que solo busca tener sexo, quienes de verdad están obsesionados
con ello, normalmente no sienten lo que sentimos nosotros. Buscan el placer
efímero en el acto pero no complacer a nadie y es muy frecuente que no amen a
la persona con la que comparten esos momentos. La doctora se puse de pie y
nosotros también. Nos abrazó, cada uno por su lado, y dijo que no había nada
que temer. Éramos una pareja envidiable, en sus palabras, y la única
recomendación que nos hacía era tratar de hacer otras actividades que también
tuvieran el mismo fin, el placer, para variar las cosas y no aburrirse.
Eso fue lo que hicimos. Empezamos a jugar
tenis, cosa difícil pues uno de nosotros no era muy deportista que digamos, y
también nos propusimos hacer pequeños viajes cada cierto tiempo para compartir
otro tipo de vida y no solo la de nuestros hogar. Pero lo cierto es que nos
amábamos y que cuando nos mirábamos de una manera especial y nuestras manos,
piernas o dedos se encontraban, teníamos el mejor sexo de nuestras vidas y de
la vida de muchos otros. “Hacíamos el amor”, dicen que es mejor decir. Pero
creemos que el sexo es también una hermosa palabra.