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lunes, 3 de abril de 2017

Día en la playa

   Apenas el suelo cambió, de ser negro asfalto a arena fina, me quité los zapatos y dejé respirar a mis pobres pies, cansados ya del largo recorrido. A diferencia de las pocas personas que visitaban la playa, yo no había ido en automóvil no en nada parecido. Mis pies me había paseado por todas partes durante los últimos meses y lo seguirían haciendo por algunos meses más. Era un viaje planeado hacía algún tiempo, casi como un retiro espiritual al que me sometí sin dudarlo.

 La arena blanca se sentía como pomada en mis pies. No era la hora de la arena caliente que quema sino de la que parece acariciarte con cada paso que das. Caminé algunos metros, pasando arbustos y árboles bajos, hasta llegar a ver por fin el mar. Ya lo había oído hacía rato pero era un gusto poderlo ver por fin. Era mi primer encuentro con él en el viaje y me emocionó verlo tan azul como siempre, tan calmado y masivo, con olas pequeñas que parecían saludarme como si me reconocieran.

 Cuando era pequeño me pasaba mucho tiempo en el mar. Vivíamos al lado de él y lo veía desde mi habitación, desde la mañana hasta la noche. Me fascinaba contemplar esa enorme mancha que se extendía hasta donde mis pequeños ojos podían ver. Me encanta imaginarme la cantidad de historias que encerraba ese misterioso lugar. Batallas enormes y amores privados, lugares remotos tal vez nunca vistos por el hombre y playas atestadas de gente en las grandes ciudades. Era como un amigo el mar.

 Mis pies pasaron de la arena al agua. Estaba fría, algo que me impactó pero a lo que me acostumbré rápidamente. Al fin y al cabo así era mejor pues el sol no tenía nubes que lo ocultaran y parecía querer quemar todo lo que tenía debajo. Mi cara ya estaba quemada, vivía con la nariz como un tomate. Pensé que lo mejor sería encontrar alguna palmera u otro árbol que me hiciese sombre pues ya había tenido más que suficiente con el sol que había recibido durante mi larga caminata.

 Pero caminé y caminé y solo vi arbustos bajos y plantas que escasamente podrían proveer de sombra a una lagartija. Me alejaba cada vez más del asfalto. La playa seguía y seguía, sin nada que la detuviera. Y como el sonido del agua era tan perfecto, mis pies siguieron moviéndose sin poner mucha atención. Pensaba en el pasado, el presento y el futuro, hasta que me di cuenta que había caminado por varios minutos y ya no había un alma en los alrededores. De todas maneras, ni me preocupé ni se me dio nada. Por fin encontré mi palmera y pude echarme a la arena.

 Las sandalias a un lado, la maleta pesada al otro. Me quité la camiseta y saqué de la maleta mi toalla, una que era gruesa y ya un poco vieja. La extendí en el suelo y me recosté sobre ella. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo cansado que estaba ya de caminar, de este viaje que parecía no tener fin. Me quejaba pero había sido yo mismo el creador del mismo, del recorrido y había pensado incluso en las paradas a hacer. Así que era mi culpa y no tenía mucho derecho a quejarme.

 Y no me quejaba, solo que mi cuerpo se sentía como si no pudiera volver a ponerme de pie nunca más. Los hombros, la espalda y las piernas no parecían querer volver a funcionar, estaban en huelga por pésimos tratos. De pronto fue el estomago que rugió, dando a entender que él tenía prioridad sobre muchos otros. Fue lo que me hice sentarme bien y sacar de la maleta una manzana y una galletas que había comprado el día anterior en un supermercado lleno de gente.

 Mientras comía, me quedé mirando el mar. Su sonido era tan suave y hermoso que, por un momento, pensé quedarme dormido. Pero no iba a suceder. Quería tener los ojos bien abiertos para no perderme nada de lo que pudiera pasar. No quería dejar de ver a los cangrejitos que iban de una lado a otro, sin acercarse mucho, a las gaviotas que volaban a ras del agua y a un pez juguetón que cada cierto tiempo saltaba fuera del agua, haciendo algo que la mayoría de otros peces no hacían ni de broma.

 Terminé la manzana y abrí el paquete de galletas. Decidí recostarme de nuevo, mientras masticaba una galleta. Miraba el cielo azul, sin fin, arriba mío y las hojas verdes de la palmera. Miré a un lado y al otro de la playa y me di cuenta de que estaba solo, completamente solo. Debía ser porque era entre semanas y por ser tan temprano. O de pronto el mundo me había dado un momento en privado con un lugar tan hermoso como eso. Prefería pensar que era esto último.

 Lentamente, me fui quedando dormido. El paquete de galletas abiertas quedó tirado a mi lado, sobre la toalla. Las gaviotas me pasaban por encima y los cangrejos cada vez cogían más confianza, caminando a centímetros de mi cabeza. Había colapsado del cansancio de varios meses. Creo que ni antes ni después, pude dormir de la misma manera como lo hice ese día, ni en la intemperie, ni en un hotel, ni en mi propia cama, que ya empezaba a extrañar demasiado. Creo que fue en ese momento, dormido, cuando decidí acortar mi viaje algunos días.

Al despertar, las galletas ya no estaban. El paquete había sido llevado por el viento lejos de mí.  O tal vez habían sido las mismas gaviotas que las habían tomado. Había algunas todavía paradas allí, cerca de donde el paquete de plástico temblaba por el soplido del viento. No me moví casi para ver la escena. No quería moverme mucho pues había descansado muy bien por un buen rato. No me había sentido tan reconfortado en un largo tiempo, incluso anterior al inicio del viaje.

 Por la sombra que hacía la palmera sobre mi cuerpo, pude darme cuenta de que habían pasado varias horas y ahora era más de mediodía. No tenía nada que hacer así que no me preocupe pero sabía que el sol se iba a poner mucho más picante ahora, igual que la arena a mi alrededor. Me incorporé y miré, de nuevo, al mar. Sin pensarlo dos veces, me puse de pie y me bajé la bermuda que tenía puesta. La hice a un lado y corrí como un niño hacia el agua, en calzoncillos.

 Estaba fría todavía pero pronto mi cuerpo se calentó por el contraste. Se sentía perfecto todo, era ideal para luego de haber dormido tan plácidamente. No me alejé mucho de la orilla por el miedo a que, de la nada, surgiera algún ladrón y se llevara lo poco que tenía encima. Nunca sobraba ser precavido. Pero no tenía que nadar lejos para disfrutar de ese hermoso lugar. Tanto era así que me di cuenta que estaba sonriendo como un tonto, sin razón aparente. Era la magia del lugar, en acción.

 Salí del agua tras unos veinte minutos. Dejé que el agua cayera al suelo por un buen rato antes de irme a sentar a la toalla. De hecho aproveché para recoger el envoltorio de las galletas, pues no quería que me multaran por dejar basura en semejante lugar tan inmaculado. Vi migajas de las galletas y pensé que ojalá les haya hecho buen provecho a las aves que se las habían comido. Mi estomago gruñó, protestando este tonto pensamiento mío. Pero él tenía que aprender que no siempre se tiene lo que se quiere.

 Me quedé en la playa hasta que el sol empezó a bajar. No hice más sino mirar a un lado y al otro, abrir bien los ojos para no perderme nada de lo que la naturaleza me daba a observar. Era un privilegio enorme y yo lo tenía muy en mente.


 Recogí mis cosas antes de las seis de la tarde. Caminé despacio hacia el asfalto, hacia el mundo de los hombres, adonde me dirigía para buscar donde descansar. Pero jamás lo haría como allí, en la playa, solo y en paz, con solo algunas aves jugando a mi lado.

miércoles, 29 de junio de 2016

Pulso

   Cuando la canción terminó, todos en el recinto aplaudimos. Había sido una de esas viejas canciones, como de los años veinte, y casi todo el mundo había bailado exactamente igual. Cuando cada uno volvió a su mesa, hubo risas causadas por los mordaces comentarios de la presentadora de la noche, la incomparable Miss Saigón. Era de baja estatura y tenía un maquillaje tan exagerado que era obvio que debajo de todas esas capas de pintura era una persona totalmente distinta. En todo caso, era uno de las “drag queens” más entretenidas que yo hubiese visto en mi vida. Para ser justos, no había conocido muchas.

 En la mesa, cada pareja hablaba por su lado de lo gracioso que había sido el concurso de baile. Ahora elegirían a los finalistas para hacer otra competencia más. Miss Saigón había amenazado con un desfile en traje de baño, como en los concursos de belleza. Todo el mundo había reído con el comentario pero nadie sabía si lo decía en serio. Lo más probable es que así fuera, pues en ese hotel todo se valía para entretener a los huéspedes. Y esa noche era una de las más importantes por ser el primer día de llamado “orgullo”.

 Lo siguiente fue un número musical de Miss Saigón. Se cambió de ropa y de maquillaje e hizo una actuación francamente excelente. Mientras la miraba, Tomás me puso la mano sobre la pierna y yo se la cogí, apretando ligeramente. Yo había sido el de la idea de tomar esas vacaciones. Había encontrado el plan en internet y me había llamado la atención el hotel, la belleza del entorno y su ubicación y todo lo que tenía que ver con entretenimiento. Tuve que convencer a Tomás porque él no era de ir a lugares exclusivos para hombres, no les gustaba mucho el concepto en general. Yo había sido igual pero ahora que éramos una pareja no me parece mala idea.

 Cuando aceptó, me alegré mucho y le prometí que serían las mejores vacaciones de nuestra vida. Eran nueve días en un paraíso tropical, con una habitación que se abría al mar como en las películas. Había sido un poco caro pero eso no importaba pues la idea era tener la mejor experiencia posible. Además, quería pasar un buen rato con él. Nunca habíamos viajado solos y creí que el momento era apropiado, cuando ya vivíamos juntos y todo parecía ser más estable.

 Miss Saigón paró de cantar y todos aplaudimos de nuevo, algunos incluso poniéndose de pie. Ella se inclinó varias veces y dijo que harían una pausa para que los asistentes pudiésemos disfrutar de la comida y la bebida. En efecto, habíamos comido poco por el espectáculo así que fuimos a servirnos del buffet, abarrotado de cosas deliciosas para comer. Tomás se sirvió casi todo lo que vio pero yo traté de cuidarme, para no arruinar la noche.

 Cuando terminamos de comer, que no fue mucho después, decidimos recomendar nuestros asientos a la pareja de al lado y nos fuimos a caminar por el borde de la playa que estaba justo al lado del recinto donde el espectáculo tenía lugar. Caminando hacia allí, vimos a Miss Saigón con un nuevo vestido y un plato en la mano. La saludamos y ella a nosotros. Cuando llegamos cerca del agua, propuse que nos quitáramos la ropa y nadáramos desnudos. Tomás me miró incrédulo y yo me reí. Me encantaba decir cosas así porque siempre creía todo lo que yo decía.

 Nos tomamos de la mano y hablamos de los primeros días en el hotel, que habían sido perfectos. El clima era cálido pero no demasiado, no ese calor pegajoso que da asco. Hacía buena brisa en las noches. Desde el primer momento nos habíamos divertido, pues era una experiencia muy distinta a las que cada uno había tenido por su lado. El hotel era bastante más grande de lo que habíamos pensado y había mucho más para hacer. Ya habíamos intentado bucear y habíamos ido a la playa principal donde todos usaban el último diseño en trajes de baño.

 Era obvio que muchos iban a que los vieran, incluso estando con sus parejas. Sin embargo, no todos iban con sus novios o esposos. Había muchos solteros también. Más de una vez se habían cruzado con alguno que les guiñaba el ojo o los saludaba mirándolos de arriba abajo y eso era muy extraño pero sabían como manejarlo si ocurría. Incluso se podía considerar una de esas particularidades graciosas del sitio, como el hecho de que no había una sola mujer a la vista. Incluso el personal del hotel, desde el equipo de limpieza a la gerencia, eran todos hombres.

 De la mano por la orilla, dejé las chanclas a un lado y él hizo lo mismo, para caminar mejor y poder mojarnos los pies. En un momento, Tomás me dio la vuelta y me tomó como si fuéramos a bailar. Terminamos en un abrazo estrecho en el que le podía sentir su corazón latir y su respiración que parecía más agitada de lo usual. No le pregunté nada al respecto porque pensé que de pronto estaba así por la comida o por el baila de antes. Mantuvimos el abrazo un buen rato.

 Escuchamos la potente voz de Miss Saigón y supimos que el espectáculo había comenzado de nuevo. Nos separamos y yo miré hacia el restaurante, para ver si la mayoría de la gente seguía allí. Le pregunté a Tomás si quería volver pero no me respondió. Cuando voltee a mirarlo, estaba arrodillado y tenía en una de sus manos una cajita negra con un anillo adentro. No supe que hacer ni que decir. Tomás empezó a decir muchas bonitas palabras. Sobre lo mucho que me amaba y me apreciaba. Y también como quería vivir el resto de sus días conmigo.

 No tuve que pensar en qué decir o que hacer porque mi sorpresa fue interrumpida de pronto. Al comienzo no pensé que fuera lo que era. Pensé que había sido algo en el sonido del espectáculo. Pero entonces Tomás se puso de pie y me tomó la mano con fuerza. Entonces escuchamos más sonidos y el ruido en el restaurante se calló de pronto. Caminamos hacía allí, para ver si sabían que pasaba pero cuando estábamos a punto de entrar, escuchamos un grito lejano. Venía del edificio del hotel, que estaba un poco más allá, pasando las piscinas y los jardines.

 Instintivamente, algunos de los huéspedes caminaron hacia allá para ver que pasaba. Miss Saigón trataba de calmar a la gente, todavía con el micrófono a la mano. Entonces hubo más ruido y esta vez estaba claro que se trataba de disparos. Se oyeron muy cerca y hubo más gritos. La gente en el restaurante se asustó y empezaron todos a correr, a esconderse en algún lado. Lo malo es que el restaurante quedaba en una pequeña península artificial, con el mar por alrededor, por lo que no había donde ir muy lejos para protegerse.

 Halé a Tomás hacia la parte trasera del restaurante. Como estábamos descalzos casi no hicimos ruido. Otros habían elegido el mismo lugar como escondite. Se seguían escuchando disparos y gritos. Uno de los huéspedes tenía el celular prendido, tratando de llamar. Pero su teléfono no parecía servir. Era obvio que era extranjero y de pronto por eso no salía su llamada. Marcaba frenéticamente y hablaba por lo bajo. Paró en seco cuando hubo más disparos y se fueron mucho más cerca que antes, incluso rompiendo uno de los vidrios del recinto.

 Más y más disparos y más gritos. Parecían ser muchos los invasores pues se oía gente gritar por todos lados. Yo no podía pensar en nada más sino en Tomás. Por eso le apreté la mano y le jalé un poco para que se diera cuenta de lo que yo quería hacer: nadar. Frente al hotel no había océano abierto. Era como un canal amplio. Del otro lado había una isla en la que había más hoteles y lugares turísticos. No estaba precisamente cerca pero tampoco muy lejos. Se podían ver las luces desde donde nos escondíamos. Al escuchar gritos cercanos, me hizo caso.

 Hicimos mucho ruido al entrar al agua. Nadamos poco cuando sentimos el ruido de los disparos casi encima. La gente gritaba muy cerca y los invasores también decían cosas pero yo no podía entender que era. Nadé lo mejor que pude y lo mismo hizo Tomás. De pronto sentí una luz encima y empezaron a dispararnos. El pánico se apoderó de mi y por eso aceleré, nadé como nunca antes, esforzando mi cuerpo al máximo. Después de un rato, dejaron de disparar.


  Las luces del hotel ya estaban cerca y entonces me detuve y me di cuenta que Tomás estaba más atrás. Fui hacia él y lo halé como pude hasta la orilla, donde no había nada ni nada, solo una débil luz roja, como de adorno. Pude ver que Tomás tenía heridas en las piernas y una en la espalda. Había sangre por todos lados. Le tomé el pulso y me di cuenta que era muy débil. Entonces grité. Creo que me lastimé la garganta haciéndolo pero no paré hasta que alguien llegó. Le tomé el pulso de nuevo y no lo sentí.

viernes, 20 de mayo de 2016

Cuerpo

   Me le quedé mirando todo el rato que salió de la playa y se fue caminando lentamente a las duchas que había cerca unos setos, muy cerca del camino de madera que llevaba directo al hotel. Para mí era como una visión, como si todo lo que había soñado en mi vida de pronto se materializara y se hubiese convertido en la persona más hermosa jamás creada.

 No había un centímetro de su cuerpo que no fuese absolutamente perfecto. Parecía como si hubiese sido esculpido en mármol italiano y no hecho de piel y hueso, como lo estamos todos en este mundo. En mi cabeza pensé que así solo fueran piel y huesos y carne seguramente serían los mejores que había disponibles en el mundo. Esa era la clase de tonterías que pensaba cuando lo miraba, a la vez que habría la llave y dejaba correr el agua fría para lavarse el pelo.

 Era un poco gracioso verlo mover la cabeza para todas partes. Tenía el pelo más largo que el mío y por eso lo movía así. Aunque no solo era por lo largo sino porque a él le encantaba su peinado, le encantaba su pelo. Lo cuidaba mucho y siempre se aseguraba de tenerlo a punto cuando salíamos a dar una vuelta, así fueran solo tres calles y en carro. A mi me hacia gracia pero él me respondía que el que no tenía nada de gracia era yo. Me decía que me quedaría bien y que no y siempre pedía hacerme un cambio de apariencia. Pero nunca lo dejé.

 Su cintura era delgada pero no por eso dejaba de ser varonil. Su piernas eran tonificadas y esas si que parecían esculpidas con cuidado. Además que eran largas o al menos eso lo parecían. No era mucho más alto que yo pero, por alguna razón, siempre parecía mucho más alto de lo que era. Tenía pocos pelos en las piernas. Según él era algo genético, de familia. Me di cuenta que era verdad el día que conocí a su padre en un asado y tenía puesto un pantalón corto.

 El agua le recorría el cuerpo de una manera tan provocadora, que tuve que dejar de mirarlo por un rato y tratar de concentrarme en el mar o en las pocas personas que todavía había en la playa. Estaban echados por ahí, aprovechando los últimos rayos del sol. El día había sido perfecto, muy soleado pero solo en la tarde. Por la mañana el clima había sido suave, perfecto para ir y venir por ahí, a las ruinas o a la ciudad.

 Era nuestra primera vez por allí. Jamás en la vida hubiese pensado que iba a quedarme en un lugar como ese, pero siempre pasa que uno termina haciendo cosas raras por la persona que ama. Había sido él el que había insistido tanto, mostrándome folletos y fotos en internet y comentarios de huéspedes y de todo un poco. En verdad quería ir y yo no tenía nada en contra así que fuimos.

 Según entiendo, es uno de los pocos hoteles nudistas de la región. Tiene acceso a una gran porción de la playa, que obviamente también es exclusiva para nudistas. En el comedor del hotel y en zonas comunes, la gente puede ponerse ropa si así lo desea pero la idea es que no se use nada en ningún momento excepto cuando hay que salir del área del hotel. Al comienzo fue un poco raro, pero ya ni me doy cuenta. Eso sí, hay que tener cuidado.

 Apenas me doy la vuelta, veo que sigue bañándose, disfrutando del agua que va enfriando su cuerpo poco a poco. Me encanta su trasero. Es hermoso. Según él, yo tengo mejor trasero pero creo que lo dice por subirme el ánimo, porque jamás he pensado que supere a nadie en cuanto a lo físico. La verdad ya me da igual. Pero él siempre me lo dice, cuando estamos en la calle o haciendo el amor. Es gracioso y creo que ya me acostumbré. De pronto lo dirá porque me quiere.

 Su espalda es la típica de un nadador. Por mucho tiempo hicimos los dos natación en un club que nos queda todavía cerca de la casa pero ya no vamos porque la membresía caducó hace mucho. Allí fue donde nos conocimos. Yo ya había dejado de pensar en encontrar a alguien para compartir mi vida y nunca habría pensado que en una piscina encontraría a una persona como él. Y mucho menos que él se fijaría en mi, considerando las opciones que tenía.

 La mayoría de tipos que iban a esa piscina eran casi profesionales. Creo que había uno de ellos que entrenaba para los Olímpicos o algo por el estilo. Era un tipo enorme en todo el sentido de la palabra y además de eso era muy bien parecido. Por eso, cuando Rodrigo se me acercó un día después de ducharnos, me pareció que de pronto se había equivocado o que tenía que ser una broma de algún sitio.

 No lo mandé a freír espárragos porque, como dije antes, a mi me daba igual. Eran solo palabras y no me importaba hablar con alguien por un par de minutos. Pero así fue ocurriendo un día y luego otro y luego cada vez que iba y después acordamos comer algo después de nadar. Y así se fue desarrollando todo. Viéndolo ahora, en toda su perfección, todavía me parece increíble que sea yo quien se haya casado con él.

 Lo saludó desde mi toalla porque me sonríe y esa sonrisa que me llega a lo más profundo de mi ser. Porque no es una sonrisa sensual ni tampoco una sonrisa graciosa. Es como melancólica, como que me hace pensar que él es mío y yo soy suyo y que la vida que tenemos es simplemente lo mejor que nos puede haber pasado. Estoy enamorado, de eso estoy completamente seguro.

 Sigue bañándose, ya habiéndose dado la vuelta. Parece un modelo de esos de las revistas. No de alta costura que son flacos y sin gracia alguna. Me refiero a esos que modelan pantalones y bermudas y ropa de moda en general. Incluso tiene la sombra de la barba que amenaza con volver después de apenas unos días sin afeitarse. No tiene el abdomen marcado pero sí el pecho. Va seguido al gimnasio. Yo no voy. En vez de eso sigo yendo a una piscina, que es un poco menos cara. Me gusta el agua y nadar de un lado para otro. Me ayuda a pensar.

 No podría pasarme horas en esas máquinas que lo único que me causan es rabia o dolor. A él le gusta y por eso no le digo nada cuando va y menos cuando sale con sus amigos del gimnasio. Todos son enormes. Las chicas son más grandes que yo y podrían romperme el cuello con solo tocarlo. Me gusta que él no lo exagere demasiado. Dice que es solo para mantenerse saludable y supongo que tiene sentido. Cada uno se encarga de su cuerpo como mejor le parece.

 Cuando veo su pene, irremediablemente tengo que mirar hacia otro lado. No solo porque todavía no me acostumbre a verlo sin ropa a cada momento, cosa que me emociona, sino porque estoy seguro que alguien tiene que estar mirándolo. Observo hacia un lado y otro de la playa y me doy cuenta que somos ya muy pocos. No hay nadie que mire a nadie. La gente en estos sitios solo se preocupa por lo propio y por más nada.

 Aprovecho para ponerme de pie y sacudir mi toalla que tiene un poco de arena encima. Mientras él cierra la llave de la ducha, yo me limpio el cuerpo con las manos. El agua está muy fría para mi y de todas maneras me ducharé más tarde, antes de cenar. Antes de eso volveremos al cuarto, ojalá haremos el amor durante un rato y después dormiremos una siesta corta. Incluso es posible que no haya siesta porque el tiempo a veces no alcanza para nada.

 En la noche hay un espectáculo del hotel con bailarinas y toda la cosa. Supongo que estarán todos desnudos pero no lo sé con seguridad. Será interesante verlo. Hay que ir bien limpio, eso fue lo único que nos dijeron. Creo que hay personas que irán vestidas pero Rodrigo me insistió en que el quería cumplir las reglas del hotel y creo que eso tiene sentido.

 Cuando se me acerca, me ayuda con las toallas y me da un beso en los labios. Me pregunta porqué lo miraba tanto mientras se bañaba. Una vez más le digo que me sorprende que alguien como él exista y que esté casado con alguien como yo. Muevo los dedos de una mano frente a él, para que vea el anillo. Él hace lo mismo y nos damos otro beso. Es nuestra costumbre.


 Él me dice que el que tiene que estar agradecido es él. No dice nada más y yo tampoco porque no tiene sentido seguir con lo mismo. Caminamos hacia el camino de madera y luego por encima de él hasta el hotel. En silencio nos despedimos de la playa y del sol, que se hunde con rapidez en el horizonte. Ya lo veremos de nuevo mañana.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Volar

   K recordaba la primera vez que otra persona lo vio volar. Esa persona había sido su madre y afortunadamente él no había volado muy lejos antes de que se diera cuenta lo que estaba haciendo. En ese entonces casi no tenía poder alguno sobre sus capacidades. Era un niño asustado que había acabado de descubrir que no era como todos los demás. Su madre casi muere de un ataque al corazón y K tuvo que convencerla de que todo estaba bien y que no había nada que temer.

 Pero ser una madre era eso precisamente: preocuparse y pensar siempre en lo mejor para su hijo. Desde ese día temió por él, en todas las situaciones que pudiesen presentarse. Pensaba que si alguien se daba cuenta de lo que era, lo iban a rechazar y hasta le podrían hacer daño. K no creía que eso fuese posible, pues además de volar, era extraordinariamente fuerte. Podía tomar una roca y destrozarla solo con una mano, apretando como si fuese una naranja o algo por el estilo.

 Con el tiempo, K aprendió a controlar sus poderes y tuvo a su madre para ayudarlo todo el tiempo. Ella le recordaba que esas habilidades que tenía eran un físico milagro y que jamás debería usarlos para motivos personales. No podía usar esa injusta ventaja en el colegio o para conseguir algo que quería. Sin embargo K, aunque la escuchaba, era un chico joven que estaba ansioso por probar sus limites y ver hasta donde podía llegar.

 Para cuando terminó el colegio, K ya controlaba el vuelo y solo necesita correr unos cuantos metros para elevarse. Lo hacía siempre en las noches para que nadie lo viera. Se había comprado una máscara de esas que resistían gases peligroso y se la ponía siempre que quisiera volar alto. Pero después de muchos intentos, se dio cuenta que la mascara no era necesaria. Podía volar sin ella con toda confianza y nada podía pasarle o eso parecía.

 En secreto, visitó varios lugares del mundo. Después de que su madre se acostaba, volaba por el mundo, conociendo otras personas o simplemente caminando por las calles de ciudades mucho más entretenidas que la suya. Cuando llevaba dinero, compraba algo de comida local o se mezclaba con la multitud en alguna cafetería o, si podía entrar, en un bar. Le gustaba sentir que nadie lo veía y que podía pasarse la vida así, conociendo el mundo.

 Sin embargo, todo cambió para K cuando su madre murió, poco después de su ceremonia de graduación. Había alcanzado a salir en fotos y ofrecerle su apoyo total para seguir estudiando lo que quisiera. Su madre no tenía mucho dinero y se había sacrificado desde hacía mucho trabajando en una fábrica de calzado para ganar el dinero suficiente. Tenía ahorrado para un viaje que quería hacer con su hijo y otro poco para su educación. Pero no sabía del cáncer que tenía y que terminó con su vida.

 K lloró por varios días y no salió de su casa por tantos otros, solo hasta el día de la cremación del cuerpo de su madre. Ese día sintió que sus poderes no eran nada, sentía que todo eso que se suponía lo hacían especial eran solo parte de una maldición. Sin querer, rompió una pared de mármol al empujarla con rabia con una mano en la capilla donde hicieron la cremación. Afortunadamente nadie notó el muro hundido hasta después de terminada la ceremonia, cuando él tomó la urna con las cenizas de su madre y se fue directo a casa. Allí se quedó encerrado por varios días.

 Amigos y familiares venían a cada rato a sacarlo de su miseria pero él se la pasaba en el cuarto de su madre, llorando, y contemplando la urna. Fue en uno de esos momentos en los que recordó el deseo de su madre y, una noche de lluvia, se elevó por los aires y voló miles de kilómetros hasta una isla que parecía salida del sueño de alguien. Estaba rodeada de agua perfectamente clara y palmera que se torcían ligeramente hacia el agua. La arena era blanca y el cielo estaba despejado.

 Viendo que no hubiera nadie cerca, K abrió la urna y dejó el suave viento de la Polinesia se llevara las cenizas de su madre hacia el mar y de pronto a alguna de las otras islas cercanas. K vio como la nube de cenizas se fue alejando y fue solo cuando la perdió de vista que decidió dejarse caer en la arena y llorar de nuevo. Las lágrimas resbalan por su cara rápidamente y parecía que hubiese perdido todo control sobre lo que sentía. Incluso estaba un poco ahogado.

 Entonces sintió una mano en el hombre y brincó del susto. Varias lagrimas saltaron también y cayeron sobre la arena. Quién lo había tocado era una chica, tal vez un poco mayor que él. Por su aspecto físico, parecía ser de la isla, no una turista, sino una polinesia real. K no se limpió las lágrimas. Solo dejó de mirar a la chica y volvió el rostro hacia el mar, continuando su llanto en silencio.

 La chica se sentó a su lado y no dijo nada. Tocaba la arena y arrancaba como montoncito y luego los iba esparciendo suavemente pero no hacía nada más ni hablaba del todo. Cada cierto tiempo miraba a K. Parecía que le daba lástima su estado pero también parecía darse cuenta que había algo que no cuadraba. De hecho era bastante obvio ya que la ropa que K tenía puesta nada tenía que ver con el clima en el que estaban.

 El sol empezó a brillar más aún y fue entonces que K se dio cuenta del calor que hacía y que, además de llorar, empezaba a sudar bastante. La chica le tocó el hombro otra vez y le hizo señal de beber. Él, sin entender bien, asintió. Ella se puso de pie y volvió solo minutos después.

  Traía en sus manos un coco y un palo que clavó hábilmente en la arena. K la miró con interés, limpiándose la cara y quitándose la chaqueta, mientras ella partía el coco en el palo que había clavado y, con cuidado, le pasaba un pedazo que contenía bastante agua. Él tomó un poco y luego se lo bebió todo. Al fin y al cabo estaba deshidratado, no se había preocupado por su salud en mucho tiempo. El sol sacándole los últimos rastros de agua de su cuerpo y por eso empezaba a sentirse raro.

 La chica la llamó la atención y señaló su cuerpo, moviendo sus dedos de arriba abajo. Ella tenía puesto un bikini de color amarillo con dibujos. Después señaló a K y dijo una palabra que él no entendió. Ella sonrió e hizo la mímica de quitarse la ropa. Él sonrió también y entendió lo que ella decía. Y tenía razón, él se había vestido sin pensarlo y le sobraban varias piezas de ropa. Entonces se pudo de pie y se quitó todo menos los pantalones cortos que usaba de ropa interior.

 Ella le hizo la señal de pulgares arriba y le ofreció un pedazo de coco. K hizo un montoncito con la ropa y le recibió un pedazo de coco a la joven. Comieron con silencio y entonces K pensó en lo mucho que su madre hubiese disfrutado el lugar y el coco y el mar y todo lo que había allí. Deseó que hubiese vivido para que lo visitasen juntos pero eso no iba a pasar. Las lágrimas volvieron.

 La chica parecía dispuesta a impedirlo porque, de nuevo, le tocó el hombro y le pidió a K que lo acompañara. Él se limpió los ojos y la frente y, sin decir ni una palaba, se puso de pie y dejó su ropa atrás. Caminaron hacia dentro de la isla por unos minutos, empujando ramas y teniendo cuidado de no resbalar en alguna raíz, hasta que llegaron a un enorme claro. K no pudo dejar de quedar con la boca abierta.

 Era una laguna pequeña, tan transparente como el mar, en la que no se movía nada y parecía estar allí, congelada en el tiempo. Los árboles se inclinaban sobre ella y el viento acariciaba la superficie. La chica se metió de un chapuzón y él entró despacio, disfrutando la temperatura del agua. Después de un rato, jugaron a salpicarse de agua y bucear por todos lados.

 El atardecer llegó pronto y volvieron a la playa. La chica la dio la mano y le preguntó algo en su idioma pero él no entendió. Ella sonrió y le dijo solo una cosas más: “Gaby”. Era su nombre. Se dio la vuelta y se despidió mientras se alejaba por la playa. K le sonrió de vuelta y cuando dejó de verla, se dejó caer en la arena, a lado de sus cosas. Entonces dio un golpe con fuerza al suelo e hizo un hueco enorme, en el que tiró toda la ropa. Cubrió el hoyo rápidamente y, en un segundo, tomó vuelo.


 Sintiendo el aire por todo su cuerpo, se elevó hacia el atardecer y voló toda la noche por varias regiones del mundo hasta que decidiera volver a casa. Allí se sentó en la sala, donde había pasado tantas horas con su madre. Se acostó en el sofá y se quedó dormido rápidamente. Estaba exhausto y necesitaría toda la energía posible para tomar los siguiente pasos en su vida.