Nada. Nada por ningún lado. No hay opciones,
no hay alternativas, no hay absolutamente nada que hacer. Claro que más de uno
culpa a la persona, en este caso a mí, y dicen que no buscamos con suficiente
ahínco o que simplemente no queremos trabajar y los ocultamos con numerosas
excusas. No les voy a hablar de excusas porque no las tengo ni las quiero
tener. Les voy a hablar de la realidad de las cosas, de lo que es estar sin
trabajo en un mundo donde un desempleado es peor que un ladrón.
Un ladrón entra a las casas y roba lo que haya
de valor, o al menos que para él o ella tenga valor. Y agrego el “ella” porque
en esta época del mundo no se puede ser sexista en ningún caso. Todos y todas
podemos ser ladrones, viciosos, groseros, irresponsables y ejemplos de lo peor
de la humanidad. Tener pene o vagina no cambia nada de eso. La humanidad está
podrida y la fisionomía de los cuerpos poco o nada cambia nuestro potencial
para ser todavía peores.
Pero ese no era el punto del que hablaba. Lo
que decía es que los ladrones tienen un trabajo. Es ilegal pero lo tienen.
Igual pasa con los cartoneros que se la pasan recogiendo papel y cajas por las
calles o los que piden dinero en las esquinas sin dar nada a cambio. La gente
no lo dice a viva voz pero a esas actividades se les considera trabajo a la vez
que son maneras de no morir en las grandes ciudades. No importa quién sea o
para qué necesite el dinero, el punto es que algo hacen y la gente los ve.
Y ese es un gran punto. ¿Porqué creen que a
estas alturas de la historia humana la gente todavía se viste de traje y
corbata, con zapatos bien brillantes y todo muy en su lugar? La gente dice que
se trata de etiqueta, de estar presentable y de lucir pulcro y bien presentado.
Pero hay algo más. Esos elementos son visibles a casi todo el mundo y le grita
en la cara a cualquier transeúnte: “Tengo trabajo y todo esto que llevo encima
es prueba de ello. Aporto a la sociedad”, así no sepamos que carajos hacen.
Porque no hay trabajo malo. Al menos no a los
ojos de sociedades que han vivido desde siempre en un estado de necesidad
perpetua. En estos países del llamado “tercer mundo”, nunca hemos sabido como
se siente vivir sin necesidades, hasta las personas con más dinero las tienen
de una manera o de otra. Por eso hacer cualquier cosa es bueno, no importa si
fritas papas en un restaurante o saludas a la gente al entrar en un edificio o
si pretendes hacer respetar la ley. Los seres humanos respetamos el hecho de
que alguien más haya decidido que una persona es lo mejor para cierto puesto.
La convención humana dice que cada uno tiene
su lugar. Ese cuento chino (más bien europeo o gringo) de que todos valemos lo
mismo es una mentira enorme. Ni a los ojos de la sociedad ni a los ojos de la
ley somos iguales. Hay poderes mucho más fuertes que impulsan por debajo todo
lo que vemos. Uno de esos poderes es el dinero pero otro, que subestimamos
seguido, es nuestra propia manera de hacer las cosas, nuestras costumbres
arraigados en los más hondo del cerebro.
Culpamos a los poderosos o a los pobres de
todo y de nada pero la verdad es que cada uno de nosotros aportamos a que las
cosas empeoren o mejoren o, en el caso actual, a que todo siga como ha sido
durante el último siglo. Miles de avances tecnológicos no cambian nuestra
manera de ser en lo más hondo. Seguimos teniendo costumbres tontas, como
ignorar las mejores porque creemos que tiempos peores fueron mejor, solo porque
no aceptamos nuestro presente.
Ese estado de negación perpetua es el que
ayuda a que el mercado laboral sea, en esencia, el mismo que hace unos
cincuenta años. Sí, por supuesto que han aparecido nuevos empleos y se han
abierto caminos antes inexplorados. Pero siguen siendo trabajos y a la gente se
le sigue seleccionando de la misma manera. Así sea un robot el que analice las
hojas de vida, el resultado será el mismo pues los datos que se consideran no
han cambiado y, seguramente, jamás lo hagan.
La edad es un factor clave. Alguien joven es,
a los ojos del mundo laboral, alguien con vigor y energía, capaz de traer ideas
nuevas que ayuden al progreso general de la empresa. Sin embargo, también son
mulas de carga, pues tienen mayor resistencia y se les puede pedir lo que sea y
lo harán porque, en estos países de los que hablamos, no pueden darse el lujo
de negarse a hacer una u otra cosa. Así sea algo que no tiene nada que ver con
su cargo, lo harán porque se arriesgan a perder su miserable sueldo.
Y es que los sueldos siguen siendo miserables
porque la humanidad avanza, nunca para. Así lo suban hoy y pasado mañana, el
sueldo seguirá sin ser suficiente para poder vivir una vida realmente
agradable. Ese lujo está reservado para los ricos y para las personas que
esperan cuarenta años o más para poder reunir lo suficiente para hacer de su
vida algo de provecho. Esas historias son contadas y hoy en día pareciera que
son más numerosas. Pero es una ilusión del mundo interconectado que hoy. Sigue
siendo igual de idílico que hace décadas.
Lo otro es la educación. La pobre educación
que ha pasado de ser un pilar de la humanidad a un negocio que se vende como
salchichas a la salida de un estadio. Ya no hay calidad sino nombres y precios,
como quien va a comprar ropa a un centro comercial. Lo que la gente busca es
comprar la marca más cara que pueda comprar y ojalá esa le sirva para lo que
quiere hacer. A veces el solo nombre es suficiente y otras veces hay que
apoyarlo con más inversión, dinero y dinero.
La calidad es algo que pasa a tercer plano, ni
siquiera a segundo. Son esos árboles que pintábamos cuando éramos pequeños, al fondo
de todos nuestros dibujos. Hacíamos el tronco, grueso o delgado, de color
marrón y luego una suerte de nube verde que iba encima. De vez en cuando le
dibujábamos algunos frutos pero los colores se confundían y lo que se suponía
eran manzanas se convertían en bolas negras. Así es la educación, nosotros la
hacemos para bien o para mal.
Esos que hablan de un profesor u otro, que ese
sabe más o que esa clase es más satisfactoria, solo está tratando de justificar
el dinero gastado. Porque, de nuevo, somos nosotros, cada alumno, el que hace
que toda la educación tenga sentido. Y no hablo solo de la universidad sino
también de la secundaria, la primaria y hasta el jardín de infantes, que hoy
cuesta una millonada y no sirve para nada, excepto como peldaño a un colegio
caro que es tan vacío como una caja sin contenido.
En los trabajos existentes no quieren personas
creativas. Eso, en una palabra práctica, es pura mierda. Muchos trabajos dan la
ilusión de ser una aventura o, peor aún, de dar el control al trabajador. Pero
eso no existe o sino todos serían sus propios jefes y ni siquiera la gente que
de verdad lo es puede hacer lo que se le da la gana. Hay fuerzas de todas
partes, que quieren algo o que solo lo toman. La mente que piensa ya no es una
cualidad sino un problema, si acaso un estorbo.
Esas son mis justificaciones o como sea que
les de la gana de llamarlas. Así explico yo el hecho de tener más estudios que
la mayoría y, sin embargo, a los casi treinta años de edad, ser un fracaso
completo a los ojos de toda la sociedad, sin excepción.
Y lo peor, o la sola realidad, es que no me
arrepiento de los pasos que he dado. Si tuviera una máquina del tiempo, no la
usaría. Porque sería este mismo mundo de mierda el que estaría del otro lado
del umbral. Y ya está visto que a mi eso no me sirve para nada.