La sangre empezó a caer como si hubiera
tenido un grifo en la cara. Había pasado de la nada. Momentos antes, solo había
estado pensando en mi vida, en cosas varias como uno hace seguido en los buses.
El chorro de liquido en mi mano y mi entrepierna me alertó de que algo pasaba.
Si mi sangre hubiese sido más sutil, creo que no me hubiese dado cuenta hasta
más tarde. El caso es que todavía estaba a unos diez minutos de mi casa,
caminando. Esperé como pude, tapándome la nariz, cubriéndome con una hoja de mi
curriculum.
Mi hoja de vida, de trabajo o como se le
quiera llamar era lo único que tenía a mano y, para ser sincero conmigo mismo,
nunca había sido más que un montón de garabatos escritos en un papel duro y sin
gracia. La hoja se consumió rápidamente, como si mi sangre fuese el fuego de
una hoguera que carcome todo lo que se encuentra a su paso. Mis pies se movían,
la sangre en mis piernas y manos chorreaba al suelo y la gente ya empezaba a
mirarme más de lo que resulta cómodo.
Apenas vi mi parada, timbré unas cinco veces y
me bajé golpeándome el hombre contra la puerta del bus. Alguien dijo algo
detrás de mí pero no le puse cuidado porque seguro era algo que no me
interesaba oír. Con la mochila casi vacía en mi espalda y el papel sangriento
en mi cara, caminé los pocos metros que me separaban de mi casa. Tenía que
cruzar un parque para llegar, el mismo parque donde no hacía mucho habíamos
jugado con una mascota que ahora ya era parte de la Tierra.
No sé si fue pensar en esa bella criatura o si
fue causa del chorro de sangre que salía por mi nariz. El caso es que di un
traspiés bastante brusco y caí de frente. No me golpee la nariz pero el papel
untado de rojo salió volando. La agitación hizo que sangrara más y fue entonces
cuando de verdad me sentí mal. La fuerza de mis brazos no estaba ya y empecé a
ver todo como si hubiese un vidrio sucio frente a mi cara. Lo último que vi fue
una sombra que me asustó, luego ruidos ininteligibles y luego nada.
Tuve un sueño muy raro, en el que estaba
sentado sobre una silla en la mitad de un campo enorme, muy verde. El cielo
estaba casi completamente despejado, con solo apenas algunas nubes blancas y
gorditas surcando el espacio sobre mi cabeza. Miraba a un lado y al otro del
campo verde y no había nada ni nadie más aparte de la silla y de mi. Quise
ponerme de pie pero no podía. Ni siquiera lograba moverme. Era como si mi
cuerpo no quisiera hacer lo que el cerebro le decía. Me sentí atrapado. Quise
gritar pero tampoco pude. No había sonido.
Cuando desperté, la cabeza me daba miles de
vueltas. El mareo fue tal que, aunque no veía nada, mi instinto me dijo que
girara la cabeza a la derecha para vomitar. Al parecer hice lo correcto, pues
una sombra pasó corriendo por el lado, como si fuese a buscar a otra persona. Sabía
que debía estar en mi casa o en algún lugar por el estilo. No tuve mucho tiempo
para adivinarlo pues me desmayé a los pocos segundos. Mi fuerza estaba ausente,
completamente drenada.
Abrí lo ojos de nuevo mucho después. Era de
noche, eso sí que lo podía percibir. Mi vista estaba un poco mejor pero todo
seguía pareciendo una de las peores pesadillas de mi vida. Los sonidos se
aclaraban poco a poco, a veces escuchándose más fuertes y a veces más suaves.
Agradecí que alguien, tal vez una enfermera, había cerrado la puerta. No quería
saber mucho de lo que pasaba afuera de esa habitación. Ya había adivinado que
era un hospital y no mi casa.
Oí pasos y fingí dormir. La puerta se abrió y
se cerró y una forma humana se acercó a mi. No sabía como era su rostro pero
sabía que lo tenía muy cerca al mío. Estuvo haciendo algo allí, luego me tomó
la muñeca izquierda, se quedó quieto y luego se fue. Por el tamaño de los dedos
pude deducir que era un hombre y era muy probable que fuese mi doctor. Tuve
ganas de abrir los ojos y la boca y preguntarle que era lo que estaba pasando
pero supe que no tendría la capacidad de hacer ninguna de esas cosas.
Resolví dormir de nuevo y eso me sirvió un
poco, a pesar de que la pesadilla de la silla volvió a mi mente. Lo único diferente
era que esta vez todo ocurría de noche y era mucho más terrorífico que antes.
Podía sentir muchas presencias a mi alrededor, murmullos y sombras que se
movían de un lado y del otro. De nuevo, no me podía mover de la silla y sí que
quería hacerlo, quería salir corriendo de allí y refugiarme en algún lugar
familiar. Pero dentro de mí sabía que eso no era posible.
Cuando me desperté de la pesadilla, el doctor
estaba al lado mío. Creo que se asustó porque se retiró de golpe y su bolígrafo
cayó al suelo. No supe que hacer en el momento, empezando porque mi sentido del
oído había vuelto por completo y el de la vista estaba en camino de estar como
antes. El hombre me revisó en silencio y no dijo nada durante todo el rato. Yo
quise decirle algo pero no pude. No solo porque las palabras no estaban a la
mano, sino porque mi garganta se sentía como llena de pelusa, como si muchos
gatos la hubiera utilizado como resbaladilla.
Estuve en el hospital una semana y luego otra
más. Casi un mes completo allí cuando, por fin, me dieron de alta. Tuve que ir
a un consultorio para que me dijeran los resultados de todos los exámenes que
me habían estado haciendo. Mis padres estaban allí porque alguien tenía que
pagar la cuenta del hospital. De resto, se suponía que yo era un adulto
responsable de si mismo. Me dio rabia estar allí en ese momento, sintiéndome aún
pero de lo que ya me había sentido.
En resumen, el médico declaró que tenía un
problema serio de la sangre y que no tenían claro que era lo que sucedía. Al
parecer no era cáncer ni ninguna enfermedad de transmisión sexual. Casi me rio
cuando mencionó ese detalle pues hacía casi un año que yo no había tocado otro
cuerpo humano. Dijo muchas cosas que no entendí y otro montó que la verdad no
quise escuchar. Los médicos hablan demasiado a veces y se les olvida que
atienden seres humanos.
Salimos de allí después de pagar y volvimos a
casa. Mis padres me miraban como si tuviera la peste o algo peor. Como si les
fuese a saltar al cuello en cualquier momento. Yo no hice nada más sino ir a mi
habitación y encerrarme allí. Se suponía que tenía que seguir una dieta
estricta y ciertas reglas en mi vida, como no agitarme ni nada parecido. Se me
habían prohibido las actividades extenuantes, así que por fin era útil ser un
desempleado más de un país en el olvido.
Estuve varios días en mi habitación, viendo
películas y comiendo y no haciendo nada. Se suponía que también tenía que
ejercitarme pero simplemente no lo hice. Mi cuerpo dolía demasiado por todo lo
que me habían hecho y simplemente no tenía el humor de ponerme a torturar mi
cuerpo. Era algo muy idiota pensar que alguien en mi estado se iba a poner a
esforzarse tanto de la noche a la mañana y sin más, sin una charla de verdad,
sin consejos ni confidencias y nada que me hiciera sentir seguro.
Pasadas dos semanas, mi nariz empezó a sangrar
de nuevo, mientras estaba en el portátil. La sangre empezó a meterse por entre
las teclas, manchando mis dedos y dañando internamente el aparato. Y yo solo
miraba absorto el liquido medio espeso.
Quise saber cuanto era necesario para empezar
a marearme de nuevo. Quería ver cuanto faltaba para sentirme tan mal como
antes. Fue entonces que me di cuenta: yo mismo me había hecho sangrar. No sabía
como pero sí sabía porqué. No dije nada, ni llamé a nadie mientras mi cama se iba manchando por mi fuego interno.