Desde hace siglos, tres torres se alzaban
por encima del enorme bosque que cubría gran parte del Valle Alto. Lo llamaban
así porque era uno de los tres valles, atravesados por el mismo río, que
formaban el único centro de población de este mundo. O al menos de este lado
del mundo porque nadie nunca había ido más allá de las montañas y nadie,
tampoco, habían llegado de esas desconocidas tierras. Lo único que parecía
conectar a los habitantes del Valle Alto con el resto del mundo, eran las tres
torres del bosque, que se alzaban dos centenares de metros sobre la espesa capa
verde.
Los habitantes de los otros valles, que venían
seguido a comerciar y a visitar familiares, gustaban de ir a ver las torres,
recorrerlas en todo su interior y tratar de llegar lo más arriba posible. Pero
nadie había llegado muy lejos ya que sus pulmones no estaban hechos para las
alturas y a los cincuenta metros ya estaban exhaustos. Se dice que una mujer
llegó a los primeros cien metros pero ella ya no existe y nadie puede estar muy
seguro de esa historia.
Las torres estaban
dispuestas en un triangulo, en el bosque que quedaba al norte de todo el Valle.
Eso era lo único que sabían los habitantes de la zona. No había torres ni en
Valle Medio ni en Valle Bajo y los antiguos manuscritos no decían nada de
torres en el mundo. Era como si, de un día para otro, hubieran aparecido allí
semejantes estructuras como si nada. Más de un erudito del Valle había ido a
investigar pero las torres no tenían escritos sobre la piedra, ni símbolo
alguno en sus paredes. Mucha gente decía que en lo más alto debía haber un mirador
y que allí vivía un sabio que tenía miles de años.
Por supuesto, esa era otra fantasía de los
habitantes del Valle porque nadie tenía ni idea de que había en la punta de
cada una de las torres. Con elementos rudimentarios, la gente tenía binoculares
y telescopios incluso pero con nada notaron cosas raras en la parte alta de las
torres. Lo extraño, que sí parecía ocurrir con frecuencia, era que en días
soleados la punta de cada una de las estructuras empezaba a brillar. Era como
si allí arriba hubiese un espejo o algo por el estilo. Por eso mucha gente
inventaba historias, de una gran biblioteca en la punta de cada torre, o de los
aposentos de un mago que los protegía del mal de más allá de las montañas.
Esa era otra parte importante de todo el asunto:
los habitantes del Valle no eran tan curiosos como uno creería. Esto era obvio
al darse uno cuenta que solo un puñado había visitado las altas montañas que
cerraban sus valles. Algunos de esos picos quedaban cubiertos de nieve en
invierno y no parecían estar tan lejos. Pero la gente solo llegaba al pie de la
montaña, donde pudiesen construir casas o cultivar. Como se dijo antes, no eran
amantes de la altura y no tenían intención alguna de ponerse a desafiar sus
cuerpos. Además, no eran exploradores natos y los que lo eran solían ser vistos
como locos, queriendo escapar de las muchas tareas que tenían que cumplir.
Cada valle estaba conectado al siguiente por
un cañón estrecho en el que los habitantes, durante milenios, crearon caminos
al borde del abismo para conectar las tres partes de lo que se llamaba el Gran
Valle o, para la mayoría el Mundo. Porque no había manera de saber que habían
más que estos valles, no había como tener constancia de que alguien vivía más
allá de las montañas. Los más inteligentes de entre ellos, sabían que el mundo
era uno de, probablemente, muchos planetas en el universo y que era probable de
que hubiera vida en otro sitios, incluso en ese mismo mundo. Pero también era
posible que su valle fuera la única isla de vida en muchos kilómetros, tal vez
millones.
Así que era entendible que nadie en todo el
valle se preocupase mucho por las grandes preguntas de la vida. Simplemente
habían aprendido a vivir sin tener que saberlo todo. Se contentaban con tener
pan en la mesa y con ser felices. Eso era lo más importante en la cultura de
los Valles, que entre sí eran algo distintos pero en eso eran idénticos: todo
el mundo tenía el derecho e incluso el deber, de ser feliz. Y esto era porque
sabían que no había más en el mundo que valiera la pena. Ellos no sabían de
dinero ni de avaricia, lo que los hacía más únicos todavía, sin ellos saberlo.
Un día, por supuesto inesperado para todos,
una de las torres empezó a brillar más que las demás. Lo curioso era que casi
no había sol y el brillo siguió hasta la noche. Se podía decir que era como un
faro, del que solo había uno en Valle Alto, para los pocos barcos pesqueros que
se adentraban algunos kilómetros en el mar. La diferencia era que ese faro
tenía unos veinte metros de altura y este doscientos. La torre brilló igual por
días y días hasta que la gente se acostumbró y ya no le hice mucho caso.
Esto hasta que la segunda torre empezara a
brillar y se dieran cuenta, en la noche, que una no apuntaba al mismo sitio que
la otra. Apuntaban su haz de luz a un punto indefinido más allá de las montañas
y se quedaba así todo el tiempo, sin moverse como lo haría un faro normal. Con
el segundo haz de luz, la gente se empezó a asustar: nunca había pasado nada
similar y no les gustaba que pasaran cosas que no se pudiesen explicar de
manera sencilla. Los más brillantes se congregaron en el bosque, con catalejos,
haciendo cálculos y hablando con los pocos que habían subido alguna montaña,
que sabía casi lo mismo que los demás.
Entonces, un mes después de que brillara la
primera luz, brillo la tercera torre y entonces hubo pánico general entre los
habitantes del Gran Valle. Incluso los que vivían de la pesca en las aguas poco
profundas del Mar, que seguro era más grande de lo que ellos sabían, habían
decidido dejar de entrar en el mar y mejor ayudar a sus mujeres en los campos o
haciendo otras cosas que no conllevaran un riesgo muy grande. Las luces
brillaron y la gente seguía asustada hasta que, de repente, se fueron apagando
una a una, a lo largo del mismo tiempo que habían tomado para apagarse.
Cuando la tercera torre se apagó, todos en el
Valle Alto vitorearon y pudieron sentirse a salvo y seguros de nuevo. Pero ese
sentimiento duró poco. A la mañana siguiente de apagarse la última luz, se
reportó el encuentro de una persona en el extremo más al norte del bosque. Los
habitantes de la región tenían grupos de leñadores que hacían recorridos
regulares por las zonas boscosas para traer madera los pueblos para el invierno
pero ese día no trajeron troncos sino a una mujer.
La mujer tenía los pies rojos y los médicos
pronto dijeron que había muerto del cansancio, de tanto correr. De hecho, no
podían estar seguros de que estaba muerta porque, la verdad era, que la mujer
era muy diferente a ellos. Lo más obvio era la altura, les llevaba por lo menos
unos sesenta centímetros de altura y llevaba el pelo bastante corto, cortado
con algún cuchillo mal afilado por lo que se podía ver. Vestía pieles de
animales como ropa y parecía no haberse bañado en varios días.
Fue una enferma quien se dio cuenta de otro
detalle: la mujer había sido encontrada en posición fetal en el bosque, según
los leñadores. Pues bien, una de las enfermeras concluyó, correctamente, que
esto se debía a que venía cargando a una cría, un hijo. Estaba tan bien
arropado entre las pieles que no había sido sorpresa que no se hubieran dado
cuenta de que estaba allí. El bebé, mucho más grande que los bebés a los que
ellos estaban acostumbrados, los miraba con curiosidad y lloró con fuerza, lo
que alivió a los médicos, que creyeron que podía estar enfermo.
La criatura fue alimentada con leche de vacas
del Valle Medio, que todos reconocían por su riqueza alimenticia. La mujer fue
enterrada en los lindes del bosque. Los doctores revisaron el cuerpo varias veces
para confirmar su muerte y al final era obvio que jamás iba a despertar. Fueron
los eruditos quienes entraron a la discusión, después de que el bebé fuese
presentado a la sociedad en pleno. Ellos decían que esos gigantes debían venir
de lejos porque nadie conocía de gente así, tan alta y con aspecto salvaje.
Muchos concluyeron que la llegada de madre e hijo no era nada bueno para el
Gran Valle pero muchos otros, al ver a la bebé, no creyeron eso.
El bebé creció bastante y pronto no pudieron
alzarlo más. Le hicieron un corral especial y le daban leche y pan todos los
días. A veces probaban con platillos más elaborados pero el niño no los comía.
Así pasaron las cosas durante un par de meses hasta que, de nuevo, los
leñadores reportaron extraños en el bosque. Pero esta vez no se trataba de una
mujer y su bebé sino de hombres salvajes y más de sus mujeres e hijos. Eran por
lo menos unos cincuenta y todos estaban exhaustos pero ninguno de ellos estaba
tan grave como lo había estado la madre del bebé.
Los habitantes de Valle fueron a saludarlos,
tratando de ser amables pero estando tremendamente asustados. Pero la reunión
terminó pronto cuando los extranjeros empezaron a quejarse, y colapsaron en el
suelo, algunos llorando y otros cansados. La gente del Valle los ayudó y,
cuando estuvieron mejor, les explicaron su historia. Resultaba que las torres
tenían pares en otros lugares del mundo y uno de esos lugares era el desierto
en el que ellos vivían. Según la leyenda, si alguna vez se prendía la torre
ello indicaba que el mundo iba a cambiar y que debían seguir la luz para
salvarse. Y eso habían hecho. Entonces, asustados, les dijeron que notaron más
luces y que iban a venir más seres y que era probable que no todos fuesen como
ellos.
Temiendo por su seguridad, la gente del Valle
empezó a organizarse, por primera vez en su Historia, para defenderse.
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