Johanna y Odín se casaron a finales de los
años setenta, después de muchos años de ser de los pocos jóvenes islandeses
hippies. Desde el día que se unieron en matrimonio, no se despegaron el uno del
otro. Tuvieron tres hijos que criaron en su granja en el este del país y con
ella los alimentaron y pudieron mandarlos a la universidad. Cuando fueron algo
mayores, dejaron la isla e hicieron vidas propias lejos del pequeño
país. Pero Johanna y Odín nunca quisieron dejar lo que tenían allí: la granja,
los animales, ese clima que les encantaba y las impresionantes vistas que
habían ayudado a que ellos se enamoraran el uno del otro.
Ya se acercaban a los setenta años pero
seguían tan vivaces como siempre lo habían sido. En las mañanas Odín sacaba las
ovejas de su corral y Johanna empezaba a hacer la masa del pan que vendía en la
tienda del pueblo más cercano. También vendían la leche de las ovejas, su lana
por supuesto y a veces hacían queso pero era un trabajo tan dispendioso que no
era algo muy frecuente. Vivían lejos del poblado más cercano, ubicado a dos
valles de distancia. Eran unas dos horas de viaje y por eso estaban algo
desconectados del mundo, al menos físicamente. Por otra parte, tenían teléfono
y televisión e incluso contemplaron la instalación de internet, ya que la línea
de fibra óptica pasaba cerca pero nunca se decidieron.
Fue cuando cumplieron los sesenta que se
dieron cuenta que el mundo había empezado a cambiar más allá de lo que ya
habían visto en los años anteriores. Se hablaba de una guerra lejos, en los
continentes con los que le país más hacía intercambio. Al comienzo, no le
hicieron mucho caso a las noticias y la televisión estatal casi no informaba
sobre el tema. Después, un día que Odín tuvo que ir al pueblo a vender sus productos,
se enteró de que había escasez de gasolina y de otras muchas cosas que venían
de fuera del país. La gente en la capital, según decían, estaba muy preocupada
por esto ya que muchos dependían de la venta de ropa extranjera o de servicios
que solo venían de fuera.
Y sin embargo, Johanna y Odín siguieron
viviendo como siempre. Entonces sucedió algo que siempre temieron de jóvenes
pero que jamás pensaron que pasaría de nuevo. Recordaban cuando niños que sus
padres y en la escuela les habían contado de las bombas lanzadas sobre Japón
para terminar la segunda guerra mundial. Aunque por mucho tiempo la gente temió
que pasara de nuevo, con el tiempo pensaron que no pasaría ya que las cosas
habían cambiado, aparentemente para bien.
Pero un día que Johana estaba tendiendo la
ropa vio un brillo, un magnifico brillo a la distancia. Venía del cielo o de
muy lejos. Era como si el sol hubiera bajado a la tierra pero se le viera a
través de un espacio muy grande. El fenómeno fue extraño y todos en la región
lo vieron. La televisión informó que se trataba de una bomba de hidrogeno, la
más grande jamás lanzada. Había sido lanzada en el continente y, según decían,
había devastado una zona muy poblada. Y entonces, como viento que arrecia,
empezó la guerra. El país atacado cambió de pronto, como un ser vivo que muta
para sobrevivir. Y empezó a atacar por todos lados, apoderándose de tierras que
siempre había pretendido pero jamás tomado realmente.
Uno a uno, los países fueron cayendo. Muchos
islandeses pensaban que el final del país se acercaba y que serían invadidos
pronto. Era solo cuestión de cuando. Pero el tiempo pasó, los primeros tres
años de una guerra sangrienta y debilitante, y nunca hubo invasión. Lo que sí
hubo fue un cambio en el gobierno que fue lento pero para cuando la gente se
dio cuenta, era demasiado tarde. El enemigo no había invadido a la fuerza sino
que se había aliado con un partido sediento de poder y este le había entregado
el país. Los puertos y las ciudades fueron ocupados lentamente por la potencia
extranjera y la gente tuvo que aguantar.
Johanna y Odín, sin embargo, siguieron un poco
como siempre. Estaban preocupados por la situación, al fin y al cabo eran
creyentes de la paz y la libertad, pero esto era algo contra lo que no podían
hacer nada. Y, de todas maneras, la guerra parecía no afectarles en su rincón
remoto del mundo. A excepción de los cortes de luz ocasionales y la escasez de
gasolina, no parecía haber nada que cambiara radicalmente su estilo de vida.
Las cosas cambiaron habiendo pasado cuatro
años de la guerra, cuando tuvieron que viajar por carretera hasta un puerto del
norte, donde un vecino les había contado que podían encontrar gasolina de
contrabando. Era peligroso pero las fuerzas extranjeras permitían este mercado
negro, a sabiendas que ellos podían ganar algo de dinero con ello. La pareja
viajó unas cinco horas hasta el puerto y se abasteció de todo lo que
necesitaban. Trataron de cargar bastante pescado, gasolina, hilos y
medicamentos, para no tener que volver en un largo tiempo. Y como eran solo
dos, no tenían que comprar mucho.
Cuando lo tuvieron todo, emprendieron el
camino de vuelta pero no llegaron muy lejos cuando encontraron algo que no se
esperaban. A un lado de la desolada carretera, en un tramo especialmente oscuro
y solitario, Johana vio algo. Parecía un atado de ropa tirada o una llanta
vieja. Odín aminoró la velocidad y entonces se dieron cuenta que lo que fuera
se había movido. Entonces detuvieron el pequeño vehículo y se bajaron a ver que
era lo que pasaba. Con la ayuda de una linterna, encontraron el primer bulto.
Era un hombre. Parecía haberse arrastrado hasta el borde de la carretera.
Estaba ensangrentado. Parecía que lo habían golpeado. Como pudieron lo subieron
al vehículo.
Cuando Odín fue a arrancar, el pasajero pegó
un chillido en el platón de atrás del camioncito. El hombre decía algo pero
ellos no le entendían, parecía hablar otro idioma pero se dieron cuenta de que
lloraba y señalaba hacia donde lo había encontrado. Se dieron cuenta que tal
vez quería algo que llevaba con él así que se bajaron de nuevo y buscaron con
la linterna. Pero no encontraron un objeto sino a un ser humano. Otro joven, de
pronto un poco mayor, golpeado tan salvajemente como su compañero. Lo subieron
al lado del otro y, mientras Odín manejaba, la pareja discutió que hacer.
La policía ya no ayudaba a nadie y los
extranjeros aún menos. Si esos hombres habían sido atacados, era poco posible
que nadie los fuera a ayudar. En todo caso nada justificaba semejante paliza.
Así que la mejor solución era llevarlos a la casa y ver que podían hacer por
ellos allí. El viaje se demoró un poco más de la cuenta porque los baches
hacían que los pasajeros se quejaran bastante. Johanna los miraba a cada rato y
Odín trataba de ver cada bache frente a él pero era imposible. Cuando por fin
llegaron, los bajaron con cuidado y los entraron al granero, donde guardaban la
leche que iban a vender y la comida de las ovejas.
Usaron la mayoría de los medicamentos que
habían comprado en el puerto pero parecía que servían de algo. Al otro día, los
hombres seguían dormidos pero algo mejor. Los bañaron y les hicieron una
pequeña cama en el granero. Lo peor era esperar a ver si alguien iba a venir
por ellos. Todavía no sabían si eran criminales o disidentes. Tuvieron que
cuidar de ellos por meses hasta que se fueron curando y aprendieron a
comunicarse. Para la pareja era como tener hijos de nuevo, les enseñaron el
idioma y los hombres aprendieron rápidamente. En un año, se habían convertido
en una familia.
Según lo que pudieron contarles, había cosas
que no recordaban. Los golpes habían sido tan fuertes, que había recuerdos que
se habían borrado o parecía estar rotos. Recordaban que venían de un país
lejano y habían huido de una dictadura patrocinada por los mismos extranjeros
que ahora estaban un poco por todos lados en Islandia. Ellos eran disidentes y
se apenaron al confesar que habían podido haber sido llamados terroristas. Pero
habían tenido que huir. Al principio no eran nada, pero con el tiempo, se
acercaron más. El viaje había sido complicado, lleno de dificultades y cuando
llegaron al puerto en un barco pesquero, fueron cercados por extremistas
quienes los golpearon y los dejaron a morir en la carretera.
Y, aunque no lo habían dicho por miedo o por
alguna otra razón, Johanna y Odín pudieron darse cuenta que entre los dos
hombres había algo más que amistad. Lo confirmaron una mañana en la que fueron
a despertarlos y estaban abrazados, sonriendo en sueños. Eso a la pareja no le
importó. Eran personas que venían huyendo y sus cuerpos lo mostraban: tenían
bolsas, estaban muy delgados y su piel era muy pálida, algo verdosa. Con el
tiempo, les contaron pero la pareja de ancianos solo les contestaron que ya lo
sabían.
El tiempo pasó y la
guerra, siguió. Muchos pensaron que todo terminaría como en la segunda guerra
pero no fue así. En la granja, los chicos a los que llamaron Eric y Björn, se
fueron encargando de las tareas más difíciles, que ya empezaban a ser una carga
para la pareja. Uno acompañaba a Odín con las ovejas y el otro a Johanna
haciendo el queso o haciendo el pan. Con el permiso de sus anfitriones, Eric y
Björn construyeron otra casita, pequeña, cerca a la de ellos. Se convirtieron en los mejores amigos y compartieron todo, como viejas parejas de amigos. Cuando terminaron
de hacer la casa, hicieron una cena especial y les agradecieron, con lágrimas en los
ojos, a Johanna y Odín por toda su ayuda y su fuerza.
El año siguiente fue uno triste. El mundo
parecía ponerse más oscuro y, en una expedición al pueblo, Odín sufrió un
ataque al corazón y murió. Los chicos y Johanna lo enterraron cerca de la casa.
Pocos meses después, ella lo acompañó. La casa había quedado entonces sola y la
pareja de extranjeros la mantuvo en pie lo que más pudieron hasta que
decidieron que era tiempo de enfrentar su destino e ir a pelear por lo que
siempre habían luchado: su libertad. Así honrarían la memoria de dos personas
invaluables y siempre queridas, que les habían dado la mano sin pedir nada a
cambio y quienes simbolizaban ese amor que ellos morirían por defender.
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