Abrazarlo así tan de repente causó en mi un
efecto que no había esperado. Cuando me acerqué, lo hice lo más lentamente
posible. Es decir que casi corrí hacia él. No tenía los brazos abiertos, pero
para cualquier buen espectador todo lo que pasaba hubiese sido obvio. Fui el
primero en estar allí, poco después de que el helicóptero aterrizara. Sabía que
había sido un vuelo largo, debía de
estar cansado y seguramente no tenía muchas ganas de ver a nadie. La verdad es
que yo no sabía qué pensar.
Creo que precisamente por eso fue que me
abalancé sobre él. Me acerqué rápidamente y simplemente lo abracé, como sólo
una vez lo hice en todos los años en los que habíamos trabajado juntos. Pero
esta vez fue diferente. No sólo por la manera en la que me aproximé, sino por
la manera en la que él me respondió. Porque lo que sucedió fue que correspondió
mi abrazo. Me apretó fuerte contra sí mismo y eso hizo que pudiese sentir su
aroma, que desde hacía muchos años había aprendido a reconocer.
Hundí suavemente mi nariz en la cobija que le
habían dado en el helicóptero, la misma que cubría su cuerpo todavía sucio y oliendo
a algo parecido a la barbacoa. No sé cuánto tiempo duró ese abrazo, no sé
cuánto tiempo estuve allí. La verdad es que ya no sé nada. Lo único que sé de verdad es que no
tuve el tiempo suficiente porque, una hora o dos después, ya estaba en mi casa.
Estaba sentado solo en la oscuridad de mi sala, pensando en lo que había sucedido
y en si de verdad había sucedido. No sabía nada.
Por supuesto, ella estaba allí. Era imposible
que no lo hubiera estado. Era la que más había acosado a los periodistas, la
que los había hecho ir hasta esa base militar para que le tomaran fotos. Y así,
según ella, la gente de toda la ciudad y del país podría ver lo que había
sucedido. Para mí esas acciones eran una estupidez. No era un misterio para
nadie que ella me parecía una mujer muy simple, una de esas que esas que son académicamente
superiores a la mayoría pero que, en el fondo, no tiene más que ofrecer sino
ese vacío conocimiento.
Me alegró ser el primero allí. Alegre de estar
allí con él por algunos minutos, casi solos sobre ese muelle húmedo y frío. Me
hizo recordar viejos tiempos o, mejor dicho, tiempos que habían pasado hacía
muy poco. Cuando escuché sus tacones sobre el cemento supe que era hora de
retirarme. Lo miré a los ojos y creo que él entendió lo que yo quería
decir. Sus ojos me miraron de vuelta,
algo decepcionados pero también con un brillo nuevo, uno que jamás había visto
en sus ojos. Tuve la sensación de que quería tenerme allí por más tiempo y creo
que pude decirle, con la mirada, que yo también quería lo mismo.
Pero él acababa
de llegar de una situación muy difícil.
Un secuestro no es algo fácil de sobrevivir y sobretodo cuando no tienen
idea de cuándo van a soltarte, con que van a alimentarte o siquiera si van a
tratarte como a un ser humano. Nunca se sabe. Yo estuve ahí el día que fue
llamado a hacer su declaración oficial. Fui seleccionado como uno de los
agentes que debían ser testigos ese día. Tengo que confesar que me gustó
escuchar todo lo que había ocurrido de sus propios labios. Mejor así que leerlo
en algún periódico.
Por supuesto, ella también estaba allí.
Siempre estaba allí, donde sea que él estuviera. Alguien me había dicho que
había pasado la noche en su casa, que desde que había llegado se quedaba en su
apartamento. Eso a mí no me constaba,
pero no podía juzgarlo ni decir nada acerca de ese tratamiento. Al fin y
al cabo era un hombre adulto que debía tomar sus decisiones él mismo, no
importaba en qué momento de su vida se encontrara. Y yo sabía muy bien que este
no era el mejor momento para él.
Todos escuchamos su testimonio en silencio. Se
podía escuchar una mosca en la sala. Su
relato seguramente sería contado una y otra vez
en los tiempos venideros. Era todo muy emocionante al fin de cuentas:
había sido secuestrado como agente encubierto durante una misión bastante
arriesgada, había sido prisionero de sus captores por varios meses, trasladado
de un lado a otro como si fuera una caja y
había sido liberado a través de una intervención militar que sólo ella
había podido lograr.
Creo que tal vez eso era lo que más me
frustraba. Sabía que ella sería dueña de una parte de su vida por siempre. Él
siempre sentiría que le debía algo, que le dio su vida. Y ante algo así, ¿qué se puede hacer? Al fin y al cabo jamás lo habíamos discutido de manera abierta.
Todo lo que sentíamos, o mejor, lo que yo creía que compartíamos como
sentimientos, habían sido cosas que ni siquiera habíamos hablado, que los dos
solos suponíamos, que tal vez nos habíamos imaginado a raíz de todo.
Tal vez era el trauma, tal vez el trabajo que nos
estaba volviendo locos. No era algo fácil tratar con lo peor de lo peor, estar
todo los días cerca de personas horribles capaces de hechos que una persona
normal no creería posibles. Pero ahí estábamos nosotros, nuestro equipo
completo, tratando de que esas amenazas a la vida de todos, dejaran de existir.
Fue en algún momento durante todo eso cuando hicimos como si habláramos pero en
verdad nunca lo hicimos. Nos mentimos a nosotros mismos sobre lo que sabíamos y
lo que no, y ahora los dos teníamos miedo de hablar de aquello que era un
misterio.
Después de la audiencia, él se fue de manera
apresurada. Obviamente se fue con ella, pero decidí no poner atención y seguir
con mi trabajo. Pasaron dos meses y luego tres más. Nadie lo veía por ningún
lado, pero nos decían que no había renunciado ni que había sido despedido.
Algunos decían que lo único que quería era tomarse un tiempo. Nadie tenía idea
de cuanto sería pero estaba claro que se trataba de un periodo largo. El tiempo
pasaba y creo que todos lo extrañábamos más y más.
Mi mayor sorpresa fue encontrarme con ella en
la calle. Estaba completamente sola comprando ropa y con varias bolsas encima.
La verdad es que, para ser exactos, no me encontré con ella. Lo que sucedió fue
que la vi de lejos y decidí seguirla durante tal vez media hora. Iba de un lado
al otro totalmente sola. Compró algunos pantalones en una tienda y después ropa
interior sensual en otra. Eso me hizo hervir la sangre porque me hizo pensar en
él. Por un momento pensé no seguirla más pero no lo podía dejar así.
La dejé de seguir cuando entró un restaurante
y se encontró allí con un hombre que yo no conocía. Era un tipo que, aunque
suene gracioso, parecía ser su pareja perfecta. Y al parecer ellos mismos lo
habían descubierto porque cuando se
vieron el uno al otro parecía que no podían quitarse las manos de encima.
No sé porque sonreí en este momento o, mejor dicho, sabía muy bien porque lo
hacía. Fue entonces cuando mis pies empezaron a caminar por sí mismos y me
llevaron al lugar en el que necesitaba estar.
Yo sabía muy bien dónde vivía pero nunca había
ido al lugar. Una señora me dejó pasar
pensando que yo también vivía en el edificio. Subí hasta el octavo piso y toqué su puerta.
Me sorprendió que abriera tan rápido y es que se notaba que él mismo había
acabado llegar. Su cara se iluminó al verme y la verdad es que la mía hizo lo
mismo al verlo a él. De nuevo, como en
el puerto, nuestros cuerpos tomaron posesión de todo. Se encontraron el uno con
el otro al instante. La única diferencia fue que esa vez se acercaron aún más.
Esa misma noche me contó que estaba yendo al
psicólogo. Al parecer tenía pesadillas muy graves y debía tomar medicamentos. Según
me dijo, hacía mucho tiempo ya no vivía con ella. Se había dado cuenta que él
no era la persona adecuada para ella. Así fue cómo empezamos a vernos más seguido,
a veces para desayunar y otras veces para cenar. Lo acompañaba a la farmacia,
al supermercado e incluso esperaba en la sala de espera de la psicóloga.
Después de un tiempo, nos dimos cuenta que no tenía sentido vivir separados. La
idea era poder oler su aroma, sin importar qué momento del día fuese. Nunca más
tendríamos que preguntarnos qué pasaría si nos arriesgáramos.