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lunes, 6 de marzo de 2017

Sangre tibia

   De pronto sentí la mano tibia y fue cuando me di cuenta de que estaba sobre un charco de sangre. Y entonces vi lo que había hecho y todo el color que tenía en mi rostro se fue de golpe. No podía gritar ni moverme. Era tan horrible, que no podía dejar de mirar y, al mismo tiempo, no podía mover la cabeza. Yo había hecho eso. No había manera de echar el tiempo para atrás ni de disculparme. Estábamos ya mucho más allá de todo eso. Cuando por fin pude moverme, me retiré con un sonido extraño  y las manos cubiertas de sangre oscura y espesa.

 Salí de esa habitación dando tumbos, golpeándome con la puerta y luego con muebles que había afuera. Me sentía mareado. Sentí ganas de vomitar pero me contuve justo a tiempo. No quería hacerle a nadie más fácil el hecho de encontrarme. Podía sonar tonto pero estaba al mismo tiempo muy consciente de lo que había ocurrido pero también aturdido y atontado. Como pude, llegué hasta la puerta de la casa, que seguía abierta, y salí a la entrada de la casa donde había dos vehículos.

 En uno de ellos había llegado yo, el otro era de él. Siento que me quedé mirándolos por un largo tiempo hasta que me decidí por el coche de él. Tuve que devolverme a la casa, a una mesita pequeña, donde siempre dejaba él las llaves del automóvil. Las apreté en mi mano y salí de nuevo de la casa corriendo, como sin querer ver nada de ese lugar nunca más. Entré en el vehículo con rapidez y tomé bastante aire antes de prenderlo y salir por la puerta automática.

 Minutos después, iba por la autopista sin un destino fijo. No iba a la ciudad, a casa, puesto que sería una estupidez ir hacia allá. Podía ser que ya supieran quién era por alguna razón y sería mejor no hacerle el trabajo demasiado fácil. Sabía que lo había hecho estaba mal pero no quería afrontar las consecuencias de manera tan rápida. Necesitaba un tiempo para poner las cosas en orden, saber qué era lo que quería hacer y como. Debía de asimilar la posibilidad de ir a la cárcel.

 Se hizo de noche pronto pero seguí hacia delante hasta que el automóvil se quedó sin gasolina. Tuve que detenerme en la gasolinera más solitaria en el mundo, donde solo había un dependiente con cara de aburrido que no pareció ver mi ropa manchada de sangre. Me había limpiado las manos dentro del auto antes de salir pero el trabajo no había sido muy bueno. Apenas pagué la gasolina, seguí mi camino hacia un lugar que no conocía y en el que no sabía lo que se supone que debía hacer.

 Me tuve que detener una vez más cuando tuve ganas de ir al baño. No tenía sueño ni nada por el estilo pero sí ganas de orinar. Me detuve en un restaurante de carretera, igual de solitario que la gasolinera. Me lavé como pude la sangre y quise quitarme la ropa manchada pero no había con que cambiarla. Debía ir a algún lado a comprar algo de ropa para estar limpio. Eventualmente, también debía detenerme en algún lado a descansar pues no sería buena idea conducir sin haber dormido.

 Creo que fueron dos horas más por la carretera, cubierta de oscuridad y de estrellas bien arriba. Hasta que por fin, encontré un lugar para pasar la noche. Era obvio que era uno de esos hoteles para camioneros, pero el punto era descansar un poco y poderme hablar, así no me pudiese cambiar de ropa. Me dieron la habitación más pequeña. Aproveché para ducharme y luego traté de dormir pero no podía cerrar los ojos. La imagen de su cuerpo tirado en el piso me acosaba.

 Solo dormí unas cuantas horas, durante las que me desperté en un sinfín de ocasiones, hasta que decidí arrancar para aprovechar el día. No tenía ni idea adonde iría pero el clima ya había cambiado pues me acercaba cada vez más al océano, donde no tendría más lugar para donde huir. Y no tenía pasaporte ni nada por el estilo si es que me daba en algún momento por salir huyendo del país, pero puede que eso fuera la idea más tonta del mundo pues siempre cogían así a la gente en las películas.

 Lastimosamente, no estaba en una película, era la realidad. Y en la realidad a la gente le importaba mucho si uno mataba o no a otro ser humano y las razones para hacerlo nunca eran una justificación para nada. Además, pensaba, nadie más debe saber las razones de nuestro enfrentamiento y de porqué de su gemelo desenlace. Eso es algo que me concierne a mi y al pobre que ya está muerto, a nadie más. En todo caso sería muy difícil de explicar y mi cabeza no estaba para eso.

 Entré a un pueblo pequeño y busque una tienda donde pudiese comprar ropa. Menos mal todavía llevaba mi billetera en el pantalón y tenía un solo documento de identidad que podría servirme de algo o, al revés, servir para saber donde estoy. Pero no quería preocuparme por eso, primero lo primero. Como ya sentía más calor, decidí comprar una bermuda, una camiseta como de playa y unas sandalias de color amarillo. Después de pagar, pedí permiso para cambiarme dentro de la tienda. Al salir, tiré la ropa manchada en un bote de basura grande.

 Seguí conduciendo por varias horas más hasta que las plantas que crecían a un lado y al otro de la carretera empezaron a cambiar de nuevo. Ahora había plantas de banano y palmeras de todos los tipos. Estaba en clima cálido y el mar estaba cada vez más cerca. Mientras me acercaba a él, quise tener un plan de lo que iba a hacer ahora en adelante, pero la verdad era que mi cerebro no podía concebir nada como eso. Incluso me pasó la idea de entregarme, pero eso era muy ridículo.

 Ellos debían encontrarme y punto, no iba a pensar nada más sobre eso. Debían de esforzarse y juntar las piezas del rompecabezas. El automóvil que había dejado en la casa de él no era mío pero no sería difícil conectar los puntos. Y al estar tan mareado al salir, puede que mis huellas hubiesen quedado por todo el lugar, lo que cerraría el caso en un abrir y cerrar de ojos. El punto era que no fuese todo tan fácil pues estaba seguro de no estar listo para la cárcel, no por el momento.

 Al llegar a un intercambiador, decidí seguir la costa hasta una ciudad de tamaño medio, famosa por su dedicación al turismo y al cuidado de un parque nacional que estaba muy cerca. Conduje por un par de horas más hasta que llegué a la ciudad. Lo primero era deshacerme del vehículo y luego tendría dinero suficiente para establecerme en algún sitio, comer y tratar de descansar para esperar por un nuevo día que podía ser igual de malo que el que estaba viviendo.

 Me quedé en un hotel unos tres días hasta que conseguí un empleo como guardabosques en el parque nacional. Ellos contrataban a cualquiera que estuviera dispuesto a hacerlo y proporcionaban una pequeña cabaña en la cual vivir. Desde el primero momento adentro, supe que eso era lo que debía hacer en este momento de mi vida. He arreglado la casita lo mejor posible, con pequeños detalles tontos que he comprado por ahí. El carro lo vendí al poco tiempo de mudarme y ese dinero ha sido de gran utilidad.

 No solo me ha servido para sobrevivir sino que vivo una vida bastante confortable al borde de la civilización, dando paso a eco turistas que quieren ir a tomar fotos de animales o solo quieren penetrar en un bosque cerca del mar, entre este y la montaña. A veces hago de guía.


 Pero lo principal es que sigo esperando. Sigo esperando con paciencia el día en que vengan por mi, me lean mis derechos y me digan cuales son los cargos de los que me acusan. Estoy esperando ser juzgado y condenado para siempre. Estoy queriendo verlo pronto.

martes, 22 de marzo de 2016

En movimiento

   No querían darse cuenta. Lo negaban, o mejor dicho, ni se les pasaba por la cabeza que pudiese ser una posibilidad. Lo que hacían era ir cuidándose el uno al otro, ir sobreviviendo la escasez de comida y el constante movimiento de un lado a otro. Al fin y al cabo los estaban buscando y no podían quedarse quietos esperando a ver si los atrapaban en alguno de los muchos pueblos y caseríos en los que decidían quedarse a dormir. A veces no había ni eso, sino musgo o algún rincón mullidito entre los árboles.

 Ya habían viajado, a pie, unos quinientos kilómetros y todavía les faltaban quinientos más para poder llegar a la costa. Era un camino muy largo pero era la única oportunidad que tenían si querían volver a hablar en voz alta alguna vez en sus vidas. No hablaban casi, no decían nada que no fuese muy necesario. No era solo por el miedo a que los descubrieran sino también porque estaban tan cansados que si no era necesario simplemente no abrían la boca.

 En el camino se encontraron a otros huyendo y presenciaron como la policía y los militares arrestaban a algunos e incluso les disparaban en el sitio, sin preguntar nada y haciendo caso omiso de los gritos y de las suplicas para seguir viviendo. Habían dejado hace mucho de ser hombres íntegros y respetuosos de la ley. La ley había empacado y se había ido quién sabe adónde. Los cuerpos se iban acumulando cada vez más y ya ni siquiera eran disidentes y demás. Era cualquiera que subiera mucho la voz.

 Por eso evitaban, en lo posible, pisar la carretera o los caminos labrados hacía mucho tiempo. Preferían atravesar por entre las tierras abandonadas por los campesinos y quitadas a los hombres y mujeres que habían tenido tierras propias, para hacer sus casas o para labrarlas o para lo que sea. Ya todo pertenecía al Estado pero el Estado todavía no era supremo y no podía vigilarlo todo. No estaba todavía en todas partes, eso tomaría algo de tiempo todavía y de eso se aprovecharon ellos dos.

 Se daban la mano cuando tenían que cruzar los alambres que cercaban las fincas abandonadas y para cruzar arroyos que crecían a veces por las lluvias en las tierras altas. Los únicos que los veían pasar eran los animales: vacas a punto de morir y pájaros que, como ellos, se dirigían a otro lugar, pues nadie quería estar en semejante lugar ya nunca. Podía haber sido un paraíso alguna vez, un paraíso incompleto, pero ya no habría posibilidad de que eso ocurriera nunca.

 Los grupos que tanto habían luchado al margen de la ley eran ya cosa del pasado, habían sido los primeros en ser eliminados, esta vez sistemáticamente, sin contemplaciones de ningún tipo. La gente no se quejó entonces y por eso pasó lo que pasó.

 Cuando llegaron al gran río, supieron que el camino que habían hecho era correcto pero ahora debían elegir entre quedarse de un lado y del otro o incluso podrían robar un barco y navegar río abajo. Pero al ver que nadie utilizaba sus lanchas, era evidente que el transporte fluvial no era lo común y se notaría bastante. Decidieron entonces cruzar al otro lado y volverían cuando hubiera otro paso encima del río.

 En el puente no había nadie. Empezaron a caminarlo temblando un poco, abriendo los ojos más de la cuenta pues era de madrugada y no se veía mucho pero era el mejor momento del día para cruzar. El puente era metálico y había visto mejores tiempos. Cada paso resonaba y al poco rato tuvieron que quitarse los zapatos para no hacer ruido y caminar descalzos.

 Entonces uno de ellos apuntó con la mano al otro lado del puente. Una luz roja. Había visto una lucecilla allá al otro lado. El otro le preguntó de qué hablaba pero su respuesta fue la de callarse. Lo tomó de la mano y lo hizo devolverse lo más rápido que pudo. Fue a tiempo puesto que la lucecilla era una de esas que se ponen en los aparatos de comunicación. Y si no la hubieran visto se habrían hundido con el metal del puente en el fondo del río pues el Estado y su magnifico líder títere habían aprobado la demolición de estructuras “viejas e inútiles” en todo el país. La verdad era que solo querían bloquear el paso de la gente y mantener a todo el mundo encerrado. Campos de concentración pero sin el encierro evidente.

 Los siguientes días no hubo comida. Guardaban algunos enlatados que habían logrado robar de alguna tienda en la mitad de la nada o de casas abandonadas. Pero no era suficiente, menos aún con el calor que hacía en las lindes del río. No era uno de esos bonitos países templados sino un infierno tropical con todas las de la ley. Caminar de día era horrible y los pies parecían doler el triple al pisar las piedritas recalentadas durante el día.

 Dormían mal pero siempre uno junto al otro pues, aunque no lo decían, tenían miedo de separarse. Una cosa era hacer el viaje en pareja y otra muy distinta era hacerlo juntos. Tendrían más oportunidades de sobrevivir si trabajaban con ambos ingenios y eso ya lo habían comprobado cuando eran terroristas. Porque eso era lo que habían sido y la verdad era que estaban orgullosos. Habían plantado bombas tratando de frenar al nuevo Estado, les hacían atentados.

 No funcionó como debía y hubo civiles muertos, como siempre los hay. Pero ganaron un tiempo que salvo a miles pues pudieron escapar y ahora era su turno. Pero ya nadie en ningún lado se oponía pues no había manera de oponerse sin ser descubierto rápidamente.

 El siguiente tramo del viaje, de un par de días, fue a través de una zona muy plana, caliente y desprovista de vegetación capaz de ocultarlos. La técnica era solo viajar de noche y de día ocultarse en alguna de las casas abandonadas entre los vastos cultivos que se habían podrido hace meses. En algunas de esas casas casi se podía vivir a gusto, no feliz, pero a gusto. Había camas y una cocina y aunque no usaban la segunda para no ser descubiertos, era bonito ver un lugar que parecía estar congelado en el tiempo.

 No fueron noches normales pero incluso hubo una vez que sonrieron y durmieron un poco más de lo normal. El último día en la sabana central vieron de nuevo a los militares y estos casi los pillan si no fuera porque parecían ir muy de prisa a alguna parte. Ellos dos no sabían lo que se planeaba y que no eran prioridad en esa región. Pues era una región que siempre había sido reacia al gobierno actual y ahora ellos les iban a cobrar por tratar de bloquear sus yacimientos de petróleo y otras riquezas.

 Mientras penetraban los pantanos, ocurrió una masacre tras otras. Pero no se enterarían de nada hasta muchos años después, cuando ellos serían los que llevarían uniforme.

 En las ciénagas tuvieron que aprender a abrir los ojos aún más y a tener cuidado con donde pisaban. Fueron picados por diversos insectos y otras criaturas, vieron caimanes e incluso hipopótamos y vieron como muchas zonas estaban inundadas de agua apestosa, cubierta de mosquitos. No se acercaron mucho a esos lados pero tenían ideas de porqué eso era así.

 Los árboles seguían siendo escasos pero no eran ya necesarios. El Estado no tenía nada que hacer en semejante región y ya la ocuparía cuando tuviese las zonas más ricas ocupadas. Entre el agua, el lodo y los mosquitos, no había nada que el Estado quisiera pero si algo que los dos terroristas necesitaban y era el camino a la costa. Era solo seguir el agua y tras casi una semana se acercaron a uno de los puertos más grandes.

 Se disfrazaron un poco, maquillaron su cara con lodo y tierra y fueron adonde todo el mundo iba: a la entrada del puerto. Allí había montones de personas y el Estado las vendía para trabajar como esclavos. Aunque en realidad no era tal cual. Lo único que querían era ganar dinero al expulsar indeseables del país y solo dejaban salir a quienes no significaran un peligro futuro.

 Como ya lo habían hecho antes, mataron para cruzar de noche y meterse en el primer barco que vieron. Allí amenazaron primero y suplicaron después. El barco zarpó con ellos escondidos entre el pescado fresco y solo salieron de allí dos días después. Habían dejado medio cuerpo entre el pescado y el aire del mar era un cambio drástico a lo que habían estado viviendo durante los últimos meses. Además, la compañía de tanto marinero hostil no era lo mejor del mundo y tampoco tener que pagar el viaje con trabajo de esclavos.

 Pero ya se liberarían, ya verían cómo hacer para seguir avanzando. Porque ambos sabían que nada terminaba en ese barco, si acaso una etapa pero nada más. Entre el pescado fresco se dieron de nuevo la mano y cada día se la darían una vez, apretando un poco para no olvidar nunca lo que se siente tocar otro ser humano que, al menos, te entiende algo.


 Eso cambiaría después pero, por el momento, era más que suficiente.

martes, 13 de enero de 2015

El puente de Mitor

   En el pueblo de Mitor, todo el mundo comía pescado. Era la carne más preciada, más vendida y, por lo tanto, más cara. Los pescadores eran casi adorados, porque pocos se atrevían a navegar mares tan poco predecibles como los que existían cerca de la ciudad. Tanto era el aprecio por ellos y por su producto, que la gente del pueblo había decidido construir un puente que comunicaría la costa con el pueblo, salvando el paso sobre una cañada ganando así veinte minutos de viaje entre el mar y la gente.

El puente tenía un solo arco, bastante amplio sobre el riachuelo que había abajo. Lo habían hecho así porque, en temporada de lluvias, el agua que bajaba de la montaña podría aumentar con violencia y no querían que la llegada de pescado se viera afectada. Se aseguraron de hacer la mejor obra de ingeniería y así fue. Foráneos envidiaban esta gran obra, y admiraban la organización que había requerido de parte de todos los ciudadanos de Mitor.

Desde entonces, el pescado llegó más rápido y, cuando se amplió el puerto y los astilleros, empezaron a llegar nuevos tipos de peces y otras criaturas marinas, que incluso se adquirían a través del comercio, algo impensable años atrás. Era una época de prosperidad para el pequeño poblado y esto se vio reflejado en todas partes. La gente empezó a ser más sana y la ciudad se renovó. Todo iba bien.

Esto hasta que una noche, ocurrió un evento que cambiaría todo. Resulta que una carreta grande, de esas que podían cargar varios kilos de pescado, se desplomó en la mitad del puente de la cañada. Esto ocurría aunque no con frecuencia. El procedimiento era sencillo: el pescador mandaba un mensajero para que vinieran rápidamente con otra carreta que pudiera llevar la carga a la ciudad con celeridad, antes de que se afectara la calidad del producto.

En aquella ocasión, se hizo exactamente igual. Mientras el pescador esperaba por la carreta, se acercó al borde del puente y miró las cascadas que formaba la cañada, descendiendo hacia el mar. Era sorprendente como el pescador conocía tan bien el mar pero de otros cuerpos de agua no sabía nada. De pronto se dio vuelta y se dio cuenta de algo: el montón de pescado era menos grande. Estaba seguro de ello. Miró para un lado y otro de la carretera pero allí no había gatos ni perros. Ningún tipo de animal que se hubiera llevado la carga. Y no había ni un alma cerca.

El pescador se apoyó en la baranda del puente y respiró hondo. Seguro era un error suyo causado por las largas horas de trabajo. La última expedición había tomado más de lo previsto pero había valido la pena. Se relajó un poco pero la dicha no duró mucho: oyó algo tras él y al darse la vuelta vio que solo quedaban unos pocos peces en el suelo. Pidió ayuda gritando y por fin alguien vino en su ayuda y así se propagó la noticia de los sucedido.

A decir verdad, casi nadie le creyó al comienzo. Creían que el hombre se había vuelto loco o trataba de excusar un robo deliberado a través de una historia bastante increíble. Pero eso terminó cuando más eventos iguales tuvieron lugar, siempre cuando el puente estaba solo y únicamente una carreta cruzaba por encima. La gente empezó a temerle al lugar y se propuso tumbarlo pero todos sabían que eso no era posible. Así que determinaron que las carretas solo podrían cruzar de a dos, o más, al mismo tiempo.

Y así se hizo. Pasaron los años, una y otra generación, cambiando de la carreta a los camiones, pero nunca cambiaron sus creencias. Los camiones grandes conectaban al pueblo por una autopista nueva pero los pequeños evitaban el peaje que les habían impuesto a través del puente viejo que solo tenía una regla: cruzar en pares. Visitantes y nuevos habitantes encontraban la tradición una tontería pero les parecía curiosa y ayudaron a que permaneciera.

Lo curioso era que incluso los camiones, bien cerrados y refrigerados, perdían algo de su carga cuando pasaban por el puente. No sucedía siempre pero si lo suficiente para que el mito perdurara. Se habían inventado varios cuentos a raíz de lo sucedido pero nadie sabía si alguno era real, si alguno de verdad retrataba lo que allí sucedía.

El turismo creció, en buena parte gracias al mito del puente y los pescadores. Se organizaban caminatas por la cañada, se vendían camisetas y recuerdos y planeaban visitas tanto al puente como al puerto y los astilleros. Los habitantes de Mitor aprovecharon el misterio que encerraba su pueblo para ganar dinero y atraer a los incautos. Inclusive cuadrillas de arquitectos e ingenieros visitaron el puente y revisaron cada metro pero no encontraron nada fuera de lo común, salvo que se encontraba en un estado excepcional para tener cien años de construido.

Lo que más fascinaba a los visitantes, era que durante los paseos o las caminatas, uno que otro aseguraba que había perdido algo o había visto a la criatura que lo robaba todo. Obviamente, la gran mayoría de avistamientos y sucesos eran mentira. Muchos solo querían tener la atención de otros sobre ellos e inventaban tonterías para ello. Pero, no se podía negar, había ciertos sucesos casi imposibles de explicar: la pérdida de algún objeto personal, muchas veces de comida, mientras veían sobre la baranda del puente.

Nadie investigaba ninguna de esas pérdidas. Se les atribuía a lo distraída que  era la gente con sus objetos personales. Algunas veces, si el robado insistía, se hacía una demanda pero eso nunca había servido más que para perder el tiempo o distraer al departamento de policía del lugar, que tenía un existencia más bien calmada.

Entonces, un buen día, llegó un joven historiador al pueblo. Él no estaba interesado en los cuentos que se decían sobre el puente y el pescado perdido. Él venía a catalogar, para la oficina de patrimonio cultural, varios de los edificios de la región. Era de resaltar, que Mitor tenía una de las iglesias más antiguas del país, de unos ochocientos años de antigüedad y otro par de edificios del mismo periodo.

Al comienzo el chico no se interesó en lo absoluto en la historia del puente, a pesar de que quienes lo ayudaban en su tarea insistían en que debía visitar el lugar ya que, así no le interesara la historia, el puente tenía una historia y arquitectura tan bella que ciertamente podría ser otro elemento del patrimonio de la nación. El chico aceptó ir pero solo cuando todo lo demás fuese clasificado. Así, pasaron dos semanas más en que el tipo solo trabajó en los antiguos edificios, fascinado por todo.

No estaba así cuando, por fin, tuvo que visitar el puente. Un miembro de la alcaldía local y un pescador veterano lo guiaron por el lugar, contándole la historia completa, los mitos, los cuentos, los rumores y todo lo que se debía saber. El joven estuvo ciertamente fascinado por la arquitectura de la estructura e, ignorando el mito, pidió conocer la parte inferior del puente.

Allí abajo estuvo un rato con los dos hombres un buen rato hasta que estos dos se aburrieron, ya que el joven solo estaba interesado en los detalles magníficos del puente. Le dijeron que enviarían a alguien para acompañarlo pero él no escuchó. Mientras estuvo solo vio que había mosaicos en las bases del puente y hubiera querido ver el otro lado también pero se conformó con quedarse allí, fascinado.

De pronto, sintió frío y un extraño viento revoloteó su pelo. Entonces perdió fuerza en sus piernas y cayó arrodillado al polvoso suelo. Se sintió enfermo, como si de repente una horrible enfermedad hubiera penetrado su cuerpo y este no hubiera estado listo para enfrentar algo de ese estilo. Con la poca energía que tenía, tratóo de mover leste no hubiera estado listo para enfrentar algo de ese estilo. Con la poca energque el joven solo estaba interesadoó de mover las piernas pero no quisieron responder. Se sintió mareado pero trató de respirar lentamente y no perder el sentido de la realidad.

Entonces sucedió algo que él sabía que era real pero que no podía haberlo sido, no tenía sentido alguno. De todas partes empezaron a salir animales: lobos, gatos monteses, osos y también otros menos peligrosos como castores, todo tipo de aves y otros mamíferos. Todos parecían verlo pero lo extraño del caso es que lo miraban con ojos brillantes de color azul, o eso veía él al menos. Después de un rato ya no vio nada.

Se despertó de golpe, horas después, en el hospital de Mitor. Dijeron que había sufrido un colapso nervioso y se había golpeado fuertemente contra el duro suelo bajo el puente. Él contó su historia pero esta vez, nadie le creyó. No era como las otras historias respecto del puente. De hecho, esta ni siquiera era una historia como tal sino una escena y una bastante extraña. El chico no volvió a repetirla y decidió irse lo más pronto posible.

Sin embargo, algunos escucharon su relato y así otra historia más se adhirió al mito del puente de Mitor, el puente que había unido a una comunidad con su bien más preciado. Pero que también había dañado irremediablemente el viejo ecosistema de la zona, que había tenido que adaptarse a las nuevas circunstancias, como pasó luego con la autopista.

Sea como fuere, el puente siguió siendo un atractivo único ya que la gente que iba sabía que no iba a ver nada pero de todas maneras aún iba. Era una especie de fe que los impulsaba y los hacía creer que la magia era posible.