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miércoles, 5 de diciembre de 2018

Gato de ciudad


   La noche caía y el ruido en toda la ciudad aumentaba, sobre todo cerca de las grandes avenidas y de los centros de entretenimiento que empezaban a llenarse con más y más gente que iban y venían, riendo y hablando, gastando y comiendo. El viernes era siempre lo mismo, un caos con una resolución siempre igual. Era parte del alma de la ciudad y casi no había manera de cambiarlo. Era una de sus realidades y tal vez una de las más conocidas pero ciertamente no la única.

 En un barrio cerca de uno de los distritos de entretenimiento, un gato de color gris con rayas negras cruzaba las calles de un andén al otro, mirando con detenimiento cualquier ser humano o automóvil que pudiese cruzársele. Para poder pasar de un lado a otro de una calle más transitada, tuvo que esperar un buen rato hasta que por fin no hubo vehículos y pudo pasar moviendo su cola de un lado al otro. Llegó a su destino muy pronto: un puente que unía dos colinas por encima de un pequeño valle de casas.

Normalmente, la zona se llenaba de seres humanos que tomaban fotos del puente y desde él, pero a esas horas del viernes, cuando la noche empezaba, por esos lados no había ni un alma. Solo estaba el gato que se subió a la baranda del puente y se sentó allí, a mirar hacia lo lejos. Para él, tanto como para los seres humanos, la vista desde el lugar era simplemente hermosa. No solo por el impacto visual de ver casa justo debajo, sino porque más allá había un hermoso parque verde y luego un río de aguas potentes.

 El gato había recorrido la ciudad de cabo a rabo, a través de su vida como gato de la calle. A veces se quedaba en las casas de algunos humanos, pero no soportaba el hecho de estar encerrado por cuatro paredes. Le parecía una limitación ridícula y el hecho de que algunos de sus compañeros felinos les gustara esa idea, le parecía casi un insulto. En su mente, los gatos tenían que ser libres, para poder hacer lo que más les gustara sin tener que justificarse ante nadie, sin importar cuanta comida recibieran por el cautiverio.

 Mientras movía la cola con suavidad, sintió la presencia de algunos humanos. Estuvo listo para salir corriendo pero no hubo necesidad. Solo rieron, tomaron algunas fotos, rieron más y se fueron hablando de cosas de humanos. Normalmente siempre había uno que decía algo más o que se acercaba a intentar acariciarlo y, dependiendo del momento, el gato podía aceptar la interacción o simplemente irse. Pero fue una fortuna que no pasara nada esa vez porque ese día tenía que quedarse allí, mirando y mirando hasta que lo que iba a pasar tuviese lugar, no importaba el momento.

 Casi se lo pierde por culpa de los humanos y sus cámaras. Cuando volteó a mirar el parque y el río, vio con placer un destello algo débil que indicaba precisamente lo que estaba buscando. El destello fue permanente y luego se apagó para encenderse una vez más. Parecía que algo andaba mal pero no demasiado como para el destello se detuviera del todo. Observó la luz por un buen rato, hasta que por fin se apagó y no volvió a encenderse. La duración era la adecuada y el momento justo, debía proseguir.

 Bajó de la baranda del puente y caminó presuroso hasta una de la calles más cercanas. Esa calle bajaba de manera brusca haciendo un ligero giro, hacia la parte baja, un poco más allá del puente y muy cerca del parque. El gato aceleró el paso, aprovechando la completa ausencia de ruidos provenientes de la humanidad. Era un poco extraño que ninguno de ellos se hiciese notar, pero había ocasiones en que los seres humanos hacían cosas que a los gatos podían parecerles como magia o algo por el estilo.

 Cuando llegó al final de la calle, no se detuvo sino que enfiló directamente hacia la espesura del parque. No era el lugar más alegre del mundo para meterse de noche, pero había que cortar por allí para poder llegar hasta el río. Lo malo del parque de noche no era solo la presencia de seres humanos más insoportables que otros, sino que con frecuencia existía la posibilidad de encontrarse con criaturas que no tenían nada que ver con la vida en la ciudad. Era un poco insultante que invadieran todo, sin más.

 Una vez, el gato había tenido que luchar por un pedazo de comida que había encontrado por sí mismo con una cosa que parecía gato pero era más grande y peludo. Tenía como manchas en los ojos y unas manitas que le recordaban a las manos de los seres humanos pequeños. Era una criatura increíblemente rápida y agresiva, tanto que logró rasgar el pelaje del pobre gato varias veces. Por fortuna, una de los humanos buenos lo había curado pues lo encontró en el parque al día siguiente de la pelea.

 Además estaban las palomas, de los seres más tontos que el gato hubiese jamás encontrado. Había muchos compañeros suyos que las perseguían e incluso se las comían pero él las encontraba simplemente asquerosas. Eran criaturas sucias, que no tenían ningún problema en comer cualquier cosa que se les pusiera enfrente, incluyendo a otras palomas. Eran seres tan tontos que huían siempre de los humanos a pesar de que estos casi siempre solo querían alimentarlas. Le parecía que seres tan tontos como esos no tenían lugar en un lugar tan hermoso como el parque y tampoco en su estomago.

 Sin embargo, esa noche el parque estaba bastante solo y en calma. No había bestias locas tratando de robarles a otras ni las palomas parecían tener mucho interés en hacer nada más sino buscar semillas aquí y allá. Cuando estuvo del otro lado de la zona verde, el gato se dio cuenta que primero debía cruzar una avenida enorme antes de poder llegar hasta el río. Tuvo que esperar mucho tiempo para poder hacerlo, habiendo intentado en varias ocasiones pero teniendo que devolverse cada vez por el paso de algún vehiculo.

 Cuando por fin estuvo del otro lado, vio que había otro parque cerca del agua, como hundido junto a la avenida. Pero no era un parque bonito, como el que había cruzado hacía un rato. Era uno de esos hechos por humanos, con un montón de cosas que no eran naturales. De hecho, era obvio que era entretenimiento exclusivo para ellos, porque de una parte de ese sector provenía un ruido estridente al que el gato que no quería acercarse ni por error. Por eso siguió la avenida hasta un puente.

 Era la única manera de cruzar el río, por lo que subió al borde del puente y caminó cuidadosamente. No era como el del barrio en el que vivía sino más grande y más grueso. Lo que pisaba al caminar eran grandes rocas frías y lo que iluminaba el sector eran lámparas de un color bastante extraño, apagado, casi triste. Sin embargo, el puente no era muy largo y su recorrido terminó muy pronto. Miró hacia atrás, para ver cómo se movía el agua en la oscuridad. No le gustaba mucho la idea de caer allí algún día.

 Se detuvo un momento y comprendió que la luz había venido de un lugar muy cercano al puente, por la calle lateral que bordeaba el río. Era un barrio muy silencioso, con casitas y no edificios como al otro lado del agua. Se sentía como un lugar diferente, casi como si hubiese cambiado de ciudades para llegar hasta allí. Era agradable sentir que se estaba en un lugar nuevo, algún sitio en el que pudiese intentar nuevas cosas y vivir de una nueva manera. Había mucho por hacer en el mundo y muy poco tiempo para hacerlo.

 Pasados unos minutos, vio que de ese lado no había parque, solo un viejo muelle casi desmantelado. Con cuidado, caminó por la madera vieja y se encontró, a medio camino de la punta, con una linterna de mano, muy pequeña, tirada en ese preciso lugar. La olió y la tocó: estaba caliente.

 Cuando se dio la vuelta, una gata blanca lo miraba desde la calle. No lo llamó ni hizo ningún gesto, solo corrió hacia el otro lado de la calle y de pronto se detuvo, mirándolo de nuevo. No tenía que hacerlo dos veces para que él entendiera. La aventura apenas empezaba.

lunes, 22 de enero de 2018

Fuego en la selva

   El río parecía hecho de cristal. Solo se partía en el lugar donde la canoa lo atravesaba pero en ningún otro lado. El guía había nombrado varias de las criaturas que al parecer reinaban bajo la superficie, justo antes de embarcar. Decía que era un lugar lleno de naturaleza, en el que cualquier pequeño rincón estaba lleno hasta arriba de múltiples formas de vida, algunas tan sorprendentes que seguramente quedaríamos con la boca abierta por varios minutos. Pero desde entonces, no habíamos visto nada.

 Llevábamos más de una hora en la canoa, viajando río arriba a una velocidad constante bastante buena. De hecho, ya estábamos muy lejos del lugar donde habíamos parado a comer. El almuerzo había consistido en pescado blanco a las brasas y algo de fruta por dentro, una fruta muy dulce y llena de pulpa. Eso iba acompañado de una bebida embotellada, puesto que los indígenas habían tomado un gusto muy especial por las bebidas carbonatadas del hombre blanco. Esa había sido la comida, rico pero no muy sustancioso.

 Por alguna razón, Robert tenía más hambre después de comer. Al ser uno de esos gringos de huesos anchos, estaba más que acostumbrado a grandes porciones de comida y ese pescado no había sido ni un tercio de lo que él se comía a diario a esa hora. Su estomago rugió y rompió el silencio en la canoa. Todos los oyeron pero nadie dijo nada, tal vez porque cada uno estaba demasiado absorto mirando como la selva pasaba allá lejos, a ambos lados, tan silenciosa como el río.

 Adela, quién había invitado a Robert a la expedición, estuvo tentada a meter la mano en el río pero el guía les había advertido la presencia de pirañas y eso era más que suficiente para disuadirla de hacer cualquier cosa inapropiada. Hubiese querido saltar por la borda y refrescarse un rato. Aunque lo que Robert tenía era hambre, a juzgar por el ladrido de su estomago, Adela lo que tenía era un calor sofocante que no lograba quitarse de encima. De golpe, se quitó la blusa para quedarse solo en sostén.

 El guía la miró un momento pero ya había visto tantas mujeres blancas haciendo lo mismo que era casi algo de esperarse. Él, en cambio, vestía el pantalón corto y la camisa de todos los días, con un sombrero que un visitante le había regalado hace años y que al parecer lo hacía verse como uno de esos guías de las películas de aventura. Se hacía llamar Indy, por las películas del afamado arqueólogo. Su nombre real no lo decía nunca a los turistas, puesto que los mayores de su tribu siempre les habían aconsejado guardar el idioma propio para si mismos.

 El grupo lo cerraban Antonio y Juan José. Eran dos científicos bastante conocidos en la zona, sobre todo desde hacía algunos meses en los que habían vuelto de la parte más densa de la selva con diez nuevas especies descubiertas. Se habían quedado allí, internados en lo más oscuro y recóndito, por un mes entero. Estaban acostumbrados a comer poco y al inusual silencio de esos largos paseos en canoa. Conocían bien a Indy y sabían su nombre, pero respetaban sus tradiciones.

 A Robert lo habían invitado después de haberlo conocido en una conferencia de biología. El gringo no era biólogo sino químico pero les había dicho de su interés por visitar la selva alguna vez. Ellos lo arreglaron todo y el no tuvo más remedio sino aceptar su propuesta. Adela era una amiga botánica que todos tenían en común y que admiraban profundamente por su estudio de varias plantas selváticas en medios controlados. Rara vez se internaba en la selva, puesto que odiaba viajar en avión.

 Indy los sacó a todos de sus pensamientos cuando dejó salir un grito ahogado. Hizo que la canoa fuera más despacio y todos miraron hacia donde él tenía dirigida la vista. Lo que vieron era lo peor que podría pasar en ese lugar: un incendio de grandes proporciones emanaba humo a grandes cantidades hacia el cielo. Se podían ver unas pocas llamas pero casi todas se ocultaban detrás de la espesura, que seguro sería consumida con celeridad si no llovía pronto. A juzgar por el cielo, el agua no vendría en días.

 De repente, una explosión bastante fuerte retumbo en la selva y terminó de romper el silencio. Una bola de fuego enorme pareció salir de las entrañas de la jungla y se elevó por encima de sus cabezas hasta deshacerse bien arriba. Nada explota en la selva sin razón. Por eso estaba claro para todos en la canoa que no se trataba de un incendio controlado o accidental sino de algo hecho a propósito. Los músculos de todos se tensaron, tratando de ver algún indicio de lo que tenían en mente.

 Lamentablemente, se dieron cuenta tarde de que una lancha había salido de la orilla del incendio y se dirigía a gran velocidad hacia ellos. Indy aceleró el ritmo, tratando de dejar atrás a la otra embarcación. Pero la verdad era que el aparato que los perseguía era mucho más moderno y tenía seguramente uno de esos motores que parece no cansarse con nada. En poco tiempo los tuvieron a un lado y se dieron cuenta, para su sorpresa, de que los hombres no llevaban armas ni los amenazaban. Al contrario, los pasajeros del barco rápido los alentaban a seguir adelante, sin detenerse.

 En esas estuvieron unos veinte minutos, hasta que en la lejanía se dejó de escuchar el ruido de los animales en la selva y se dejó de ver la fumarola de humo que se desprendía del incendio en la base de los árboles. Indy bajó la velocidad y lo mismo hicieron los del bote rápido que había recorrido junto a ellos un tramo largo del río, que ahora se veía mucho menos ancho que antes. Antes de cruzar palabra con los otros, notaron que el sol estaba bajando y que no faltaba mucho para que estuviesen sumidos en la oscuridad.

 En el otro barco había solo hombres, lo que inquietó mucho a Adela. No era la primera vez que era la única mujer en un lugar, pero siempre se ponía muy a la defensiva en situaciones así. Conocía a Juan José y Antonio, una pareja de científicos que todo el mundo admiraba y quería. E Indy era como un hermano. Robert… Bueno, la verdad no creía que Robert fuese alguien de quién tener miedo. Pero esos hombres eran extraños y tenía que estar preparada, sin importar sus intenciones.

 Se presentaron como científicos, miembros de un grupo especial enviado por la Organización Mundial de la Salud. Según ellos, habían estado en un bunker construido especialmente para ellos, sintetizando varios medicamentos utilizando como base varios tipos de plantas de la selva. Sin embargo, de un momento a otro habían sido atacado por un grupo enmascarado, que no había dicho una sola palabra antes de empezar a lanzar bombas de fabricación casera contra el bunker.

 En ese momento comenzó el incendio. Los científicos apenas tuvieron tiempo de pensar. Era tratar de apagar las llamas o correr, puesto que los enmascarados parecían preparar un tipo de arma mucho más convencional para tomar el control total de la situación. Fue entonces cuando ocurrió la explosión: las llamas se mezclaron con los químicos dentro del bunker y todo voló al cielo. No todo el equipo científico logró correr al barco amarrado a la orilla y escapar. Frente al grupo de la canoa, solo había cuatro hombres.

 Indy les preguntó sobre los enmascarados, si sabían quienes podían ser y si habían muerto con la explosión. Al parecer, toda la vestimenta era de color verde y habían visto al menos a uno apuntarles después de arrancar el motor del barco en el que estaban.


 Adela, Juan José, Antonio y Robert pidieron un momento para hablar sobre qué hacer. Ellos iban a un recinto científico apartado. ¿Sería mejor llevarlos allí o devolverse al pueblo más cercano? La noche era inminente y no ocultaba nada bueno ni para unos ni para otros.

lunes, 19 de junio de 2017

El sofá

   Para cualquiera que pasara por ese lugar, el sofá clavado en el barro era una visión interesante y ciertamente extraña. Aunque no era difícil ver muebles tirados en un lugar y en otro, siempre se les veía un poco trajinados, con partes faltantes, sucios y vueltos al revés. En cambio, el sofá del que hablamos estaba perfecto por donde se le mirara, excepto tal vez por el lado de la limpieza, pues estando clavado en el barro era difícil que no estuviera sucio, más aún en semejante temporada de lluvias.

 Había quienes detenían el automóvil a un lado de la carretera solamente para tomarse una foto con el extraño mueble. Su color marrón no era el más atractivo, pero su ubicación sí que lo era. Muchos de los que paraban se daban cuenta que, cuando uno se sentaba en el sofá, se tenía una vista privilegiada del valle que cruzaba aquella carretera. Era una vista hermosa y por eso casi todas las fotos que se tomaba la gente allí, eran fotos que todos guardaban por mucho tiempo.

 Cuando hubo una temporada especialmente dura de lluvias, acompañada de truenos, relámpagos, mucho agua y barro hasta para regalar, vecinos y visitantes se dieron a la tarea de proteger el sofá. Se había convertido, poco a poco, en algo así como un monumento. Por eso primero lo protegieron con sombrillas, que salieron volando con el viendo, y luego con un toldo de plástico que duró más en su sitio pero también se fue volando por la dura acción del viento en la zona.

 Eventualmente, lo que hicieron fue construir una estructura alrededor del sofá. La hicieron con partes metálicas, de madera y de plástico, casi todas de sus propias casas o de lo que la gente traía en su automóvil. Se usaron cuerdas de las que usan los escaladores para llegar a las cumbres más altas y también cuerda común y corriente, que le daba varias vueltas al mueble para que se quedara donde estaba y no fuera victima del clima tan horrible que hacía en el valle.

 El sofá resistió la temporada de lluvias y se le recompensó con más visitas de parte de las personas que viajaban a casa o hacia algún balneario. Los vecinos ayudaron de nuevo, esta vez podando alrededor del sofá para que el pasto crecido no fuese un problema para las personas que quisieran tomarse una foto en el lugar. También se sembraron flores de colores y, en un aviso con forma de mano, se escribió en letras de colores el nombre del lugar donde estaba ubicado el importante sofá. La zona se llamaba Estrella del Norte, un nombre ciertamente apropiado en noches de luna llena.

 Sin embargo, cuando algunos quisieron cambiar la tela del sofá por otra, para que resistiera más tiempo, muchos se opusieron diciendo que se perdería la esencia original si se cambiaba el color marrón. Hasta ese momento, lo que habían hecho era coser los huecos y arreglar el relleno de espuma de la mejor forma posible, sin tener que abrir el objeto ni nada por el estilo. Lo hacían todo con el mayor cuidado posible pero se sabía que el pobre sofá no duraría para siempre.

 Resolvieron consultar la opinión de los visitantes. En la ladera donde estaba el sofá se instalaron dos cajas, parecidas a buzones de correo. En cada uno estaba escrito algo. En el de la derecha decía “cambiar” y en el de la izquierda decía “conservar”. Se les pedía a las personas dejar una piedrita dentro del buzón que expresara su opinión respecto al dilema. Un vecino vigilaba atentamente que nadie hiciese trampa. El experimento tuvo lugar a lo largo de un mes entero, todos los días.

 Cuando por fin contaron las piedras, tuvieron que reírse en voz alta pues el resultado no era uno inesperado. El buzón de “conservar” era de lejos el más lleno y no era de sorprender la razón de esto. A la gente le gustaba como se veía el sofá y como se había convertido en un símbolo de la zona de la noche a la mañana. Si lo cambiaran demasiado, ya no sería lo mismo, incluso si lo reemplazaran por uno completamente nuevo. Todo cambiaría dramáticamente y la gente lo sabía.

 Era raro, pero se sentía algo así como una magia especial cuando uno veía al pobre sofá, manchado de barro y mojado en partes. No era agradable sentarse en él y por supuesto que había muchos muebles en este mundo que eran mucho mas agradables a la vista. Incluso, esa panorámica del cañón que había valle abajo era algo que había en otros lugares del mundo y con muebles y toda la cosa, no era algo que fuese único que de ese rincón del mundo. Esas cosas eran hasta comunes.

 Esa magia venía de lo absurdo, de lo extraño que era ver un objeto tan cotidiano y reconocible como un sofá en la mitad de la nada. Porque no había pueblos ni ciudades cerca, solo casitas esparcidas por el eje de la carretera y poco más. Era esa visión extraña de un sofá clavado en ninguna parte el que atraía tanto a las personas y los hacía tomarse las fotos más ridículas pero también las más creativas en el lugar. Por eso se podría decir que el lugar se había convertido en un lugar de peregrinación. Se había convertido en un símbolo para la gente de algo que habían perdido.

 Lamentablemente, el romance no duró tanto como la gente esperaba. En una temporada de lluvias especialmente fuerte, toda la ladera de la montaña fue a parar abajo, al río que bramaba con fuerza, tallando más y más el cañón. El sofá fue a dar allí y eventualmente quien sabe adonde. De pronto al fondo del río o tal vez había flotado de alguna manera hasta llegar a algún punto río abajo. No se sabía a ciencia cierta pero los vecinos ciertamente sintieron mucho la partida de su monumento.

 Les gustaba imaginarse que su sofá había ido a dar a alguna orilla arenosa río abajo, donde otras personas descubrirían su magia especial. Tal vez lo alejaran un poco del margen del río para protegerlo y ayudar a que secara. Los niños, estos más morenos que los de la ladera, jugarían alrededor del sofá todos los días, dándose cuenta de sus particularidades, imaginando a su vez su larga historia y posible recorrido. Esa manera de producir cuentos era parte de la magia del sofá.

 La otra posibilidad era que hubiese quedado clavado al fondo del río. Ese pensamiento era menos agradable pero igual de posible. Solo los peces del río turbio serían capaces de tocar su superficie, de estrellarse contra él al nadar de un lugar a otro. Sería uno de esos muchos tesoros que quedan perdidos para siempre solo unos metros por debajo del nivel del agua. Los pescadores pasarían por encima y nunca se enterarían de la extraña visión de un sofá entre los peces.

 Eso sí, nadie nunca se imaginaría que la historia del mueble había empezado de la manera más común y corriente posible. Un hombre, queriendo descansar de su labor diaria, había decidido tomar el viejo sofá donde su padre se había sentado tantas veces a mirar por la ventana y lo había puesto en un sitio donde de verdad se pudiese apreciar la majestuosidad del lugar donde vivía. Se sentaba con una cerveza en la mano y contemplaba con pasión y mucho amor por el campo.

 Ese hombre y su padre habían muerto hacía mucho. Incluso su pedazo de tierra ya era de otras personas y fue así como se perdió el origen del sofá, no que ha nadie le importara mucho saberlo. El punto que es que logró captar la imaginación y las pasiones humanas, las risas y las lágrimas, el orden y el desorden. Y todo lo hizo siendo apenas un sofá viejo y gastado, golpeado una y otra vez por las increíbles fuerzas de la naturaleza.


 Pero su magia no se la quitaría nunca nadie, en ninguna parte.

lunes, 21 de noviembre de 2016

La playa

   En ese punto, era como si el río se partiera en dos: por el lado más profundo seguía bajando a toda velocidad la corriente de agua fría que bajaba de las montañas. Por el otro lado, justo al lado, había una zona de poca profundidad, llena de piedras de todos los tamaños pero con un agua quieta que casi ni se movía. El lugar estaba algo lejos de las rutas principales de los senderistas y por eso poca gente lo conocía pero quienes sabían de él le llamaban “La playa”. Se volvió un punto de encuentro para los entendidos que circulaban por la zona.

 Uno de ellos era Nicolás. Desde hacía un buen tiempo era aficionado a explorar los parque naturales del país a pie. A la mayoría los conocía muy bien y por supuesto uno de los lugares que más le gustaban era La Playa. Era uno de esos que conocía  como llegar al sitio de manera más rápida. Muchos otros habían descubierto el lugar por él pero no porque les dijera sino porque quienes circulaban por todo esos lugares, sabían muy bien a quien seguir y como. Pero, afortunadamente, la cantidad de gente que llegaba a ese lugar seguía siendo relativamente poca.

 En uno de sus varios viajes, Nicolás se dio cuenta que estaba completamente solo.  Era fácil saberlo pues el clima era, cuando menos, un caos. Había llovido por días seguido y la corriente del río se había vuelto tan brusca que podía ser peligroso ponerse a buscar cualquier cosa o incluso meterse a bañar. Incluso por la parte poco profunda pasaban restos árboles y otros escombros y restos de tormentas que caen al río y casi van al mar. Era peligroso estar allí en esos momentos, pero a él esa vez le atrajo quedarse por allí.

 Armó su campamento cerca de La Playa y aguantó el frío gracias a una manta especial que tenía. Se hizo lo suficientemente lejos para evitar la crecida del río, si es que sucedía. En efecto creció un poco más durante la noche pero no tanto como él lo había supuesto. Al otro día el río estaba casi como siempre y fue cuando decidió quitarse la ropa y bañarse. Hacía varios días que no se bañaba y el agua fresca del río era el lugar ideal para refrescarse, sin importar lo fría que pudiese estar el agua o las ramas y demás que flotaban en ella.

 Se metió rápidamente  y se movió un poco por el lugar. En La Playa el agua llegaba normalmente hasta los muslos, o incluso más abajo dependiendo del nivel del agua. Esta vez había bajado rápido en la noche y por eso aprovechó para bañarse. No llevaba jabón ni nada por el estilo sino una como esponja que servía para limpiar la piel . La utilizaba con fuerza y se mojaba para asegurar que la limpieza estuviese siendo bien hecha. El río estaba calmado de nuevo pero había un presentimiento extraño que Nicolás empezó a sentir, como de inseguridad.

 Terminó su baño lo mejor que pudo pero fue al ir a salir cuando lo vio. Estaba allí, justo donde La Playa empieza y el río da la vuelta hacia el lado más profundo. Se había casi clavado en las rocas lisas y frías que había por la orilla del viento. Por un momento, Nicolás dudó si debía acercarse pero, como no había nadie más en varios kilómetros a la redonda, decidió ir a mirar para cerciorarse de que lo que veía no era su imaginación sino algo lamentablemente muy real. Caminó despacio por el agua, tratando de no resbalar sobre las rocas.

Cuando estuvo casi lado, fue que se mandó la mano a la boca, como tapando un grito que jamás salió. Era un hombre, de pronto un poco más joven que él. Estaba vestido con un jean y nada más. Daba la impresión de que se había estado bañando o al menos se había caído al agua mientras se ponía la ropa. Su piel estaba toda fría y extremadamente blanca. Una de sus manos rozó las piernas de Nicolás y este no pudo evitar gritar de manera imprevista, casi como un bramido asustado. Era tonto que pasara pues era obvio que estaba muerto.

 Eso sí, se veía que no había muerto hacía tanto. El cuerpo tenía partes algo moradas pero por lo demás estaba blanco como un papel y mantenía su piel suave y delicada, sin que se hubiese hinchado aún. Nicolás no pudo evitar pensar que le había pasado al pobre y como había sido que había llegado al río. Lo dudo por un segundo pero luego, haciendo mucho esfuerzo, fue capaz de halar el cuerpo hacia fuera de La Playa, sobre el suelo normal de la zona, que era bastante árido y en ese momento parecía un congelado de lo frío que estaba.

 Fue a la tienda y así, desnudo como estaba, volvió con algo de ropa que usaba para él. Como no se cambiaba mucho la ropa, no le parecía un inconveniente vestir al cuerpo con una de sus camisetas y un par de medias. Se mojaron y fue obvio que no volvería nunca a ponerse esas prendas o siquiera a pensar en ellas. Lo que quería, sin embargo, era hacerle una especie de honor al difunto, protegiéndolo un poco mientras descifrara como sacarlo de allí. Recordó que tenía su celular en algún lado y tal vez podía contactar a alguien.

 Pero no servía de nada. Estaba en una zona demasiado remota como para que hubiese señal alguna para el teléfono. Tendría que cargarlo de alguna manera y eso era difícil pues un muerto siempre pesa mucho más que un vivo. Pero es que la idea de dejar ahí, a pudrirse que y los pájaros se lo coman lentamente, no era lo que quería para el pobre. La verdad era que le parecía que el muerto era guapo y por esa superficial razón se merecía, al menos, un funeral.

 Entonces tuvo una idea mejor. Buscó entre sus cosas y encontró sus herramientas para escalar. En ese parque no las usaba tan seguido porque no había mucho lugar para poder usarlas pero serían perfectas para excavar un hueco y enterrar el cuerpo allí. Tratar de arrastrarlo sería ridículo e ir él a avisar que había un muerto le parecía que era muy fácil y además se podían demorar días mientras encontraban equipo para que fueran a rescatarlo y Nicolás sentía que no había tiempo para nada de eso. Había que actuar lo más pronto posible.

 Empezó a excavar y agradeció el trabajo duro pues calentó su cuerpo de la mejor manera en varios días. La tierra allí estaba como dura, casi congelada, y era difícil sacarla. Pero después de los primeros esfuerzos, se puso más fácil. Lo malo fue que llegó la noche y hacerlo con una linterna pequeña en la boca no era nada eficiente. Decidió dejarlo por ese día. Se puso ropa especial y se acostó a dormir bastante temprano para continuar con su labor temprano al otro día. La idea tampoco era pasarse la vida haciendo algo que hacía por respeto.

 Al otro día no se quitó la ropa pues el frío se intensificó y el río empezó a crecer de nuevo. Bajaban troncos de árboles, ramas e incluso se podían percibir cuerpos de animales pequeños como conejos y demás. Menos mal, el hueco que había empezado estaba alejado del río. Había servido pues seguía intacto, aunque la mayoría de tierra que había sacado se había ido volando. Siguió el arduo trabajo toda esa mañana pues lo que más importaba en ese momento era terminar el hueco y poder enterrar al pobre joven que seguía mirando al cielo con sus ojos vacíos.

 Pasado el mediodía, la corriente aumentó más. Nicolás pudo ver que había una tormenta sobre las montañas desde donde venía el río. Apuró el paso por si la tormenta se dirigía hacia él y pronto tuvo el hueco terminado. Arrastró al cuerpo dentro de él y uso la mayor parte que pudo de la tierra que había sacado. El inconveniente era el viento, que se lo llevaba todo. Por eso apenas y pudo cubrirlo bien de tierra. Tuvo que excavar de otros sitios para tapar el cuerpo bien. Cuando terminó, clavó una de sus herramientas cerca de la cabeza del muerto y le amarró un trapo rojo que tenía.


 No podía arrastrarlo fuera del parque y decirle a nadie no tenía sentido. Pero al menos podía dejar una constancia de que a alguien le había importado lo suficiente como para enterrarlo y dejar un señal de quien podía haber sido. Nicolás recordaba a una persona de su pasado y por eso fue que no pudo evitar hacer algo por el difunto, del que se alejó pronto ese día pues La Playa sería devastada por la tormenta. Tenía que salir de allí pronto y resguardarse entre los árboles del bosque próximo.