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jueves, 24 de marzo de 2016

Muerte de la madre

   El pequeño auto blanco se detuvo a un costado de la vía interna del cementerio, al lado de un gran árbol que se inclinaba sobre la vía haciendo sombra y dejando caer sus hojas secas encima.

 El primero que salió fue Ricardo y luego siguió Alex, este muy cabizbajo y con los ojos bastante rojos. Tenía en sus manos un pequeño arreglo floral pero casi lo deja caer al suelo cuando salió del auto. Afortunadamente, Ricardo había dado ya la vuelta y atrapó las flores antes de que se estrellaran contra el piso. Le preguntó a Alex si estaba bien y este solo asintió. Era evidente que mentía pero no podía obligarle a volver a demorar mucho más el proceso. Al fin y al cabo habían venido para afrontar las cosas y no para seguir huyendo.

 Cuando Alex hubo salido por fin del carro, caminaron unos cuantos metros sobre el césped del lugar. No todas las tumbas tenían flores y a algunas ya ni se le podían ver los nombres de los difuntos. El viento y el agua los habían borrado con el tiempo. Algunos tenían flores muy bonitos, casi recién cortadas, pero otros no tenían nada o, lo que es peor, solo ramilletes de flores podridas y grises, que hacían que el lugar se sintiese aún más triste de lo que ya era.

 Por fin llegaron al lugar indicado por la mujer de la recepción. Todavía no habían quitado la carpa que tenía el logo del cementerio, lo que quería decir que estaban ajustando todavía algunos detalles de la tumba. Ricardo se detuvo junto a una de las columnas de metal de la carpa y Alex solo se dejo caer al suelo húmedo. La lluvia que caía ligera persistía desde hacía unos tres días.

 Alex rompió en llanto. Empezó a decir cosas pero no todas las entendía Ricardo pues las decía media voz, interrumpido por su sollozo que cada vez era peor. En un momento parecía que no podía respirar y Ricardo dio un paso adelante pero Alex, sin darse la vuelta, lo detuvo con un gesto de la mano. Ricardo devolvió el paso y vio a su esposo, desde hacía solo unos días, llorar sobre la tumba.

 Luego, sí se le entendió muy bien lo que decía. Le pedía disculpas a su madre por haberse casado en secreto, por haber huido y por haber peleado con ella tantas veces. Se disculpaba por su actitud en varias ocasiones y pedía que por favor le dijera que lo perdonaba. Eso era obviamente imposible pero Ricardo, que no era creyente, no dijo nada. Además las palabras de Alex también lo herían un poco pero sabía que no se trataba de él si no de muchas otras cosas que tal vez ni entendiese pues esa mujer que estaba allí enterrada no era su madre sino la de Alex.

 La lluvia arreció y Ricardo tuvo que acercarse más a Alex para no mojarse. Esta vez no lo detuvo. Ya no lloraba con fuerza, más bien en silencio, casi acostado encima de la tumba. Apenas se escuchaba su respiración accidentada, su nariz ya congestionada por las lagrimas y por el clima que no hacía sino ponerse peor. Ricardo tuvo que tocarle el hombro y preguntarle si estaba bien. Alex, de nuevo, solo asintió. Se echó la bendición y dijo una oración en voz baja. Momentos después, corrían al carro y se metían rápidamente.

 Ricardo empezó a conducir sin saber muy bien adonde ir. Y aunque le preguntó a Alex, este no decía nada. Miraba a un punto lejano más allá de la ventanilla y de la lluvia y no parecía capaz de dar una respuesta que tuviese sentido. Así que Ricardo salió del cementerio y se dirigió hacia el hotel donde se estaban quedando. Era extraño alojarse en un hotel cuando estaban en su ciudad natal, pero con la muerte de la madre de Alex, todo los había cogido por sorpresa. Habían tenido que llegar sin avisar a nadie y a muchas personas era mejor ni avisarles que estaban allí.

 En el camino, Ricardo trató de hacer charla, comentando lo bonito que era el carro y lo barato que había salido su alquiler. Él nunca había hecho eso y le parecía muy curioso. Pero Alex no decía nada, ni siquiera parecía que estuviera allí con él. Solo cuando se dio cuenta para donde iban fue que dijo tan solo dos palabras: “Tengo hambre”.

 Estaban en un semáforo y afuera ya estaba diluviando a Ricardo lo cogió esa afirmación por sorpresa. Imaginó que Alex quería comer algo fuera del hotel, o sino no hubiera dicho nada. Así que trató de recordar todo lo que conocía de camino al hotel y entonces le llegó la imagen de un restaurante con el que había ido varias veces con sus padres. Estuvieron allí en unos diez minutos.

 Alex seguía sin muchas ganas de nada pero al menos parecía menos pálido que antes. Ricardo le puso un brazo encima y lo acarició, terminando con un beso en la mejilla. Alex se limpió una lágrima y no dijo ni hizo nada.

 Adentro del restaurante se sentaron junto a la ventana y siguieron viendo como la lluvia caía por montones. Se oía el rumor del viento, que parecía querer romper el ruido de volumen tan alto que salía del restaurante. Había bastante gente y había sido una fortuna encontrar una mesa. Ricardo empezó a leerle el menú a Alex pero este en cambio empezó a hablar, mirando la ventana.

 Decía que su madre, desde que era pequeño, le había dicho lo que soñaba para él: una vida típica con una esposa hermosa y devota y un trabajo de “hombre”. Tal cual lo decía. Y desde temprana edad él sabía que había muchas cosas mal con lo que ella decía pero nunca le dijo nada. Al menos no hasta que lo encontró a los quince años besando un chico en frente de la casa y le gritó que era su novio.

 Alex explicó que para entonces ya peleaban todos los días. Su relación nunca había sido buena, en ningún aspecto, y la única manera en que se comunicaban era gritándose y respondiéndose de la peor manera posible. Alex dio algunos ejemplos de los insultos que usaban y Ricardo no pudo evitar sonreír pero dejó de hacerlo pronto pues Alex parecía determinado a seguir hablando.

 Recordó que su padre siempre había sido el segundo al mando de su hogar y cuando murió, pues no cambió mucho. Fue duro perder un padre justo cuando se empieza a ser hombre. Alex supuso que eso no había sido muy bueno para él y que la sola presencia de su madre y hermanos no había sido suficiente. Además, lo admitía, ir a la iglesia todos los domingos de su vida no aminoró la culpa de lo que hacía.

 Le admitió a Ricardo, mirándolo por fin a los ojos, que por mucho tiempo sintió culpa y odio hacia si mismo. Se iba a ir al infierno y algunas veces, a los quince o dieciséis, bebía tanto que ya no le importaba el destino de su alma. Era feliz diciéndole a sus novios y amantes que el infierno los esperaba a todos.

 Justo en el silencio que siguió, llegó la mesera. Ricardo se demoró un poco y pidió lo que pensaba era lo más rico, así como dos jugos de frutas que hacía mucho no probaba. Apenas se fue, Alex siguió hablando, esta vez del punto clave: su matrimonio.

 Ricardo sí sabía esa historia: ellos vivían hacía un par de años en otra ciudad, en otro país lejano y allí se habían conocido. Les parecía gracioso que fuesen del mismo sitio pero se vinieran a conocer tan lejos. Durante ese tiempo la relación fue creciendo. Vivieron juntos y entonces vieron que el siguiente paso natural era casarse y lo hicieron. Ricardo no tenía a quién avisarle pues él nunca había tenido padres, solo amigos a los que llamo y que se entusiasmaron con la noticia. A Alex no le fue igual.

 Fue horrible escucharle repetir lo que le había dicho su propia madre y su hermanos. Ese fue otro día en el que lloró pero pareció recomponerse más rápidamente. Fue él el que decidió que se casaran lo más pronto posible. Alex agregó a su relato que su madre le había confesado, en la rabia del momento, que su embarazo no había sido deseado y que estuvo a punto de abortar pero el padre de Alex la detuvo justo a tiempo. Eso era lo que le carcomía la mente ahora y no lo dejaba en paz.

 Cuando la comida llegó, Alex apenas dejó de mirar por la ventana. Comía lentamente, como si estuviera a punto de morir. Entonces Ricardo se puso a pensar que podría hacer para mejorar esa situación e hizo lo primero que le vino a la mente, sin pensarlo.

 Casi tumbando el vaso de jugo, se inclinó sobre la mesa y le dio un beso a Alex en la boca. No pocas personas se dieron la vuelta para verlos pero eso no importó pues el efecto deseado había sido conseguido: Alex por fin dejó de mirar hacia fuera y miró a los ojos de Ricardo. Se besaron otra vez y se tomaron de la mano por el resto de la comida. Hablaron de otras cosas y, cuando ya se iban a ir, Alex rió  por un chiste tonto que había recordado Ricardo.


 Esa noche Alex lo abrazó con fuera y Ricardo estuvo seguro que Alex había llorado. Pero no dijo nada. Solo abrazó fuerte y besó su cuerpo, para que supiera que estaba allí, siempre.

sábado, 9 de enero de 2016

Bolsa de clima

   La comida del avión había estado deliciosa. Era increíble lo que cambiaba la calidad de todo cuando se viajaba en primera clase. Era un poco chocante que todavía se dividiera así a la gente pero era todo un negocio y el dinero era lo más importante, sin importar lo que dijeran unos u otros. Llego la hora de dormir, justo cuando el avión se preparaba para cruzar el Ártico. Afuera todo estaba oscuro pero era increíble imaginar el terreno blanco y azul que se desplegaba bajo los cientos de personas que en ese momento estaban en el aparato.

 Míster Long cerró la ventanilla y le pidió una manta extra a la azafata más cercana. Se acomodó en su cama y trató de cerrar los ojos lo mejor que pudo. Pero era difícil pues de todas maneras estaba en un avión y su reloj biológico sabía que había cosas que no encajaban muy bien que digamos. Lo primero era que la hora no era precisamente la de dormir sino la de despertarse. Y el cuerpo no hacía caso a pesar de que la cabina estaba a oscuras, a excepción de las luces de colores que había en el techo, que se suponía ayudaban a dormir.

 Miró las luces, que cambiaban ligeramente, por al menos media hora hasta que se dio cuenta que un dolor de cabeza se estaba formando y que debía tratar de dormir como fuera. Se acomodó como lo haría en casa y se puso a contar números y a concentrarse profundamente para poder dormirse. Esto le agravó un poco el dolor de cabeza pero logró al menos sentirse algo soñoliento después de un rato.

 Justo en ese momento, oyó un susurro que le hizo abrir los ojos. La cabina seguía oscura pero sabía que el sonido había venido de la cortina que separaba esa sección de clase ejecutiva. Susurraron otra vez y después siguió otro sonido, como el de algo que rueda por el suelo. Después un sonido metálico, un tosido forzado y nada más. El señor Long no sabía si todo eso se lo estaba imaginando, pues su mente estaba cansada del día pero también de tratar de dormir. Decidió ignorar los sonidos y cerró bien sus ojos, tapándose bien con las mantas.

 Al quedarse dormido, se sumió en un sueño bastante superficial. Soñó ese clásico en el que uno siente que cae por entre un agujero que se convierte en otro y así infinitamente. Los colores en el sueño eran los mismos que los del techo de la cabina. Después siguió otro sueño, relacionado con su trabajo como asegurador en el que estaba desnudo en una conferencia y se tapaba avergonzado pero nadie parecía haberse dado cuenta de que no llevaba nada de ropa. Después hubo un sueño más, en el que todo era oscuro como en una película de los años treinta. Allí alguien le disparaba y él sentía caerse de espaldas, de nuevo sin detenerse nunca.

 Cuando despertó, se dio cuenta de que el avión estaba sufriendo turbulencias. Todo temblaba ligeramente pero entonces un sacudón asustó a más de uno y las luces se encendieron. Confundido, el señor Long tuvo que arreglar su silla y apretarse el cinturón lo más posible. La turbulencia seguía y cada vez se ponía peor. El capitán anunciaba que había encontrado algo así como una “bolsa de clima” adverso y que la atravesarían en algunos minutos. Aconsejaba no levantarse de las sillas y abstenerse de hacer nada más sino quedarse quietos.

 Lamentablemente, mucha gente apenas se despertaba con la ayuda de las azafatas que a cada rato caían al suelo productos de las terribles sacudidas. Hubo un momento que una de las mujeres que trabajaba en clase turista vino a pedir ayuda pues había muchas personas presas del pánico. Solo una de ellas la acompañó pues se suponía que tenían puestos fijos y no se podía dejar ninguna sección sin atender.

 La aeronave temblaba de forma que cada hueso del cuerpo se sacudía ligeramente. Era como esas vibraciones que vienen de las computadoras y otros aparatos pero aumentadas a un nivel seriamente molesto y que asustaba a cualquier persona. Long miró a los pasajeros que tenía más cerca y ambos estaban lívidos y parecían estar muy cerca de vomitar. No era difícil culparlos, en especial cuando la nave de pronto pareció quedarse sin fuerzas y empezó a caer.

 Las mascarillas cayeron del techo pero nadie en verdad se estiró para tomarlas. Todo el mundo estaba pensando lo mismo: eran sus últimos momentos en el mundo y no iban a gastar esos preciosos segundos poniéndose una mascarilla sobre la cara que no iba a servir para nada. No hubo gritos ni nada parecido, solo gente más blanca de lo normal y la sensación general de que todo iba a salir muy mal.

 Pero se equivocaron, pues el piloto de alguna forma logró estabilizar la aeronave y salir de la zona de clima difícil. La gente que tenía una ventana cerca se acerco a ver el exterior. Pero todavía no se veía nada. Eso sí, había la sensación general de saber que la nieve y el suelo frágil de la banquisa ártica estaba mucho más cerca que hacía algunos momentos.

 El capitán se pronuncio unos quince minutos después de la caída libre y explicó lo que había sucedido. Algo relacionado con bolsas de aire y las turbulencias y no sé que más. Poca gente entendió lo que dijo y la verdad era que a todo el mundo le daba un poco lo mismo. La gente estaba agradecida de estar viva, de poder contar la historia. Ya habría tiempo para darle un nombre científico a lo que había pasado.

 Sin embargo, todos escucharon la parte del anuncio del capitán en la se anunciaba que no podrían llegar a destino pues uno de los motores estaba seriamente dañado y sin él no había manera de llegar a salvo a ningún lado. El capitán anunció que él y su equipo estaban haciendo el mejor trabajo posible para encontrar un aeropuerto civil donde poder aterrizar y donde hubiese facilidades para que los pasajeros pudiesen continuar con su viaje. Prometió anunciarlo lo más pronto posible.

 El señor Long respiró por fin y se quitó el cinturón de seguridad. Ya todo parecía en calma y no quería sentirse amarrado por un segundo más. Decidió que lo mejor era ponerse de pie y caminar un poco o al menos estirarse para mitigar el dolor de espalda que ahora era descomunal. Mientras movía el cuello de un lado a otro y giraba la cintura, se dio cuenta de que la mujer sentada al lado de la cortina que separaba las secciones estaba sonriendo. Parecía, de hecho, que estaba a punto de soltar una gran carcajada pero lo estaba controlando.

 La mujer tenía un mano sobre su boca, sus dedos apenas rozando sus labios. La otra mano estaba sobre el cinturón, como sintiendo su textura. No había cojines ni mantas ni nada con ella, estaba claro que no había sido de las personas que habían querido dormir un poco hace un rato. El señor Long la miró tanto como pudo pero después decidió que seguramente eran los nervios los que la hacían reír y por eso parecía sospechosa. No era algo nuevo que alguien riera en una situación tan complicada.

 Pasó un buen rato hasta que el capitán anunció por fin que aterrizarían en una ciudad rusa pequeña a la que habría de llegar un avión de la misma empresa para recoger a los pasajeros y llevarlos a su destino final. Estarían allí en una hora y el avión que los recogería ya había salido de Japón así que la espera no sería muy larga.

 Mucha gente pareció aliviarse con la noticia pero no el señor Long, que no podía creer que tendría que bajar en el medio de la nada para subirse en otro aparato de esos. Y así fue: lentamente todos fueron bajados por escalerillas y dirigidos a una terminal pequeña en la que se les ofreció un café muy cargado.  Estuvieron allí apenas un par de horas hasta que el nuevo aeroplano llegó y se les dijo que todos tendrían las mismas sillas.

 Mientras la gente se acomodaba y afuera cargaban el equipaje, el señor Long se dio cuenta que la mujer de la sonrisa no estaba en su asiento y ya no había nadie subiendo por la escalerilla. Fue cuando cerraron la puerta que decidió dirigirse a una azafata y le recordó que había una pasajera que faltaba y que seguramente se sentiría muy mal si perdía el avión. Debía estar en el baño, dijo, como defendiéndola.


 La azafata sin embargo no se preocupó en lo más mínimo. Dijo que algunos pasajeros habían decidido quedarse y viajar desde allí a otras ciudades que eran su destino final. El hombre se dejó caer en el asiento, incrédulo de las palabras de la azafata. No pensaba que nada de eso fuese cierto pero pronto eso no importó más pues recordó que su familia lo esperaba y eso era más fuerte que cualquier misterio que él nunca podría resolver.

martes, 24 de marzo de 2015

Sintra

   El día no prometía mucho pero de todas maneras ya estaba yo allí y no había manera de volver. El tren no se había demorado mucho entre la ciudad y el pueblo. Lo entretenido, al menos para mí, de este paseo, era que las caminatas eran largas y por escenarios majestuosos, a juzgar por las fotografías que había encontrado en internet. Tenía mi cámara y mi celular listos y había tratado de desayunar lo mejor posible, aunque con el presupuesto de un estudiante eso era bastante difícil.

 El tren nunca se llenó y fuimos pocos los que descendimos en la última parada. El pequeño poblado parecía de fantasmas, sin un alma a la vista por ningún lado. La verdad es que ese no era el pueblo al que yo quería ir. Para ir eso había que seguir las indicaciones que señalaban el inicio de los caminos de las montañas. El primer tramo, al lado de una carretera, fue bastante tranquilo y apacible. A un lado, la hermosa montaña llena de árboles y algunas casas de arquitectura particular. Del otro, un acantilado pero no muy profundo. Más calles y casas del poblado habían sido construidas allí, donde alguna vez hubo un río.

 El primer tramo terminaba en el verdadero pueblo, un pequeño montón de casas en lo que parecía un promontorio de la montaña. La vista la dominaba un palacio que tenía más cara de fábrica que de otra cosas. Me acerqué al lugar y vi que era el primero de varios museos que iba a encontrar ese día. Había un puesto de información donde un aburrida mujer me permitió tomar los folletos que quisiera. Los tomé en varios idiomas y de cada sitio de la montaña y los guardé con cuidado en el fondo de mi maletín. Solo dejé uno fuera para tener a mano, esperanzado de que gracias a ese montón de papel no me perdiese en la neblina que había empezado a bajar lentamente por la ladera de la montaña.

 El palacio resultaba mucho más hermoso por dentro que por fuera. Pagué la entrada más cara, para visitar todos los sitios, y seguí paseando por el lugar. Es hermoso caminar por las antiguas moradas de la gente e imaginar que pudo haber ocurrido en dichos corredores hace unos cien, doscientos o hasta quinientos años. Quien sabe que secretos se murmuraron o que discusiones rebotaron de muro a muro. Lo mejor fue ver los objetos, aquellos quelos antiguos habitantes de la casa habían utilizado. Sin problema, pude imaginarme vistiendo las extrañas ropas del siglo XVII, sentado a la mesa comiendo algún plato que fuese típico de la región. Tal vez faisán o alguna otra ave de caza?

 Estoy seguro que los pocos turistas que me acompañaban me miraban un poco extrañados al ver que sonreía como un tonto cada vez que miraba alguna de las piezas o cuando me quedaba demasiado tiempo mirándolo todo. La verdad no es algo que me importase entonces o ahora. En los museos, detesto cuando la gente camina rápido y simplemente creo que se trata de un circuito de carreras o algo parecido. No, para mi un museo es más un templo que cualquier otra cosa. Es prácticamente un cementerio, un lugar adonde mucho de nuestro pasado va a morir. Obviamente que no todo muere y mucho se transforma pero lo que no perdura, lo físico, va y encuentra su lugar en un museo y eso para mi merece el más profundo respeto.

 Cuando salí del palacio, abrí el mapa y me propuse caminar al siguiente sitio con prontitud. El día cada vez empeoraba y para ser las diez de la mañana, el clima parecía anunciar el final de la tarde. Lo mejor era ir primero a los palacios de la parte alta del bosque y luego seguir con los demás sitios que quedaban un poco más retirados. Lo bueno era que todo estaba debidamente señalizado, como en pocos sitios. La caminata fue buena hasta que la lluvia empezó a caer y debí abrigarme solamente con mi chaqueta. Para mi sorpresa, era muy efectiva pero no lo suficiente para alejar el frío. Ya estaba en pleno bosque cuando la lluvia pareció ceder. Era un lugar hermoso, igual de solitario que los demás.

 Es la verdad cuando digo que mi cabeza estuvo a punto de explotar de tanto que había por fotografiar, por ver e incluso por sentir. Había pequeños lagos formando un jardín entre los grandes árboles y los caminos de piedra. Como no había nadie pude rendirme a mi imaginación y con facilidad pude verme como un caballero al mejor estilo de Robin Hood, usando flechas para cazar mi alimento y defender a quienes no podían hacerlo solos. El lugar también se prestaba para imaginar un encuentro romántico y fue ahí cuando mi imaginación se frenó y no trabajó más.

 Tenía que pensar en el amor, aquella cosa extraña y amorfa en la que ya no sé si creer o no. Por supuesto me hubiera encantado estar allí con alguien especial, compartiendo lo hermoso del lugar, seguramente tomados de la mano y dándonos besos cada cinco segundos. Pero para que desgastar mi imaginación, que solía ser tan buena, en cosas que ni siquiera la mente más brillante podía recrear con fidelidad? Porque si el amor existe, dudo que se pueda replicar y dudo que se pueda sentir sin que sea real. Pero como saber que es real?

 Menos mal la lluvia volvió y tuve que dejar de pensar en tontería para mejor encontrar un sitio adecuado para no bañarme más de la cuenta. Casi resbalo al llegar a las puertas del palacio más cercano, que se veía extrañamente sombrío bajo la neblina y la casi oscuridad en pleno día.  Era extraño porque las paredes estaban pintadas de colores y las torres tenían formas divertidas y estrambóticas. Se veía como algo sacado de un cuento de terror pero mezclado con algo demasiado alegre. Pero era un techo al que llegar así que, después de caminar por la calzada de acceso, entré al sitio donde, por fin, había varias personas que habían corrido a resguardarse.

 Decidí seguir al museo, a diferencia de las otras personas, para no quedarme mirando hacia fuera como un perro al que le urge salir a orinar. No, yo preferí explorar el lugar y pronto estuve inmerso de nuevo en mis elucubraciones imaginarias. El lugar, era obvio, siempre había servido como hogar. Había varias habitaciones, una gran cocina con cava y almacén, salones majestuosos con varios muebles y tapetes exquisitos. Que perfecto hubiera sido vivir en un lugar así, tan alejado de todo y tan bien adecuado para la vida humana. Claro que no cualquiera hubiera vivido allí pero eso no importa a la hora de imaginar.

 La lluvia por fin pasó y salí del lugar pronto, tratando de hacer que el día rindiera lo más posible. El sitio más cercano estaba en la colina siguiente. Eran más que todo ruinas y decían que desde allí se podía ver el mar y los pueblos costeros. Cuando llegué, era obvio que no se veía nada pero era otra situación diferente a las anteriores: el sitio era obviamente mucho más antiguo y era sobrecogedor de una manera diferente, por estar tan abierto a los elementos. Siendo alguien que se atemoriza fácil con la alturas, tuve que agradecer que la montaña estuviese cubierta de neblina porque allí abajo era un acantilado profundo, por todo el lado de la montaña.

 Llegué, como pude, a la parte más alta de las ruinas. Era difícil de caminar por lo estrecho de los caminos y porque el viento había empezado a soplar con fuerza, haciendo de caminar algo difícil y hasta peligroso, ya que no había ningún tipo de barrera que impidiera que alguien pudiese caer de las partes más altas. Tomé un par de fotos, de la neblina, las ruinas y las banderas en cada torrecilla, y luego descendí con sorprendente rapidez al camino principal. Mis nervios estaban de punta por la altura y ahora solo quería caminar.

 Siguiendo la carretera, caminando una media hora, estaba otro palacio que parecía ser muy bello, según una de las guías que tenía en mi maletín. Pensé que la caminata me relajaría pero no fue así porque la carretera tenía muchas curvas, no había un andén propio para caminar y, lo más importante, porque me perdí después de una bifurcación confusa. Tenía el presentimiento de haberme perdido pero como el mapa no era exacto era difícil de saber. Había casas a un lado y a otro y parecías residencias grandes pero, a diferencia de los palacios, eran lugares modernos y con vida.

 Decidí volver por donde había venido hasta la bifurcación. Tomé el camino correcto y, después de unos minutos, llegué a mi destino. Para acceder al palacio, había que atravesar un jardín. Era hermoso, con flores de todos los continentes, de todos los colores y con estanques y cañadas ornamentales. Tomé fotos pero esta vez no soñé despierto porque vi que había alguien más haciendo lo mismo que yo, solo que estaba de pie sobre una piedra cubierta de musgo. Tuve apenas el tiempo para reaccionar, tomándolo del brazo antes de que cayera con fuerza sobre la piedra y luego al estanque verdoso. Me agradeció y empezamos a hablar. Paseamos juntos por el palacio y decidimos almorzar juntos ya que él, como yo, estaba solo.


 Cuando la noche cayó, volvimos juntos a la ciudad y compartimos nuestros datos. Sin decir nada, se despidió con un beso en la mejilla y se fue a su hotel. Fue el final perfecto para un día ideal, en un lugar mágico.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Celebración

Melissa entró a su hogar, cargando dos bolsas del supermercado en cada mano. Las dejó en en el mesón de la cocina y luego se dirigió a su cuarto. Se quitó el abrigo, la bufanda y los guantes. Mientras lo hacía, pensaba en lo extraño que era que, después de la guerra, el frío se hubiera asentado casi en todas partes. Claro que se sentía calor en el verano pero no se parecía a lo que antes muchos habían conocido. Era como si hiciese falta energía.

La mujer, de unos 40 años, bajó a la cocina y empezó a sacar ingredientes y utensilios para hacer una lasaña de carne molida. Hirvió las capas de pasta, cortó las verduras, coció la carne,... Le tomó más tiempo de lo normal porque hacía años que no hacía nada parecido, pero la ocasión ciertamente valía la pena.

Hoy se cumplían diez años del fin de la guerra y era un día festivo en todo el mundo, sin excepción. Todos habían acordado que la paz se debería celebrar siempre, recordando a quienes habían muerto por culpa de la megalomanía de algunos y la terquedad de otros.

Melissa metió el recipiente con la lasagna en el horno y se propuso a esperar a que estuviera lista sirviéndose una copa de vino. Justo en ese momento, escuchó el timbre de la casa y sonrío. Caminó hasta la puerta, limpiándose las manos en el pantalón vaquero.

Apenas abrió la puerta, un perro le saltó encima, tan grande que casi la tumba. Su dueña lo calmó y le dio un beso en la mejilla a la asustada Melissa. Era Nina, con su perro Capitán. Era de raza gran danés y el tamaño intimidaba a cualquiera, antes de conocer su lado más pacifico.

Melissa llevó a sus invitados al patio, donde dejaron a Capitán para que jugara con varios objetos que la dueña de casa jamás usaba. No había nada peligroso, solo viejos juguetes.

Nina tomó algo de vino con Melissa antes de servir y, para entonces, ya había llegado el otro invitado. Era Clemente, un hombre más joven que ellas pero que apreciaban como... como a nadie.

Los tres se sentaron a la mesa y sirvieron generosas porciones de lasaña, ensalada que Melissa había comprado en el supermercado ya lista y rebosantes copas de vino.

Hablaron primero del clima. Clemente, que vivía a las afueras de la ciudad, decía que en su casa habían tenido que poner calefacción. De hecho, un amigo le había contado que ese era el negocio del año para muchos ya que mucha gente no soportaba el nuevo clima después de la guerra.

Nina estaba de acuerdo. Comentaba que había visto en la televisión niños en India cubiertos de pies a cabeza en bufandas, abrigos y demás. Al parecer, era la primera vez que nevaba en Delhi.

Luego, tras dejar de lado la ensalada y haber tomado al menos dos copas de vino cada uno, siguieron con la lasaña y las noticias recientes.

Melissa les preguntó si habían visto la primera nueva sesión de la ONU y ambos amigos le dijeron que sí. Nadie se lo había perdido. Nuevos países habían nacido y con ello la reconstrucción de un sistema decadente y anticuado. La nueva sesión auguraba buen futuro aunque con más de 230 miembros, era difícil saber como iban a resultar las cosas. Al menos, ya no existía el veto.

Luego hablaron de los documentales sobre la guerra y, por algunos minutos, ninguno dijo mucho. Clemente había participado en ella, combatiendo personas que no conocía. Había matado, de frente y por la espalda, y eso jamás podría olvidarlo. Cuando acabó la guerra, sin una pierna y con varias cicatrices, Clemente fue sentenciado a cinco años de prisión por crímenes de guerra. Y nunca se quejó porque tenían razón.

Melissa había perdido a su hijo y esto había causado el divorcio con el padre del niño. Su hijo, según reportes oficiales, había participado en la creación de una célula terrorista que contemplaba derrocar al demente que se había instalado en el poder. Después de la guerra, se atrevieron a llamarlo criminal y ella lo defendió, creando una asociación de padres y familiares de quienes habían luchado contra el regimen. Allí conoció a Nina.

Ella lo perdió todo: sus hijos, su marido e incluso su hogar, después de que bombardearan su casa durante la invasión. Una hija había sido terrorista y ella con orgullo le decía a todo el que la escuchara, que su hija había estado a segundos de asesinar al hombre más nefasto que había pisado este mundo.

Clemente rompió el hielo, elogiando el sabor de la lasagna. Nina lo secundó y Melissa les agradeció por los cumplidos y cambiaron el tema, esta vez sobre los planes que tenían para la próxima Navidad. La dueña de casa les propuso que se quedaran allí el día antes y el día después de Navidad y así podrían celebrar apropiadamente, adornando todo y cocinando y compartiendo momentos alegres, para no recordar los momentos dolorosos.

Para el postre, Nina había traído un pastel de queso con crema de limón y Clemente había horneado galletas de mantequilla, que su madre le había enseñado a hacer cuando era pequeño. Sirvieron tres platos llenos y comieron con ganas, mientras reían de anécdotas que recordaban, de los últimos días o de la vida.

Dejaron entrar a Capitán y compartieron con él la lasagna, que comió en segundos. Parecía muy contento y lo premiaron con algo de concentrado con sabor dulce, algo que Melissa no sabía que existía pero Nina vendía en su tienda. Después de la guerra, había decidido montar un negocio con gran variedad de productos para mascotas y le iba bastante bien.

A Clemente lo había conocido porque era un carpintero excelente y con tanta lluvia y frío, las reparaciones en casas eran cada vez más frecuentes.

Los tres amigos, que nunca se hubieran conocido si no hubiera sido por una tragedia en común, se despidieron al final de la noche después de haber comido bastante y de haber consumido casi cinco botellas de vino.

Melissa no tuvo que recoger mucho porque sus amigos le habían ayudado. Al rato subió a su cuarto y se acostó en la cama, mirando por la ventana que tenía más cercana. La luz de la luna entraba débilmente por entre las rendijas de la persiana pero ella no pensaba en eso. Pensaba en su hijo y en lo mucho que le dolía no haberlo conocido más, no haber estado con él. Había sido un luchador y lo mejor de todo es que ella sabía que había conocido el amor.

Y con ese último pensamiento, Melissa durmió en calma toda la noche.